Filosofía en español 
Filosofía en español


Armando Palacio Valdés

< Los oradores del Ateneo >

Don Manuel de la Revilla

He aquí que el Sr. Revilla surge ante mis ojos y ya adopta la figura más graciosa para ser retratado. No le hagamos esperar; tiene fama de impaciente, y pudiera marcharse dejando a mis lectores defraudados, y a mí corrido y boquiabierto con la pluma tras la oreja.

Todo el mundo ha puesto las manos sobre el señor Revilla. Y por si estas metafóricas manos le hacen cosquillas, me apresuro a explicar el tropo diciendo que el Sr. Revilla ha dado ya mucho que decir en el curso de su vida. Yo mismo, que soy una especialidad en no decir nada, sobre todo cuando no me preguntan, confieso que he murmurado de este orador un poco, en cierto número de La Política, que no recuerdo en qué mes ni en qué año vio la luz. Algo de lo que entonces dije habré de repetir ahora; mas no será muy poco lo que necesite callar, pues la fisonomía moral, como la física, sufre por virtud de los años grande y atendible mudanza.

Al hablar del Sr. Revilla, juzgo necesario despojarme de aquella simpatía personal que pudiera conducirme a un entusiasmo sobrado ruidoso, para manifestar, con toda imparcialidad, mi serio y leal [767] entender sobre su persona. Ninguna prueba más clara de aprecio puede darse a un grande espíritu que presentar sus defectos al lado de los méritos que lo realzan. Porque de esta suerte asegura su reputación contra la malevolencia, y la guarda también de una vil y funesta lisonja.

Una de las cualidades que la opinión se empeña en señalar con más insistencia al carácter de nuestro orador, es la de ser profundamente escéptico. Sobre tal escepticismo, fuerza es que discurramos brevemente. El Sr. Revilla no es un escéptico de pura sangre, de aquellos que salen al mundo haciendo muecas al cura que los bautiza y lo dejan con una helada sonrisa de desdén; almas provistas de concha como la tortuga, en las cuales el sol de la religión no consigue hacer entrar sus rayos, ni el amor humano logra introducir su elixir de vida. No; el Sr. Revilla es un escéptico de ayer, un escéptico novicio, y por eso incurre en todas las imprudencias y sinrazones del neófito. Más que escéptico, es un creyente avergonzado, que perdió su fe en la verdad porque la halló ridícula. Si la verdad se ostentase siempre bella o fuese de buen tono, como ahora se dice, nunca dejaría de contar al señor Revilla entre sus adeptos. Mas aquella afecta en ocasiones formas rudas y desgraciadas, y el señor Revilla ama demasiado a la estética para consentir en privarse, ni por un instante, de sus tiernos halagos. De aquí que se preocupe más por seguir con escrupulosa exactitud los vaivenes de la moda en el mundo científico que de aquilatar con paciencia la verdad o el error de cada nueva teoría. Su inteligencia, un tanto impresionable, le arrastra todos los días por distintos y peregrinos senderos. Y hago observar que así como el escepticismo corriente se caracteriza por no creer nada, el del señor Revilla, más original, consiste en creerlo todo por etapas. Su viajero pensamiento se columpia como una oropéndola y discurre con increíble agilidad por todos los sistemas religiosos o sociales, haciendo noche fatigado en los yermos de la duda: ¡La duda! La duda no es para el Sr. Revilla la llave de la sabiduría, sino una deidad misteriosa e incitante a quien su confundido entendimiento rinde fervoroso culto.

No soy de los que creen en la absoluta necesidad de afiliarse a una secta filosófica o política; pero sí abrigo la convicción de que urge para todo pensador el crearse un sistema de verdades, sin el cual pensamiento y conducta marcharán siempre vacilantes. Por lo mismo no reprocho al Sr. Revilla sus geniales deserciones, sus transacciones o sus intransigencias; lo que me atrevo a censurar con todas mis fuerzas es que por mostrar discreción, o a guisa de solaz, haga frente a cada escuela con las doctrinas de su contraria, sin que alcance a recabar de estos conflictos su poderosa inteligencia otra conclusión que la que deducen los espíritus vulgares del choque de los sistemas, esto es, que todos por igual son falsos y mentidos.

Mas dejemos al Sr. Revilla, filósofo, entregado a las enervantes caricias de la duda, y salgamos del océano amargo de la censura para entrar en las dulces aguas del aplauso. El Sr. Revilla podrá no ser un filósofo, y de hecho le falta mucho para serlo, pero es fuerza convenir en que tiene bastante para ser uno de los entendimientos más privilegiados que hoy posee nuestra patria. Es uno de esos talentos insinuantes y serenos a propósito para sortear los escollos de la vida, porque al modo de ciertos metales, es dúctil y maleable. No quiero decir con esto que carezca de vigor, pero es más audaz que vigoroso. Se ofrece como uno de esos hombres que nadie sabe de dónde vienen ni a dónde van, pero que todo el mundo conoce perfectamente dónde se les encuentra. Vive en la polémica, en la incesante batalla que tienen trabada las escuelas, y lucha, ya de un lado, ya de otro, con una o con otra enseña, porque

«sus arreos son las armas,
su descanso el pelear,»

esgrimiendo la lengua con aquel denuedo y bizarría con que el invicto Orlando daba vueltas a su luciente espada.

En la polémica es donde el Sr. Revilla pone de manifiesto lo perspicuo y lo flexible de su ingenio. Por abstrusa que la cuestión parezca, o por lejana que se encuentre de su recto camino (y cuenta que en el Ateneo las cuestiones son bastante dadas a irse por los cerros de Ubeda), así que el Sr. Revilla se apodera de ella, se esclarece y depura cual si entrara en un poderoso crisol. Conviene advertir, no obstante, que el Sr. Revilla ve con asombrosa claridad los aspectos más capitales de todo asunto, pero acostumbra a dejar en lamentable abandono los detalles. Tratándose de problemas sociales o religiosos, éste lógico porte antes parece plausible que vicioso, porque la vaguedad con que las más de las veces se plantean, lo reclama; mas en achaques de arte suelen jugar los detalles un papel principalísimo, alumbrando u oscureciendo el pensamiento generador de la obra. Da aquí que el Sr. Revilla, como crítico, no tenga a mi juicio aquel puro sentido artístico que en vano se busca en los tratados de Estética, porque sólo reside en una naturaleza fina y exquisita, socorrida por una larga y atenta contemplación de obras artísticas. En una palabra, creo que el Sr. Revilla no tanto posee el sentido como la ciencia del arte.

Pero es ya tiempo de estudiar sus condiciones de orador. Todos los reproches y censuras que como [768] pensador pueden dirigirse al Sr. Revilla, deben cesar al tiempo mismo que como orador se lo considera. No le dotó Dios de aquel sublime calor que enrojece el pensamiento del Sr. Moreno Nieto, merced al cual se consigue inspirar y apasionar al auditorio; pero concedióle el don señalado de dominar absoluta e incondicionalmente la palabra. Esta responde siempre con escrupulosa exactitud a los más ligeros choques del pensamiento, y camina con gran desembarazo por sus pliegues más profundos. La inteligencia es viva, y ejercita las transiciones repentinas con una facilidad que maravilla. Parece que el orador jamás se encuentra dominado por un pensamiento único que lo dirija y avasalle, sino que todos los evocados por su mente se lo presentan con la misma pureza en las líneas y la misma intensidad en los colores. Esto me hace presumir que el Sr. Revilla mantendría con la misma soltura el pro y el contra en todas las cuestiones.

Maneja la ironía con buen éxito, y a esta arma debe muchos de sus triunfos. Tiene gran perspicacia y ve la situación de un solo golpe, hiriendo con firmeza a su adversario en los sitios vulnerables, pero haciendo resbalar con sutileza el cuerpo cuando se siente cogido entre sus brazos.

Recuerdo que en una ocasión cierto ministro, al entrar en la Cámara, contestó satisfactoriamente a una compleja interpelación que no había oído, ganando por esto y otras cosas semejantes fama de diestro.

Pues bien; el Sr. Revilla, tratándose de ciencia (que es algo más frágil y delicado que la política), sabe contestar con brillantez las cuestiones que no ha estudiado ni pensado previamente. Es tan formidable improvisador de teorías como el P. Sánchez de citas. Solicitado el pensamiento a la continua por una fantasía inquieta y afilada, trabaja con brío durante la peroración, y cuando llega el momento de reposo, presumo que muy quedo le dirá: «También por esta vez te he sacado del aprieto.»

Quiero confesar, no obstante, que aunque el señor Revilla me produce con sus discursos placeres sin cuento, no deja de causarme de vez en cuando algún serio disgusto. Yo le escucho con placer siempre que defiende cualquiera de las fases de la moderna cultura; mas cuando asendereado y fugitivo acude a guarecerse bajo la égida de los respetables defensores de la tradición para condenar lo que entonces llama por mayor desprecio volterianismo; esto es, cuando arranca de sus sienes el laurel de la democracia para ceñirlas, siquiera sea por breve instante, con el sombrero de teja, entonces blasfema el Sr. Revilla. Amamantado por una escuela que sostiene cual ninguna la libre indagación de la verdad, y sin más instrucción que la que bebiera en las corrientes del movimiento intelectual contemporáneo, no será jamás baluarte del pasado, sino su más terrible demoledor. Si el Sr. Revilla quiere creerme, y juzgo hacerle un favor suministrándole la idea, debe renunciar cuanto más antes a esos aires de recelosa ambigüedad que lo sofocan, y conceder libre curso a su genial oratoria, la cual jamás podrá vivir en otro ambiente que en el del racionalismo crítico.

No es en la entonación ardiente, como el señor Moreno Nieto, sino grave e insinuante. La dicción es correcta, y repito que la maneja por entero a su talante. El ademán noble y circunspecto, aunque deja traslucir un poco al pedagogo.

Armando Palacio Valdés