Revue Philosophique de la France et de l'Etranger
París, septiembre de 1893
tomo 36
páginas 287-293

José Miguel Guardia

La miseria filosófica en España

Traducido por José Andrés Fernández Leost
para el Proyecto Filosofía en español, abril 2006

Tal debería de ser el título de un artículo muy sensato de M. B. Champsaur, titulado Nuestra filosofía contemporánea, que ha aparecido en uno de los mejores periódicos de Madrid (Revista Contemporánea, 15 de septiembre de 1892, nº 403, págs. 449-465). Ni complaciente, ni optimista, el autor insinúa finamente que no cree en una filosofía española, ya sea del pasado, ya del presente, y justifica su incredulidad con un procedimiento de argumentación que recoge de la estadística. Tomando en mano un volumen de los Ensayos psicológicos, muestra y demuestra que este volumen no es más que un revoltijo de citas, una compilación indigesta; y después de haber despojado el arrendajo de su aderezo de préstamo, concluye con razón que este método de filosofar ahorra bastante trabajo a quienes lo siguen: Creo yo que así cuesta poco trabajo ser filósofo. Nada más cierto: también tiene infinitamente más partidarios en España que el método cartesiano, que no permite filosofar por procuración, ni a tan buena cuenta.

Esperando que el porvenir modifique este estado de cosas, los filósofos españoles encuentran cómodo encender su fuego con las virutas de otros, y no se esconden, puesto que todas las páginas de sus libros están sobrecargadas de citas o de notas. Esa dichosa erudición nos mata, añade el crítico, que consiente paliar bajo un nombre falso esa manía pedante de querer parecer a toda costa sabio y docto. Cervantes se burló de ello en el prefacio de Don Quijote, y su mordaz crítica no ha corregido a nadie. La pedantería de las universidades se ha hecho norma en los escritores españoles, sin exceptuar a los innovadores, y a Quevedo el primero, que aunque tuvo espíritu de demonio, merece ser proclamado el rey de los pedantes.

M. B. Champsaur tendrá dificultades para curar esta enfermedad crónica, y que no cuente por lo que parece en la eficacia de sus buenos consejos para desarraigar la planta parásita que los filósofos españoles cultivan con tanto amor, hasta el punto de sacrificar la originalidad del pensamiento por la ostentación de la doctrina. De ahí este apunte melancólico y resignado que resume el espíritu de su trabajo: ¡Triste suerte la de nuestro pensamiento filosófico contemporáneo! Parece difícil no compartir esta opinión de un crítico clarividente y bien informado; pero pensando así el amor propio nacional no rinde cuentas. España no es rica filosóficamente, puesto que vive de préstamos, y los más orgullosos castellanos no pueden desconocer la evidencia: los filósofos españoles contemporáneos se inspiran mal que bien en el pensamiento filosófico de Francia, Italia, Inglaterra, Alemania y de lo que antaño llamábamos Países Bajos. Viven de una filosofía de reflejo, de un carácter mixto e internacional, sin prejuicio de la tradición escolar que sigue en pie dentro de las universidades, y de la vieja escolástica, que vuelve a florecer con la vuelta de las órdenes religiosas, retomando posesión de los espíritus y de las conciencias tanto como de los obispados.

En relación a la rutina universitaria y al restablecimiento de las congregaciones regulares de sacerdotes hay que reconocer que la antigua tradición se perpetua o se reanuda. Es un hecho incontestable que basta con constatar, sin querer prejuzgar las consecuencias, que pertenecen al futuro.

El cuarto centenario del descubrimiento de América, que ha puesto de fiesta a España entera, acaba de demostrar otra vez, de una manera estallante, la incurable anarquía que reina permanentemente dentro de ese país. Los casuistas han formulado esta pregunta singular: ¿La fiesta nacional tendrá lugar en recuerdo del hecho más memorable de la era moderna, o en honor a Cristóbal Colón? Aunque la Iglesia se prepara, como se dice, para canonizarle, este ilustre Genovés no está en olor de santidad para los patriotas celosos, que no han temido empañar su aureola alabando sin mesura a los émulos, enemigos y perseguidores del futuro santo, tales como Pinzón, Ovando, Bobadilla. Bajo el pretexto de restablecer la verdad histórica, la malevolencia y la denigración han ensuciado la memoria del héroe, y entre estos demoledores de la leyenda colombiana una mujer letrada que no duda de nada ha vuelto a caldear la ridícula anécdota de los papeles de Raimundo Lulio depositados en Génova, en la familia del gran hombre, que le guiaron en su descubrimiento.

Mientras que el Ateneo de Madrid retumbaba con estas miserables controversias cuyo eco amplificado llenaba los periódicos y las revistas, el congreso católico de Sevilla, bajo el auspicio de un historiador de la filosofía, pedía la proclamación del Papa-rey, entre otros deseos retrospectivos.

Que de esto se juzgue del medio y de la suerte de la filosofía transplantada a ese bonito jardín aclimatado, mucho mejor guardado que el de Hespérides. Faltaría otro Hércules para recoger las manzanas de oro, o al menos para arraigar en ese suelo ingrato el árbol paradisíaco de la ciencia del bien y del mal. Puede que a la larga se vieran los frutos, a menos de que no se secasen en tierra, por falta de cultivo.

Un literato lleno de fe y recursos nutre su esperanza en un renacimiento filosófico, en un país donde la libertad de pensamiento nunca se vio favorecida, y donde en consecuencia era peligroso filosofar bajo el ojo vigilante de los inquisidores y de sus auxiliares, los jesuitas. Es cierto que este ingenioso retórico rechaza la Inquisición en tanto manido lugar común, invocando hábilmente la autoridad sospechosa de un sofista francés que, sin tener el temperamento de un mártir o de un héroe, declara resueltamente que la libertad de pensar con originalidad es propia de todos los países, y que tan sólo basta con tomarla.

No se refutan tales paradojas. El mismo Proudhon, que pensaba, hablaba y escribía tan libremente, después de haber creído que en este buen país de Francia siempre hay un pequeño rincón donde está permitido burlar a los perseguidores, vio la más importante de sus obras destrozada, y se vio a sí mismo preso y finalmente exiliado. No se suprimen las causas discutiendo los efectos, y no resulta prudente, en un volumen de cuatrocientas páginas consagrado a ensayos de crítica filosófica, mantener esas tesis insostenibles, donde la ciencia y la conciencia están igualmente cargadas de honor.{1}

Parece que la gravedad oficial de un profesor de la Facultad de Letras, de un miembro de las tres academias, de la Lengua, de la Historia y de las Ciencias Morales y Políticas, debe sostenerse con un poco más de seriedad. La gravedad sola no engaña a los necios; le falta a la crítica algo más sólido que discursos pomposos, sobre todo cuando las piezas de elocuencia, bajo la forma de disertaciones escolares o académicas, son en realidad manifiestos presuntuosos y agresivos. Hay tres: el primero trata de las vicisitudes de la filosofía platónica en España; el segundo, de los orígenes del criticismo y de los perseguidores españoles de Kant; el tercero, que es muy corto, de los orígenes del derecho de gentes en relación a un célebre teólogo de la antigua universidad de Salamanca.

Lo que más le falta a estas improvisaciones librescas es madurez, sin la cual no valen nada. Ciertamente, el título de filósofo es envidiable, aunque desmesuradamente prodigado; pero el filósofo es un animal rumiante que piensa por sí solo: no inquiere en lo adquirido más que para organizar su tiempo y ahorrarse una pena inútil; lee para dirigir mejor sus esfuerzos, y la erudición, si puede adquirirla, no es para él más que un instrumento, si se sirve de ella; o un adorno, si no lo hace.

El resto, ese lujo sospechoso de un saber bibliográfico fácilmente adquirido, no es del gusto de los curiosos que se remontan a los orígenes, quienes conceden a los traductores, comentadores e intérpretes tan sólo la atención que merecen. Quien puede leer a Platón directamente no necesita que le expongan las doctrinas de Platón en tres volúmenes. La genealogía del pensamiento filosófico que debe establecer el historiador de la filosofía no es tarea de un compilador vulgar que amontona nombres y fechas: en las complejas cuestiones de generación y de evolución, que son cuestiones vitales, incluso el más sabio fracasa miserablemente si su saber no está sometido a ese espíritu de discernimiento superior que capta las similitudes de las cosas, las diferencias y las semejanzas, sin descuidar los más finos matices.

La mediocridad no está permitida ni en los historiadores de la filosofía ni en los historiadores de la medicina: se les pide otra cosa más que la concienzuda exactitud de un consejero soplón y la curiosidad penetrante de un juez de instrucción. Fíjense en el eclecticismo: las investigaciones históricas no le han salvado de la ruina, puesto que no tenía derecho de juzgar, de aportar un veredicto. La famosa teoría de la sucesión periódica de los sistemas es infinitamente menos sostenible que la doctrina positivista de los tres estados.

Sería quizás el momento de señalar aquí una tentativa de restauración del eclecticismo en España, a propósito de este derroche de erudición fácil y elocuencia académica de un hombre sin convicción, si nos fuese posible creer que los aficionados de la filosofía en España son capaces de humillarse hasta acoger una doctrina de desecho. Más valdría no filosofar para nada antes que llegar a ese extremo. Pero no hay que temer que este amor repentino hacia la filosofía llegue hasta una confesión pública de impotencia. Con sus platónicos y sus precursores de Descartes y Kant, a España no le hace falta sino recordar y querer, para entrar de pleno derecho en el concierto filosófico de la Europa contemporánea.

No es ante los estudiantes de la Facultad de Letras ni ante los académicos de las cinco secciones del Instituto de Madrid donde habrían de hacerse manifiestos a favor de una filosofía española positivamente imaginaria. Habría de ser delante de un congreso de filosofía, ya que los congresos están de moda, donde deberían ser expuestos compendiosamente esos títulos ilusorios de una autonomía filosófica, de una filosofía autóctona y nacional que nunca fue.

Nada más cómodo que producir esos títulos, confiscando, en beneficio de España, a los filósofos judíos y árabes pertenecientes a dos razas proscritas y expulsadas de España, a fin de, según los defensores de la proscripción y de la expulsión, garantizar la unidad nacional por la comunidad de creencias. ¡Qué inconsecuencia! Les hemos proscrito, perseguido, exterminado, es cierto; pero los que entre ellos han hecho honor al pensamiento, judío o árabe, los reclamamos, nos pertenecen.

Y como si esta reivindicación no fuese suficiente, vamos a volver a lanzar al extranjero a los nacionales que la intolerancia española obligó a expatriar, como a León el Hebreo cuyos Diálogos del amor fueron publicados en italiano, en Italia; le necesitamos para inflar la lista de los pretendidos platónicos, entre los cuales figuran traductores y humanistas puros, sin contar con los teólogos místicos españoles, que al parecer platonizaron a su manera, si bien el jefe reconocido de los místicos españoles sea el catalán Raimundo Lulio, tan bien llamado el Doctor iluminado: expedimos a este iluminado, cuya tenebrosa escolástica es enteramente árabe, una patente de correcto platonismo, porque siendo realistas, necesariamente debía de ser platónico.

¡O lógica deductiva, que flexible y complaciente, e indulgente a los casuistas!

Otro tanto se haga con Ramón Sibuida, salvado del olvido por un capítulo de los Ensayos de Montaigne. Sabemos que enseñó sucesivamente en Toulouse tres ciencias igualmente inciertas: Teología, Filosofía y Medicina. No es este el lugar para examinar, por su libro de las Criaturas, a cuál de las tres pertenece más particularmente, aunque ese libro sea una teología natural, una teodicea, como se dirá más tarde. Ya se ocupen de filosofía o de teología, los médicos son sospechosos a causa de su incredulidad profesional que les lleva al escepticismo, por poco que el espíritu de examen les enseñe a dudar de ellos mismos y de su problemática arte. No hay peores enemigos de la revelación, de las religiones positivas, que los deístas. Pasen todavía los teístas, quienes no rechazan el culto. Pero pedir ayuda a Dios bajo el pretexto de demostrar que existe es burlarse de él, condenándose al patrón de los lugares comunes literarios más que filosóficos, o bien a engañosos sofismos. ¿Hay algo más hueco que el famoso argumento de san Anselmo? Si vale para Dios, ¿no valdría igualmente para el diablo?

Y otro tanto también se haga con Francisco Sánchez, portugués, doctor de la Universidad de Montpellier, profesor de Medicina y Filosofía escéptica, si lo juzgamos por su ingeniosa y divertida diatriba contra la certeza de los conocimientos.

Vincular a Ramón Sibuida con Raimundo Lulio, con el cual no tiene nada en común, era cómodo para añadir un nombre más a la serie de platónicos; pero Sánchez, considerado escéptico, no tiene padrinos en España. En cambio, hay un predecesor de gran renombre, Cornelio Agripa apodado Iler Trippa por Rabelais, quien tenía sus razones para no quererlo, y que el profesor académico de Madrid trata de charlatán. Era también un teólogo osado, un filósofo independiente, un médico periodeuta y un viajero: perseguido por la gente de la Iglesia, nunca le sonrío la fortuna. Su nombre no perecerá, gracias a sus dos obras sobre la vanidad de las ciencias y sobre la filosofía oculta. Era una cabeza sólida y bien amueblada, con conocimientos de lo más consistente y variado. ¡Qué de discípulos dejó en España, cuando realizando su gira por Europa, visitó ese país en 1508!

Pero los filósofos no permanecían en España. El mismo Vives, el sabio humanista y pedagogo juicioso, y Fox Morcillo, el conciliador de las doctrinas de Platón y de Aristóteles, se formaron o filosofaron en el extranjero. Durante aquel tiempo, Italia, Francia y Países Bajos ofrecían asilo a los pensadores independientes de España, en espera de que la persecución religiosa abriera a los protestantes españoles Suiza, Alemania e Inglaterra.

Que España quiera que se les devuelva a sus proscritos por una especie de extradición póstuma es una pretensión singular. Pero lo que rebasa toda mesura y los límites del ridículo es rechazar el patriotismo y el chovinismo hasta querer poner la mano sobre los exiliados voluntarios que se hicieron una patria adoptiva para vivir en un lugar conforme a su naturaleza.

Cualquiera que no confunda la filosofía con la teología, el misticismo, la casuística y la retórica declamatoria, no se dejará engañar por ese fantasma de una filosofía española que no existe y que no sabríamos evocar de la nada, a menos de estar poseído por la manía del erudito e ingenioso Forner, en su oración apologética, que se asemeja mucho a una oración fúnebre. Todavía Forner demuestra espíritu y gusto, y no pretende que los filósofos modernos hayan aprendido a pensar en la España católica y ortodoxa.

No es él quien haría de Séneca un filósofo de provincia, ni mucho menos un metafísico que había podido leer a Platón; de Raimundo Lulio, un artista; de Ramón Sibuida, otro Janus y el heraldo de Descartes, Pascal y Kant; de Cervantes, un platónico en su Galatea (otros hicieron de él un cartesiano anticipado); de Petrus Ramus, un pedante gramático de espíritu frívolo, turbulento y temerario; de Miguel Servet, un cristiano panteísta; del quietista Molinos, un místico budista y el predecesor de Schopenhauer; de Ramón Martí, judío reconvertido y autor dominicano del Púgio fidei, un inspirador de Pascal; de Montaigne, un moralista sospechoso, y nada más que un moralista; de Pedro Bayle, un erudito seco; o de Sexto Empírico, un pesado compilador, un recogedor sin discernimiento ni gusto. Él es el más maltratado de entre estas victimas de una erudición apresurada y un juicio temerario.

¿Cómo un novato se atreve a aventurarse en este amplio campo tan mal explorado de la historia de la medicina filosófica, que ofrecería tan buena cosecha a médicos y filósofos? Este Sexto, apodado bien y mal el Empírico, fue partisano de la escuela metódica, fundada sobre la doctrina de Epicuro; y Menodoto, el restaurador de la secta empírica citada a comparecer, era, según confesión de Galeno que no le quería, el admirador del gran Asclepiade, el verdadero fundador del metodismo.

¿Por qué ese odio hacia los escépticos de los que se olvida, hasta convertir a Montaigne en un aficionado (es un aficionado)? Lejos de ser un estado provisional, el escepticismo es el trasfondo de toda filosofía seria. La afirmación, aun relativa y restringida, no es propia de una cabeza bien formada. El escepticismo no funda; desmonta, a menos que el escéptico se convierta en empírico, como Kant, el gran demoledor. Es por haber aprendido a dudar por lo que Descartes, del que ridículamente se desdeña su escuela, nos ha provisto de las armas contra su propio sistema: la duda metódica es el presupuesto obligado de toda ciencia y de toda filosofía.

He aquí lo que se debería de constatar con reconocimiento, en vez de afirmar desmesuradamente «que cada día se vuelve más evidente que el cartesianismo se conformó en gran parte por la filosofía española expuesta al pillaje», se formó en gran parte con despojos de la filosofía española.

¿Qué pretende pues este maestro de la juventud que se defiende de ser escéptico y positivista, que declara en todos los ensayos que no es poseedor de ninguna doctrina, que no se propone inculcar doctrina alguna, y que saluda con una peroración lírica la metafísica del futuro? Lo que quiere este ecléctico que ha llegado tarde es, más que soldar la brecha entre el criticismo antiguo y el criticismo moderno, hacerse órgano de la patria en el momento en el que se renuevan los procesos del método experimental, vincular su nombre a la historia de la filosofía en España, mostrando que el genio español tiende invariablemente a la unidad y a la armonía, tesis picante bajo la pluma del autor que ha pasado revista, bastante incompletamente a decir verdad, a los heterodoxos españoles, en tres grandes volúmenes.

Los historiadores de la filosofía no sobran en España. Mientras tanto los filósofos, que están algo retrasados, hacen lo que pueden para paliar la miseria psicológica, la anemia mental, que no son los únicos males de la patria, los males de la Patria.

J.-M. Guardia

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{1} Ensayos de crítica filosófica, por el Dr. D. Marcelino Menéndez y Pelayo; Madrid, 1892, in-12, 397 páginas.


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José Miguel Guardia Bagur 1890-1899
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