Alférez
Madrid, 30 de abril de 1948
Año II, números 14 y 15
[página 10]

El respeto al misterio

Al reeditarse el año pasado las Obras Completas de Ortega, se incluyó en el V tomo –allí puede verlo el lector que quiera contrastar y ampliar esta nota– un texto titulado Defensa del teólogo frente al místico, fragmento de un curso filosófico, hasta entonces, según creo, no impreso. Ortega aborda aquí de frente, contra lo acostumbrado a lo largo de su obra, un hecho religioso: la naturaleza de la experiencia mística. Y lo aborda de un modo típico y espléndidamente ilustrativo, tal que a través de él, como a través de una escotilla, podemos otear muchas cosas profundas de su filosofía y de su personalidad.

Interesa, en primer lugar, sentir precisiones. Al hablar de misticismo. Ortega se refiere sobre todo al misticismo cristiano, como se ve por las citas y por el tono total del fragmento. Sin embargo, no se hace ninguna referencia a los conceptos que en la teología enmarcan y preparan el análisis del fenómeno místico: el descenso de la gracia sobre la naturaleza, In deificación, la ascesis que abre la puerta de las moradas místicas, el imperio del Amor. Nada de esto se tiene en cuenta, ni siquiera en atención al hecho mayúsculo de que en el alma del místico cristiano todo ello gravita de una manera poderosa y primaria. En esencia, Ortega cree que al misticismo hay que ponerle una objeción de monta: la de que no engendra beneficio intelectual alguno, y de que por consiguiente no enriquece lo más mínimo –o al menos sólo en una gran desproporción con lo trabajosa del esfuerzo– nuestras ideas acerca de Dios. El místico tiende a sumirse en la oscuridad y explorar o abismático, y la tendencia de la filosofía es de dirección opuesta, de ascenso continuo hacia la claridad. «Si, en efecto, el botín de sabiduría que –a los místicos- el trance les proporciona valiese más que el conocimiento teorético, no dudaríamos un momento en abandonar éste y hacernos místicos. Pero lo que nos dicen es de una trivialidad y una monotonía insuperable.» Y de aquí que el teólogo sea superior al místico, y que, por consiguiente, tengamos que confiar en aquél y desconfiar en buena medida de éste.

Numerando los principales puntos de la exposición de Ortega y la crítica consiguiente, se obtiene este saldo, que el lector puede comprobar con el texto a la vista:

1º Ortega se sitúa en una posición eminentemente racional, y acude al místico en demanda de ideas con una urgencia extraña en quien como él ha hecho la crítica más extraordinaria del intelectualismo y ha reencarnado a la razón en la sustancia palpitante de la vida. Ahora bien: si Ortega hubiera aplicado aquí, hasta las últimas consecuencias, su hallazgo de la razón vital, las conclusiones hubieran sido seguramente distintas. Este fragmento es una recaída en el idealismo de quien, como Ortega, mejor nos curó la dolencia.

2º Se identifica, sin otra presión, a la Iglesia con los sacerdotes –que en la Iglesia Católica, al menos, son solo una de sus partes–, con lo que quedan excluidos los místicos, miembros vivos del cuerpo de Cristo, zonas candentes en las cuales se alía mejor que en ninguna parte el fuego de la gracia con el hierro moldeable de la naturaleza. Si los Santos, como es tan probable, han de tener siempre alguna experiencia mística, velada o pública, prescindir de los místicos equivale a restar a la Iglesia sus grandes éxitos: la corona de santos en los cuales alcanza la obra deificadora una mayor plenitud. Hablar de un recelo general de la Iglesia frente a los fenómenos místicos es suponer en ella deseos de autodestrucción, puesto que la mística es el fruto obvio de la gracia. Y de aquí, como fluida consecuencia, se deduce la necesidad de que el teólogo –el sacerdote– vigile la autenticidad del trance místico para que la moneda falsa no desvalore en el juicio público a la buena. El desdén del teólogo hacia la monja alumbrada de que habla don José tiene causas inversas a las que él supone.

3º Para emprender un viaje –el de la Moradas o el del Monte Carmelo– a la zaga de un místico católico (y también seguramente, aunque esto habría que demostrarlo más despacio, a la zaga de un místico de cualquier especie) hace falta una inicial disposición afectiva y religiosa. Huelga decirlo. La actitud de vigilia intelectual no basta, y no hay por qué considerar las situaciones afectivas como degradaciones y obnubilaciones de la mente, como una oscura estopa con la que rellenar los huecos de las ideas inexistentes. Acaso en saltar esta creencia, en desdoblar la inteligencia hasta el punto de obligarla a reconocer el amor como principio sustantivo, esté el secreto de la plenitud intelectual. Al menos –ahí está el quid– un filósofo debe permanecer abierto a esta posibilidad. Y ello no es ninguna exigencia extrafilosófica, sino tan sólo una especificación de lo que Peter Wust llama «respeto al misterio»: el dominio de la tendencia hacia la desmesura y hacia la profanación del objeto del conocimiento inherente al saber todavía sin purificar.

La ausencia de respeto al misterio matiza muchas veces la especulación de una ingenuidad evidente. Si algo es notorio en Ortega, es precisamente su falta de ingenuidad, su capacidad portentosa de descender a los cimientos de las cosas y escudriñar, sin beaterías y abstracciones cómodas, la realidad de la vida. Y sin embargo, cuando en el artículo que comentamos nos describe –véase la página 453 del tomo citado– sus impresiones de lector de obras místicas, la descripción resulta, ante todo, ingenua: «El autor nos invita a un viaje maravilloso, al más maravilloso. Nos dice que ha estado en el centro mismo del universo, en la entraña de lo absoluto... Confesemos que al llegar a cada uno de estos estadios sentimos alguna desilusión; lo que desde él divisamos no es cosa mayor.» Ortega, lector en frío, ni siquiera apunta la sospecha de que el itinerario de la mente a Dios tenga que hacerse necesariamente con un bagaje de caridad y de que los escritores místicos no sean, como los filósofos, comunicadores de ideas, sino simples luces que ayudan al crecimiento de la caridad en las almas. Tal actitud recuerda a Simón Mago: si éste quería comprar carismas con dinero, Ortega quiere comprar estados afectivos con inteligencia, creyendo ingenuamente que aquéllos y ésta están hechos de la misma pasta. Esta sutil forma de simonía es una tentación común en el intelectual, y a ella sucumben con frecuencia los que por poner demasiado empeño en huir de las delicuescencias misticoides llegan a desconocer el orden del amor y desorbitan el orden de la inteligencia, llevándolo a regiones que le son extrañas y donde sus movimientos resultan torpes. Acaso, entre todas las obras de Ortega, sea esta página la única en que exista beatería de la inteligencia, ingenuo y excesivo empleo del instrumento mental.

4º «Desde luego –dice Ortega– nos sorprende un poco que quien se haya sumergido en tan prodigioso lugar y elemento, en tan decisivo abismo, como es Dios o lo Absoluto o lo Uno, no haya quedado más descompuesto, más deshumanizado, con nuevo acento... El místico ha vuelto in tacto, impermeable a la materia soberana que durante un rato le ha bañado.» Esta observación es hija de la evidencia anterior. Ortega se extraña, en términos teológicos, de que la gracia opere según el modo de la naturaleza, intensificando sin descomponerlo el ritmo humano. Exige fenómenos místicos extraordinarios: chorreaduras misteriosas del océano que el místico viene de visitar, señales visibles que delaten su aventura interior. Desde luego, planteadas las cosas en un estricto orden mental, la exigencia sería lícita. Si el místico se aislara solo para tomar de las manos de Dios las tablas de una ley y transmitirla a los hombres, si fuera sólo un buscador de logoi, como en el casa concreto del profeta, su retorno a nosotros no podría de ningún modo ser silencioso. Pero este simple papel de intercomunicador no es el suyo, al menos de modo tan externo, porque su contemplación es ante todo amor y el amor lleva al silencio. Al místico no hay por qué pedirle últimos lógicos, sino efusiones. Y alerta con creer que estas efusiones no tengan valor en sí mismas y sean sólo palabras abortadas.

Ortega, aun hoy día, es en muchas cosas maestro de todo español que se abra a la luz histórica con alguna inquietud mental. Lo que el maestro tenga de verdad no puede pasar. Pero hay ciertas cosas que desasosiegan en él, ciertas sordinas puestas en su música que le impiden modular toda una escala de notas. ¿Por qué se incluyó en las Obras Completas esta desgraciada Defensa?

R. C.


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