Alférez
Madrid, 30 de septiembre de 1947
Año I, número 8
[página 4]

España definidora

Cuando se habla con europeos del otro cabo de Europa –hay ahora en Madrid un magnífico grupo de universitarios eslavos– sorprende la fría tranquilidad con que aguardan la próxima guerra mundial. La guerra es para ellos un factor de cálculo al que ajustan sus planes de vida. Todo es cuestión de esperar y de leer los periódicos: un día cualquiera estará armada la danza, y a ella irá otra vez el mundo de cabeza.

Esta persuasión, aunque acaso exagerada por la tensión psicológica natural en el desterrado político, es índice del clima que hoy vive Europa. Por todas partes se rastrean mechas en las que puede prender el fuego: Trieste, Yugoeslavia, Corea, la O. N. U. Basta un golpe de mano prematuro o un incidente más o menos amañado para que el mundo vuelva a volar en pedazos, o mejor, para que se hagan polvo los pedazos del mundo destrozado en la última guerra. Oscuramente se alinean los frentes y se depuran las actitudes, con un movimiento que recuerda aquel tejemaneje de sombras exangües que Ulises contempló en el infierno.

Ante este panorama, que sería necio desconocer, se impone la meditación. Una cosa, al menos, hay segura e inconmovible: si la guerra estalla –lo que no quiera Dios–, las banderas que enarbole en ella el bando menos malo –todavía en este conflicto no van a luchar, desnudamente, San Miguel y el demonio: aún no está el mundo maduro para tanto– no van a ser las mismas de la guerra última. Los ideales de la democracia y de los derechos del hombre, ingenuos y elementales slogans, ya han perdido en el tremendo descrédito de la postguerra toda virtualidad operante. El magnífico paño que los cubría está gastado, y por las raeduras vemos que eran tan sólo ruedas de molino con las que se quiso hacer comulgar a una humanidad hambrienta de verdades.

Esto sentado, hay que esperar que surjan del espíritu del tiempo nuevos motivos y consignas. La civilización –la Cristiandad– necesita crear una dialéctica. Un haz de ideas fuerzas capaces de poner en pie a los hombres, tan directas y vibrantes, por lo menos, como las que proclama el comunismo. Toda la blandura caediza de las democracias cristianas, que guardan la cruz en estuche de raso para que no le dé el polvo de las batallas, está condenada a pudrirse. Es la hora de las moscas encima de todo lo demasiado mollar y jugoso: la hora casta de los huesos y las semillas. Quien no acierte hoy a descender al centro de la vida –a aquello que bulle y germina– sufrirá el destino de ser digerido por los vientres de los necrófagos.

De aquí fluye, naturalmente, la misión de España en la actual hora mundial: hacer palabra el germen duro, el hueso, sacar de él sustancia nutricia. Muchas veces pensamos vagamente en esto los universitarios españoles, pero no llegamos a tener de ello una honda persuasión cordial. A veces nos perdemos entre mansos sucedáneos poco comprometedores –por ejemplo, un cierto catolicismo desvaído que se sabe de memoria las Encíclicas, pero que jamás las prolonga hasta los problemas candentes– o entre actitudes castrenses perfectas hasta cierto límite, pero absurdas si se pretenden hacer pasar como sistema total de vida. Tenemos, seguramente, los elementos sueltos –el árbol plantado, –el sol, la tierra húmeda–, pero nos falta la hora de maduración. Venga o no venga sobre el mundo la nueva catástrofe, a España se le va a exigir mucho en los años próximos; se le van a exigir palabras de orden universal, teología encarnada. Y ocurre que hasta ahora todo lo vivimos y sentimos en la cuerda de la apologética; somos apologetas –esto es, teólogos de ocasión–, cuando deberíamos ser definidores.

Es necesario que España hable idioma universal, esto es, idioma de la inteligencia. A veces parecemos no darnos cuenta de que la inteligencia es lo único sustancialmente común que identifica los hombres rubios con los morenos, los tranquilos con los apasionados, incluso los hipócritas con los sinceros. Una carga pesada de celtiberismo, rabo por desollar de la generación del Noventayocho, nos hace ver los problemas mundiales desde ángulos, aunque correctos, torpes y estrechos. Hoy hay indudablemente en España una hipertrofia de corazón y una atrofia de cabeza, esto es, una perfecta y visceral seguridad de tejas abajo y un atolondramiento perfecto de tejas arriba. Mientras Francia, por ejemplo, define y teoriza vertiginosamente –no hay más que echar un vistazo a las revistas católicas que allí se publican–, España, que en cierto sentido tiene una experiencia histórica mucho mayor, permanece muda o casi muda, o cuando más se limita a refutar sin construir: a demostrar los errores políticos de Maritain sin poner inmediatamente manos a una tarea propia. (Y lo que es peor aún: a componer prosaicas y lógicas impugnaciones del alógico y poético Unamuno, dándolas como antídotos perfectos de su influencia, sin percatarse de que ésta opera por vías más bien cordiales que mentales, y que por consiguiente nuestro primer gesto –no nuestro gesto exclusivo– ante ella sólo puede y debe ser de comprensión psicológica. La apologética de altos vuelos al uso en España, peca por algo muy preciso: ausencia de sentido humano. Aún en el terreno de la pura defensa se acusa por lo mellado y frío de las armas, una carencia de obra positiva. Sólo el señor que habita en su casa propia puede permitirse el lujo de recibir huéspedes –aunque alguno de ellos sea non sanctus– y tratarlos con benevolencia y justicia. La crítica y la impugnación, en todo caso, deben brotar como humildes y marginales consecuencias de una teoría de afirmaciones hechas previamente. Toda apologética que no sea reborde de cuenco colmado de una Teología –empleo las palabras en sentido amplio– corre un grave peligro: la ceguera ante la realidad. Y al no verla, fatalmente ha de inventar cualquier maniqueo de paja que la sustituya.)

¡Qué ajena a esta angustiosa precisión de hablar con voz actual en el universal idioma de la inteligencia está la Universidad española! Atravesamos estos años una etapa de investigación y rebúsqueda, cuando debería ser de aventura y edificación. La Universidad toma a la calle su clima alógico y directo y no se preocupa en extraer de él un sistema vivo, una dialéctica viva. El despliegue y fructificación del 18 de Julio, brote de historia apretada, se hace bajo los cuidados de los muchachos del Frente de Juventudes o de los autores de la legislación laboral; no bajo los cuidados de la Universidad y los universitarios, al menos en el grado que de ellos cabe exigir. Creemos que la verdad, en su alto estadio teórico y especulativo, puede ser sólo un eco de lo ya dicho, una tradición helada y venerable, y mientras tanto, fluye a nuestros pies el río del mundo actual, exigiendo a gritos un rayo de inteligencia que ilumine su faz de lodo.

Hay que sacudirse cuanto antes esta gran modorra, esta ausencia. Hay que ir a Europa y meter las manos en ella, aunque sea para sacarlas no limpias, porque sólo enfrentándonos con la realidad, mala o buena, podremos ir elaborando ideas que la estructuren y dominen. Se da la paradoja de que España está viviendo hoy una hora universal y aún no se le ha ocurrido echar una ojeada al reloj que la marca. La siente en las entrañas, pero no la tiene todavía grabada en el espejo –en la especulación– de la mente.

F.C.G.


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