Alférez
Madrid, 30 de septiembre de 1947
Año I, número 8
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Hegemonía del pacato y otras notas

I

Siempre, a través de los siglos, en todo lo que «alcanza la mirada o refiere la leyenda» (como en los cuentos de Lord Dunsany), el pacato había solido vivir en condiciones de inferioridad, necesitado de excusa y ruborizado bajo una permanente acusación de poca hombría. Apenas si las consideraciones morales y religiosas le podían dar justificación para su modo de ser, pues, una de dos, o no comulgaban los demás suficientemente en ellas, o, en el raro caso de estar ante quien las viviera con toda plenitud, éste sabría distinguir la rectitud de la pacateria.

Pero he aquí que en el actual momento de la vida española, y sobre todo entre la juventud, estamos asistiendo a la hegemonía del pacato. El pacato no tiene ahora que excusarse, sino, al contrario, es el que pide cuentas a los demás: su actitud se erige como justa, sabia, viril y cristiana. Los otros, tanto el bohemio como el místico, son hoy los que deben justificar y buscar avales para su conducta ante ellos. Quizá esto se produzca por la sorda inminencia de una catástrofe mundial, que invita a la general pusilanimidad humana a imitar al avestruz, y vivir sólo para mañana; no para hoy –y para la eternidad–, al modo evangélico, ni tampoco para pasado mañana, al modo de los grandes «bussinesmen». El joven recién licenciado busca el sueldecito seguro y «quedarse en Madrid», desdeñando cualquier posible horizonte de aventura que quizá, en diez años, le pondría en el pináculo de la riqueza, el poder o la gloria; el «estraperlista», figura sintomática por excelencia, pues su ausencia de principios le hace ser veleta de lo que sople, se enriquece pacatamente, sin riesgo mayor a costa de ganancia menor, formando un caudal de cuya vigencia dentro de quince años él es el primero en desconfiar, y gastándolo con prisa en algo que quede, pero sin lanzarse jamás, con audacia creadora, a la gran aventura que le podría hacer un auténtico magnate, de rango señero, de los que tienen una gran naviera o una arrendataria nacional en cada dedo.

Lo peor es que el pacatismo florezca entre la juventud, y como presunto arquetipo de catolicidad. Se ve al pacato por las aulas, no temeroso del tábano de la rechifla, como antaño, sino erigido en dictador colectivo: lleva una insignia piadosa en la solapa, estudia muchos los libros que manda el profesor, pero raramente otros; tiene sus apuntes en orden; políticamente, os abrumará a afiliaciones, si es necesario, pero no se preocupa de esas cosas, no vaya a parecer que critica a los que gobiernan –nada ha hecho, nada puede exigir–: suelta incluso algún taco bien elegido, para quitar a los energúmenos sus propias armas, y distintivos; concurre a bailar a sus guateques pacatos, donde el cap sabe todavía a brebaje de confianza doméstica; tiene novia que le hace novenas en las oposiciones; tendrá en seguida eso que se llama un porvenir: en su casa está bien mirado... En fin, que nadie diría que los titulares de los periódicos cuenten todas las mañanas ciertas cosas del mundo.

II

Arquitectura y acústica

... Esta iglesia de suburbio, a primera vista y para lo que hoy se suele hacer, parece haber resuelto el problema de la arquitectura sacra. La receta ha sido muy sencilla: Se toma el estilo «Regiones Devastadas», se multiplican sus dimensiones por dos o por tres, o por lo que sea, se le pone una cruz, y cátate la iglesia. No obstante, en seguida asoma la oreja de la falsedad íntima. Porque bien está, en un momento histórico incapaz de arquitectura, descender a lo subhistórico, a lo popular –y esto es lo que, sabia y humildemente, han hecho en lo posible los arquitectos de Regiones Devastadas–; pero lo popular, por sí sólo no da, en el terreno sacro, más allá de una ermita, difícilmente una iglesia grande, y ni soñar una catedral. (Para estos pueblos reconstruidos suelen buscarse ávidamente los planos de la iglesia antigua.)

La prueba es la del sonido: En esta iglesia, la plática del párroco es muy difícilmente oída por los fieles, entre una maraña de ecos e interferencias. Tiene malas condiciones acústicas, decimos. Pero, ¿qué significa eso? El hecho de que, en la moderna técnica de arquitectura, se hable de «condiciones acústicas» como de algo aparte y sobreañadido, es síntoma de una descomposición medular del arte. Como las monedas, los edificios suenan mal cuando son de mala ley, cuando son falsos; y poco lo remedia la ortopedia de los revestimientos de corcho, que no pasan de función de sordina, en vez de caja de violín. Invoquemos a Pitágoras: la armonía sonora y la armonía plástica no son sino dos manifestaciones mellizas de la armonía única, matemática. Pero esto es lo que falta al hombre de hoy: armonía. Mal podrá aspirar sin ella a crear una belleza que se sostenga en pie. ¿Necesitaron los arquitectos clásicos pensar en las condiciones acústicas?

Otro tanto que del sonido podríamos decir de la luz. En los actuales estudios arquitectónicos hay una asignatura llamada «Luminotecnia», de la que no creemos que supieran nada los constructores de la catedral de León.

...Claro que, con un poco de atención, no hubiéramos necesitado la prueba del sonido. Bastáranos ver, en el gran arco que la bóveda tiene como umbral del presbiterio, una hermosa inscripción rotulada con letras «estilo estampa moderna» –neomedieval, neobizantino, vagamente benedictino–, y en latín, para consuelo y enseñanza de unos parroquianos entre quienes el más afortunado difícilmente llega a deletrear el castellano.

III

Un libro de D. H. Lawrence

{«Love among the haystacks, and other pieces», third edition, Berne, 1947.}

A veces se encuentra engañado, con abuso de su buena fe, el que toma en los problemas del arte y la moral una actitud generosa y nada gazmoña, concediendo razón de ser a todo aquello que alcance auténtica altura estética, aunque lleve crudezas, o incluso sea peligroso para la mayoría de los posibles lectores. Se supone, ingenuamente, que si el valor estético de una obra es alto, es que está actuando como valor primordial y rector, y lo demás queda en segunda fila. No se espera que lo literario en toda su excelencia consienta en subordinarse a lo libidinoso. Pero así es, a veces. Estupendos, maravillosos escritores prostituyen su arte, reduciéndolo a refinada proxeneta que aporta una atmósfera y una decoración exquisita para dar más interés a lo que de otro modo se quedaría en su triste sencillez y bajeza de escapatoria del instinto.

Mas por si esas consideraciones sobre la primacía de los intereses resultan demasiado abstractas, podemos dar un claro criterio sintomático de cuándo los ídolos tabú de la literatura exigen ser arrojados a escobazos por incursos en pornografía: cuando aparece el aburrimiento, la triste monotonía de las obras eróticas, que siempre van a parar a lo mismo, girando en espiral, como remolino de agua, hasta que tiene jugar lo consabido; y el lector respira entonces, aliviado.

Pornografía «por lo finolis», hay que llamar con franqueza castiza a estas narraciones de D. H. Lawrence. La jerarquía literaria del famoso autor de Canguro no es atenuante, sino agravante del delito. Alguna en especial de las narraciones (la titulada «Once») concita la indignación de todo el que conserve un resto de dignidad humana. Claro que no es para sorprender. La literatura «finolis», cuya novelística fue apadrinada por Proust y Joyce, y tan bien cultivada por los ingleses, tiene que venir a parar a esto, como la piedra al suelo. Las delicuescencias morosas de la sensibilidad, abandonada a sí misma, ruedan de lo estético a lo «verde» sin remedio.

...Y ahora, si por azar alguno de ellos tiene el mal gusto de leer esta revista, que se rasguen si quieren las vestiduras los exquisitos, los temibles militantes de esa fauna de hoy, de que quizá hablaremos despacio un día en que nuestro humor esté más sólido, y que a veces nos hacen añorar ser bereberes o guaraníes con su ilustrada y políglota majadería: los «finolis»

Gambrinus


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