Alférez
Madrid, noviembre-diciembre de 1948
Año II, número 22
[página 5]

Mala crítica

Es ya lamentable la forma cómo ciertos diarios que se reclaman, con más o menos propiedad, del nombre de católicos, degradan el problema de la crítica literaria y artística, especialmente en sus relaciones con la moral. Animados, quizá, de buena intenciones, producen o ahondan los mismos males que quisieran evitar, con una tal deficiencia intelectual que los inhabilitan para la recta discriminación de los verdaderos valores. Así (caso típico), el constante planteamiento de la escabrosidad» de la obra. constituye una verdadera obsesión y termina hasta por exacerbar las curiosidades malsanas y despertar la carne dormida de aquellos que se pretendían encaminar.

No es por cierto esta desviación privilegio de los periodistas a que nos referimos. Desgraciadamente el espíritu superficial del mundo moderno se ha infiltrado tanto en el alma de algunos católicos, que cuando no les hace incurrir en manifiesta herejía, los separa insensiblemente del fundamento sobrenatural de la fe que profesan y de la base metafísica de sus doctrinas morales. Pero el periodismo sufre este mal con gran virulencia.

Si tomamos uno de estos periódicos, veremos que la obra criticada se clasifica con una complicada variedad de notas que recuerdan los años de la escuela: «Muy buena, buena, regular, aceptable», &c., &c. Ahora bien: ¿Con qué elementos de juicio se establece esta curiosa jerarquía?

León Bloy, en una página de su diario, explica el principio fundamental sobre el que construye todo crítico «bien pensante»: «Despreocupación absoluta por el valor artístico de la obra a juzgar y subordinación a un moralismo pudibundo de tipo protestante.» Por una especie de fatalidad matemática, allí donde hay un átomo de belleza, los periodistas de la buena Prensa denuncian escandalizados inmoralidades o peligros. Para ellos lo original es provocativo; lo chato es edificante. Con cerrada miopía para apreciar el valor docente de las grandes creaciones, aprueban en cambio las tonterías sentimentales ad usum delphini, siempre que no irriten sus castas, susceptibilidades.

El origen de esta perversión procede del siglo XIX. Los católicos se acostumbraron a vivir en la moral de los mendrugos del puritanismo victoriano, entonces en boga. Se produjo así un «rapetissement» de la doctrina. Arrojados por sus pecados de la vida pública, del aula, del ágora y del foro, los católicos del siglo XIX se refugiaron en la aplastante mediocridad de prácticas degeneradas, antitradicionales y feas.

Un resurgimiento sobrenatural, que es sólo privilegio de la Iglesia de Dios, ha venido a modificar este panorama de desoladora pobreza. La floración de vidas auténticamente espirituales, la rígida observancia de la Sagrada Liturgia, la rectificación de las inteligencias por la vuelta a Santo Tomás, la vocación cuasi sacerdotal de los laicos en la Acción Católica.... son hechos que nos permiten revivir la vida de la Iglesia con la fuerza y la frescura de las épocas de santidad.

Queda, sin embargo, mucha gente para quien esta gloriosa resurrección de la fe no ha existido; que siguen considerando a la Iglesia como a una gran cofradía de ritos mecánicos y vida apagada. Especialmente los periodistas llamados católicos, con excepciones tan honrosas como escasas, se han empeñado en hacer servir sus órganos de publicidad al rebajamiento sistemático de las ideas que pretenden defender.

Y ello es explicable. El periodismo, producto del abaratamiento de la cultura, está incapacitado, por su nacimiento y por su técnica, para captar no sólo la santidad, sino también la belleza de la religión católica. Como dice Antonio Vallejo, «el periodista falsea la íntima realidad de todo lo que toca, porque habla de la muerte como un sepulturero, del valor como un cobarde, de la ciencia como un profesor, de la política como un político, de los crímenes como un criminal: habla del mundo como un hombre de mundo. Su especialidad consiste en abarcar todas las especialidades y, a todo se refiere sin el conocimiento, pero en la despiadada limitación del especialista». (Número, 1932)

El error inicial de apreciación artística está en la incapacidad para resolver el conflicto (que afecta tanto al artista como al crítico) entre la Prudencia y el Arte. «Vemos como éste sacrifica a aquélla –dice Maritain– en los medios bien pensantes del XIX que solo aspiraban a la Honestidad».

Se ha creado una técnica infantil que conviene señalar para que se vea hasta qué punto se yerra. Existe, por ejemplo, una complicada división de las obras según el porcentaje de inmoralidad que contengan, de tal modo que ésta queda cuidadosamente dosificada. Hay así un gold point de la impudicia hasta el cual puede llegarse lícitamente, pero que no conviene sobrepasar. Lo que más debe admirarse es el aplomo con que estos jueces, cuyos títulos, sería necesario investigar cuidadosamente, no dudan al calificar, desde lo alto de su olimpo, el valor artístico de muchas producciones, cuyo mérito, evidentemente, se les escapa. Oigamos a Bloy juzgar esta pedantesca suficiencia:

«Otrora, hace ya mucho, cuando todavía había obispos y cristianos. Sabemos que los jóvenes y niñas, sólidamente educados, podían leer o contemplar las obras bellas, aunque hubiesen en ellas detalles que hiciesen tiritar a ciertos tonsurados. Eran sanos y fuertes y las almas sólo asimilaban lo bello. Una sangre generosa y un estómago robusto eliminan fácilmente los venenos. Los anémicos, los deprimidos, los muertos de hambre y de miseria, son, por el contrario, las primeras víctimas de toda plaga. El contagio se apodera de ellos como los gusanos del cadáver. Tal es la lamentable situación de los católicos actuales, alimentados desde hace un siglo con las más debilitantes mescolanzas. Privados del alimento vigoroso de las grandes obras, los lectores y las lectoras de «novelas honestas, van a la lujuria como los cerdos al fango. A fuerza de precauciones torpes o imbéciles, las imaginaciones sentimentales parecen como aguijoneadas por el solo pecado de la carne.»

Juzguemos ahora, por ejemplo, de actualidad. Cuando Topaze, de Pagnol, se adoptó a la cinematografía, hubo una reedición de las ordinarias explosiones de burguesa «honestidad». Se habló de su mal ejemplo, del fondo malsano que dejaba en el ánimo del espectador, &c. Esto es un caso evidente de grosería en el juzgar. En Topaze no quiebra la Moral, sino cierta especie de moral, la moral puritana, la moral de Smiles y León Bourgeois.

Evidentemente, esta moral, la del primitivo Topaze, se ve ridiculizada. Pero no olvidemos esta distinción. Y el autor recalca hasta lo grotesco el fracaso del normalista atónito ante el mentís que da la realidad a sus mentiras del aula. Si es inmoral creer que el mundo moderno está especialmente organizado contra la honradez, entonces Topaze es inmoral. Se dice que es una obra de desesperación. Hay, efectivamente, desesperación en ella, como hay desesperación en Hombre Acabado, de Papini; como hay legítima desesperación en el que no ha encontrado aún a Dios.

Ya es tiempo que este magisterio de la mala crítica termine. Envuelve con demasiada frecuencia en sus torpes errores un nombre que tenemos el deber imperativo de salvaguardar.

Mario O. Amadeo.


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