Alférez
Madrid, octubre y noviembre de 1947
Año I, números 9 y 10
[página 6]

El juicio político

Para tomar partido en el campo político, asintiendo o negando ciertos principios, es necesario partir de un hecho, aunque obvio, olvidado con demasiada frecuencia: en política no hay nunca nada absolutamente perfecto. Cuando una teoría desciende a doctrina –esto es, se sitúa en la brecha de la acción– se le rompen indefectiblemente las alas de ángel, y así hay que tomarla o dejarla. Lo que nunca se puede hacer es exigirle una inmaculada pureza, porque ésta sólo es accesible en el plano individual. En política no nos debatimos nunca entre el bien y el mal absolutos, sino entre bienes y males menores, lo que –cuando se entienden las cosas rectamente– no quita para que haya una sagrada obligación de adscribirse a ciertos principios y servirlos hasta la muerte. Es una íntima e inevitable tragedia, hija de lo más hondo de la naturaleza humana, tener que poner criaturas vírgenes y perfectas –nuestros entusiasmos y anhelos individuales– al servicio de causas políticas intrínsecamente bastardas e imperfectas. Quien no afronte desde el primer momento esta tragedia y no se habitúe a vivir en su atmósfera, con dignidad semejante a la del duque ruso obligado a servir de camarero, será naturalmente rechazado fuera del campo político, del que en seguida tomarán posesión los camareros de toda la vida: aquellos para los que no hay forzamiento ninguno en cumplir su función porque ya han limado a la medida de ella su espíritu.

No saber doblar en el servicio de la política el espinazo del alma es un típico defecto juvenil. El joven suele tener una incapacidad esencial para afilar su mística hasta hacer de ella un arma política, porque no se percata de que, en realidad, mística y política deben ser entidades distintas, aunque ésta no tenga sentido si no es alimentada por aquélla. La política es el residuo de mística susceptible de alcanzar realización en el ámbito colectivo. Con respecto al ideal no pasa, por tanto, de una transacción. Lo único que cabe hacer es procurar que esta transacción no destiña sobre nosotros mismos hasta recortarnos el ideal a la pobre medida de su patrón, y, sobre todo, que no se petrifique en una fórmula determinada, sino que esté siempre alerta para aprovechar cualquier vía de acercamiento a estadios más perfectos. La política es eterna transacción –no puede ser otra cosa–, pero ha de ser también eterna transición. El único modo de cohonestar una actitud transigente es hacerla a la vez transitoria, esto es, perfectible.

Naturalmente que esta ley de transigencia solamente afecta a las materias propias de la política, esto es, a las materias opinables, y no puede ser de ningún modo aplicada –aquí está el error de la derecha entreguista– al sustrato espiritual y dogmático sobre el que toda política decorosa debe apoyarse. La ruptura total será, por tanto, un derecho cuando este sustrato sea dañado –así ocurría en España desde 1932 1936– y no lo será cuando permanezca intacto, aunque haya en el campo estrictamente político muchísimas cosas censurables. Y como en política no puede haber abstención –subirse al monte equivale a dejar la llanura a los peores– sólo caben dos actitudes: ruptura o colaboración. Colaboración que no será fecunda si no empieza por entrañar disentimiento; si no procura en la medida posible rectificar lo que de malo tenga la obra del otro laborante.

Cuando no sea ruptura o colaboración, cada una en su momento, no tiene cabida en política, y es triste resultado de transportar a ella gestos y actitudes sólo admisibles en el cielo especulativo, donde las teorías y los ideales aún no tienen las alas rotas.

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