Filosofía en español 
Filosofía en español


Dr. Alfredo Marquerie

Madrid

La organización de Europa y la Cruzada contra el Comunismo

El nombre y la idea de Patria, su etimología, es decir su envoltura verbal y su concepto –o lo que es lo mismo: su tuétano, su meollo– se asimilan y radican en un sentimiento eterno, que es el sentimiento de la paternidad. Cuando la democracia liberal, el anarquismo, el marxismo, todas las doctrinas demoledoras que ha padecido la humanidad intentaban desarraigar de la conciencia el sentimiento y la idea de la nacionalidad, el concepto y el amor de la Patria y a la Patria calificándolos como prejuicios atrasados y estúpidos, contrarios al progreso y evolución de los pueblos, estaban realizando la misma labor inhumana y siniestra que si se empeñaran en que los hijos negaran el parentesco con los padres. Querían convertir el mundo en un inmenso hospicio, en una gigantesca inclusa, en un monstruoso orfelinato de hombres sin patria, de “ciudadanos del mundo”, es decir de hijos sin padre conocido.

Además de las razones explícitas –defensa de la vida, de la libertad y del honor que determinaron en el mundo el nacimiento de las nuevas ideas autoritarias y totalitarias y el triunfo de los Partidos y de los Regímenes que supieron encarnarlas–, hubo otras razones metafísicas todavía más soterradas y profundas en el orden de la espiritualidad que hacían necesario su alumbramiento. La mayoría de los países de Europa, fraccionados y atomizados, con sus fronteras torsionadas por el bárbaro descoyuntamiento que impuso el Dictado de Versalles con sus estructuras políticas y económicas canceradas por el demoliberalismo francés, por el imperialismo anglo-sajón, por el socialismo y el comunismo marxistas, navegaban a la deriva, sin orden ni concierto. La absoluta, inaplazable necesidad de ese orden y de ese concierto determinó el nacimiento y la victoria de los partidos y de los regímenes totalitarios, como ha determinado también la guerra actual: única salida natural y lógica para imponer una solución salvadora que, de otra manera, nunca podría ser ni factible ni siquiera viable.

La derrota de Francia primero, como lo será después la de la U.R.S.S. y la de Inglaterra tienen a la luz de la Historia el significado del fracaso de unos sistemas filosóficos, económicos y políticos, que no podían perdurar por que se basaban en el crimen ideológico y moral, o dicho en una sola palabra: en la injusticia. Para un liberal francés un hombre sin Patria –un hombre que niega a su padre– es un ser respetable y progresista, libre de prejuicios. El liberalismo conduce a esas terribles paradojas. Para un inglés un hombre sin Patria es un “gentleman”, si sirve a la codicia o a los intereses materiales del Imperio. Para un bolchevique un hombre sin Patria es el aliado inestimable y precioso, el agente de enlace ideal entre los apátridas bolcheviques de todo el mundo.

Todo eso y mucho más en lo que atañe a los individuos. Por lo que respecta a los pueblos, a los países y a los Estados, Inglaterra y Francia han fomentado siempre la miseria y el fraccionamiento de las demás naciones como los medios que estimaban eficaces y lícitos para perpetuar su existencia de “poderosos” en perjuicio de los desheredados. Y el régimen soviético ha hecho lo mismo para favorecer con ello el clima propicio a la revolución bolchevique.

Ni se puede ahogar en la conciencia de las gentes la idea y el sentimiento de la propia Patria, ni se puede condenar a los hombres y a los pueblos al caos filosófico político y económico. Europa tenía que estar presidida por una autoridad y por una justicia de las que jamás se habló en las grandes confabulaciones anglofrancesas, aplaudidas y fomentadas por judíos masones y bolcheviques, por ejemplo en aquel engendro de trágico y grotesco recuerdo que se llamó “Liga de las Naciones”.

Los planes de Adolf Hitler y del nacional-socialismo, tras haber desarrollado y ampliado sus iniciativas en el interior, proyectan hacia fuera sus aspiraciones de justicia y de equidad. Y en esta labor de salvar la subsistencia nacional amenazada al otro lado de la frontera los acompañan y secundan eficazmente Italia y los restantes países del Eje. La nueva organización de Europa es una concepción tan poderosa y tan bella que sólo puede ser realizada por un hombre genial y por un pueblo heroico, educado y disciplinado en las más altas virtudes del servicio y del sacrificio.

En cuanto a la Cruzada contra el comunismo –fase de la guerra en la cual nos hallamos– hay en ella como un primer eslabón para la forja de la unidad de Europa, fraguado en el ideal común y en la hermandad de las armas. Ni Francia ni Inglaterra habían comprendido que el bolchevismo era el enemigo público número uno de la humanidad. Más importancia que las alianzas exteriores a veces impuestas por las necesarias relaciones internacionales tiene el hecho de que en el seno de los pueblos se toleró la creciente influencia e importancia de los partidos comunistas obedientes a las órdenes de la Tercera Internacional, es decir de Stalin. Cuando Alemania, por conveniencias de táctica exterior inexcusable, firmó su pacto con Rusia, todos los hombres de fe sabíamos que su programa nacional-socialista permanecía inalterable, sin abdicar doctrinalmente ni de uno solo de sus principios. Pero los únicos aliados ideológicos de Moscú seguían los Frentes Populares y los partidos comunistas, el judaísmo internacional que en Inglaterra tiene tan señalada representación y participación. La batalla a la U.R.S.S. sólo la podían iniciar Alemania y los países del Eje, no contaminados del virus comunista, vacunados contra él por sus propios regímenes.

Y en esa batalla España no podía faltar a la cita pidiendo y obteniendo un puesto de honor y de peligro a la Alemania de Hitler, a la Alemania nacionalsocialista que la había ayudado con los heroicos legionarios de la Cóndor en la guerra entablada en 1936 dentro de la Península ibérica, para expulsar a los bolcheviques y exterminar a sus aliados traidores a la Patria.

Nuestra División Azul de voluntarios falangistas –lo consigno en este artículo no por una exhibición nacional sino como aportación de unos someros datos históricos– nació espontáneamente el día mismo en el que Alemania entraba en guerra con la U.R.S.S. Era algo que como se dice en mi país “estaba en el ambiente”. El presidente de la Junta política de la Falange salió otro día a uno de los balcones de la Secretaría General en la madrileñísima Calle de Alcalá, para saludar a una manifestación de falangistas, excombatientes y estudiantes, que pedían ir a luchar contra el comunismo y al lado de Alemania. “Rusia es culpable” sentenció la voz de Ramón Serrano Súñer. Y desde aquel instante, con la anuencia y apoyo de nuestro Caudillo y con el asenso del Führer, la División Azul era un hecho. Sólo hubo un problema: limitar el número de inscripciones, porque todos nuestros falangistas y excombatientes querían participar en la ocasión que, con frase de Cervantes, pudiera llamarse “la más alta que ha visto la Historia”.