Filosofía en español 
Filosofía en español


Miguel Morayta de Sagrario

A La Esperanza

España. Madrid 10 de marzo. Tenemos la mayor complacencia en acceder a los deseos que la redacción de El Pensamiento nos manifiesta en la siguiente carta:

«Señor director del periódico La Nación:
Muy señor nuestro: La Esperanza, con motivo de una gacetilla en que defendíamos la Biblioteca del hombre libre, nos dirigió un largo artículo plagado de insultos. Nosotros le advertíamos, que contestando a La Nación, había cometido graves errores, como confundir, tal vez por ignorancia, autores católicos como Schlegel con autores racionalistas como Kant. Su ataque ha tenido la publicidad que puede darle un periódico político; nuestra defensa no ha tenido publicidad alguna, pues ya saben Vds. cuán reducido es el número de los lectores con que puede contar un periódico de literatura que empieza a vivir. Por lo mismo, nos dirigimos a su imparcialidad y a su reconocido amor por las ideas liberales, para que se sirva insertar nuestra defensa en sus columnas, si la juzga digna de ello: con lo cual hará un señalado favor a estos S. S. Q. S. M. B.
En nombre de los redactores. Miguel Morayta de Sagrario.»

A La Esperanza

La Esperanza contesta con inusitada e impropia vehemencia a los cargos que le dirigimos en nuestra gacetilla del día 15 de febrero. Nuestro colega no conoce el decoroso lenguaje propio de las discusiones que se empeñan en el campo de la ciencia. Prescindimos de los insultantes epítetos con que nos bautiza, y de las amargas frases que le dicta su impotente rabia. Con tan noble proceder, el periódico niño enseñará al periódico canoso que la razón no necesita del sarcasmo para triunfar. Arma tan mal templada y tan indigna de las lizas literarias sólo la esgrime la sinrazón, pues su embotado filo no puede herir el pecho generoso, que ama la verdad y tiene fe en lo santo de su causa. Las palabras de La Esperanza parecen antes hijas del herido orgullo que de la sana fe. Nosotros nos estimamos en mucho, para empeñarnos en discusiones de tan mal linaje. Quédense en buen hora los insultos para nuestro colega. Nos rebajaríamos a nuestros propios ojos si imitásemos su lenguaje. La verdad es nuestro objeto, y la razón nuestro criterio. La diferencia de lenguaje tendrá su origen en la diferencia de edades a que pertenecemos. La Esperanza pertenece a los tiempos en que la hoguera era la lógica de los inquisidores; nosotros pertenecemos a los tiempos en que la razón emancipada recobra su perdida autoridad y pronuncia a la luz de la civilización sus inapelables juicios, que nunca queman y que iluminan siempre.

Bien da a entender La Esperanza, entreteniéndose en discutir con nuestros cajistas, la razón que en su defensa le asiste, y no será inútil indicar que jamás convertimos nuestros ojos a cosas de tan poco momento y de tan escasa importancia. Nada importa la fecha de su artículo, con tal que confiese la autenticidad de la cita en que nuestra gacetilla se funda.

En ninguna de nuestras palabras se echa de ver ese carácter de Aristarc= o, que gratuitamente nos atribuye. Solo el amor propio más rematado pudo persuadir que defender la verdad sea pretender plaza de maestro; aunque por el craso error cometido por nuestro colega, de cuya negra mancha no será bastante a limpiarle su reconcentrado furor, bien merecía tomar con evangélica humildad, cual corresponde a sus creencias, algunas lecciones con cuyo auxilio aprendiera a no confundir doctrinas opuestas, ni autores que izan contrarias banderas.

No pertenecemos nosotros a esa escuela de cree o muere, que tanto tiene de mahometana y a la cual, no quisiéramos engañarnos, está nuestro colega afiliado. Adoradores de la verdad hemos aprendido a ser tolerantes con todas las opiniones, y a compadecer todos los errores. Nos lastimamos de la Esperanza, porque sólo se alimenta de la muerte.

Nosotros no admitimos más criterio que la razón, cuando de ciencias se trata. Nos parece lógico que declaremos como verdadero aquello que hemos pensado en nuestro propio juicio. Respetamos a los filósofos porque reconocemos los grandes servicios prestados por sus luminosas inteligencias al adelantamiento de la humanidad. Estas convicciones, que no son nuestras sino de la Europa civilizada, dominan con absoluto imperio desde el día en que Descartes proclamó a la faz del mundo la independencia de la razón humana. Los que niegan tal sistema se condenan al absurdo. La esterilidad de todas las escuelas que no han buscado su base en la razón, prueba que el aliento de Dios no las anima, y que la verdad no las ilumina.

Sin entrar ahora a buscar los fundamentos metafísicos de esta nuestra opinión, bastará a convencernos de su verdad el adelantamiento de la Europa en el siglo XIX.

¡Qué aspecto tan mágico presenta la civilización, debido sin duda a los rayos de luz, con que ha sido fecundada la humana inteligencia! La esclavitud abolida de todos los códigos, el derecho escrito en todas las frentes. Libre el pensamiento ahuyenta el error y discurre por los horizontes de la ciencia, dejando en pos de sus huellas ráfagas de luz inmortal. Las clases todas sacuden el sueño de la ignorancia y se aprestan al gran trabajo de la civilización universal. Sistemas nacidos de infatigable estudio y de luminosas investigaciones impelen la navegación de la tierra por el espacio. Las aspiraciones de la humanidad se dirigen a Dios como nube de azulado incienso. La inteligencia lanzándose al vacío; cuenta los astros y adivina los secretos encerrados en esas flores de oro sembradas en la inmensidad del firmamento. Así encadena el rayo y tiene por mensajero el relámpago. Su poder es tal, que sondea las profundidades de la metafísica y sigue al espíritu humano en su vuelo al través del tiempo y del espacio. Los siglos que fueron obedecen a su voz, y rasgando el sudario que los encubre, le revelan los misteriosos secretos de su vida. Y como si tanta maravilla no llenara el abismo de sus deseos, busca en los monumentos aplastados por el tiempo los dogmas de todas las religiones, los símbolos de todas las teogonías.

Y tanta maravilla y prodigio tanto, es debido a muchos de los filósofos que anatematiza La Esperanza. Sin sus métodos científicos, sin sus investigaciones especulativas, jamás la humanidad hubiera llegado a ceñir la aureola de luz que hoy orna sus sienes.

Pasando a nuestro propio terreno, repetimos, sin que hayamos sacado gran provecho de las lecciones que pretende, a guisa de dómine, darnos nuestro colega, repetimos que La Esperanza ignora lo que habla. Si todos los días no se diera golpes de pecho, predicando a voz en grito su religiosidad, creyéramos, leído su artículo, que La Esperanza era uno de esos hipócritas, cuya virtud jamás llega al corazón, siendo siempre juguete de sus labios. ¡Qué modo de desconocer las santas escrituras! Si no las ignora las olvida cuando menos, lo cual es mucho más vergonzoso. Si hubiera tenido siempre en las mientes la sentencia de la sabiduría terna, Ci jafhár hattá weth jafhár thaschub, no se mostrara tan entonada y valiente. A fe que a haberse acordado de aquel precepto evangélico que dice agapate tous extróus umoon, practicado por todo buen cristiano, no se ensañara tan sin compasión con nuestra pobre humanidad. Era más propio de su carácter haber dicho como el poeta latino, Homo sum, et nihil humani a me alienum puto. «Soy hombre, y propio de la humana flaqueza es errar. Soy católico, y propio de la humildad eficazmente recomendada por el catolicismo, es confesar el error cometido y volver por el ultrajado, y dar a cada uno su derecho, aunque pese al sonrojado amor propio. Soy escritor, y gracias a esta civilización, que maldigo, la idea nacida en mi pobre cerebro puede recorrer en alas de la imprenta la Europa entera, y ¿qué dirán de España cuando vean en uno de sus periódicos más autorizados confundidas las doctrinas de Schlegel con las doctrinas de Voltaire?»

Pero La Esperanza dice, después de citar a varios publicistas, filósofos y poetas, entre ellos Schlegel, que su lectura no puede ser útil a España. Quisiéramos aquí sentir la ira como la siente nuestro colega, y manejar el sarcasmo como nuestro colega lo maneja, para arrojar a su frente todas las consecuencias que de su doctrina se deducen. Pero nos hemos propuesto medir nuestras palabras, como conviene a la propia dignidad; y hablaremos con la mesura que tan bien sienta al que se reconoce posesor de la razón.

Condenemos al ostracismo toda idea nueva. Alcemos tan altas las barreras de nuestra ignorancia que ningún adelanto pueda asaltarlas, y ningún sistema demolerlas. Salga en público la intención de La Esperanza, que pretende hacer esclava de su ceguera a la nación española, para que la busque algún día por lazarillo en toda investigación científica. En filosofía sigamos al bueno de Almeida, en derecho a Heinecio, en literatura a Hermosilla, en historia a Anquetil, en conocimiento del antiguo y nuevo testamento al ilustrísimo Scio. Todo cuanto la escuela histórica dice es infundado, todo cuanto proclama la filosofía es falso. Ni Schlegel es útil. No les basta a los dos hermanos Schlegel haber pretendido armonizar la tradición católica con las investigaciones filosóficas, haber dado a conocer a toda Alemania nuestro gran teatro, haber buscado con afán los monumentos de las literaturas y lenguas orientales, no; quizá por su sabiduría, mucho más alta que la sabiduría alcanzada por nuestros Balmes y Valdegamas, son perniciosos para el pueblo español, que debe dormir tranquilo eternamente a la sombra de la ignorancia.

Queríamos abandonar el estilo declamatorio, pero nuestro corazón, más poderoso que nuestra voluntad, nos ha dictado esas palabras, que no queremos borrar.

Dada por premisa la condenación absoluta de todos los escritores, la consecuencia que se deduce no puede ser más aflictiva para el hombre verdaderamente cristiano. Si los Schlegel no se salvan de la censura de La Esperanza ya nadie, absolutamente nadie se salva. De modo que para ser católico, es necesario creer en aquel dogma nacido de una imaginación enfermiza, cuyo lema es: entre la razón y el absurdo hay un íntimo parentesco, dogma terrible que la lógica rechaza y el sentido común condena. No queremos consignar aquí todas las afirmaciones encerradas en la declaración de La Esperanza, cuyas afirmaciones envuelven una negación que asustaría a nuestro mismo colega, si sus preocupaciones no le cegaran. Planteado su problema con arreglo a las leyes de la lógica, podría dar un resultado que tal vez le pesara eternamente. No podemos explicar tanta ceguera, si no buscamos la idea, de la cual son determinaciones todos los hechos. Esta idea nos la reservamos por ahora. Tal vez algún día los niños serán hombres, y entonces podrá decir a La Esperanza lo que hoy guardan en el santuario de su conciencia. No es aquesto una amenaza, no: que el porvenir encierra hogueras. Nosotros tenemos fe en la verdad, pero fe pura, de santa como emanada del cielo. No conocemos esa hipocresía, que consiste en cubrirse con el velo del santuario, para pelear a manera del invulnerable Aquiles.

Pero hemos querido dilatar el castigo de La Esperanza, en las prolijidades de este nuestro desaliñado artículo. Gran parte de la pena que la imponemos, consiste en obligar a confesar el delito cometido contra un escritor eminentemente católico. Sin duda que nuestro papel es singular, y apenas nos atrevemos a dar crédito a nuestros mismos ojos. ¡Nosotros defendiendo contra todo una Esperanza a un escritor católico! Esta producción (dice hablando de la filosofía de la historia) es notable sólo por el piadoso empeño, de fundar su teoría sobre la verdad católica; pero ni como tratado religioso, ni como científico, ni como filosófico, merece que se le ponga por modelo; antes bien puede asegurarse que su estudio no sería útil al público español. Nos complacemos en hallarnos una vez acordes con La Esperanza. La filosofía de la historia de Schlegel, no puede ponerse como modelo. Nosotros confesamos que el autor en cuestión no merece que se le compare con los genios de primer orden que ha producido Alemania. Pero esta confesión, que nos arranca nuestro íntimo convencimiento, no envuelve la consecuencia de que por lo mismo su lectura no puede ser útil al público español. He ahí La Esperanza, que nos echaba en cara nuestro tono magistral, constituida en Aristarco de catorce millones de habitantes. Pasaron los tiempos en que las palabras de ciertos hombres tenían carácter de santa infalibilidad. Hoy, ni nuestra opinión vale gran cosa, ni tampoco la opinión de La Esperanza. El público no puede callar en conciencia, hasta después de haber juzgado con su mismo criterio. Para alcanzar tan precioso derecho, ha vertido la Europa arroyos de sangre. Después de asentada esta opinión, díganos La Esperanza de qué parte está el orgullo de de qué parte la humildad, díganos quien quiere domeñar toda inteligencia, oscurecer todo criterio, y quien dar a la razón los fuegos que la ciencia la consagra.

Sigamos en nuestro propósito hasta ver si podemos apurar el raciocinio de nuestro colega, aunque desconfiando siempre de nuestras débiles fuerzas. Admitido su raciocinio, pocas obras del entendimiento humano pueden salvarse del diluvio universal de sus anatemas. Por de pronto destacaremos todos los monumentos de la sabiduría oriental arrancados por la ciencia a la muerte. Es muy posible que la inteligencia extraviada por su falso brillo, caiga en el panteísmo, y se crea emanación de la divinidad, perdida un momento en el tiempo para volver después al foco de la vida universal.

De aquí procede condenar toda la literatura pagana. Es muy fácil que la imaginación extraviada por sus hermosos delirios, se de a entender que los rayos de luna y el fulgor de las estrellas, son almas de misteriosas divinidades. Debemos condenar al olvida de Platón, ese profeta pagano, la escuela de Alejandría, el mundo clásico; porque los secretarios de La Esperanza han dicho que la Europa vacila y tiembla desde la restauración del paganismo literario, a la cual sucedió la restauración del paganismo filosófico. ¿De qué nos sirve conocer las doctrinas de Orígenes y Abelardo, las luchas de nominalistas y realistas, el grito de libertad lanzado por Descartes, y el prodigioso desarrollo de la filosofía moderna?

Sobre todo, la filosofía alemana no debe ser conocida en España. Balmes ha dicho de sus grandes sacerdotes que después de estudiados, se saca de ellos lo mismo que antes de estudiarlos: nada. No hubiéramos creído nunca que un hombre preciado de filósofo asentase proposición tan falta de verdad.

La filosofía germana ha esclarecido los horizontes de la metafísica, asentado las bases del derecho, inquirido el secreto de todas las artes, e iluminado la mente de todos los pueblos. A ese colosal templo levantado por el genio de la moderna Alemania, han ido a buscar sus leyes la historia, su inspiración la poesía. Sus maestros se llaman Kant, Fichte, Hegel, Schelling; sus discípulos, Novalis, Krausser, Ritter; ante cuyos nombres se postra de hinojos la civilizada Europa. Sus sistemas han renovado el mundo moral, señalando nuevos rumbos a los conocimientos humanos. Y es imposible hoy dar un paso en ciencias sin pedir luz a la sabiduría alemana. El gobierno español comprendió hace años esta verdad; comisionando un joven entendido para que fuese a estudiar filosofía a Alemania, y señalándole después una cátedra en la universidad central.

En vano nos cansamos. Después de haber oído a La Esperanza decir que tan inútil es a España Schlegel como Voltaire, debemos reconocer que tiene armada conjuración contra todas las ciencias, sin distinguir doctrinas, supuesto que son blanco de sus tiros hasta los mismos escritores cuyas plumas se han consagrado con ardiente celo a la defensa del catolicismo. Proscribiendo todas las escuelas, cumple con su destino La Esperanza. Las causas que Dios condena a la muerte, se labran a sí mismas el sepulcro. De negación en negación, van a caer al abismo de la nada. Por eso las nuevas generaciones, que nacen llenas de fe, se apartan de esas viejas ruinas amontonadas por la triunfante espada de los siglos. Será la última vez que combatamos contra La Esperanza, porque no nos place ensañarnos con cadáveres.