Alférez
Madrid, 31 de agosto de 1947
Año I, número 7
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Más sobre el coyote

Cuando hicimos recientemente el elogio del «Coyote», ya que no como creación literaria, como síntoma del tiempo, omitimos un rasgo que le es común con todos los protagonistas de novelas de aventuras europeas y en general, con los héroes míticos de todos aquellos momentos culturales en que se conserva el sentido de la limitación como constitutivo del hombre. No sé si fue Wells o Chesterton el que llamó «peligro amarillo» a la más fuerte tentación del autor de novelas fantásticas; a saber, verbigracia, el deslizarse, una vez imaginado un hombre invisible, a crear un ejército de hombres invisibles, que terminarían, a fuerza de introducir tan excesiva emoción, por matar el interés de la novela. La mesura en los recursos de acción –armas, bíceps, agilidad, &c.– hace que el héroe siga siendo un hombre, y, por ende, pueda seguir teniendo verdadero interés, puesto que podemos seguir imaginándonos en su caso, dentro de una mera corrección accidental, ley necesaria de la ficción novelística. Pero si, a la moda norteamericana, se nos va la mano en dotar al héroe –Doc Savage, Capitán Maravillas, Juan Centella, &c.– hasta hacerle de tórax imperforable a las balas y capaz de estrangular a un enemigo con cada dedo, o de saltar desde un rascacielos, entonces el héroe deja de ser hombre y su interés para el lector queda condenado a muerte, confinado a los momentos más tontos de la primera «edad del pavo», que no es precisamente la pubertad, como quizá se creería. Por este camino ocurre, como en las susodichas novelas de Doc Savage, que Dios confunda, que los medios utilizados por buenos y malos son siempre excesivamente superiores a los fines perseguidos: gases narcotizadores o desintegradores y máquinas acorazadas con relojería y electricidad para un asunto tan sencillo como es liquidar a un contrincante en condiciones inferiores.

Se siente entonces añoranza de figuras como la de Sherlock Holmes, intelectual y sedentario «crucigramista del crimen»; o la de Antonio Trent, el perfecto ladrón, que no llevaba ni una pistola para sufrir más corto presidio si era sorprendido. Hay un abismo –más exactamente, un Atlántico Norte– de ellos a ese desquijaramiento de la emoción que viene de los Estados Unidos, revelador de una sensibilidad agotada, pasada de rosca, que en sus dos instintos primarios difícilmente responde al espolazo de las bañistas y los bisteques con guisantes que se anuncian a todo color en el Collier’s. «Después de nosotros, el diluvio», parecen decir estos elefantíacos «robots» de las aventuras a estilo yanqui. Los dadaistas, en sus buenos tiempos, decían en vez de «diluvio» otra palabra más exacta contundente y patológica; pero remito para su consulta a «lsmos», de Ramón Gómez de la Serna, porque no se me consentiría estamparla en una revista tan seria como ésta,

G.


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