Alférez
Madrid, octubre y noviembre de 1947
Año I, números 9 y 10
[página 3]

En torno al siglo XVIII

José Fraga dejó entre sus papeles este artículo, índice de una vieja obsesión suya: meter dentro de un orden espiritual las dimensiones económicas y técnicas de la vida, para las que España ha sido tantas veces impermeable. En este campo, precisamente, hubiera Fraga hecho grandes cosas. Ahora solo nos queda de todo ello un rastro de palabras.

La juventud hispana del momento presente corre un grave riesgo de unilateralidad en su concepción histórica de lo español. Son muchas las voces que se han alzado en pro de nuestros siglos áureos del Imperio; se habla del XVI como el momento en que España alcanza su grandeza al cumplimiento de una misión, asentada en el setecientos. En la comedia de los siglos, el XVIII actúa en el papel de traidor.

En efecto, desde la escuela y la segunda enseñanza se convence al niño de este aserto: el XVIII es el triunfo del afrancesamiento, de la Enciclopedia, de la anti España. Más tarde, en la Universidad, hay cursos especiales dedicados a problemas diferentes de la Conquista, de la Contrarreforma, del mercantilismo bajo los Austrias; del setecientos se guarda un pío silencio.

Y, sin embargo, no cabe duda de que el momento actual exige una vuelta a lo mucho de bueno que tuvo el XVIII español –y recalquemos el adjetivo de españolidad, que recaba para sí el siglo con el mismo derecho al menos que las centurias anteriores.

El papel del borbónico setecientos en la historia de las Españas equivale un poco al oficio que en el mundo medieval desempeñó Santo Tomás. Mientras el alto medievo, agustiniano, esencialmente, pensó poco en los problemas materiales de cada día, preocupado tan sólo de la salvación eterna, en el sistema filosófico del Aquinate cobran relevancia los valores puramente humanos –políticos, económicos, &c.- de la antigüedad, aunque subordinados a valores sobrenaturales superiores.

De modo análogo, la España de los Austrias se había olvidado demasiado de las limitaciones que el ser humano supone. Con el padre Mariana pudiera repetirse que aquella época como el Rey Sabio, había olvidado la tierra, absorta en la contemplación de las celestes lumbreras.

Y así España se desangra durante dos siglos, atendiendo a la salvación de las almas de herejes flamencos, aun contra la voluntad de los relapsos, sin preocuparse siquiera de los medios más elementales para llevar a cabo su empresa. La ordenada hacienda y la floreciente economía de los Reyes Católicos son destrozadas y dilapidadas por sus nietos, que tratan de poner parches mediante «arbitrios» –y en el XVII todo buen español era arbitrista mientras no se demuestre lo contrario–, ineficaces ante la gravedad totalitaria de la situación.

El interés por las distintas ciencias se circunscribía a casos excepcionales –a pesar de los esfuerzos del buen don Marcelino–. Las obras que quedaron de estas centurias son obras teológicas; el derecho, la economía, no se tratan sino como materias sometidas a la moral: no interesaba cómo se aumenta la riqueza, sino cómo se peca o no se peca en el manejo de la misma.

Así se llega al fracaso y a la derrota. El XVII termina con la hegemonía de España. El sol de Luis XIV se levanta en Europa.

Como reacción contra esta decadencia del Imperio surgen los movimientos del siglo de las luces. Ya es hora de recordar con Santo Tomás que el fin del Estado es el bien común temporal de sus súbditos. Es preciso que la vieja aristocracia haga algo más que intrigas cortesanas; debe emprender industrias y fomentar de todos modos la mayor cultura y bienestar de sus súbditos: se impone el ser déspotas ilustrados. Nacen las Sociedades de Amigos del País.

Las ciencias de la Naturaleza tienen su valor y su interés. Está bien bien preocuparse de asuntos teológicos. Pero no está menos bien el acordarse de las cosas de este mundo, que son bienes en sí, si no queremos caer en un misticismo colectivo de resultados catastróficos, y aparece el Teatro crítico y las Cartas literarias, que componen el monumento más genuino de lo que el XVIII tiene de aprovechable, como espíritu ejemplar de los tiempos presentes.

Pero, justo es confesarlo, junto a estos innegables aciertos el XVIII tuvo su pecado, que, como todo pecado histórico, llevaba implícita su penitencia. Basterra añora el maravilloso equilibrio de esta centuria, en que se era creyente y regalista, dogmático y admirador de Voltaire, un poco haciendo el papel de superhombre que flirtea con las ideas heréticas, temiendo, naturalmente, que lleguen al vulgo; imprudente a fuer de consecuente, que no se contentará con escandalizar «pias aures» con la lectura de Rousseau, sino que llegará a poner el ingenioso invento del doctor Guillotin a pleno rendimiento en la plaza de la «Concordia».

El otro gran error del siglo XVIII fue su regalismo dogmatista. Es en este punto donde el setecientos no tuvo visión española de la cuestión. El siglo XVI se la había planteado también, claro está, y la resolvió castizamente por boca de un obispo de Segovia, presidente del Consejo de Castilla, Diego de Covarrubias, en cuya conjunción de cargos se hace carne la maravillosa armonía que entre lo espiritual y lo temporal existió en la época de la Contrarreforma.

Diego de Covarrubias no necesita recurrir a un galicanismo hispano para resolver conflictos de jurisdicción: la verdad es la verdad y no deja de serla por motivos puramente pragmáticos. El poder de la Iglesia es absoluto en materias espirituales e indirecto en temporales, con primacía en los asuntos mixtos... Pero cuando se plantea un caso concreto en que la Curia obra contra justicia, una pura fórmula de hecho salva la cuestión: «En España, esto no se admite», dice lacónicamente, y pone punto y aparte.

Administración honrada y economía floreciente, inquietud intelectual y científica, he aquí los valores que el XVIII aportó a nuestra historia y a los que no podremos renunciar jamás. Jovellanos y Feijoo son todavía hoy autores de lectura obligada, como los más genuinos representantes del XVIII español y europeo, economista y católico, padre, en fin, del movimiento que hizo nacer de la sangre de Hispania veinte naciones, que, con la Península, perdieron su hilo histórico en el siglo XIX, pero no en el XVIII, ni mucho menos con su independencia, una de las gestas más gloriosas de que todo hispano puede enorgullecerse.

José Fraga Iribarne


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