Filosofía en español 
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Eduardo Ovejero y Maury

El demonio de Sócrates

Mucho hay escrito sobre la naturaleza de aquel numen que Sócrates invocaba y decía inspirarle en solemnes ocasiones. Según Jenofonte, el filósofo se atribuía por medio de aquella especie de «voz divina» cierto don profético, por el que avisaba a sus amigos de lo que debían hacer o no hacer. Para Platón, en cambio, era un presentimiento, una acción inhibitoria, sentida en determinados casos, que le retenía de realizar ciertos hechos. Gomperz no se atreve a formular ninguna conclusión sobre la naturaleza de este «daimonion» en un hombre que representa en todos los momentos de su vida el culto a la razón, que parece alejado de las supersticiones de su tiempo y que más bien se inclina al monoteísmo.

Puede suponerse que la musa irónica del gran ateniense le inspirase tal treta para desorientar a sus conciudadanos, poniendo en sus discursos un grano de esencia de maravilloso que aderezase la sequedad de sus lucubraciones racionalistas.

Una de las acusaciones de que fue objeto en el proceso que terminó con su muerte fue la de no reconocer los dioses que adoraban los griegos. A este cargo dirigido por Melito contestó el acusado manifestando su extrañeza de que alguien le pudiera tachar de impiedad, puesto que todo el mundo le había visto sacrificar en las fiestas solemnes sobre los altares públicos. Y en cuanto a que la voz que escuchaba en su interior fuese una divinidad nueva introducida por él, lo negaba, equiparándola a los signos que los augures reconocían en los elementos naturales como el trueno o el canto de los pájaros.

Si hemos de creer a Jenofonte, se trataba de una verdadera facultad adivinatoria de la que se prevalía para advertir a sus amigos de las consecuencias de sus actos. Pero como respecto de la mántica Sócrates había censurado que se preguntase a los dioses y a los intérpretes sobre los resultados de la conducta de los hombres, cosa que éstos pueden conocer por el ejercicio de sus propias facultades, parece que hay contradicción en este testimonio.

Hay, sin embargo, una primera explicación conciliatoria, que es la del mismo Jenofonte en sus Memorables. Según ella, Sócrates consideraba impiedad consultar a los dioses sobre cosas que nosotros podemos conocer con el uso de nuestra razón. La arquitectura, la metalurgia, la agricultura, el cálculo, la economía, la estrategia son conocimientos de indiscutible utilidad en la vida práctica; pero no pueden hacernos omniscientes ni ayudarnos a prever más que una pequeña parte de los acontecimientos futuros. ¡Insensatos aquellos que no reconocen una providencia divina en todas las cosas! Habrá que acudir, pues, a la adivinación sobre aquellos asuntos que no podamos conocer directamente por nosotros mismos.

Para los que sueñan en un Sócrates racionalista y librepensador, como pudiera surgir de nuestras logias masónicas, esta explicación no será bienquista. Mas los que se subroguen a las condiciones históricas y sociales en que vivió el filósofo, no podrían menos de rechazar como apócrifo un Sócrates desligado en absoluto del sobrenaturalismo de su tiempo; tanto más si se recuerda que cultivó una filosofía viva, hablada y no escrita, compartida con el pueblo y discutida en la plaza pública, una filosofía al aire libre cuyo objeto era el hombre en la integridad de su composición empírica.

Pero la versión, un tanto diferente, que de esta maravillosa dificultad de su maestro hace Platón en su «Apología de Sócrates», nos lleva por otros derroteros. En esta obra, el procesado califica de contradictoria la acusación de Melito de no creer en los dioses pues si, según la propia confesión del acusador, Sócrates cree en la existencia de los demonios, ¿cómo creer en los demonios sin creer en los dioses, puesto que aquéllos no son sino dioses o hijos de dioses, hijos ilegítimos, en verdad, ya que fueron engendrados por los dioses en ninfas o en simples mortales, pero hijos al fin? Sería tan absurdo como creer que hay malos nacidos de caballos y de asnos y que no hay caballos ni asnos.

Trata después de justificarse de su apartamiento de los negocios públicos de Atenas, siendo así que no desperdició ocasión de intervenir en los asuntos de los particulares, censurando unas veces y aconsejando otras. «Tal conducta es debida, dice, a algo de divino y sobrenatural que sucede en mi, a una voz de que me habréis oído hablar muchas veces. Tal prodigio comenzó en mi infancia. Es una voz que se deja oír en mi, y cuando habla es siempre para desviarme de mis resoluciones, nunca para excitarme a emprender algo. Pues, sabedlo, atenienses: si yo me hubiese ocupado en los asuntos públicos, hace ya tiempo que no existiría y mi vida no hubiera sido útil, ni para mi ni para vosotros. No os enojéis si digo la verdad: todo el que intente resistiros con generosa firmeza, todo el que quiera impedir que se cometan injusticias e ilegalidades en la república, no podría escapar a la muerte; es necesario que el que combate francamente por la justicia, si quiere conservar su existencia por algún tiempo, viva como simple particular, sin tomar parte alguna en el gobierno.»

Aun siendo el testimonio de Platón harto sospechoso, pues en sus escritos, Sócrates viene a personificar las doctrinas platónicas, no siendo el Sócrates de los diálogos el Sócrates histórico, en lo que se refiere al punto que tratamos, la versión expuesta es la que más en armonía parece con la índole de la predicación socrática y con los demás datos que se conservan sobre el carácter personal de su autor. La filosofía de Sócrates es una filosofía moral. Pero su moral no es un sistema elaborado en los libros (que no escribió), ni puramente teórico, como pudiera serlo el utilitarismo de Stuart Mill, o el evolucionismo de Herbert Spencer. Es una moral vivida y profesada, y de la que él logró hacerse encarnación viva. No es de extrañar que un hombre consagrado a la práctica de la virtud sintiera una fuerza invencible que le apartase de las asambleas en que los más vulgares ambiciosos comerciaban con los honores políticos y con la salud del pueblo.

No ya en aquella antigüedad lejana, próxima a la barbarie primitiva, ni siquiera en los tiempos en que Maquiavelo trató de consagrar la realidad de su siglo haciendo de la perfidia, de la astucia, de la crueldad y del crimen, los preceptos del código de la política. sino en nuestros mismos tiempos en que el principio ético tiene sin disputa un mayor imperio en la conducta de los hombres, la política es señalada como la gran corruptora, gangrena de las voluntades y cáncer de las conciencias, bajo cuyo influjo todo sentido moral se extravía, toda rectitud se tuerce y todo sentimiento de justicia se desvanece o se embota.

Por eso quizá, los políticos de todas las épocas diputaron a los filósofos por incapaces de la gobernación de los reinos y los arrojaron de los parlamentos. Por eso también, en justo desquite, la sátira de los moralistas se ejerció constantemente en descubrir y fustigar las iniquidades que andan por el mundo disfrazadas de virtudes públicas, y la podre moral mal disimulada y afeitada con los honores y las cruces. Si nuestro ingenioso jesuíta Baltasar Gracián se hubiera puesto al habla con el inmortal ironista de Atenas, le hubiera enderezado a guisa de confortación aquestas razones: esos que te acusan son «vilísimos esclavos de si mismos, arrastrando eslabonados hierros, las manos, no con cuerdas ni aun con esposas, atadas para toda acción buena, y más para los liberales, esclavos de sus apetitos, siervos de sus deleites, Tiberios, Nerones, Calígulas, Heliogábalos. Mira cómo quieren dar a beber sus falsos aforismos a los ignorantes. ¿No ves cómo ellos se los tragan pareciéndoles muy plausibles y verdaderos? Y bien examinados no son otro que confitada inmundicia de vicios y de pecados; razones, no de Estado, sino de establo: parece que tienen candidez en sus labios, pureza en sus lenguas y arrojan fuego infernal que abrasa las costumbres y quema las Repúblicas. Pues estos son los adorados; y al contrario, los que son verdaderos señores de si mismos, libres de toda maldad, estos son los humillados. En consecuencia de ello, mira a aquéllos, muy sanos de corazón, tendidos en el suelo, y aquellos otros tan malos, muy en pie.»

Los que no ven en toda grandeza moral más que una muestra de la soberbia humana, se inclinarán a considerar este linaje de conceptos como fruto de la impotencia en aquellos que, no logrando encumbrarse, hicieron de la necesidad virtud, y salpican con los chorros de su atrabilis a quienes por encima de ellos se elevaron. De hecho así sucedió en todos los tiempos. La envidiosa medianía disfraza su despecho con la afectación de falsas virtudes y fingidas renuncias.

Pero en Sócrates tal suposición es inadmisible. Sus palabras eran la ingenua expresión del reconocimiento de su propio valer. Su vida abunda en rasgos abnegados que le pintan como rudo y esforzado corazón cuando salvaba a Alcibíades, con riesgo de su propia vida, en la batalla de Posiclea; delicado y tierno cuando sufría estoicamente las iras de su mujer Jantipa porque le daba hijos, oponiendo siempre como una espada su bien templada ironía a los que, discutiendo con él, hacían gala de violencia e intemperancia. Pero, ¿cómo no ver en el desinterés con que se negó a aceptar la defensa de Lisias, por considerar que en su discurso se confiaba a la retórica lo que correspondía sólo a la razón y a la verdad, en la sumisión con que aceptara el fallo de sus jueces por ser en él principio la necesidad de someterse a las leyes de su patria, aunque fueran injustas, en la serenidad con que se dispusiera a morir, en el desdén con que rechazara la libertad que le proponían sus amigos facilitándole los medios de evadirse, en el humorismo con que les recomendara sacrificar a Esculapio, en el estoicismo, en fin, con que apurara el vaso de la muerte, cómo no ver en todo ello el testimonio de una conciencia eminente, incapaz de hacerse traición a sí misma?

Vivió y murió sin énfasis. ¡Ejemplo único en la historia de las grandezas humanas!

Eduardo Ovejero y Maury