Alférez
Madrid, 30 de abril de 1947
Año I, número 3
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Teodoro Haecker

El año 1879 en Eberbach, nace Teodoro Haecker. Treinta y cinco años de su vida, los más fecundos filosófica y culturalmente, se aplicaron en la constante labor de restaurar la verdad del Catolicismo en los órdenes intelectuales históricos. Con el rigor filosófico, de su gran mente alemana y con una extraordinaria sensibilidad poética, todos los temas por él tratados alcanzan una singular presencia en nuestro tiempo. Kierkegaard, Nietzsche, Newmann, cada cual en su plano, han sido cuidadosa y agudamente estudiados por Haecker, igual que el problema de la belleza o de las dimensiones históricas y culturales del Cristianismo.
Su exquisito Virgilio, padre de Occidente, ha sido traducido al castellano, y anteriormente en la Argentina El espíritu del hombre y la verdad.

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Cualquiera que sea el alcance de la crisis en que actualmente nos encontramos, tenemos que reconocer que el hombre occidental ha tenido desde hace más de dos mil años el principado sobre los demás pueblos y razas: esto, elevado a su última fórmula, quiere decir que ha tenido en principio la posibilidad, que con bastante frecuencia ha dejado de poner en práctica, de comprender a todos los demás hombres, en lo cual está incluido la realidad y la posibilidad de su dominio político. Y esta posibilidad y realidad las ha tenido por su fe. Si pierde ésta, perderá también aquéllas. Así como toda historia particular es necesariamente una parte de la historia universal, de la universal historia de Adán, del hombre, de la humanidad, de la misma manera todo tipo auténtico –y por tal entiendo no el artificialmente construido, por muy ingenioso que sea, sino el que realmente existió o existe, entre nosotros– tiene que ser, en definitiva, miembro noble innoble, glorioso o infame, de la única gran familia de la humanidad, cuya unidad consiste en estar situada, con vacilación perenne, en la sima que separa al ángel del animal, de tal modo que puede llegar a ser inferior al animal y superior al ángel.

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La pasión por la verdad es la más rara entre los hombres, que son los espíritus más imperfectos; mucho más rara que la pasión del poder. Pero existe, sin embargo, una íntima relación entre lo verdadero y lo bueno, de tal manera que, como condición del conocimiento perfecto de la verdad que sólo se encuentra en el tendimiento, una pura voluntad debe participar de la verdad, en cuanto bien.

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«Cultura»: esta palabra de hoy mueve y ocupa los espíritus de todo el Occidente, no procede de los griegos, quienes, por lo demás, nos han hecho presente de casi todas las palabras católicas, sino que es un don de los labriegos latinos y designa la esencia y el arte del cultivo del campo: «cultura» es encarnación y unidad inseparable de tres cosas: de la materia muerta o animada, que se da previamente, que no es creada por el hombre, de la que, más bien, es creado él mismo, de la que él mismo es una parte: en segundo lugar, de labor improbus del hombre, que es indispensable, imprescindible, intermediario, el que abre camino: finalmente, del fruto sazonado y del alimento agradable, conseguidos por la intima unión de la materia y del trabajo, de los cuales la primera tiene un carácter gratuito, el segundo un carácter de obra. Pero esto no es aún todo; a toda auténtica cultura se añade, además, la gloria, a la que pertenece tanto la espontaneidad como la ilimitación de la belleza. La espontaneidad sólo se da al principio y solo, nuevamente, al fin; se pierde lo que queda enterrado en el labor improbus. Hay un largo camino desde la espontaneidad de una canción popular hasta la espontaneidad de una sinfonía de Beethoven; pero ambas la tienen, y el hecho de que la última, que arrastra consigo y deja entrever una infinita riqueza de contenido, sólo se logre por el labor improbus y nunca sin él, es una paradoja de las más misteriosas de nuestra vida. Virgilio se hubiera asombrado ante la mediocridad de una estética y preceptiva del poeta que aconseja a éste esperar pasivamente la inspiración y vivir sólo de ella –en este escollo ha naufragado ya más de uno–. Es verdad que no hay trabajo, ni siquiera con el sudor del rostro, que supla la inspiración –como no hay trabajo del labrador que pueda hacer crecer trigo sobre piedras–; pero conserva la que ya existe y la lleva a punto de madurez: incluso hace todavía más, atrae otra nueva y centuplica su fuerza; no la crea, pero la saca a luz por medio del ablandamiento, de la entrega y de la disposición.

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La actual decadencia es totalmente característica del «poder».

La decadencia del orden eterno y jerárquico consiste en dejar que lo bajo se enseñoree de lo alto.

Los ángeles elegidos para presidir la creación y la obra de la omnipotencia, que participaron en su poder, cayeron; no así los querubines y serafines que eran ángeles de la contemplación. Esta es la protección más segura.

Quien acepta ser despojado del tesoro de la contemplación, para venir a pura acción mediante el exclusivo hacer, se sitúa en un mortal peligro de perder la «verdad».

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Estos últimos siglos de una filosofía particularista y fragmentaria, de un esfuerzo burgués para evitar y tapar las cosas y nociones más incómodas, es decir, las supremas, han querido confinar este hemistiquio, valedero tanto para el paganismo y judaísmo adventistas como para el Cristianismo: sunt lacrimae rerum, al reino de las palabras hermosas y del quejumbroso sentimentalismo privado; han querido demostrar su nulidad en el reino del progreso y de la técnica, y de la máquina que toma sobre sí todo el esfuerzo y toda la responsabilidad, y del hombre que se esfuerza correlativamente a la máquina, del hombre que se deshumaniza. El humanismo castrado ha querido anular el juicio formulado aún con claridad por el antiguo. La libertad humana puede, seguramente, en circunstancias favorables, ocultar una verdad por algún tiempo, pero no aniquilarla. Desde hace más de un decenio se abre nuevamente camino entre los hombres el conocimiento de la objetividad y de la realidad de estas palabras virgilianas, y se hará en el futuro todavía más claro. Las lágrimas están justificadas en este eón; aquellas lagrimas que deben ser secadas en el próximo, el día de la revelación: las lágrimas de los justos que han sufrido, sin las cuales no hay ningún derecho. ¡Ay de aquel que no tenga lágrimas! La lágrima tiene casi la fuerza de la justificación.

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El cristiano quiere creer porque quiere el bien. En su fe está incluida la voluntad de creer, como en el conocimiento natural, está implícita la voluntad de conocer; porque es un bien conocer y creer.


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