Alférez
Madrid, 31 de julio de 1947
Año I, número 6
[páginas 6-7]

Del arte religioso
España en el tiempo

Me invade una desoladora tristeza al pensar que haya necesidad de proclamar ciertas evidencias. Bien está que entre nosotros cunda la verdad denunciándonos la amarga realidad que nos circunda y que nos propongamos servirla con la manifestación viva de nuestra obra; pero no que tengamos que alzar una arenga a la muchedumbre, que siempre es sorda. Duele que estas inquietudes nuestras no escuezan ya el ánimo de quienes pudieran hacerlas trascender la sombra del cenáculo. Es precisamente en el arte religioso –en el que más se invoca a la tradición y más aversión hay a toda idea renovadora donde es más urgente la revisión y la sanidad. Una sanidad que ha de comenzar en curarnos de la nostalgia.

¿Por qué en España cada filiación ideológica, cada pasión política necesita un precedente formal al que amoldarse? Se invoca una política de los Reyes Católicos, una teología de Suárez, una filosofía de Donoso, una arquitectura de Villanueva, la escultura de nuestra imaginería y la pintura del Prado. Se es, tranquilamente, neoclásico en arquitectura, vitalista en filosofía y romántico en literatura o música. De este modo, ¿cómo se puede esperar un estilo integral representativo de nuestra época? En España se tiene una visión retrospectiva para todo bajo el pretexto de lealtad a una tradición que cada cual sitúa donde le place. Los discursos políticos son siempre antologías de romances que cantan las glorias pasadas. España es un viejo castillo arruinado cargado de historia y de escudos nobiliarios de cuyas rentas todavía vivimos. Hay una moral del P. Ribadeneira. Y una escuela española para la pintura acreditada desde el siglo de oro hasta nuestros días. ¿Pero es que España está fuera del tiempo?

Para aliviarnos del anacronismo de nuestras ideas, nos dejamos engañar con los espejuelos de la civilización y de la moda. Entonces viene el furor por las recientes invenciones, los últimos adelantos, para los que no tenemos inconveniente en renunciar a lo más profundo de nuestra tradición y a nuestros nacionalismos. Y al mismo tiempo, se pretende curar los estragos de una película psicológica, preñada de perturbaciones pasionales, con la ascética de Fray Luis de Granada o las lecciones de La perfecta casada. Nos salen con que son eternas. Hay en ellas, sí, un contenido de verdad que es eterno y que debe ser explorado por aquellos a quienes les atañe y darnos el modo ejemplar de la Moral que vale a nuestro tiempo. Que venga en socorro de nuestros problemas, que no son los de aquel siglo. Lo mismo hay que decir de nuestra escuela de Arquitectura, y de la crítica de arte. Lo mismo de nuestra teología, que de la imaginería y la pintura religiosa. Lo mismo de los retablos y objetos del culto.

No se nos diga más, que son motivos de una España eterna o que en ello se manifiesta la perpetuidad de la Iglesia. Así puede quizá alimentársenos una Fe, pero jamás abrirnos a una entera Esperanza. Y aún se arriesga la Fe con estos argumentos, porque la verdad Política y la verdad religiosa no permanecen en la caducidad de sus aplicaciones temporales, sino en su esencia de eternidad. Sólo creeremos en la eternidad de España, cuando mantenga su pujanza en el proceso del tiempo.

«Renovarse o morir.» Todo ha de ser renovado con la evolución de las generaciones, porque si no el hombre llega a pensar que lo único permanente es su humanidad, porque su vivir es consecuencia de unos antecedentes que le pesan en la sangre, de un pujo vital que le pertenece y de la circunstancia que se le enfrenta para darle al cabo la hegemonía.

Para la rebeldía desorientada tenemos una obligación de claridad. Para dar rumbo a los sueños, botaremos la nave de nuestras conquistas al agua y al azul infinitos y enarbolaremos una bandera nueva, que es un jirón de ilusiones con la cifra de siempre –el lábaro de la Fe– en lo alto del mástil. Nuestro gran problema es el de dar vigencia de actualidad a lo que es eterno en la Fe y en la Doctrina con la vehemente tenacidad de nuestra vocación.

La liturgia universal pone en boca del sacerdote estas palabras iniciales del Sacrificio: «Entraré en el altar de mi Dios. El Dios que es la alegría de mi juventud.» Los habéis visto de setenta, de ochenta años abrir el día con esta invocación. El murmurio diario del salterio trae un ímpetu irrefrenable al torrente de vida interior: «Se remozará tu juventud como la del águila.» «Y tus hijos como renuevo de oliva.» El Nuevo Testamento es todo un clamor a la vida y su perennidad, como la del árbol, está en la frescura de sus brotes cimeros. Y así su continuo crecimiento. Con la férvida sobriedad de la oración litúrgica: «Laeti bibamus sobriam ebrietatem spiritus...»

La nueva Teología de un Karl Adam o de un Romano Guardini ha de tener su expresión estética. El nuevo gesto ante la vida de un José María de Llanos o de un Félix García deben tener su versión gráfica. A nuestra juventud, que sabe de otro modo de la piedad, de otro modo de militar en la Fe, no se le puede poner en el altar, no se le puede erigir en los retablos una imaginería, ni un estilo ornamental que es el suntuario de una época en que los hombres vestían galas de seda y tocaban con peluca sus rostros empolvados. El barroco de la Contrarreforma es una solución heroica, exigencia de un momento critico: había que rendir toda la exuberancia y el triunfo de las artes en su apoteosis y ofrecerle al Creador. Es un remedio temporal para todo lo que se había escapado a su soberanía. Y hoy, que desde entonces siguen enajenadas todas las manifestaciones estéticas, pretendemos traer soluciones de otros tiempos. Para mí, aquella redención de la Contrarreforma no fue definitiva ni radical, y por ello es más completa la crisis actual.

No incurramos en anacronismos ni contradicciones. Y si a Dios se le ha de rendir lo mejor, que sea cierto. No queramos engañarle ni engañarnos con el relumbrón de otras épocas de florecimiento habiendo de ser falso, cuando la Iglesia española, como en la actualidad, es extraordinariamente pobre ¿Cómo se podrán construir y decorar nuestros templos al estilo que culminó con las fabulosas, riquezas traídas de Indias y con las que se hacía ofrenda al Señor de aquella epopeya? iHoy, que ni siquiera se pueden levantar las parroquias que arrasó la guerra! Hay realidades que se nos imponen con una energía y una violencia irresistibles, y ese será el realismo de nuestro arte actual en oblación de sinceridad. Ofrendemos a Dios la riqueza mejor de los elementos naturales con su noble dignidad y con la visión y la pasión de nuestro drama y nuestra piedad.

¿Debe fingirse la exuberancia del barroco, o la filigrana gótica, cuando no se ofrece siquiera una arista recta de la más rica piedra, ni del más limpio metal? ¿Debe llenarse una nave de retablos miserables de vana ostentación, cuando ni el sagrario se cuajó de pedrería, ni es de marfil el Cristo del altar mayor? ¿Debe hacerse una profusión de Iámparas y luces eléctricas, de jarrones y ramo artificiales, cuando no se le quema al Señor la cera de sus abejas, ni las flores que Él creó? ¿Deben prodigarse en una misma iglesia las advocaciones de María, cuando ni una sola imagen es capaz de proclamar sobre la serena y dulce y fuerte hermosura de la Mujer sin mancha original, la portentosa maravilla de conjugar su virginidad intacta y la más fecunda maternidad? ¿Deben prodigarse las imágenes de los santos en un mismo retablo, con un sentimiento politeísta para todos los remedios y con una extática expresión que inducen a la inacción y al aburrimiento, cuando en toda la Iglesia no hay la más elemental revelación explícita del Dogma o de la Doctrina, cuando ni una sola de las imágenes representa con autenticidad y vivencia la ejemplaridad singular y trascendente del Santo?

Es hoy cuando más gravemente se denuncia la ausencia y es más urgente esta revelación gráfica que el instinto del pueblo busca en el cine y en las publicaciones ilustradas. Toda la vida actual está ávida de misterio. Y la redención del misterio se hace por el misterio implícito en el «logos» de la liturgia. Es necesario trabajar denodadamente en la exploración de ese ingente cosmos que es la Teología dogmática, que es la verdad revelada en las Sagradas Escrituras y en las figuras de los Santos y en la Naturaleza plena. Para que instalada en el alma la verdad y entrañado en el corazón el drama contemporáneo de la humanidad, con la luz del Espíritu, dar al culto de Dios una expresión estética que tenga la fuerza didáctica y ejemplar, que tenga la actualidad perdurable, que tenga la Vida del Verbo hecho Carne.

En arquitectura religiosa, en arte religioso, este requisito de perenne actualidad es más exigente que para cualquier otro. Un arte, una arquitectura burguesa puede estar a merced del capricho personal, podría venderse a cualquier antojo: hay quien prefiere vivir en otro siglo. Pero el religioso tiene una repercusión social de la que no se puede desentender. No puede estar vinculado por la expresión del estilo a etapas históricas que caducaron. Al pueblo –el pueblo fiel y el que no es– no se le puede hablar con un lenguaje que no es de su tiempo. No se puede entrar en un templo con la impresión de ser un Antiguo monumento falso. Como ha dicho Luigi Pareti: «Un templo, católico debe resurgir como cosa viva, hijo de la inspiración sagrada del día.» Es en la iglesia precisamente –aunque no se haga así– en la que es un delito su construcción bajo un estilo histórico como garantido por la tradición.

En la Iglesia todo se renueva diariamente y en el templo no puede ser todo un mero recuerdo de la vida histórica de Jesús o de los santos. El Sacrificio del altar perpetúa no sólo la memoria, si no la realidad de la eterna redención del Cristo vivo. Arquetipo primario y palabra creadora: la Verdad en todo ser, como vigencia eterna en el seno de la Historia. Las reliquias de los santos se veneran como trasunto de su gloria y por la conciencia de su resurrección.

La Iglesia Romana está viviendo una gran era Apostólica. Nunca como ahora, desde el cruento sacrificio que consume la vida del Pontífice, hecho siervo de los siervos, hasta la vanguardia en tierras de misiones jamás la ha animado mayores ansias de expansión. Nunca tuvo mayor pasión de anchura, ni más celo de redención por los alejados y por los que la desconocen. Nunca se hizo una llamada más apremiante, ni más imperiosa a la participación de los fieles en el apostolado. ¿Hay quien crea serenamente, con sinceridad, que en la España actual, la arquitectura y el arte religiosos responden a esa angustiada impaciencia de propagarse?

«¡El celo por la casa del Padre me devora!» Es una grandiosa comezón de Caridad por redimir por salvar de su destierro al género humano, por dilatar la Luz, por extender a todos el conocimiento de la Verdad, por la dignidad y por la perenne vitalidad de la amada Casa de Dios. No puedo creer que este celo se refiera a ganar devotos para San Antonio, o fanáticos de una advocación de Nuestra Señora o afiliados a una cofradía piadosa. Pues bien, no con otro objeto se llenan las iglesias de imágenes, de insignias y estandartes en franca competencia y hasta alguna rivalidad de devociones en las diferentes comunidades. Esto exalta la independencia y autonomía de las facultades humanas y aun las lleva a contrariarse radicalmente, cuando una síntesis de la verdad integral ha de consumarnos en la unidad orgánica, para que la inteligencia y la voluntad, la sensibilidad y el corazón del hombre entero, sin parciales entregas, se ofrenden a Dios.

Estamos obligados a austerizar nuestros sentimientos hasta lo esencial y que esta revelación de la Verdad, que ha de ser la arquitectura religiosa con la ordenación de las cosas a su fin, no esté perturbada por forma alguna, cualquiera que sea su calidad estética. Mucho menos por un prurito profesional o por una condescendencia a las inclinaciones de la muchedumbre. Los pórticos, los retablos, los muros, los capiteles, las bóvedas y la geometría misteriosa de las trazas han de ser Verbo encendido, Palabra viva de Dios. Y no hay que mirar atrás para ver a Dios: «Yo tengo al Señor siempre delante de mí.»

Nadie se atreverá a negar –salvo la plutocracia improvisada de hoy– la situación trágica del mundo y el angustioso problema social. Es un crimen, es una traición a la más alta consigna de la Iglesia Católica, todo lo que no acuda en socorro del indigente de Dios. Y al arte le toca la mejor parte. De la piedra hay que sacar Pan para el alma, como el Señor hizo brotar la miel en el desierto. ¿Se concibe a un artista católico entregado a alguna actividad apostólica o religiosa sin asumir esta tremenda responsabilidad? ¿Se entiende a un sacerdote que no busque en la potencia expresiva del arte así entendido, su participación a los altos fines del culto? ¿Y esta misión integradora y reveladora no es el espíritu mismo de la Liturgia?

Sólo la Liturgia en vigor y la dignidad del material, con la exigencia económica de nuestro tiempo, acabarán con los desafueros. Pero nuestro empeño va más allá. No se trata de imponer un formalismo sin contenido visceral, sino un motor de excitaciones vitales. Una labor de renovación del arte religioso no se hará por un prurito de novedad o de modernismo, sino por un imperativo de vida, y hay que acudir a las primigenias fuentes de la revelación. Una vida que a pesar de todo prevalecerá.

Que todo sea Palabra tuya, Señor; que tu Palabra no se queda en el tiempo.

José Luis Fernández del Amo


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