Filosofía en español 
Filosofía en español


Emilia Pardo Bazán

Un poco de crítica

Kronprinz Guatimozin

Los franceses son ligeros al hablar de España, mas ha de saberse que en Alemania hay franceses también. No en balde son ramas del mismo tronco, pese a sus formidables encuentros y a sus fieras discordias. Sin embargo, como algo se ha de conceder al genio de las naciones, y no erró madama de Staël, esa especie de deslumbramiento que causa en los extranjeros nuestra figura y nuestra seidad (pase la palabra), en los germanos toma otro aspecto diferente que en los galos. Éstos nos miran por el lado colorista y pintoresco; aquellos, por el metafísico. Acaso voy generalizando demasiado, pues lo dicho me lo inspira una sola obra, la «fantasía dramática», de Gerhart Hauptmann, titulada (traduzco libremente) El sabio salvador.

Creo que esta producción de Hauptmann no está vertida al castellano; pero es muy de temer que lo estará, y aun que, sin ver en ella remota esperanza de atraer al público, subirá a las tablas. Sospecho, sin embargo, que por lo difuso de los razonamientos que pasan entre los personajes, los cuales tienen todos sus puntos y ribetes de filósofos, se tentará la ropa cualquier empresario español que trate de aprovechar los elementos de interés de tal fantasía, que provienen del fondo mismo del argumento, acaso el más trágico que ofrece la historia. Elementos que el autor no supo discernir, y que alteró con poca maña, sin respeto alguno al documento. Ni aun con música de Wagner pudiera fantasearse tanto.

De Hauptmann se ha leído con curiosidad, últimamente, una novela titulada Atlantis, donde no falta imaginación, aunque asaz truculenta y macabra, y se renueva, en medio de alardes modernos y científicos, la pavorosa serie de aventuras de Margarita de Borgoña en su romántica torre de Nesle. Y alguna atención despertó, años hace, su Hanneles Himonelfart, o sea La asunción de Hanele, que él califica de «ensueño poético». Es productor fecundo, y la lista de sus creaciones no breve. La de que trato acaba de enviármela un amigo, y debe de ser la más reciente.

En justicia, conviene decir que el autor de la «fantasía dramática» ha visto bien el signo esencial de la epopeya de Méjico. En la Iliada, griegos y troyanos profesan igual fe, y los dioses antropomórficos del Olimpo, si combaten entre sí, lo hacen impulsados por simpatías personales hacia los héroes del uno y del otro bando. En la Conquista de Tenochtitlan, es la opuesta concepción religiosa la que intensifica la tragedia. Lo que enciende el ánimo de los invasores y lo que provoca la resistencia desesperada de los invadidos es la oposición de Jesucristo, y Huitzilopotzli es el dogma atroz del corazón arrancado, es la divinización de la sangre vertida en el ara del terrible dios, por mano de los sacrificadores. El canibalismo es una cosa, otra el sacrificio humano, como rito profundamente místico, que tal fue entre los aztecas. Acabo de leer un artículo del Sr. Blanco Fombona, en El Imparcial, encaminado a demostrar que también los conquistadores, moribundos de inanición, comieron carne humana. Cortés, por cierto, mandó ahorcar a alguno qué, extenuado, cayó o quiso caer en tal extravío; pero consta que también, en Europa, en épocas no primitivas, en horas horribles, se gustó el nefando alimento. Recuérdese el episodio de la Torre de Ugolino, llamada la Torre del Hambre, en la Divina Comedia. Esto es el desbordamiento del instinto, y los náufragos han sorteado mil veces para que uno muriese por los demás. Cosa muy distinta el canibalismo ritual de los aztecas. Y larga disquisición requeriría él estudio de esta forma religiosa, basada en antiquísimas ideas, que se encuentran por todas partes surgiendo del obscuro pasado, y que atribuyen a la carne y a la sangre del hombre misteriosa virtud, como oblación y como fuerza vigorizadora.

La purificada creencia cristiana también ofrece la carne y la sangre, ¡cuan santamente! El vino, el trigo, frutos de la tierra, son el cuerpo del Redentor. La analogía hace resaltar el contraste. El sombrío Huitzilopotzli, no sólo se deleitaba con el olor de los sacrificios (olor a matadero, dice un cronista), sino que los imponía, y en Méjico se hizo la guerra, no por dilatar los límites de la Confederación, sino por hacer prisioneros para la inmolación. No era, sin embargo, el único numen, aun cuando fue el predominante y el que simbolizaba el espíritu de aquella civilización teocrático-militar. Hauptmann, no queriendo admitir plenamente que el Estado de Méjico se fundaba como en piedra angular en el feroz colibrí, en el ara de jade y en el cuchillo de obsidiana, no cesa de hablar de Quetzalcoal, Dios piadoso y bueno, «blanco y barbado», cuya encarnación ven los indios y doña Marina y el propio Moctezuma en Hernán Cortés, y a quien califican de Salvador. Alrededor de tal tema gira el drama incesantemente.

Escudado con el nombre de «fantasía» Hauptmann incurre en todo género de errores, o más bien de voluntarias alteraciones de una verdad histórica demasiado conocida para que sea lícito atentar a ella. Las últimas investigaciones modifican bastante la similitud del poder de Moctezuma y el de Carlos V; Hauptmann ve en el Soberano de Méjico, invariablemente, no un jefe de hombres y de Confederación –lo que realmente era–, sino un Kaiser, y en Guatimozin, un kronprinz hecho y derecho. Y es el caso que Guatimozin nunca fue ni hijo de Moctezuma, sino sobrino y yerno; ni presunto heredero de la diadema (no corona), porque a Moctezuma sucedió, según la costumbre, su hermano Cuitlahuatzin, que, a no morir de viruelas, quizá mejor aún que Guatimozin hubiese defendido a su Patria.

Otra peregrina licencia de Hauptmann es la que se refiere a los bergantines. Como nadie ignora, cuando los bergantines, por el esfuerzo admirable de Cortés, descendieron el canal para entrar triunfales en la laguna de Méjico, había muerto ya Moctezuma. Hauptmann hace que desde la terraza de su palacio, vea Moctezuma tal espectáculo, y Cortés se presenta a comunicarle que «die spanischen Brigantine, deine Schiffe, fertiq sind.» Naturalmente, se asombra, el Monarca azteca, y, en el mismo instante, ofrece una hija a Cortés y otra a «don Alvarado». Por allí anda también un las Casas, y, cosa más sorprendente, un Gómara o Gomara, que es el historiador de la conquista, el cual no conoció a Cortés hasta 1540.

Sería muy prolijo examinar con rigor lo que se llama fantasía, y con todo, es lástima que un autor no vulgar no se apoye seriamente en las realidades, cien veces más bellas que tales invenciones. La psicología de Moctezuma, la fascinación que sobre él ejercía Cortés, aquel cariño hondo y sincero que le llevó a entregarse al conquistador sin intento de resistencia, es un análisis tentador para un dramaturgo. Algo de la complejidad moral de Moctezuma ha manifestado Hauptmann, algo de sus accesos de melancolía, de sus dudas, de su «voluntad ahorcada»; lo que no encaja bien, es la suposición de que Moctezuma creyese inmortales a los españoles y hubiese que enseñarle la cabeza cortada de uno de ellos para desengaño. Al contrario: Moctezuma fue el que con frase digna de un siglo escéptico, dijo poco más o menos a Cortés: «Toca mi cuerpo: te habrán contado que soy un Dios... Soy de carne y hueso cómo tú.»

Si Hauptmann quiere hacer un drama intenso, mire bien a Moctezuma, último Rey Culhuaque, a quien sus vasallos mandaron a hilar como mujer.

La Condesa de Pardo Bazán