La Censura. Revista mensual
Madrid, junio de 1846
año II, número 24
páginas 187-189

Jurisprudencia

121

Filosofía de las Leyes

por D. Ramón de Campoamor, un cuaderno en 4º

En cien páginas escasas se contiene la Filosofía de las leyes, escrita por uno que no es filósofo, ni jurisconsulto: en un siglo esencialmente filosófico como el nuestro cualquiera puede filosofar sobre una materia sin haberla saludado. Pero si este opúsculo no es más que la quinta esencia de la filosofía de las leyes, según nos dice su destilador, en cambio le ha saturado de multitud de errores gravísimos, ya filosóficos y políticos, ya morales y religiosos. Concretémonos a estos, que es lo que hace a nuestro intento, dejando el examen de los demás a otro género de censores.

El autor divide su libro en siete secciones, que tratan respectivamente de las leyes naturales, políticas, penales, económico-administrativas, civiles, internacionales y religiosas; y por este mismo orden las examinaremos.

Desde la introducción empieza a claudicar, pues reconociendo que el hombre tiene dos fines que cumplir en la tierra, la felicidad para su bien y la virtud para bien de los demás, y que la salvación eterna es el premio del cumplimiento de estos dos fines, dice a renglón seguido: «El empeño de algunos espiritualistas en considerar el mundo solo como un tránsito es un empeño herético.»

Y en la misma página XVI sienta que la religión es una emanación de la moral: que los teólogos con sus ideas especulativo-religiosas pueden hacer a los hombres muy desdichados en la tierra, aunque muy felices en el cielo; y que los legisladores con sus sentimientos práctico-morales deben aspirar a hacer a los hombres venturosos así en la tierra como en el cielo.

En la sección de las leyes penales embrollando o no entendiendo la noción del libre albedrío, y confundiendo los actos voluntarios y libres con los necesarios, involuntarios e indeliberados, incurre en graves errores y llega a confesar que acepta el fatalismo orgánico.

«Sin embargo (dice en la p. 37 y 38) no puedo eximirme de declarar que los teólogos con haber elevado a artículo de fe la teoría del libre albedrío absoluto han sido causa inocente de que se hayan escrito las páginas más sangrientas que manchan la historia del linaje humano. ¡Triste misión la de la religión más santa! servir de pretexto para hacerle cometer al hombre las más cruentas abominaciones. Y los teólogos se han obstinado en sostener este fatal error, sin que les hiciese falta para explicar la justicia de las penas eternas. Si Dios ha dado al hombre diferentes grados de razón, claro es que a cada uno solo lo pedirá cuenta de los grados de libre arbitrio que le haya concedido. ¿Puede concebirse que el autor de todo lo justo castigue con el mismo rigor a los idiotas que a los hombres razonables? Imposible.»

¿Puede concebirse, diremos nosotros, que sin haber estudiado profundamente una materia se hable y decida de ella en tono magistral, presumiendo de más talento y ciencia que multitud de varones sabios y prudentes venerados en el discurso de los siglos? Imposible. Para fallar en cuestiones delicadísimas de teología, filosofía y jurisprudencia es necesario estudiar antes a fondo estas facultades: el que no las ha saludado, o ha hojeado cuando más media docena de librotes exóticos y superficiales, parto de algún pedante presuntuoso o de los filosofastros sabihondos de nuestros días, es juez incompetente y debe callar por su honor propio. Haciéndolo así no se dirían, acaso sin saberlo, tan enormes dislates como los siguientes, que no tienen siquiera el mérito de la novedad; porque el fatalismo y el materialismo huelen a rancio.

«Entre la imbecilidad y la demencia (p. 39 y 40) está el sentido común del género humano: solo en esta clase se halla la razón que compara, enlaza, reflexiona, y decide; y solo en estos casos de. tentaciones medias el dominio de la razón puede triunfar, porque preveyendo consecuencias huye del peligro. Más aún en este estado de libre albedrío un accidente interno o externo (por ejemplo UNA IRRITACION o UN ETER) hacen delinquir al hombre, porque exaltando uno de sus instintos ciegos desequilibran su razón y sus pasiones supeditando la primera a las segundas, y entonces el hombre sucumbe, no porque quiera, sino porque no puede dejar de querer.»

En la página 24 sienta el autor que el decir que puede nacer un hombre incorregiblemente malo es confesar explícita e inocentemente que Dios ha podido crear una obra defectuosa. Mas a las pocas páginas (a la 43) se le olvida esta doctrina, y dice que los genios del mal son absolutamente incorregibles, y que puede haber en el hombre una rebeldía innata. Tales contradicciones en filósofos son peccata minuta.

La pena de muerte le parece inútil, infructuosa e inmoral; pero en cambio enseña que el duelo de individuo a individuo para satisfacer agravios y ofensas personales es natural y por consiguiente ya se sabe que justo. De manera que la sociedad no puede o no debe imponer la pena capital, no en venganza como suponen torpemente ciertos observadores miopes, sino por satisfacer los fueros de la justicia violados y reprimir atentados de igual especie; mas un simple individuo de la misma sociedad puede y debe vengar sus agravios personales hasta con la muerte de su ofensor, a quien en caso de salir salvo de las manos del agraviado no podría la comunidad imponer el mismo castigo. ¡O filósofos! ¡Cuán profundos son los descubrimientos de vuestras seseras!

Para probar la inutilidad de la pena capital respecto de cierta clase de hombres suelta nuestro autor esta proposición:

«Casi todo el martirologio cristiano es una prueba evidente de lo agradable que es la muerte para las almas supersticiosas.»

Antes de pasar a otra sección de leyes debemos hacer notar el empeño con que el autor, dócil eco de tantos teoristas, quiere representar a los hombres criminales como enfermos o dementes y por lo tanto exentos de culpa y no merecedores de castigo. La tendencia de todas estas doctrinas es a borrar poco a poco toda distinción entre el bien y el mal moral, el mérito y el demérito, a convertir el hombre en una máquina.

En la sección de las leyes económico-administrativas propone (más conforme con su sistema de lo que él cree) el mejoramiento de la especie humana por los mismos medios que las de los animales cruzándolas; y para contener el aumento de población (temeroso sin duda de que crezca más que los medios de subsistencia) insinúa lo siguiente (p. 63 y 64):

«Los medios privativos más eficaces son la instrucción y (no hay que escandalizarse) las mancebías. Con la instrucción se le inculca al hombre la máxima de que no se deben procrear más hijos que los que se puedan hacer felices; y con las mancebías se impiden muchos matrimonios inconsiderados, haciendo que el hombre satisfaga sin deplorables consecuencias una de sus inclinaciones más incontinentes y más intensas. Repito que no hay por qué escandalizarse. Yo no digo que las mancebías se establezcan de real orden. ¡Líbreme Dios de pensamiento tan nauseabundo!»

¡Cuántas cavilaciones debe haber costado a nuestro filósofo legislador este pensamiento! Pero váyase el trabajo por lo satisfecho que habrá quedado de su invención, que entre paréntesis no tiene nada de inmoral, ni escandalosa.

Una de las cosas a que están obligados los gobiernos en sentir del novel filósofo, es a divertir a sus súbditos, y entre varias otras diversiones enumera las funciones religiosas: se entiende si lo requieren así los instintos dominantes del pueblo.

En las leyes civiles hablando de las mujeres dice que su condición natural es la esclavitud; y toda la perspicacia y ciencia de este reformador no halla medio entre la servidumbre de la mujer en los pueblos antiguos y algunos modernos y la loca independencia soñada por ciertos socialistas y mujeres mal avenidas con las leyes de la obediencia y el pudor. El cristianismo que en este punto como en todos regeneró el mundo, ennobleció la condición de la mujer sin eximirla de la dependencia justa y racional del hombre, su cabeza. ¿Qué filósofo antiguo ni moderno enseñó jamas la sublime doctrina que se contiene en la carta de S. Pablo a los de Efeso?. «Las mujeres, les dice, estén sujetas a sus maridos como al Señor, porque el marido es la cabeza de la mujer, como Cristo es la cabeza de la iglesia: el mismo es el salvador de su cuerpo. Pero así como la iglesia está sujeta a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres, como Cristo amó a la iglesia y se entregó por ella para santificarla... Así deben los maridos amar a sus mujeres como sus cuerpos. El que ama a su mujer, se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su carne; sino que la nutre y fortalece como Cristo a su iglesia; porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá estrechamente a su mujer; y serán dos en una carne» {(1) Ad ephes., cap. V, v. 22 a 31.}

El capítulo del divorcio empieza con estas dos proposiciones, falsa la una e injuriosa y ofensiva a nuestra religión la otra:

«Cuando el catolicismo con sus tendencias absolutas apoya un error, este error acostumbra a ser tan profundo, que resulta de él el mayor de los absurdos.

Mas cuando el catolicismo con sus máximas despóticas acierta a preconizar una ley natural, su intransigente inexorabilidad suele imprimir en las leyes un sello de perpetuidad que añade a la razón un no sé qué de divino.»

Vengamos por fin a las leyes religiosas, que son las que cierran la obra; y para que nuestros lectores conozcan cuán detestables son, no podemos hacer cosa mejor que copiar buena parte de los breves capítulos de esta sección.

Capítulo 1º
Religión

¿Cuál religión es la mejor? La existente, aunque sea faIsa. Cuando no exista ninguna religión, estableced la cristiana.

Procurad que en vuestras leyes religiosas sean más aceptas a los ojos de Dios y del género humano las obras que se hacen en beneficio de los demás hombres. Atestad vuestros catecismos de estas palabras dignas del Ser Supremo: amor, perdón, benevolencia, caridad, mansedumbre, &c.

Desterrad todos los ejercicios piadosos de los cuales no resulte un bien a alguno de vuestros semejantes. La filosofía no puede menos de condenar estas frases estériles: contemplación, éxtasis, misticismo, cilicios, ayunos, &c.

Inculcad a vuestros creyentes la máxima de que con nada se alcanza tanto el bien futuro como teniendo la abnegación de proporcionar a nuestros hermanos el bien presente.

Capítulo 4º
Culto

No permitáis más que un culto externo: la unidad constituye la fuerza, y ella es quien hace a las religiones imperecederas. El pueblo es entusiasta de las formas teatrales; y por eso se debe procurar que el culto externo tenga algunas apariencias maravillosas, no tantas sin embargo que abochorne a los devotos al ejecutar una sublime mímica el temor de excitar la risa de los incrédulos.

Capítulo 6º
Idolatría

Como el pueblo necesita de objetos sensibles para satisfacer sus aspiraciones devotas, las disposiciones canónicas deben hacer refluir estas prácticas sobre cosas que produzcan algún bien a nuestros prójimos.

La hermana de la caridad que en un hospital responde cariñosa a la última demanda de un moribundo, es una verdadera santa, mientras que la monja que besa una reliquia, o el peregrino que anda cien leguas por visitar la Meca, no pasan de ser dos excelentes bobos.

Capítulo 7º
Fiestas

Más bien que un pueblo de crédulos parece que alguna religión se ha propuesto crear un pueblo de ociosos.

El trabajo bien distribuido es natural, porque lo exigen nuestras inclinaciones, y porque perfecciona nuestros temperamentos: por consiguiente las fiestas que dificultan el trabajo, son impertinentes.

Algunos dicen que tantas fiestas convienen para proporcionar descanso. Mentira. El trabajo bien empleado no cansa, mientras que el ocio enerva.

Capítulo 8º
Monasterios

Si es racional permitir al hombre que satisfaga su deseo de contemplación {(1) Nótese que en el capítulo 1º dice que la filosofía no puede menos de condenar como estéril la contemplación. Cualquier cosa.}; es una violación de la ley natural condenarle a una vida exclusivamente contemplativa.

Algunas órdenes religiosas más bien que instituciones sagradas parecen sociedades de agiotistas, que especulan con uno de los sentimientos más sublimes, la devoción. Si alguna institución religiosa pudiese ser poco piadosa, esta sería la menos santa de todas.

El monasticismo solo se puede aceptar como un medio privativo de la población.

Estos párrafos no necesitan comentarse. Diremos pues en conclusión que prescindiendo de los errores políticos y filosóficos (que no nos incumbe examinar), la llamada Filosofía de las leyes contiene proposiciones contrarias a la doctrina católica, erróneas o inductivas a error, falsas, inmorales y ofensivas e injuriosas a nuestra religión y a sus santas instituciones; por todo lo cual es libro cuya circulación debe impedirse, no porque cualquier persona de sano criterio y regular instrucción no sea capaz de discernir fácilmente los graves errores enseñados en él, sino por el peligro de que beban el veneno de la mala doctrina esa turba de jovenzuelos ignorantes e infatuados, que desechando o despreciando nuestros más importantes dogmas y nuestra moral sublime creen y reciben con idolátrica veneración cuanto le place dogmatizar al primer escritor advenedizo que halaga las pasiones y fomenta el orgullo desmedido de la generación actual.

 


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