Alférez
Madrid, octubre de 1948
Año II, número 21
[páginas 5-6]

Respuesta a un padre francés

El jesuita francés Padre Bosc visito España en la primavera pasada, y a su vuelta publicó en la revista «Etudes» de París una crónica sobre nuestra Patria. Hemos de agradecerle los elogios que en ella se hacían de Alférez, y su voluntad de expresión hacia las realidades españolas. En el siguiente artículo, el jesuita español Padre Llanos, puntualiza algunas críticas al Padre Bosc. De otros extremos de la crónica de «Etudes» trataremos próximamente.

EL Reverendo Padre Roberto Bosc, S. J., ha visitado recientemente España, recogiendo sus impresiones en Etudes (julio-agosto, 1948). La visita del Padre y su juicio no ha hecho número en la serie interminable de visitas y de artículos que aparecen sobre nuestra Patria. Porque el P. Bosc ha sido el primer francés que ha venido con un sincero afán de comprendernos –todos hemos visto sus esfuerzos en esta línea– y cuya crítica sobre el problema español, queriendo dejar a un lado condenaciones y adulaciones, crea el tipo nuevo de una profesión de objetividad interesantísima. Por ello, el Padre y su escrito merecen una respuesta también sincera, según la sinceridad a que él aspira; por ello, y porque a pesar de todo lo dicho o, por mejor decir, por los valores indiscutibles que hemos apuntado, la opinión del Padre es la más peligrosa para el lector español, pronto a contentarse infantilmente si un extranjero reconoce que somos fieles al Papa, que nuestra juventud es pura y que el Consejo de Investigaciones funciona maravillosamente.

El estudio del Padre merece una larga respuesta, no sólo por sus dimensiones –hay que añadirle otro artículo en Cahiers du Monde Nouveau, junio-julio 1948–, sino por lo que de nuestras largas conversaciones con él en Madrid pudimos ir coligiendo acerca de la mentalidad francesa y católica, de la que el Padre es fiel portavoz. Esperamos poder desarrollar esta respuesta en Razón y Fe, revista hermana de Etudes, reduciéndonos ahora a un simple preludio donde toquemos sucintamente él Ieiv-motif de la tesis del Padre. Y precisamente en Alférez, donde el crítico francés ha creído encontrar una actitud intelectual más libre y tolerante, más cercana a la francesa.

Dejando a un lado los acertados pareceres del articulista sobre valores positivos de la España actual y sobre sus defectos, algunos acertadísimamente precisados, y juzgados caritativamente, toda la visión del Padre va como herida del dolor que le causa nuestra posición ante el problema vital verdad-error.

Los españoles actuales somos esprits trop enclins à se croire possesseurs de la vérité et dispensés de la recherche, porque –lo dice en otro lugar– confundimos hasta en nuestras revistas la verité avec notre verité. Creemos que existe una verdad política absoluta, deja entrever en otro párrafo, y, en ella apoyados, los maestros oficiales de la juventud le hacen creer que tout est découvert, qui’l n’y a plus qu’á appliquer quelques formules pour réaliser l'ordre chrétien. Esta actitud de los maestros de la juventud ha traído consigo que los jóvenes en algunas de sus revistas se crean d’etre le Christophe Colomb de l’histoire contemporaine.

Tal es nuestro pecado más grave, o mejor dicho, nuestra más grave enfermedad. Para curarla, el Padre, con una sinceridad digna de alabanza, nos recomienda que, al mismo tiempo que la juventud francesa –que peca de incomprensión hacia nosotros–, practiquemos un véritable dépouillement de leur orgueil paur accéder á l'humilité intellectuelle qui seule leur permettra de comprendre la richesse d'une tradition différente de la leur. Es decir, insiste en que, imitando a nuestro compatriota San Juan de la Cruz, nos forcemos pour purifier notre entendement... De ese modo, podremos verdaderamente llamarnos católicos cuando intentemos comprender otras mentalidades hermanas, ya que la catolicidad, según la tradición apostólica, no tiene como único criterio la soumission absolue au Pontife romain (!!!).

Como materia para el preludio, ya es suficiente. Nos encontramos ante un punto de polémica trascendental, primario: posición católica ante la verdad y ante el error. No queremos tratar ahora de la verdad que el Padre llama española acerca de las relaciones de la Iglesia y el Estado. Más nos preocupa la forma que la materia de esta posición.

Y sobre esta forma decimos de nuevo la «escandalosa» palabra. Los católicos españoles creen, con la seguridad católica que no admite ni la duda metódica, en una interpretación literal de las enseñanzas pontificias sobre materia dogmática, moral, sociológica y hasta política, porque de ciertos puntos políticos también han hablado los Papas. Y sintiéndonos en esto poseedores de una verdad objetiva –porque si condenamos la capacidad del hombre para esta posesión, adiós la filosofía y adiós la fe– claro es que la abrazamos apasionadamente, sin comprender qué sean esas presuntas demasías en abrazar la verdad; pues quien cree tenerla, la traiciona si no la abraza con toda su alma, sin tibiezas ni reservas. Sólo quien duda de que de veras la posea, puede permitirse el lujo de coquetear con principios opuestos a ella.

Y no se nos responda con la distinción entre la verdad –en este caso la enseñanza romana– y su interpretación, que puede ser errónea. Este distingo tiene todo el viejo aroma de historias jansenistas y conduciría necesariamente a un escepticismo absoluto frente a las enseñanzas de la Iglesia. No confundimos, no, la Verdad con nuestra Verdad, porque la Verdad es una y sólo nuestra en cuanto la abrazamos nosotros.

Es extraño, por demás, este escándalo, ya muy extendido ante nuestra intransigencia. Oyendo hablar al buen Padre Bosc y a otros varios franceses sobre este punto, muchas veces me ha venido a la memoria la vieja anécdota de Platón y Diógenes. Este entró cierto día acoceando despectivamente las alfombras del banquete de Platón.

—¿Qué haces, Diógenes?
—Acoceo el orgullo de Platón –contestó el filósofo de la austeridad.
—Bien, amigo, pero lo acoceas con otro orgullo –respondió sonriendo el discípulo de Sócrates.

Donde el cuento dice orgullo, pongamos nosotros intransigencia, y añadamos que de nuestra parte, para defender una intransigencia se citan documentos pontificios; para defender la otra... se apela a la convivencia, la comprensión, la humanidad y al cambio de las circunstancias históricas.

Pero no exageremos, ni lancemos excomuniones extemporáneamente. De ello se nos acusa, y creo que con razón. El Padre habla de «la verdad política» como de algo totalmente relativo y contingente. Creo que aquí sabemos distinguir y sostener abiertamente que en política también hay verdades y errores (ejemplo de éstos, la interpretación de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad, que dio la Revolución francesa); sabemos que la verdad política, además de sus aspectos relativos de que acertadamente hablaba en el número 18-19 Torcuato Fernández-Miranda, puede realizarse mal, y por ello admitimos humildemente que se condenen las realizaciones malas o imperfectas, pero sin condenar la verdad que no pudo realizarse ni el abrazo a la verdad que sostiene a esos pobres pecadores que luchan por encarnarla.

Por eso nos ha extrañado que el P. Bosc, con sus buenas dotes de observación y su mucha lectura de la Prensa y las revistas españolas, haya llegado a afirmar que los maestros de la juventud española enseñan que todo está ya descubierto... Si quiere con esas palabras indicar que nosotros sostenemos que en todas las materias vitales del hombre las enseñanzas evangélicas y pontificias han dictado soluciones, la mayor parte de las cuales están todavía inéditas, conforme, pero muy conforme. Y éste debe ser nuestro pecado: creer que los Papas enseñan para que los hombres y los pueblos cumplan. Pero este «pecado» es ligeramente juzgado cuando se le confunde con un dogmatismo cerril a la vida y al progreso, que como el mismo Padre reconoce, esta misma revista, y no exclusivamente ella, es muestra de que no existe en nuestra Patria. Ahora bien: si se trata de apreciar matices, puede ser que lleguemos a un acuerdo: el matiz francés acusa una inquietud ante todo problema doctrinal; el matiz español, un afincamiento en las enseñanzas pontificias.

Perdón: nunca hemos podido entender por estas tierras que sea buena humildad o purificación del entendimiento la actitud de quien, sintiéndose sinceramente en posesión de la verdad, esté dispuesto a recortar ésta cediendo un poco de ella a lo que él juzga que son errores, para llegar a un punto medio de convivencia. No; por aquí estamos tan atrasados, que llamamos humildad de entendimiento a su sumisión ante la revelación divina y la enseñanza de la Iglesia o la evidencia científica, y todo ello sintiendo una profunda compasión por los equivocados y dispuestos a servirlos y a dejarnos matar por ellos, pero sin ceder un punto de la verdad que, precisamente por no ser nuestra, no podemos jugar con ella o negociar a su costa para vivir tranquilos con todos los hombres de todas las sectas. Y esta actitud, ésta precisamente, es la que creemos merece el nombre de católica y humilde; la del cristiano dispuesto a dar la vida por cualquier hombre, por equivocado o perverso que sea, pero al mismo tiempo en materia doctrinal tan intransigente que no acepta otro criterio de catolicidad distinto del que sabe a poco al buen Padre Bosc: «la sumisión absoluta al Romano Pontífice.»

Ahora bien, es cierto que hemos podido faltar a la caridad en la forma de exponer nuestra actitud –mejor dicho, creo que sí, que hemos faltado–, pero el problema está en el corazón y no en la cabeza y el remedio está en el amor y no en la tolerancia y en la «comprensión». Gracias, Padre, porque sus Palabras nos han dado la ocasión de sentirnos, a pesar de todo, más obligados a tener caridad, pero sabiamente armonizada con una mayor dosis todavía de intransigencia doctrinal. Y una última observación: precisamente para conseguir lo que tanto pretende nuestro hermano en religión, la aproximación de las juventudes de ambos países, no es ése el camino, no es ése el método; no es predicándonos la tolerancia y la libertad mayor de pensamiento como se llegará con nosotros al abrazo cristiano. Que vengan y vayan unos y otros, que jueguen y convivan. Todo menos exigirnos y predicarnos un cambio de actitud respecto a nuestro único patrimonio que apasionada y corajudamente estamos dispuestos a defender. Quizá porque no hemos sabido del todo realizar esa verdad que tanto amamos. Porque aquí, Padre, está nuestro principal peligro –no donde usted lo ve–, no en nuestro amor a la verdad, sino en nuestra debilidad para hacerla norma de nuestra conducta.

José María de Llanos, S. J.


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