Alférez
Madrid, 29 de febrero de 1948
Año II, número 13
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La política y las fórmulas

Hablando Ortega de nuestro siglo XIX mostraba cómo uno de los más expresivos matices de la ingenuidad que informó a nuestro liberalismo aquel fondo último de los pronunciamientos militares, la creencia en que la sola enunciación de la verdad bastaría para que todas las voluntades quedaran adheridas a ella y como subyugadas por su brillo.

Esa faz del siglo XIX, vista desde nuestro momento, y aparte de graves consideraciones éticas y políticas que pudieran tentarnos, es posible que nos resulte comprensible y hasta simpática; habla en aquel liberalismo un fervor, una confianza e incluso una secularizada fe que hace muchas veces al conjunto vivo y rico; la sinceridad con que se echaban al campo los generales y redactaban sus manifiestos aquellos buenos librepensadores, poniendo su esperanza en la consciente y total bondad de la naturaleza humana, ayudan a olvidar en algunos momentos la proyección histórica de aquellos hechos en un medio que los hizo, por lo menos, estériles.

La influencia de este tipo de liberalismo se extiende hasta entrado nuestro siglo –en el plano de la política activa es un admirable exponente la singular buena fe de don Antonio Maura con sus pretensiones de honradez electoral– y las consecuencias de la actitud se prolongan en España en muchos ciudadanos hasta estos días en que vivimos. Esta perpetuación de la ingenuidad decimonónica ha adoptado entre otras, como expresión más frecuente la de una completa y desmedida fe en las fórmulas. Cuando decimos fe en las fórmulas, queremos calificar a la confianza que palpita en el fondo de muchos en que la adopción de una medida, pronunciada desde arriba y aplicada políticamente en forma de receta, bastaría para resolver todos los problemas de la cosa pública, incluido el estraperlo y la falta de divisas.

Si esta postura mental llegara a alcanzar amplia vigencia entre nosotros, cosa que, afortunadamente, no es de esperar, podría constituir algo grave. Sería lamentable que a nosotros, españoles, nos alcanzara la mezcla de maldad y estupidez, que es el pecado de nuestros días. De las cosas que están ocurriendo por el mundo, ésta entre las peores, ese descoco para vestir y desvestir las palabras del que hacen uso sobre todo las grandes potencias, con ello, además de consumarse el más grave pecado contra la inteligencia, se está consiguiendo la total desvirtuación de toda la relevancia que las fórmulas políticas, como tales, pudieran tener sobre la suerte de los pueblos.

Con este clima, del que las ficciones son gigantescos sujetos, han sintonizado con bastante precisión algunos españoles en dos diferentes versiones: prescindimos de la primera, que abarca a todos los situados desde siempre frente a lo que hoy España representa y que, por lo tanto, lógicamente, aprovechan todo, sea fórmula importada o fenómeno físico, para seguir consecuentes en su postura. Interesa más fijarse en la segunda, porque alcanza a grupos sociales e ideológicos muy dispares, porque presenta al tiempo caracteres ya antiguos y matices nuevos, y sobre todo porque destaca nítidamente su entronque indudable con la mentalidad decimonónica de que hablábamos. La postura crítica de todos ellos no está animada por la mala fe, sino que busca soluciones a problemas reales, empleando para ello el trasegado camino de una especie de arbitrismo que cristaliza en formas diversas de expresión, matizadas todas por una constante de teorización e irrealismo.

La conversación de tertulia es el campo abonado donde arraiga una de las especies de recetarios críticos de cualquier realidad nacional, con más influencia en determinadas capas de la sociedad española; esta influencia viene de lejos, ha existido siempre, quizá por predisposición temperamental, y la característica principal de los que la ejercen consiste en dictaminar sin ningún escrúpulo sobre toda clase de cuestiones y especialmente sobre aquellas en que su ignorancia es mayor. Todos hemos caído alguna vez en esta afección, pero es de creer que los profesionales de la misma constituyen especie a extinguir, porque hasta para ellos se van complicando cada vez más las cosas.

Hay otra especie de arbitrismo, con mantenedores mucho más apreciables que los charlatanes de café, pero en los cuales la ineficacia parece ser también suerte irrenunciable; nos referimos a los que creen que la pureza y la autenticidad han de estar refugiadas en un molde de exaltación traumática siempre desorbitada y que el único obstáculo para la instauración de determinados principios está constituido por una serie de infidelidades y traiciones que impide a las cosas ser como debieran. El grito hasta enronquecer y el echarlo todo a rodar parece ser la bandera de éstos, levantada en diferentes campos de la realidad española, aunque predominante, como es natural, entre la juventud.

Su precedente inmediato se encuentra sin duda en posiciones anteriores al 18 de julio, en las cuales el grito y la violencia eran inexcusables ante las realidades políticamente operantes; a la vista de estas posiciones, el mimetismo no se refiere ya a su valor permanente y se queda prendido de un cierto encanto romántico que aquéllas encerraban al encarnar lo más puro y auténtico del momento. Desaparecido este monopolio, lo que antes era expresión de contenidos sustanciales se ha convertido hoy en fórmula, exaltada, pero sin nada operante dentro. Tanto más cuanto que la onda de esta exaltación alcanza a contenidos ideológicos diferentes y da lugar sobre todo a dos tipos de manifestaciones claramente diversos: uno, bastante reducido, pero existente entre nosotros universitarios, se traduce en un fuerte romanticismo dinástico y de derecha, apoyado a veces en superestructuras sociales o de tradición familiar y que lleva hasta extremos inimaginables su ingenuidad recetaria y programática. El otro recoge un sector de opinión más amplio entre los hombres jóvenes; dotado de mayor sentido histórico que el anterior, su desviación se muestra sólo en los modos externos, en la forma de exigir a la realidad la respuesta inmediata de sus afirmaciones; estas afirmaciones están casi siempre implicadas en la victoria de nuestra guerra, y por esto el plantear su exigencia en forma de reivindicación violenta, da como fruto una especie de revolucionarismo de invernadero, que además de ser anacrónico, resulta sobre todo ineficaz. Petrificación en ademanes tremendistas, total desconexión con la realidad, son los peligros ciertos que acechan a esta postura, neoliberal en último extremo, que por otra parte alcanza hoy a grupos de los que por su ímpetu e inquietud cabe esperar aún algo que esté más a la altura de los principios defendidos.

Quedan en España muchas cosas que hacer; hay, seguramente, muchas miserias levantadas, indecisiones, pequeñeces y mediocridades de todos los signos, alzando su voz. Pero eso no es todo; también hay hombres que se exaltaron y gritaron su verdad cuando era necesario y arriesgado hacerlo, y que hoy dirigen la vida política española; de éstos, unos cayeron y se hicieron blandos, pequeños, como aquellos a quienes criticaban antes –como caeremos nosotros, que criticamos ahora, si nos descuidamos y seguimos desorbitándonos en irrealismos–; otros, siguen fielmente sirviendo y depositando diariamente en su trabajo su inteligencia y los ideales intactos, que en otro tiempo les hicieron gritar. Estos últimos son los que saben cómo los hábitos sociales y las formas políticas no son dócil barro, dispuesto a hacerse estatua por el solo soplo de la verdad formulada sobre él. Que el último fruto de los grandes hechos, y sobre todo de los más profundamente revolucionarios, hay que arrancarlo, día a día de las cosas, venciendo y sacrificando intereses y forzando la andadura de quienes están debajo y encima del que emprende la tarea. Porque esto es lo que hay que hacer, escoger bien la tarea y después lanzarse a ella con entusiasmo y con amor, siguiendo, como quería José Antonio, el camino de la inteligencia.

Mientras tanto, la crítica y el diálogo, con ánimo inteligente y eficaz en la parcela que a cada uno corresponda, son medios de colaboración y muestra de vitalidad futura en la obra política. Pero ni eficacia ni inteligencia se encontrará en estas proclamaciones simplistas y miopes de las fórmulas, avaladas sólo por la ignorancia o la imprevisión de los que las entonan y por la candidez de los que las escuchan.

Juan Ignacio Tena Ybarra


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