Filosofía en español 
Filosofía en español


Europa debe transformarse en un jardín floreciente

“Signal” inicia hoy una nueva serie de artículos. En ellos se tratarán en sucesión libre problemas concernientes a toda Europa. Comienza a bosquejarse ya el cuadro de una futura Europa en que las familias de pueblos vivirán mejor y más felizmente. No se trata de sueños sino de realidades. “Signal” pretende diseñar algunos puntos principales de esta evolución próxima y ya perceptible. Hoy, bajo el signo de la primavera, se hablará del anhelo y de las posibilidades de transformar a toda Europa en un jardín floreciente.

Alejandro von Humboldt emprendió hace cien años un viaje de varios días para ver una azalea floreciente. El que poseía entonces semejante maravilla botánica daba una fiesta cuando empezaba a florecer. Actualmente, un tiesto bien cuidado de azaleas en flor cuesta de tres a cuatro marcos y se encuentran tantos como se deseen.

El doctor Schreber, médico de Leipzig, dejó a deber a su lavandera, hace noventa años, cincuenta ochavos de plata. Era hombre rico, pero este día precisamente, carecía de dinero suelto. Entonces, le dijo la lavandera: “Señor doctor, le perdonaría con gusto los cincuenta ochavos si a cambio me diera usted un tallo de sus geranios.”

La frase conmovió al médico y filántropo. En la lavandera que renunciaba al jornal de dos días de dura labor para lograr el esqueje de un geranio reconoció Schreber la profunda inclinación hacia la naturaleza, innata en cada persona. La progresiva industrialización arrojó cada vez más gente a las ciudades y la desarraigó del suelo. La urbe retuvo a la que captó una vez, pero no pudo sofocar en ella el presentimiento de que el sentido de su vida debía aún procurar ser otro. El Dr. Schreder no olvidó nunca a su lavandera y dio vida a un movimiento cuya finalidad era crear pequeños jardines obreros. Hoy, noventa años después, están distribuidos por toda Alemania millones de estos jardines. La gratitud les ha llamada jardines Schreber.

Los jardines Schreber no son una solución definitiva

Para instalarlos se utilizaron solares improductivos, claros en la edificación de las grandes ciudades y en los arrabales, los campos de labor que la especulación sobre fincas había sustraído ya al aprovechamiento agrícola, pero que esperaban con impaciencia la llamada explotación. Quien se preocupaba por el bienestar general comprendía claramente que la idea de los jardines Schreber no podía constituir una solución definitiva; eran sólo expresión de la nostalgia de la masa por la naturaleza; los girasoles entre las chimeneas de las fábricas y las flores raquíticas ante los muros de las casas de vecindad sólo eran una protesta del alma humana contra su opresión por un industrialismo mal orientado y codicioso.

Theodor Fritsch, investigador de los problemas político culturales, escribió en 1896 un pequeño libro, “La Ciudad del Porvenir”. Decía en él que la humanidad tenía que conseguir conciliar la idea de la industria con la idea de la dignidad humana. Jamás podía ser el sentido de la vida moderna continuar contemplando con indiferencia cómo Europa se hacía aborrecible. Cuanto más fuese corroído y despoblado el campo tanto más seguramente aparecería una decadencia general de la cultura y el arte perecería a pesar de todo el mecenato de industriales enriquecidos. Fritsch oponía a la moderna fealdad de las grandes ciudades –llamadas “hidrocéfalas”– el ideal de la ciudad jardín en la que la industria conservaría sin duda su lugar, pero donde no dominaría ella sino la hermosa naturaleza.

Dos años más tarde, el ingles Ebenezer Howard publicó su libro “Garden-Cities of tomorrow” (Ciudades-jardín del mañana). Se relacionaba con un experimento que acababa de realizar Lever, rey inglés del jabón e inventor del llamado “Sunlight”, que había de ser más tarde Lord Leverhulme. Su genio comercial y su talento para el reclamo extrajeron de la nada la mayor industria jabonera de la tierra. La situación social era en Inglaterra todavía peor que en el continente. En consecuencia, la miseria de las masas surgió antes en la Gran Bretaña por el más temprano comienzo de la industrialización. Los Slums, los barrios populares del proletariado industrial, eran –y continúan siéndolo hoy– el ludibrio de Inglaterra. Como la administración oficial se mostró incapaz de remediar esta miseria y como además todo lo que debía hacerse por los obreros en Inglaterra –entonces como hoy– se abandonaba a la beneficiencia privada, el rey del jabón puso manos a la obra y creó la ciudad-jardín Port Sunlight –una de las empresas más grandiosas para las circunstancias de aquella época– que erigió con gasto de millones.

Era una ciudad de pequeñas quintas de estilo antiguo inglés sembradas de flores y arbustos, atravesadas por magníficas avenidas y separadas mediante colinas de la industria circundante. El alquiler de una de estas casitas ascendía por semana a unos seis u ocho marcos y, a pesar de que semejantes paraísos estaban destinados en primer término a los obreros del rey del jabón, también otros podían llegar a ser sus inquilinos.

Las ciudades-jardín se convierten en realidad

Con la construcción de su ciudad-jardín, Leverhulme hizo su jabón Sunlight aún más famoso de lo que ya lo era. Sin embargo, sería injusto decir que había procedido sólo por afán de reclamo. Era un patrono previsor y perspicaz que exponía con toda franqueza sus principios. “Desde que mis obreros habitan viviendas dignas de hombres, y desde que aumenté cada vez más los salarios y acorté la jornada, dando así ocasión a mis trabajadores de solazarse en sus jardines, mi producción aumenta de día en día”. La frase de Henry Ford de que el aumento de la capacidad adquisitiva es el aumento del consumo había sido presentida por Leverhulme. El libro de Howard “Ciudades-jardín de mañana” revolucionó los ánimos en Europa mucho más que el escrito de Theodor Fritsch, porque Howard no hablaba de sueños sino de realidades.

Así surgió de la cuádruple raíz Schreber-Fritsch-Leverhulme-Howard el movimiento en pro de la ciudad-jardín, que tanto absorbió los afanes y esfuerzos de los sociólogos de fin de siglo. A esto se añadieron el deporte y los comienzos del movimiento pro cultura física, que cooperó a fundar L. P. Müller al componer su opúsculo “Mi Sistema”. El movimiento en favor de la ciudad-jardín entró pronto en la fase de la realidad, saliéndose de sus defectos iniciales y de sus crisis. La gente del movimiento, en su mayor parte filántropos y artistas, se dedicaba con ardiente celo a la causa y demostraba al hacerlo mucho idealismo y poco sentido de la realidad. Lo que era posible a un millonario como donativo para un par de miles de obreros, no lo era para millones de pobres diablos que contaban sólo con sus fuerzas. Se hizo la prueba con sociedades por acciones y con cooperativas y se descubrió que todo el idealismo era estéril y no podía conducir a resultados positivos si no intervenía el legislador.

El problema fundamental que se oponía al movimiento era éste: Si se quería transformar en realidad una asociación ideal de la ciudad y la naturaleza, era preciso trasladarse a regiones donde hubiese suelo barato suficiente. Después había que desbrozarlo, abrir caminos e instalar canalizaciones y centrales eléctricas. Estas medidas y el cultivo y roturación del suelo producían una plus valía con la cual habían de contar por anticipado los constructores de las ciudades, pues sólo ella les daba la posibilidad de financiar sus trascendentales planes. Pero la financiación sólo era posible si la sociedad constructora surgía compacta, si era una persona jurídica que los capitalistas consideraban digna de contratar y de gozar de crédito. Además, la futura ciudad-jardín debía aparecer como una cooperativa cuyos socios renunciasen a reclamar la propiedad de las respectivas casas. En beneficio de la cooperativa, no debían existir propietarios particulares.

Surgen falsas ciudades-jardín

Esto era un problema casi insoluble y tampoco hacía ninguna gracia a los socios capitalistas. Querían lucrarse y no sostener el estribo a los reformadores del mundo. Así llegaron los financieros a tomar el asunto en sus propias manos y a transformar a la moderna su vieja forma de especulación sobre las fincas y del sistema de casas de vecindad. Erigieron las falsas ciudades-jardín, esos interminables arrabales de las grandes ciudades en donde, ciertamente, se disfruta de más aire y se tiene ante la puerta una ancha franja de césped, pero donde, en realidad, todo continúa a la antigua. El ideal Fritsch-Howard era la ciudad jardín en que los moradores distribuyesen su capacidad de trabajo entre la industria y su jardín y donde, por tanto, encontraran ocasión de conciliar la vida activa de un hombre moderno con los ideales bucólicos del pasado. No era sólo que los hombres habitasen en condiciones más sanas, sino que viviesen más sanos y más próximos a la naturaleza. En los arrabales –semejantes a ciudades-jardín– de las grandes urbes, en las falsas ciudades-jardín no encontraba el inquilino ningún trabajo y perdía en mayores gastos de transporte lo que ahorraba en baratura de alquiler. La gran distancia hasta su lugar de trabajo absorbía además el tiempo que tal vez hubiera podido dedicar, al atardecer, a trabajar en su jardín.

Por consiguiente, el ideal de la ciudad-jardín sólo puede realizarse con auxilio del legislador, que únicamente puede entrar en acción cuando la mayoría haya expresado su anhelo por otra forma de existencia. Algunos enérgicos municipios crearon auténticas ciudades-jardín, como Hellerau, cerca de Dresde, y Hopfengarten, en las proximidades de Magdeburgo, pero continuaron siendo apéndices de grandes ciudades. Y si se piensa en las muchas fatigas y desilusiones que el movimiento en pro de la ciudad-jardín sufrió estérilmente durante sus primeros veinte años y si se recuerda, finalmente, que sólo algunos empresarios y banqueros desaprensivos obtuvieron el beneficio de toda la ostentación idealista, viene a la memoria la melancólica frase que un hombre de edad pronunció ante una exposición de flores: “En verdad que los jardineros son las gentes más honradas del mundo, pero sus flores más hermosas son para las cortesanas”.

Pero únicamente en apariencia vive el mundo de contradicciones. En realidad, la vida se desarrolla conforme a profundas leyes interiores y, si los soñadores e idealistas no pueden, fácilmente y de momento, transformar en hechos una idea acertada, el fracaso surge de que estas leyes no se han hecho perceptibles. Por tanto, parecía al principio como si el movimiento en pro de la ciudad-jardín fuese sólo un hermoso sueño, pero pronto recibió ayuda de parte completamente distinta.

Frutas y hortalizas reemplazan a la carne

Esta ayuda fue la llamada reforma de la alimentación. Los hombres del siglo XX quisieron súbitamente nutrirse de otro modo que sus padres. Durante el pasado siglo se comía con preferencia carne. Quien hojee en los tratados culinarios de esta época se asombrará al ver las enormes cantidades –hasta tres o cuatro libras por persona– que se consumían en una comida, que debía incluso tener varios platos. Es muy difícil justificar por qué desistieron los europeos de esta manera de alimentarse. El filósofo alemán Nietzsche dice que hay más sensatez en nuestro abdomen que en nuestra cabeza. Fue ciertamente el discernimiento del vientre quien se dirigió hacia las frutas y hortalizas.

Durante los últimos años del siglo XIX, se consumían anualmente en Alemania, por cabeza, unos veinte kilogramos de verduras, entre 1905 y 1913, la cifra se elevó ya treinta y siete kilogramos y en 1933 había llegado a cincuenta. Los vegetarianos habían introducido algunas nuevas bebidas que eran, en realidad, ya antiguas, aunque se hubieran desvanecido de la memoria humana: el mosto dulce de los frutos en baya y en racimo. Al principio, un hombre “honorable” se avergonzaba de catar estas bebidas infantiles. Durante los primeros veinte años de la vigésima centuria, su producción en Alemania llegó trabajosamente a 2,5 millones de litros anuales. En 1937 se consumieron 88,5 millones, es decir, 35 veces más.

Estas pocas cifras bastan para probar la misteriosa mudanza experimentada por la economía alimenticia. Pero las frutas y hortalizas se producen tanto por labradores como, sobre todo, por horticultores y viticultores. La situación de la horticultura en Alemania era muy lánguida, a consecuencia de la industrialización, durante el siglo XIX. Lo mismo ocurría en los demás grandes países europeos. Por consiguiente, el consumo de verduras en Europa, que aumentaba cada vez más rápidamente, vino a beneficiar a aquellos países que, como Holanda, podían proceder fácilmente a elevar su producción. Desde entonces, la producción de hortalizas se industrializó en ellos de la misma manera que en otras partes la de cuchillería o los automóviles. Naturalmente, con ello no se colmó el anhelo de los europeos de volver a los jardines de sus antepasados. No obstante, aportó consigo un cambio en la alimentación que atrajo de nuevo la atención, por doquier, sobre el estado de la horticultura. Las asociaciones científicas de horticultores lograron gran florecimiento y se fomentaron en todas partes las escuelas profesionales y las sociedades de estudios. La profesión de horticultor surgió como un nuevo ideal y los hombres se preguntaron cómo profesión tan hermosa, que permitía a un hombre apto obtener su subsistencia en poco terreno y con una actividad sana, había podido caer en desuso. Como el horticultor no puede vivir demasiado lejos de la ciudad que compra sus productos, se comenzó a reconocer que tal profesión no sólo no podía llenar el vacío entre la ciudad y el campo, sino también ser el puente entre ambos.

Los hombres se hicieron así lo bastante perspicaces para poder apreciar otra vez exactamente viejas verdades; cuando los alemanes miraron a su alrededor, en su propio país, vieron que había en el Reich una campiña que había salido casi indemne de todas las crisis y todos lo yerros de una industrialización precipitada precisamente porque sus moradores no se habían dejado apartar jamás del ideal hortelano de sus antepasados. Esta campiña se llama Suabia.

Suabia, el ángulo poético de Alemania, en el que también floreció el genio de Federico Schiller, había desarrollado una poderosa industria sin separarse de sus huertos. Los obreros metalúrgicos y vidrieros de esta industria cultivaban sus propios huertos, como también lo hacen hoy todavía los propietarios de fábricas. Y en las épocas del año en que toda aplicación del hombre debe dedicarse a los jardines, este trabajo prevalece sobre la industria, sin que por ello la última pierda demasiado.

400 m² de huerto: hortalizas para cuatro personas

Como, a consecuencia del nuevo sistema de alimentación, la nostalgia del campo se hizo no ya sólo cuestión sentimental, sino también imperiosa necesidad económica, se reanimó al propio tiempo, otra vez, el ideal de la ciudad-jardín. No conduce a nada que las gentes amenazadas por la industria opriman en la mano un cucurucho con semillas de flores con el que puedan entretenerse durante la pausa vespertina, sino hay que darles ocasión de poder cultivar tanta tierra como exija el consumo familiar de frutas y hortalizas. Los huertos de los arrabales eran demasiado pequeños para este ideal. Se ha calculado que una familia de cuatro personas necesita uno de 400 metros cuadrados para poder cubrir con él su consumo de hortalizas.

Este, por tanto, es el ideal. Todavía no se ha convertido en realidad, pero ya se advierte la meta.

Consideremos ahora los medios y posibilidades de que se dispone para alcanzarla. Primero, un balance intermedio. Durante los veinte últimos años mejoraron esencialmente las condiciones de la horticultura y la mejora tuvo especial intensidad a partir de 1933.

Con ello, al principio, se profundizó otra vez en el estudio del problema total y se llegó al resultado de que debían separarse idealismos y realidades. No todos son aptos para dedicarse después del trabajo a la horticultura, pues ello requiere, además de afición, muchos conocimientos. Para difundirlos y profundizarlos se creyeron apropiadas las asociaciones de “pequeños horticultores” y se los dio el desarrollo adecuado. El segundo paso fue una medida legislativa. El ministro alemán de Trabajo dispuso que no debía iniciarse ningún proyecto de construcción de casas de vecindad en bloques cerrados antes de amojonar suficiente terreno de huerto para una tercera parte o, como mínimo, para una cuarta parte de los inquilinos. Así desaparecieron lentamente los jardines “Schreber” y se transformaron en otros permanentes.

En 1938, más alemanes dedicados a la horticultura que a la industria de armamentos

¿Cuál es la situación de los horticultores profesionales? Durante el año 1938 produjo Alemania hortalizas por valor de 1.750 millones de marcos, exactamente el valor de la producción metalúrgica y de la industria del automóvil. En dicho año vivían 700.000 personas de la producción, transformación y distribución de hortalizas. Es decir, más de las que trabajaban en este tiempo en la industria de armamentos.

Debe recordarse a este propósito que el ministro alemán de Alimentación había prohibido el año anterior la ampliación de los establecimientos de horticultura explotados profesionalmente. Dicho exactamente, no podía aumentarse la superficie de cultivo. Esta medida se adoptó para constreñir a los horticultores a explotar más intensivamente el suelo y para profundizar y desarrollar sus conocimientos técnicos. Este interesante experimento se interrumpió con el comienzo de la guerra, pero puede decirse que obtuvo éxito a pesar de que no se realizó por completo. El aumento de producción de las explotaciones de horticultura se hizo evidente y tuvo expresión en cifras cada vez más elevadas. Tal incremento fue sólo posible porque se impulsó cada vez más enérgicamente la formación práctica y científica de los horticultores.

Este desarrollo encontró su expresión patente en Alemania en el traslado de la institución de ensayos e investigación de horticultura de Dahlem, arrabal de Berlín, a Marquardt, en las cercanías de Potsdam, donde el municipio ha adquirido un terreno de 250 yugadas y donde surge en la actualidad una ciudad de investigaciones completamente nueva. Pero no sólo se investiga en Marquardt; también está establecida allí la mayor escuela técnica para horticultores que hay en Europa.

Hay que reconquistar la naturaleza

No sólo en Alemania, sino también en otros muchos países se ha reconocido la necesidad de reconquistar la naturaleza. A fines del pasado siglo iniciaron los horticultores europeos la práctica de reunirse en congresos internacionales. Desde entonces se han celebrado doce, el último de los cuales se desarrolló en Berlín en 1938, con asistencia de representantes de 42 naciones.

En Alemania hay una antigua Sociedad de Horticultura, asociación de aficionados, investigadores y prácticos, que se ha transformado en organización principal para todos los intereses de la horticultura y está incorporada al Departamento de Alimentación del Reich. Esta organización asiste no sólo a las 700.000 personas que viven de la horticultura, sino también a los muchos millones de pequeños horticultores. Por su carácter oficioso se encuentra en condiciones de transmitir sin retraso a las personas particulares, no sólo la previsión, sino también los deseos del Estado. Equipada así, Alemania espera poder alcanzar su objetivo de transformar el meollo de Europa en un sólo jardín floreciente. Pero espera también que los demás pueblos del continente proclamen los grandes ideales horticultores para hacer también de toda Europa un solo jardín.

Aquí se abren grandes perspectivas. La economía forestal, de prados e hidráulica puede reorganizarse de acuerdo con tal criterio. El bosque europeo no debe ser ya una fábrica de madera en la que se realice una explotación agotadora. La regulación de los cursos fluviales debe efectuarse tenazmente no sólo de conformidad con las exigencias técnicas del tráfico, sino teniendo también en cuenta el régimen de prados. No es conveniente que los cursos de los ríos se hagan siempre más cortos y rectos. En este aspecto puede tenerse muy en cuenta el régimen de huertos. Procediendo así, se llega automáticamente al concepto “estructuración del campo” que es uno de los requisitos previos para el objetivo del gran jardín europeo.

Hace cien años casi desconocido y hoy alimento de importancia

Entre el Cabo Norte y el Mediterráneo, entre los pantanos de la frontera con Rusia y el Golfo de Vizcaya viven 240 millones de europeos en las más diversas condiciones climatológicas y se obtienen productos y bellezas botánicas que pueden completarse hasta la plenitud. Piénsese en que el más famoso libro francés de cocina –“La Fisiología del Gusto”, de Brillat-Savarin, escrito hace unos cien años– no hace mención para nada del tomate, que hoy ya no es posible separar de la cocina europea. Así como las minutas europeas se enriquecieron con el tomate, existen aún otras innumerables posibilidades cuando Europa inicie un intercambio más intenso de ideas y de mercancías.

Una ligera revista: en primer término, hay en Europa países importadores y exportadores de hortalizas, flores y frutas. Figuran entre los primeros Suecia, Finlandia y Noruega. Esta importa de ultramar la mayor parte de sus hortalizas. El desarrollo de la guerra actual hace necesario que las reciba, del mismo modo que las frutas, de los países europeos y coloca también a los noruegos ante la necesidad de pensar en desarrollar más la propia producción. La extraordinaria baratura de la corriente eléctrica y la fecunda radiación solar en el interior del país ponen a Noruega en condiciones de instalar invernaderos y estufas.

Suecia y Finlandia producen bayas silvestres y liquen de Islandia. Son famosas las manzanas suecas. Suecia y Finlandia importan hortalizas, bulbos de flor, rosas y simientes.

Francia puede llegar a ser un país exportador de primer orden si se imponen sus fuerzas positivas. Su fértil suelo, los antiguos cultivos frutales de Bretaña y Normandía pueden transformarse en el de verduras tempranas y en una producción de frutas capaz de competir con productos de primera clase, como los italianos.

La meta: hortalizas frescas en todas las estaciones

Italia logra cada vez más importancia como productora de hortalizas. La riqueza en matices climatológicos de este país permite producir coliflor desde noviembre hasta abril, lechuga en diciembre y tomates desde mayo hasta septiembre. Si se estimulan las posibilidades europeas de ampliación y las de transporte, los habitantes del viejo continente pueden tener en todas las épocas frutas y verduras frescas, prescindiendo de los modernos métodos para mantenerlas artificialmente en este estado. España, por ejemplo, hecha excepción del cultivo del tomate en las Islas Canarias, no tiene aún ninguna plantación propia de verduras en gran escala. Los Estados del Sudeste –Yugoeslavia, Rumanía y Bulgaria– con sus ciruelas, uvas, fresas, agavanzos y plantas aromáticas y medicinales, han sido demasiado poco estudiados y ensalzados por los europeos del Norte. Bélgica y Holanda, cada una a su manera, son importantes países horticultores. Sin duda, la primera está mucho mejor y más ampliamente dotada como productora de hortalizas. La segunda ha importado antes muchas hortalizas de Bélgica y Holanda por haberse dedicado especialmente a la achicoria y los famosos petits pois, los guisantes. Es conocida la exportación de uva de Bruselas.

Holanda, con sus favorables condiciones hidráulicas y de abonos, proveía de hortalizas y flores a media Europa.

En el cielo, sobre los campos de batalla, se bosqueja ya la imagen de una futura Europa, país-jardín que, mediante su capacidad de organización, su amor a la naturaleza y la fuerza de sus ideas, puede y debe lograr transformarse en un paraíso en el corazón del mundo.

Lehnau