Revista Ibérica
Madrid, 15 de octubre de 1861
Tomo I, número I
páginas 1-9

Francisco de Paula Canalejas

Advertencia

Los habituados a la ardiente atmósfera que crean las discusiones políticas, los que cifran su prurito en seguir con avidez las controversias periodísticas, y conocen, y aceptan o rechazan los propósitos de los partidos militantes, juzgarán cuando menos impertinente el pensamiento de crear una Revista científica y política, en la que no resuene el eco de aquellos propósitos, por más que se combata en ella en pro de principios políticos; pero hace tiempo que abrigamos la íntima convicción de que uno de los males, quizá el principal en nuestros días en España, es la indiferencia en materias políticas, que no existe sólo caracterizando periodos determinados de nuestra historia contemporánea, sino que se manifiesta en el seno de los partidos políticos, en el fondo de las disposiciones legislativas, y en la conciencia de todos, revistiendo cada día caracteres alarmantes, que si desasosiegan por el momento, no bastan a robustecer las convicciones, hasta el punto de aconsejar tareas y esfuerzos que detengan el curso de tan gravísima dolencia. [2]

No es del momento detenerse en indagar hasta qué punto el andar desatendidos y mirados con menosprecio los problemas que versan sobre el destino humano, influye en que corran igual suerte los problemas que atañen a los medios de realizar ese destino; no es tal nuestro propósito, aunque no sean cosa peregrina esas relaciones y afinidades que se descubren en las ciencias, por más que sea común y corriente el creer que no hay entre ellas el menor parentesco y vecindad: por hoy nos limitamos a señalar el hecho, que no es por cierto de escasa importancia y corta trascendencia.

Propósito más humilde mueve nuestra pluma, y es el señalar en los partidos actuales y en las aspiraciones expresadas, el sello de esa indiferencia que todos niegan, y que sin embargo, habla por medio de esas mismas denegaciones. A nadie sorprende que el pueblo mire con indiferencia los accidentes ya cómicos, ya trágicos de nuestra política, ni nadie se conduele de que corra convertida en adagios populares la creencia en que todos los partidos y todas las doctrinas son igualmente estériles, cuando se trata del provecho común y del engrandecimiento nacional: pocos se alarman porque desde 1834 se sucedan en el mando nuestros partidos políticos, y a pesar de las convulsiones que han agitado a nuestra España, a pesar de los adelantos que el siglo ha conseguido inocular en nuestra vida, la masa del pueblo siga sumida en un letargo intelectual, no crea en la política, y mire sin comprender, esa enconada discusión en la que se maltratan, sin contradecirse muchas veces, las principales fracciones de los partidos militantes: pocos se afanan por indagar las causas de esos súbitos desfallecimientos que acometen al cuerpo político, así como de sus repentinos entusiasmos, y sin embargo, pocos fenómenos existen más dignos del pensamiento del [3] político, que los que señalamos, como lo son asimismo los cambios y los temores, y las dudas que asaltan y han asaltado a esclarecidos repúblicos, obligándoles a trabajar en una parte de su existencia en contra de lo que en la anterior edificaron. Se cree encontrar la explicación buscando móviles indignos; y la causa permanece oculta, y la causa no es otra que esa indiferencia en materias políticas que lamentamos.

Y una de las causas que motivan esa indiferencia, es la contrariedad y oposición en que al parecer se encuentran las doctrinas políticas, que hoy combaten en el estadio de la prensa. El pueblo no alcanza la razón de esas diferencias, y como sólo mira las mutuas negaciones de los contendientes, llega a creer, que es la política una germanía en la que el provecho es único norte, y en la que se alistan las que codiciosos de botín o de gloria, buscan ocasiones que puedan contentar su sórdido deseo, o su pueril vanidad. Este es un hecho sabido, y no lo ignoran nuestros políticos, y de aquí se originan esos rasgos de audacia, ese menosprecio de la opinión pública, ese continuo osar, que forma las más brillantes páginas de las biografías de nuestros políticos.

No necesitamos exponer cuánto se engaña el vulgo en esta apreciación; no necesitamos decir, cuán dignos de censura son los que cuentan con esa indiferencia, como con una probabilidad de buen éxito para sus cábalas políticas: señalamos sencillamente el hecho; pero lo que sí expondremos es, que esas diferencias son hijas del poco precio en que se estima la política, de la distraída atención que se presta a sus intereses, y bajo este punto de vista el desprecio del pueblo, más es un castigo que impone a los políticos, que una falta que comete.

Sin entrar en más altas disquisiciones, nosotros preguntamos [4] únicamente: ¿hay una política progresista y otra conservadora, y otra moderada, y otra democrática? Nadie contestará que sea así, por lo que añadimos, si no hay una política progresista, y otra moderada, y otra conservadora, y otra democrática, existe la política, es decir, lo general, lo que todos, demócratas y moderados, progresistas y conservadores, quieren realizar, la ciencia o el interés común que todos quieren satisfacer, y si ese principio común, ese interés general existe, son sólo diferencias relativas las que separan, son incidentes históricos los que provocan la ira y mueven la guerra entre los hombres públicos, y en tal caso discurriendo lógicamente, tiene razón el que afirma, que lo que se llama política no existe, y sólo existe la política de los progresistas, y de los moderados, y de la unión liberal.

¿Es que por efecto de las batallas ya libradas, y por las guerras ya sostenidas, los partidos se han demarcado sus fronteras, y fuera de esas fronteras no ven la política, sino el interés del bando contrario, del partido que les sucedió, o que les precedió en el mando? Tentados estamos de afirmar la interrogación, pero deseosos de no herir susceptibilidades, diremos sólo, que esa es la fatal tendencia que han seguido los partidos españoles: creados por los hechos, no por las ideas, entregados siempre a las faenas de campamento, nunca a las serenas del examen y de la controversia doctrinal, se han atrincherado en su historia propia, formando así un campo cerrado dentro del país, creando una política personal de partido, no concurriendo como debían a la política general de la nación y del Estado. ¿Quién no diría al mirar los juicios de la prensa moderada sobre los progresistas, que estos no eran españoles, sino una raza maldita que se apoderó de una parte de nuestro suelo y de una parte de nuestro tiempo, mandando [5] algunos años por desgracia y para deshonra de nuestro pueblo? ¿Quién no creería lo mismo al escuchar los juicios y las imprecaciones con que la prensa progresista rechaza la gestión política de los conservadores o moderados? ¿Quién no creería al escuchar la crítica de los partidos actuales hecha por la unión liberal, que en los propósitos de esta bandería política se escondían los gérmenes fecundos de una nueva edad, que el tiempo estaba encargado de arraigar y desenvolver, negando todo el pasado?

Y sin embargo, progresistas y conservadores viven con la misma savia, cuentan con la misma ascendencia, y en el seno de las ideas liberales, reciben unos y otros la inspiración necesaria para regir los destinos de nuestro pueblo. Todas sus diferencias consisten en una relación de más o de menos, todas sus mutuas oposiciones descansan en juicios particulares, en precedentes de personas, en preocupaciones de partido. Ambos reconocen que el derecho y libertad son inherentes al individuo, y que son condiciones esenciales del ser humano; ambos reconocen que las ideas, como las instituciones, se desarrollan según las leyes de la historia, que hacen imposible la mayor edad sin haber pasado por la infancia y por la adolescencia; ambos confiesan que el pro común y el interés nacional, es lo único que legitima los actos y que los declara dignos de loa a la faz de los pueblos, y los mismos que a una voz afirman estas verdades esenciales, se combaten obstinadamente sin conceder nunca, que estas varias oposiciones de la política, se conciertan y hermanan bajo un principio superior que las comprende a todas. La unión liberal, que puede considerarse ya como un hecho que pertenece a la historia, ha sido provechosa lección y aviso saludable para esos políticos, que encastillados con sus doctrinas exclusivas, [6] llegaron a creer que los partidos eran entidades que podían vivir con la vida de los recuerdos, sin buscar en el tiempo y en las aspiraciones presentes, esa calorosa simpatía del país, que los levanta hasta colocar en sus manos el régimen y gobierno de la nación. La unión liberal con sólo su epíteto de liberal, y con declarar que no era ninguno de los partidos militantes, consiguió atraer a la inmensa mayoría del país y reducir a la nulidad a los antiguos partidos, que hasta entonces habían monopolizado la dirección de los negocios públicos. El periodo de su dominación servirá siempre de ejemplo a los que contrarrestando el movimiento ascendente de la civilización moderna, creyeron era hacedero crear a manera de ciudadelas, en medio del campo político, grupos de hombres o de aspiraciones que vivieran sólo para sí, pensaran sólo con su inteligencia, anhelando sólo la realización de sus deseos; porque han visto que así como ellos hicieron abstracción del país, de la aspiración común, del interés general, de le marcha de las ideas, así las ideas los condenaron, el interés general hizo caso omiso del suyo, y el país los abandonó, como rocas volcánicas que formando islotes estériles quedan olvidadas en la impetuosa corriente de río caudaloso. Sólo después de cuatro años de severas lecciones y de saludable escarmiento, han vuelto en sí estos antiguos partidos, y hoy miramos así al progresista como al conservador, orientarse, cortar las amarras que los encadenaban, y tender la lona al viento procurando recoger el vivificante impulso del espíritu moderno.

Desde el punto en que progresistas y conservadores se ocupan en la restauración de sus principios, en el recuento de sus ideas, desechando unas e inoculando nueva sangre en las otras, desaparece de la esfera política la unión liberal [7] porque su destino está cumplido, porque corregida la dolencia es innecesario el cauterio que fue preciso en el primer momento. –No fue otra, no podía ser otra la significación de la unión liberal. Las demostraciones ad absurdum sirven sólo para negar, preparan quizá nuevas vías de indagación, pero no satisfacen la ley primera de toda afirmación que es tener un principio que la sirva de fundamento, y la unión liberal no ha sido otra cosa en política que la demostración ad absurdum de los errores en que incurren los antiguos partidos por su inmovilidad y exclusivismo.

En política no existen mayores oposiciones que las notadas, porque si descartamos de las predicaciones democráticas lo que es sencillo efecto de la triste situación en que se ha encontrado y se encuentra el partido democrático, si hacemos caso omiso de la palabra autonomía cuya palabra es sólo un grito de guerra, si estudiamos el fondo de sus doctrinas y advertimos sus deseos de emular la constitución inglesa, es evidente que encontramos el mismo enlace y parentesco entre la doctrina democrática y la progresista, que el que se advierte entre la progresista y la conservadora. No, no hay radical diferencia entre los partidos liberales y el partido democrático, no se advierte oposición capital entre uno y otro credo, sino la misma diferencia de grado y oposición de juicio, que hemos hecho patente entre las doctrinas conservadoras y las progresistas. La teoría general de delegación de poder y de representación del mismo, se encuentra así en el credo democrático, como en la escuela progresista y en la teoría conservadora; la misma concepción del Estado nos ofrece la doctrina democrática que la que presentan en sus escritos publicistas conservadores, de manera que no acertamos a explicarnos, ni la animadversión con que es mirada [8] esta fracción del partido liberal, ni tampoco el deseo de algunos escritores de hacerla aparecer como contraria a la forma general de delegación o representación del poder que reside en el cuerpo electoral, y que no es de derecho divino, y que constituye el común fundamento de todos los partidos que hijos del movimiento moderno aceptan la forma política de representación, o sea el sistema representativo. La idea pura del gobierno directo por el pueblo, que es la que corresponde a la antigua idea del rey absoluto, que reina y gobierna, no cuenta ya hoy con defensores ni en la democracia europea.

Se nos argüirá diciendo, –y sin embargo, la controversia es cada vez más enconada– lo que nosotros no negaremos, porque la censura de las cosas y de los hombres, que legítimamente ejerce la prensa periódica, crea esas controversias apasionadas, que rara vez nacen de controversias de principios; pero como comprendemos, que la censura diaria, la amonestación continua, la refutación de hechos y medidas en los múltiples fenómenos de la vida política, no deben distraer el ánimo ni apartarlo de la ciencia política propiamente tal, la que liberta de la preocupación de partido, procurando legitimarlos en vez de negarlos, notando lo que les falta, para que se complete y armonice el organismo de la vida política, por eso fundamos una Revista en la que se intente por lo menos, la prosecución de semejante fin.

Nosotros creemos que existe para todos los partidos un palladium, que es la idea liberal, el espíritu moderno, hijo de las revoluciones pasadas; creemos que esa idea liberal al realizarse pasa por diferentes edades, se viste de varias formas, escogita distintos medios que se expresan por los partidos, y por lo tanto los partidos son órganos vivos del cuerpo político, cuya anulación sería mortal dolencia. Sin embargo, [9] la sangre que circula por esos diferentes y encontrados órganos es la misma, su vida parte del mismo corazón y por lo tanto cabe el estudio de ese principio de vida, cabe el estudio de la política común a la idea sustancial de los partidos, tendiendo siempre a que ese estudio los vivifique, les muestre las reformas que son ya necesarias, destruya preocupaciones y errores y haga por último más liberales las relaciones entre las diferentes agrupaciones que expresan la gran creación del siglo XIX, la idea liberal.

El olvido de estos deberes ha dado origen a los retoños absolutistas que pululan entre nosotros y que combaten a la idea liberal, con argumentos tomados de la conducta, que el exclusivismo ha aconsejado a los partidos militantes.

No nos arredra el que nuestro espíritu de tolerancia y nuestro respeto a todas las ideas hijas del principio liberal, hoy que sólo se anhelan gritos de guerra y armas arrojadizas para herir al contrario, sean juzgadas de esta o de aquella manera, tenidas por debilidad de espíritu o por utopía; sabemos que la idea es racional, y descansando en esta creencia, continuaremos franca y lealmente nuestro propósito, que no es otro que buscar ley en principios generales políticos, que no sean hijos de preocupaciones ni de teorías exclusivas, llamando en nuestro auxilio a las ciencias, a la historia y a la filosofía y a las artes, para extender y propagar la idea liberal y para atraer a la política, a los que juzgándola por las luchas y oposiciones que engendran los disentimientos de personas o de partidos, se alejan de ella con desabrimiento para caer en el abismo de la indiferencia y después en repugnante escepticismo.

F. de Paula Canalejas

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