Filosofía en español 
Filosofía en español


Tomo sexto Discurso primero

Paradojas políticas, y morales

1. Si yo mirase a engrosar los libros, con menos costa mía, dividiría en muchos Discursos varias materias, que están recogidas en uno; porque el espacio de papel, que queda, en parte limpio, en parte ocupado de las letras mayúsculas del título, entre Discurso, y Discurso, multiplicando el número de estos, abulta considerablemente el Tomo, sin añadir trabajo al Autor. Pero, por no vender a los Lectores papel vacío, que de nada les sirve, siempre que la materias, aunque diversas, por convenir debajo de alguna razón genérica, podían unirse, si por otra parte, cada una por sí sola, o no permitía, o no merecía mucha extensión, he procurado colocarlas debajo de un título, como componiendo un Discurso solo. Esto ha sucedido en los Discursos, que tienen el título de Paradojas, y en otros muchos. Advertencia, que me pareció hacer ahora, así por este Discurso, como por muchos de los antecedentes.

Paradoja primera
La invención de la pólvora, utilísima a los hombres

2. Si Virgilio, entre la infeliz turba de condenados, que representó a Eneas en su fingido descenso al Infierno, oportunamente señaló como uno de los castigados [2] con mayor severidad a Salmoneo, aquel Rey de la Elide, que, por captarse divinos honores, quiso imitar, y sólo imitó muy rudamente los truenos, y rayos de Júpiter:

Vidi, & crudeles dantem Salmonea poenas,
Dum flummas Jovis, & sonitus imitatur Olympi:

Creo, que los más de los hombres juzgan por digno, aun de más atroz suplicio, a aquel que, inventando la pólvora, y uso de ella en el cañón, copió con mucha mayor propiedad el estampido, la llama, y el estrago de esos volantes incendios. Con tanta ojeriza mira el mundo a aquel hombre, que apenas se puede hablar de él sin horror. Y Quevedo habló sin duda en nombre de todos, o todos hablaron en la pluma de Quevedo, cuando escribió:

De hierro fue el primero,
que violentó la llama
en cóncavo metal, máquina inmensa:
fue más que todos fiero,
indigno de las voces de la fama.

3. La abominación del inventor nace de considerarse la invención perniciosísima al linaje humano, como que con ella haya crecido inmensamente en el mundo el número de las muertes violentas. Este es un error común, que en la propuesta Paradoja pretendo desterrar, y que a poca reflexión que se haga, se verá desvanecido.

4. Tan lejos está de ser verdadera la mayor mortandad, que se supone ocasionada de la pólvora, que antes por ella se hizo menor. Es notoriedad de hecho constante por Historias antiguas, y modernas, que cuando solo se usaba de arma blanca en la guerra, eran los choques mucho más sangrientos. Pocas veces se daba entonces por decidida la cuestión (siendo la disputa entre Tropas de valor), sin que la gente de uno de los dos partidos se disminuyese hasta quedar en la mitad, poco más, o menos; [3] en lugar, que ahora la muerte de una décima parte, y aun menos, basta para declarar la victoria por el partido feliz. Confieso que esto en parte puede depender de la mayor pericia Militar, que hay ahora. En parte digo; pero otra gran parte, y acaso mayor, se debe a la diferencia de armas. Cuando lo hacía todo la cuchilla, no se podía guerrear, sin mezclarse íntimamente unas, y otras Tropas. Esta mezcla ocasionaba mayor irritación en los ánimos, mayor obscuridad para distinguir cada Ejército el estado de superioridad, o decadencia en que se hallaba, mayor confusión para la obediencia de las órdenes, y mayor dificultad para desenredarse los vencidos de los vencedores. Todas estas causas concurrían a hacer porfiadísimos los combates. Hoy basta tal vez, que el fuego desde lejos desordene algunos escuadrones, para que el Jefe, infiriendo de las circunstancias ocurrentes la imposibilidad de repararlos, mande tocar a la retirada.

5. En los Sitios de las Plazas es también visible esta diferencia. El uso del fuego hizo más fácil, y menos costosa de sangre humana su rendición. El Sitio de Troya, que se cree duró diez años, acaso no duraría dos meses, si entonces hubiese cañones, y morteros. Lo que la pólvora aumentó de ruina en las piedras, ahorró de estrago en las vidas. Bombas, y balas gruesas asombran mucho, y matan poco. A todos llega el trueno: a rarísimo el rayo. Frecuentemente redimen del daño con el susto, porque aterrada la guarnición, antes de menoscabarse considerablemente, piensa en la entrega, y se evitan así innumerables muertes de sitiadores, y de sitiados.

6. No solo se notó este ahorro de gente, y tiempo en los asedios después de introducido el uso de la Artillería; pero aun se observó, que al paso, que se fue aumentando el fuego, se fue aminorando el estrago. Sobre esta experiencia, o con esta mira, en el Reinado de Luis XIV, o por dictamen de aquel gran Rey, o por el de sus mejores Oficiales, dio la Francia en gastar mucha mayor cantidad de pólvora en los Sitios. Y España tal vez imitó práctica [4] con felicidad; como se vio en el Sitio de Namur el año de 1695, donde la rendición de la Villa costó mucho tiempo, y mucha gente, por ser corto el fuego, que se hacía contra ella; y la del Castillo fue mucho más breve, y menos costosa, porque, advertido el yerro antecedente, por espacio de siete días estuvieron jugando contra él sin cesar, ciento y cuarenta y un cañones, entre mayores, y menores, y cien morteros de bombas, y granadas reales; de modo, que se rindió aquella fortaleza, teniendo aún ocho mil hombres de buenas Tropas, sin contar enfermos, y heridos. Es verdad, que este efecto se logró en aquella ocasión, y se logrará en otras semejantes, no solo por el terror, que tanto fuego infunde a los sitiados, mas también, y acaso principalmente, porque les debilita fuerzas, y espíritus la continua fatiga en que los pone, ya no dejándolos lugar donde puedan comer, o dormir con alguna seguridad, ya precisándolos a un grande, y continuo trabajo corporal en el transporte de pertrechos, y municiones, a los puestos atacados, en el reparo de las brechas, en limpiar el foso de las ruinas de la muralla, &c. Donde la guarnición no es veterana, basta el terror, que ocasiona el estrépito de tanta máquina, y la ruina de los edificios, para intimidar los ánimos, y disponerlos a la entrega. Lo mismo sucede cuando prevalece mucho el número de paisanaje en la Plaza, aunque sea veterana la guarnición, como ya advirtió el gran Maestro del Arte Militar el Marqués de Santa Cruz de Marcenado en el libro 14 de sus Reflexiones Militares.

7. Siendo cierto, que en la guerra ahorra la pólvora innumerables muertes, es levísimo, respecto de esta gran conveniencia, el inconveniente de que ocasione algunas más, que las que hubiera sin ella, en los odios, y furores privados. No son estas, ni aun la milésima parte de aquellas. Tampoco se deben considerar como ocasionadas de la pólvora todas las que se ejecutan por medio de ella. Sirviera en las más ocasiones el acero a la venganza, faltando armas de fuego, habiendo casi siempre muchas para [5] coger al ofensor desprevenido. Añádase lo que el rigor de las leyes puede estorbar, y estorba en las Repúblicas bien gobernadas, el uso de las pistolas; y computado todo, se hallará, que para cada muerte, que la pólvora ocasiona en las ojerizas de los particulares, evita más de mil en las disensiones de los Príncipes.

8. Mirada a otro respecto la pólvora, es convenientísima a las Repúblicas, por los muchos, y grandes usos que tiene. Sirve para la caza de las aves; para el exterminio de las fieras, para allanar sitios ásperos, romper canteras, abrir caminos, atajar incendios, y otras mil cosas.

9. De todo resulta, que el inventor de la pólvora, en vez de las públicas execraciones que padece, es merecedor de agradecimientos, y aclamaciones. Quién haya sido éste, según la opinión común, y los argumentos que hay contra ella, se puede ver en mi cuarto Tomo, Disc. XII. num. 51, 52 y 53.

Paradoja segunda
La multitud de días festivos, perjudicial al interés de la República, y nada conveniente a la Religión

10. Solo a la segunda parte de la proposición se puede dar el nombre de Paradoja, pues la primera bien patente tiene su verdad. Danse comúnmente de población a España ocho millones de almas, o poco menos. Más de la mitad de estos se ejercitan en la Agricultura, y otras Artes mecánicas. Pongamos, que el trabajo de cada individuo, computado uno con otro, no valga más que real y medio de vellón cada día. Sale a la cuenta, que en cada día festivo, por cesar el ejercicio de todas aquellas Artes, pierde España seis millones de reales. Por consiguiente, si en todo el año se cercenasen [6] no más que quince días festivos, se interesaría el Reino en seis millones de pesos.

{(a) En favor de la máxima, que conviene acortar el número de los días festivos, propondremos a todos los Prelados el ejemplo del Sínodo Tarraconense, celebrado en el año de 1725, el cual, por las razones, que alegamos en este Discurso, se deliberó suplicar a su Santidad condescendiese en dicho cercén de días festivos; y su Santidad, en Breve, expedido para este efecto, cuya copia está en mi poder, después de alabar el celo de los suplicantes, les concedió una rebaja muy considerable.}.

11. En atención a la grande importancia de reducir las fiestas a menor número, propuso ésta entre sus máximas nuestro gran político Saavedra. Así dice en la empresa 71: Siendo, pues, tan conveniente el trabajo para la conservación de la República, procure el Príncipe, que se continúe, y no se impida por el demasiado número de los días destinados para los divertimentos públicos, o por la ligereza piadosa en votarlos las Comunidades, y ofrecerlos al culto, &c. Y poco más abajo: Ningún tributo mayor que una fiesta, en que cesan todas las Artes; y como dijo San Crisóstomo, no se alegran los Mártires de ser honrados con el dinero, que lloran los pobres. Y así parece conveniente disponer de modo los días feriados, y los sacros, que ni se falte a la piedad, ni a las Artes. Cuidado fue este del Concilio Moguntino en tiempo del Papa León III, &c. La misma advertencia hizo Don Jerónimo de Uztariz en su utilísimo libro de Theorica, y Práctica de Comercio, y de Marina, cap. 107.

12. No hay duda en que, debiendo ceder siempre los intereses temporales a los espirituales, debería darse por bien empleado el dispendio, que resulta de la suspensión de las obras serviles en los días festivos, como estos se aprovechasen en beneficio de las almas. Pero esto es lo que no sucede, antes todo lo contrario; en tanto grado, que se puede asegurar, que más perjudica aquel ocio al alma, que al cuerpo. Asístese al Sacrificio Santo de la Misa en el día festivo. Es un acto de la virtud de [7] Religión, muy grato a Dios. Todo el resto del día (a la reserva de pocas personas, que gastan una buena parte de él en ejercicios devotos) se da al placer; y placer, que por la mayor parte no deja de tener algo de delincuente. ¿En qué días, sino en los festivos, hay entre la gente común la concurrencia de uno, y otro sexo al paseo, a la conversación, a la chocarrería, a la merienda, y al baile? ¿Cuándo, sino en estas concurrencias, saltan las primeras chispas del amor torpe? ¿Cuándo, sino en tales días, se da al desorden de la embriaguez la gente de trabajo? En una palabra: Las pasiones predominantes en cada temperamento, que en los demás días están como oprimidas de la fatiga corporal, se desahogan, y lozanean en los festivos.

13. Argüiráseme, que la Iglesia ha instituido todos los días festivos, que hay hoy, y es temeridad reprobar lo que la Iglesia instituye. Respondo lo primero, que dejando en pie las festividades, que prescribió la Silla Apostólica, queda mucho que cercenar en las que introdujo la devoción de los Pueblos. Respondo lo segundo, que el fin de la Iglesia en la institución de festividades es santo; pero nuestra corrupción hace veneno de la triaca. Así, no a la Iglesia se imputan los abusos, sino a nuestra malicia. Respondo lo tercero, que la Silla Apostólica en esta materia obra según los motivos que se le proponen de presente. Halla en un tiempo motivos justos para ordenar la observancia de tal, y tal día: y en otro los halla justísimos para suprimir esas, y otras festividades, como con muchas lo hizo la Santidad de Urbano VIII, por las representaciones, que le hicieron varios celosos Obispos. También el Cardenal Campeggio, en la Constitución, que, como Legado à Latere, hizo en Ratisbona para toda la Alemania, incluyó la restricción de los días festivos. Así empieza el num. 20: Nec abs re, imò justis de causis adducti, Festorum multitudimen constringendam esse duximus.

14. Aun sin recurrir a la Silla Apostólica, algunos Concilios Provinciales, después de mirar la materia con toda reflexión, trataron eficazmente de minorar el número [8] de festividades, en atención a los daños, que de ellas resultaban, no solo para el cuerpo, mas aun para el alma. Son bien notables las palabras del Concilio de Treveris, celebrado el año de 1549, en el Canon 10: Vemos, que el número de los días festivos ha crecido excesivamente, y al mismo paso se va enfriando la devoción de los Fieles; llegando esto ya a punto, que muchos tratan con desprecio todas las Fiestas, lo que ejecutan impunemente con deshonor de la Iglesia. Por otra parte los pobres, a quienes falta lo preciso para sustentar sus mujeres, y familias, claman que casi toda la cesación de los obras serviles, les es perjudicial: Por lo cual nos ha parecido conveniente minorar el número de las festividades, para que los desenfrenados se repriman, y los pobres se remedien. Luego pasa a señalar las Fiestas, cuya observancia quiere se mantenga, borrando otras muchas de las recibidas. Donde noto, que los Padres del Concilio parece no hallaron estorbo en cortar aun las fiestas introducidas por disposición Pontificia; porque después de prescribir las que se deben observar, dicen, que absuelven de la observancia de todas las demás, cualquiera principio que hayan tenido: Quacumque ratione inducta sunt, vel recepta. Cláusula general que comprehende las introducidas por Decreto de la Santa Sede, como las que lo fueron por voto, o costumbre de los Pueblos.

15. El Concilio de Cambray, celebrado el año de 1565, después de notar los muchos desórdenes, que se cometen los días festivos, dejó la moderación de su número al arbitrio prudente de los Obispos. Dice así en el Canon II: Como por la mayor parte el vulgo en los días festivos se derrama a más licenciosa vida, que en los demás días, para que con más piedad, y reverencia puedan ser observados por todos, miren los Obispos, si entre los días festivos hay algunos, que convenga ser reducidos a operarios, en cuyo caso intimen al Pueblo, que puede continuar sus trabajos en tales días.

16. El Concilio de Burdeos, que se tuvo el año 1583, [9] expresando con mayor individuación el motivo mismo de las culpas, con que comúnmente se profanan los días festivos, hace el propio encargo a los Obispos; pero con disposición más precisa. Estas son sus palabras: Pero los Obispos, cada uno en su Sínodo, atendiendo a las circunstancias de nuestros tiempos, procurarán reducir las festividades de sus Diócesis al menor número que puedan.

17. Nadie negará, que el abuso, que se hace hoy de los días festivos, no es inferior al que motivó aquellos establecimientos. ¿Por qué no se ha de aplicar el mismo remedio, siendo la misma la enfermedad? Esto es por lo que mira a precaver el daño espiritual. El temporal, respectivamente a nuestra España, es mucho mayor hoy, que en los pasados tiempos, por estar hoy mucho más pobres los naturales.

18. En atención a esto, parece pide hoy una piadosa equidad para España, mucho mayor reforma de fiestas, que la que en otro tiempo hizo la Santidad de Urbano VIII para toda la Cristiandad. Esta Papa en la Bula Universa per Orbem, expedida el año 1642, expresó ser movido para aquella reforma, no sólo por la representación, que le hicieron muchos Prelados del abuso, que se hacía de los días festivos, mas también del perjuicio, que padecían los pobres por la cesación de sus labores. Quin imò (son palabras suyas) & clamor pauperum frequens ascendit ad nos, eadem multitudimem (dierum festivorum) ob quotidiani victus laboribus suis comparandi necessitatem, sibi valdè damnosam conquerentium. Si hoy es mayor la necesidad de los pobres, es justo sea hoy mayor la reforma de las fiestas, por lo menos respecto de algunas Provincias más pobres, como son las dos Asturias, y Galicia, cuyos Labradores, trabajando con el mayor afán posible, sobre alimentarse todos miserrimamente, los más no ganan con qué cubrir sus carnes.

19. Ni es dudable, que si los Prelados, que tienen presente esta angustia de sus súbditos, recurriesen con la representación de ella a la benignidad de la Silla Apostólica, [10] lograrían para ellos una gran rebaja de días festivos. De esto hay un insigne ejemplar en la clemencia de Paulo III con los Indios Americanos, a quienes, en atención a su pobreza, a la reserva de las Dominicas, de los demás días festivos, rebajó cerca de tres partes de las cuatro, dejándolos solo con la obligación de guardar como tales el de la Natividad de Cristo, de la Circuncisión, Epifanía, Ascensión, Corpus, Natividad, de nuestra Señora, Anunciación, Purificación, Asunción, San Pedro, y San Pablo. Así se refiere en el Concilio Mexicano, celebrado el año de 1585, expresando el único motivo, que tuvo el Papa para tan grande rebaja: Indorum paupertati prospiciens.

20. No digo, que para nuestras Provincias se solicite favor de tanta amplitud. Los Señores Obispos, a quienes pertenece hacer la representación, sabrán arreglarla al tamaño de la necesidad. El temperamento que parece más proporcionado, para que, sin disonancia a la cristiana piedad, se concediese una considerable rebaja de días festivos, sería dejar estos en estado de semifestivos, conservando la obligación de oír Misa, y permitiendo en el resto del día el trabajo.

Paradoja tercera
La que se llama clemencia de Príncipes, y Magistrados, perniciosa a los Pueblos

21. La clemencia es virtud, como la explican Eticos, y Teólogos; es vicio, como la toman los vulgares. Esta distintísima acepción de una misma voz se hará bien perceptible, si se advierte, que en doctrina de Santo Tomás, la clemencia no se opone a la severidad (2. 2. quaest. 157. art. 2.) y pregunto: ¿En la idea del vulgo no están reñidas estas dos cualidades? Es claro; pues al que atribuyen la de severo, sin más examen niegan [11] la de clemente. Luego distinta significación da el vulgo a la voz de clemencia, de la que le atribuyen los sabios.

22. Es la severidad una habitual inflexibilidad del ánimo, en orden a castigar los delitos, siempre que la recta razón lo pide. La clemencia es una habitual disposición para minorar el castigo, cuando la misma recta razón lo dicta: Quando oportet, & in quibus oportet, dice el Angélico Doctor, de quien es toda esta doctrina. Es claro, que no hay oposición, antes apacible armonía, entre estas dos cualidades. Pero asimismo es claro, que el vulgo reputa por diametralmente opuesta a la clemencia aquella inflexibilidad del ánimo, en que consiste la severidad; y así llama duros, rigurosos, inexorables, austeros, a los que son en aquel modo inflexibles.

23. Es clemente en la opinión del vulgo aquel Príncipe, o Magistrado, a quien doblan los ruegos de los amigos, las lágrimas de los reos, los clamores de sus huérfanas familias, y la blandura del propio genio, para mitigar la pena, que corresponde según las leyes. Pero en realidad este no es clemente, sino injusto. Es vileza, y flaqueza de ánimo la que cubre con nombre de clemencia. Es un protector de maldades quien por semejantes consideraciones, sin otro motivo, afloja la mano en el castigo de los delitos. Es un tirano indirecto de la República, porque da ocasión a todos los males, que causa el atrevimiento de los delincuentes, multiplicándose estos a excesivo número por falta de escarmiento. Por esta razón decimos en la Paradoja, que la que se llama clemencia de Príncipes, y Magistrados, es perjudicial a los Pueblos.

24. ¿Quién será, pues, verdaderamente clemente? Aquel que minora la pena correspondiente, según la ley común, cuando atendidas las circunstancias particulares, persuade la recta razón, que se debe minorar. Todo es doctrina de Santo Tomás en el artículo citado. De aquí se infiere, que el uso de la clemencia nunca es arbitrario, como comúnmente se juzga. Quiero decir, nunca pende de la voluntad mera del Príncipe, u del Magistrado, minorar [12] la pena, que prescribe la ley al reo. O debe, pesadas todas las circunstancias, minorarla, o debe no minorarla. No hay medio. La clemencia es una virtud moderativa del nimio celo, que es vicioso: luego sólo ha lugar su ejercicio en aquellos casos, en que aplicar toda la pena, que prescribe la ley común, sería exceso, sería rigor, sería crueldad. Bien veo, que esto es dar a la clemencia unos límites mucho más estrechos, que los que le concede la aprehensión común. ¿Pero qué importa? Esta es la doctrina sana, y verdadera.

25. Los motivos justos para minorar la pena en varios casos, son muchos. Los méritos antecedentes del reo, su utilidad para la República, su conocida ignorancia, o inadvertencia, cualquiera inconveniente grave, que se siga de su castigo, cualquiera considerable conveniencia, que la moderación de la pena fructique al Pueblo, o al Estado, &c.

26. Aquel grande Héroe Asturiano Pedro Menéndez de Avilés, Adelantado de la Florida, en varias ocasiones obró en materias de suma importancia para el Estado contra las órdenes, que le había dado su Rey. Cualquiera de estas transgresiones, según la ley común, merecía pena capital. El Rey, y un Rey tan celoso de su autoridad como Felipe II se las perdonó todas; pero no del todo, pues parte de castigo se debe reputar haberle dilatado mucho tiempo las remuneraciones debidas a sus esclarecidos méritos; en cuyo intermedio padeció aquel insigne hombre no pequeñas molestias. Fue el Príncipe clemente en este modo de proceder; y sería inicuo, cruel, y feroz por muchos capítulos, si atendiese para el castigo a la ley común. Perdería el Estado un hombre utilísimo, quedarían sin premio alguno unos méritos excelentes: ocasionaríanse con tan funesto ejemplar grandes pérdidas a la República, porque otros Comandantes, puestos en circunstancias en que fuese perjudicial seguir las órdenes, aun con este conocimiento las obedecerían por temor del castigo. Aun sin aquel mal ejemplo ocasionó [13] este temor la ruina de la grande Armada, destinada por el mismo Monarca al castigo de Inglaterra.

27. Supongo, que condujo mucho, o fue el todo, para que Pedro Menéndez lograse tan condescendiente al Príncipe, haber tenido buen éxito siempre que obró contra las instrucciones. Pero ni aun esto le aprovechó al valiente Joven, hijo de Manlio Torquato, a quien su propio padre quitó la vida, porque contra el orden dado había peleado con los enemigos, aunque volvía victorioso. Esto no fue ser justo, o severo, aunque el delito por la ley común mereciese pena capital; sino fiero, cruel, inhumano, bárbaro. El ardimiento juvenil minoraba mucho la culpa; mucho más el celo por el bien de la República, y la coyuntura favorable presentada, que no pudo prevenir el Cónsul, cuando le ordenó que no combatiese. Pero la feroz y desabrida virtud del duro Manlio, ni pesaba circunstancias, ni entendía de epikeyas; y así inicuamente, privó a su Patria de un Joven, que daba esperanzas de ser con el tiempo un gran Caudillo.

28. Cuando las circunstancias no ofrecen justos motivos para apartarse de la ley común, no hay lugar a la clemencia; porque el apartarse sería injusticia, y es imposible que una misma acción sea conforme a una virtud, y contraria a otra, pues sería buena, y mala al mismo tiempo. Así en esos casos no hay otro partido que tomar, sino aplicar la pena que prescribe la ley, por más que los espíritus flacos lo noten de dureza, porque eso es lo que conviene al público.

29. Annon, Santo Arzobispo de Colonia, en el undécimo siglo hizo arrancar los ojos a ciertos Jueces, que habían pronunciado una sentencia injusta contra una pobre mujer, dejando a uno sólo con un ojo, para que sirviese de guía a los demás. Supongo, que tan funesto espectáculo llenaría de horror a toda la Ciudad, y muchos acusarían de cruel la ejecución, pero ella fue justa, y juntamente útil, pues la ceguera de aquellos pocos Jueces a otros infinitos abriría los ojos, para mirar cómo sentenciaban las Causas. [14]

30. Más singular es el caso, que ahora voy a referir. Estando gravemente enfermo el Conde Eukembaldo de Burban, celosísimo de la justicia, supo, que su sobrino suyo había hecho violencia a una doncella: mandó luego, que le llevasen al último suplicio. Trampeóse la ejecución por los que habían de dar cumplimiento al orden, con la esperanza de que el Conde muriese presto. No faltó quien le hiciese sabedor de la omisión; y conociendo, que en el estado en que se hallaba, aunque repitiese las órdenes, no había de ser obedecido, con arte hizo venir al delincuente a su aposento, como que ya estaba aplacado, y aun acercársele al lecho con no sé qué pretexto. Entonces, asiéndole con el brazo siniestro el cuello, y empuñando con el derecho un puñal, que tenía escondido, se le entró por la garganta, y le derribó allí muerto. Escandalizó el hecho a muchos. Pero Dios con un prodigio declaró ser de su agrado la acción. Fue luego llamado el Obispo de la Ciudad para confesar, y ministrar el Sagrado Viático al Conde, cuya enfermedad se iba agravando. Confesó éste sus pecados con grandes muestras de dolor, pero sin hablar palabra del homicidio, que acababa de cometer. Trájosele a la memoria el Obispo. Dijo el Enfermo, que esa había sido una acción de justicia, y así no debía confesarla como pecado. Insistió el Obispo en que se acusase de ella, con amenazas de que no le absolvería. Estuvo firme el Conde: con que en efecto el Obispo se retiró, sin darle la absolución, llevando consigo la Sagrada Forma, que había traído para Viático. Hízole llamar el Conde, cuando ya marchaba, y al volver le dijo, que mirase si estaba la Sagrada Forma en la cajita en que la había traído. No dudando el Obispo de que allí estaba, y tratando de impertinente la duda del Conde, abrió la caja; pero con gran espanto suyo vio que faltaba la Hostia. Entonces el Conde, abriendo la boca, se la mostró en ella al Obispo, porque Dios milagrosamente la había trasladado de la caja a la boca de Enfermo, comulgándole, [15] digámoslo así, por su mano, y testificando con tan gran prodigio, que la acción justiciera del Conde había sido muy de su agrado.

31. Esta inviolable integridad en administrar justicia no pide dureza alguna de corazón; antes es compatible con toda la compasiva blandura, de que es capaz el corazón humano. Así, aun cuando no cabe la clemencia efectiva, hay lugar a la afectiva. Vieron llorar amargamente a Biante Prieneo, uno de los siete sabios de la Grecia, en ocasión que condenaba un reo a muerte, y le preguntaron, por qué lloraba, si en su mano estaba salvar aquel hombre: A que respondió: En ningún modo está eso en mi mano, y por eso lloro. Su muerte es debida a la Justicia, y esta ternura a la Naturaleza. De Vespasiano se cuenta, que lloró muchas veces en la muerte de reos, que él mismo justísimamente había condenado.

32. A quien tuviere el corazón tan delicado, que decline a debilidad, y flaqueza la blandura, le daré un remedio admirable, que le conforte el corazón, dejándole, sin embargo, tan blando como estaba. Este consiste en mudar al entendimiento la mira, y enderezar la compasión a otro objeto. Hállase un Juez en estado de decretar la muerte de un Salteador de caminos, que ha cometido varios homicidios, y robos; y teniendo ya la pluma en la mano para firmar la sentencia, se le representan a favor de aquel miserable los motivos de compasión, que en semejantes casos suelen ocurrir. Considera la afrentosa viudez de su mujer, la ignominia, y desamparo de sus hijos, el sentimiento de los parientes; y sobre todo, la calamidad del mismo reo. Quitar la vida a un hombre (dice entre sí) terrible cosa! y al mismo tiempo le tiembla la mano con que iba a tirar los fatales rasgos. Premedita la indecible aflicción del delincuente, al oír la sentencia: contémplale caminando al lugar del suplicio confuso, aturdido, medio muerto: sigue con la imaginación sus pasos al montar los escalones: parécele, que está viendo ajustar el cordel a la garganta: ya tiembla [16] todo; y al representársele el despeño del ejecutor, y reo de la horca, se le cae la pluma de la mano.

33. ¡Oh flaquísimo Juez! ¿Qué haremos con él? Apartar esta funesta representación, o trágica pintura, que tiene delante de los ojos del alma, y substituir en su lugar otra mucho más trágica, y más funesta. Esta se forma de los mismos autos. Mira allí (le dijera yo al compasivo Ministro, y desde ahora se lo digo, para cuando llegue el caso) mira allí en medio de aquel monte un hombre revolcado en su sangre, dando las últimas agonías, solo, desamparado de todo el mundo, sin otra esperanza, que la de ser luego alimento de las fieras. Iba éste por aquel camino vecino, sin hacer, ni pensar hacer mal a nadie, cuando bárbara mano violentamente le introdujo en la maleza, y le quitó con el dinero la vida. ¿No te enterneces, viendo agonizar sin remedio a aquel desdichado? ¿No te irritas contra el bárbaro, que cometió tan atroz insulto? El mismo es, de quien poco ha te condolías tan fuera de propósito. Mira acullá una mujer de obligaciones casi en la última desnudez, atada a un roble, puestos en el Cielo los ojos, de donde derrama amargas lágrimas, arrancando de su lugar el corazón la violencia de los gemidos, con que parece testifica, que aun al honor se atrevió la insolencia. Esta inocente iba dos horas ha muy devota a cumplir el voto de visitar un Santuario, y sin más culpa que ésta, una Furia en traje de hombre la puso en tal lastimoso estado. ¿No hicieras pedazos, si pudieras, a tan bruto, tan desaforado malhechor? El propio es, que pocos momentos antes era objeto de tu compasión. Vuelve los ojos acá, donde verás un venerable anciano tendido en el suelo, lleno de golpes, vertiendo sangre por dos o tres heridas, pidiendo al Cielo la justicia, que no halla en la tierra. Este es un hombre, que con continuos afanes, y sudores negoció un razonable caudal, que junto llevaba para emplear en la compra de una hacienda, para acomodar su familia, cuando en aquel camino inmediato le sorprendió un Salteador, [17] y sobre quitarle todo su caudal, le maltrató, hasta dejar la vida en el último riesgo, y cuatro hijas huérfanas en suma miseria. Pregúntasme indignado, ¿dónde está el Salteador? Respondo, que en la cárcel, esperando ver qué dispones de él. Mira representadas, como en lienzos, en las hojas de este proceso otras innumerables tragedias, de quienes fue autor ese mismo. Mira también en los confusos lejos de esa melancólica pintura cuántos, y cuántas por los homicidios, y robos de ese insolente están pereciendo de hambre; cuántos, y cuántas están arrastrando lutos, y lo que es peor, cuántos y cuántas no los arrastran, ni los visten, porque ni siquiera les ha quedado con qué comprarlos. Escucha, si tienes oídos en el alma, los clamores de aquellos pupilos, que piden pan, y no hay quien se lo dé: los gemidos de aquellas doncellas bien nacidas, y criadas con honor, desesperadas ya de tomar estado competente: las quejas de aquellos muchachos, que con la tarea de los estudios esperaban hacer fortuna, y ya por falta de medios se ven precisados a labrar la tierra: llantos de aquellas viudas, a quienes los maridos sustentaban decentemente con sus oficios; y hoy no tienen adonde volverse las miserables. ¿Qué me dices? ¿No te lastiman más los lamentos de todos esos infelices, que la merecida aflicción de aquel que fue autor de tantos males?

34. Dirasme acaso, que esos daños no se remedian con que este hombre muera, y así su muerte no hace más que añadir esta nueva tragedia a las otras. Es verdad; pero atiende. No se remedian esos daños; pero se precaven otros infinitos del mismo jaez. Los delitos perdonados son contagiosos: la impunidad de un delincuente inspira a otros osadía para serlo; y al contrario su castigo, difundiendo una aprehensión pavorosa en todos los mal intencionados, ataja mil infortunios. Ya que no puedes, pues, estorbar la desdicha de aquellos inocentes, en quienes ya está hecho el daño, precave la de otros innumerables. Mira si son unos, y otros más acreedores [18] a tu ternura, que ese demonio con capa de hombre, que espera tu sentencia. Finalmente advierte, que aquellos mismos inocentes afligidos está pidiendo justicia al Cielo contra él; y si les dejas indemne, se la pedirán contra tí, porque le perdonas.

Paradoja cuarta
La que se llama liberalidad en los Príncipes, dañosa a los Vasallos

35. Supongo, que la Liberalidad no solo es virtud, sino virtud nobilísima, tanto más acreedora a que los hombres la aniden en su pecho, cuanto están constituidos en más excelso grado. Es cierto, que aunque todos los vicios son viles, y todas las virtudes nobles, con todo hay vicios, que con alguna particularidad tienen el carácter de sórdidos; y virtudes, que gozan cierto especial resplandor de hidalgas. Entre aquellos está colocada la Avaricia; entre éstas la Liberalidad.

36. De aquí se colige, que la codicia, siempre vil, es en los Príncipes vilísima, por lo mucho que desdice este abatimiento del ánimo de la elevación del Solio. Vespasiano fue un Príncipe de admirables cualidades, guerrero, político, justiciero, templado, discreto, afable; pero su codicia fue como un borrón, que obscureció todas estas perfecciones; de modo, que el que lee su Historia, lo más que puede hacer, es, no aborrecerle; pero nunca determinarse a amarle. Llegó para aumentar sus tesoros, al extremo de cargar un impuesto sobre los excrementos del cuerpo humano, y no fue tan hedionda la materia del tributo, como el tributo mismo.

37. Mas no por eso la prodigalidad, aunque vicio extremamente opuesto a la avaricia, deja de ser también muy fea en los Soberanos: aun es más torpe en ellos, que en los particulares. El particular pródigo, derrama lo [19] propio; el Príncipe lo ajeno. El particular con sus desperdicios se hace daño a sí mismo; el Príncipe a toda la República; de suerte, que aunque tan desemejantes los dos vicios, colocados en los Príncipes, producen en orden al público los mismos efectos. El avaro empobrece los Pueblos, para enriquecerse a sí mismo; el pródigo para enriquecer a otros. Lo que aquel junta, se sepulta; lo que este congrega, se disipa; y aun, si bien se mira, más nociva es la prodigalidad, que la avaricia; porque lo que desperdicia en beneficio de algunos particulares el pródigo, no vuelve, o solo muy tarde, o por raros accidentes puede volver al público; lo que amontona el avaro, suele servir, en tiempo del sucesor, para minorar en otro tanto los gravámenes del Pueblo.

38. Pero ¿qué es lo que llamamos prodigalidad de los Príncipes? Casi todo aquello, que comúnmente se llama liberalidad. Da el vulgo, y aun el que no es vulgo, grandes ensanches para expensas voluntarias al arbitrio de los Príncipes. Imaginase, que aun cuando el Príncipe da por capricho, o por afición particular a un sujeto, puede proporcionar la dádiva a la grandeza de su poder. Yo lo considero muy al contrario. Cualquiera suma considerable, que expenda, sin ordenarse directa, o indirectamente al beneficio público, es profusión injusta. Para el público es lo que sale del público. ¿No sería inicua providencia, que lo que contribuyen millones de hombres, sirviere al antojo, u ostentación de uno, que solo en cierto accidente extrínseco se distingue de los demás?

39. Mandó Alexandro Magno a su Tesorero diese al Filósofo Anaxarco todo lo que pidiese. Pidió éste cien talentos. Dio cuenta a Alexandro el Tesorero de la excesiva demanda del Filósofo. Hace muy bien, dijo Alexandro, pues sabe que tiene un amigo que puede, y quiere darle tanto. Y mandó que se le entregasen luego los cien talentos ¿Esta es liberalidad? Por tal se halla celebrada en infinitos libros. Pero yo digo, que no es sino una loca prodigalidad, hija de un exceso de vanagloria. [20] No solo prodigalidad, sino crueldad, y tiranía. Con aquellos cien talentos se podrían socorrer muchas necesidades; y si al Príncipe le sobraban, debía expenderlos en eso. Quitarlos pues de las bocas de tantos pobres, para saciar la hidropesía de un Filósofo avaro, ¿qué fue sino dejar en duda, quién fue más inicuo entre los dos, si Anaxarco en pedirlos, o Alexandro en darlos?

40. El mismo Alexandro a Perilo amigo suyo, que le pedía dote para sus hijas, mandó entregar cincuenta talentos. Replicó Perilo, que con diez tenía bastante. No importa, (respondió Alexandro) que aunque esos basten para tu necesidad, es muy corta dádiva para mi grandeza. Veo celebrados en mil escritos, como magnánimo el hecho, y como agudo el dicho; pero a mi me parece el hecho una locura, y el dicho una necedad. ¿Consiste la grandeza de un Príncipe en extravagancias, y desperdicios? ¿Es grandeza despojar a muchos de lo preciso, para dar a otros lo superfluo? No, sino iniquidad, y tiranía; y sólo le dará el nombre de magnanimidad, quien tenga sin uso el entendimiento.

41. En ocasión que a Alfonso V de Aragón, y primero de Nápoles le presentaban diez mil escudos de oro, dijo uno de los que lo miraban: Dichoso sería yo; si fuese mío todo ese dinero. Tómale, (respondió el Rey) que yo te quiero hacer dichoso. ¿Es esta magnanimidad? Como tal se aclama. Pero no es sino flaqueza de ánimo, y falta de fuerza para resistir un ímpetu desordenado de vanagloria. Es también falta de advertencia, o reflexión. Supongo, que aquel Príncipe hizo aquella profusión, por lisonjearse de tener corazón, y poder para hacer dichoso a un hombre con ella. Preguntaríale yo (y puede servir la pregunta para todos los Príncipes del mundo): Si es hazaña de la grandeza hacer feliz a un hombre, no será mucho mayor hazaña hacer a muchos felices, que a uno solo? Si es gloria del Soberano hacer dichos a un individuo, ¿no será sin comparación mayor gloria hacer dichoso a todo un Reino? No cabe duda. Pues esto [21] es lo que logrará, evitando toda profusión, y arreglándose a una discreta economía. Cercene todos los gastos superfluos, corrija la codicia de sus Ministros, o entregue el Ministerio solo a los íntegros, y capaces; proporcione las contribuciones a las fuerzas de los Vasallos; procure el alivio de Labradores, y Oficiales; porque estos son los que con su trabajo enriquecen la República; y cuando ven, que el peso de las gabelas las estruja casi cuanto produce su sudor, son muchos los que se dan a holgazanes, y vagamundos. En fin, observando todos los preceptos, que dictan la justicia, la piedad, y la prudencia, no alargándose con alguno en particular a más de lo que piden su necesidad, o su mérito, y siendo Padre benéfico de todos, los hará a todos felices.

42. El Erario Real es como el Océano. Recibe aquel el tributo de la moneda de todo un Reino, como éste el de las aguas de todo el Orbe. Así debe hacer lo que hace el Océano; que a todo el Orbe vuelve las mismas aguas, que recibe, fecundado todas las Regiones con las lluvias, que les suministra en exhalados vapores. Gran defecto sería de la Providencia Soberana, si engrosándose el caudal del Océano con la agua, que le contribuye todo el mundo, no se expidiese ese caudal sino en fertilizar una, u otra Provincia, dejando todas las demás estériles. Asimismo será un intolerable desorden del gobierno humano, que aquel Erario, a quien contribuyen todos los Vasallos, prodigamente rebose en beneficio de unos pocos particulares, escaseándose hacia todos los demás.

43. El Emperador hoy reinante en la China es, en el asunto de que vamos hablando, uno de los más excelentes ejemplares, que tiene, o tuvo jamás el mundo. Cito la Carta del Padre Contancin, Misionero en la China, escrita de Cantón a fines del año de 1725, y copiada en el Tomo 18 de las Cartas Edificantes, y curiosas de las Misiones Extranjeras; bien que yo solo tengo presente [22] su extracto en el Tomo segundo de las Memorias de Trevoux del año 1728.

{(a) 1. La Gaceta de Madrid, que el año pasado notició la muerte del último Emperador de la China Yong-Tching, dio una idea de este Príncipe diametralmente opuesta a la que produjimos en el Teatro, donde ponderamos su suave gobierno, el que la Gaceta transmutó en cruel, y bárbaro, diciendo que aquel Emperador había sido aborrecido de los Vasallos por su crueldad. Sin duda el Gacetero, o el que al Gacetero ministró las noticias, usó de informes muy contrarios a la verdad. Los testigos, que hay, de que fue (dejando aparte la Religión) uno de los mejores Príncipes del mundo, clemente, benigno, cuerdo, y amantísimo de sus Vasallos, son absolutamente irreprochables. Alegamos en el Teatro al Padre Contancin, que en una carta escrita de Canton a fines del año de 1725, le elogia altamente las prendas expresadas. Para que sepa el Lector el caso, que debe hacer del testimonio de este Jesuita, le avisaremos, que fue uno de los hombres más ejemplares, y uno de los más fervorosos Misioneros, que la Compañía tuvo en la China. Este excelente Operario, habiendo estado treinta y un años en aquel Imperio, vino a Francia, a principios del 32, no a descansar de sus Apostólicas fatigas, antes a solicitar los medios para reparar aquella casi arruinada Misión; y volviendo a la China el año de 1733, murió en el camino. Con ocasión de su estancia en París, frecuentó mucho, y muy útilmente conversación el Padre Juan Bautista Du-Halde, Autor de la grande Historia moderna de la China. Véase ahora lo que éste dice en su Carta, dirigida a los Jesuitas de Francia, que viene a ser como Prólogo del Tomo 21 de las Cartas Edificantes.

2. «Otra pérdida (dice) que la Misión de la China hizo en el mismo año, es la del Padre Contancin. Ella me fue tanto más sensible, por haber pasado conmigo el último año de su vida, y haber conocido de cerca, cuan irreparable era una pérdida de este tamaño. Deputado por sus Superiores para negocios de la Misión, arribó a Europa el año de 1731. Su estancia en París aumentó mucho la alta idea, que habíamos formado de sus virtudes Apostólicas. Vimos en él un hombre verdaderamente desasido de todas las cosas de la tierra, y enteramente muerto a sí mismo, no respirando sino la gloria de Dios, y la santificación de las Almas; de una constancia, que ningún obstáculo, ninguna fatiga impedía; y de un celo, que animado siempre de la más perfecta confianza en Dios, no conocía lentitudes, y peligros.»

3. «Este celo fue quien le robó a una Misión, adonde volvió con [23] la cualidad de Superior General, que con gran dificultad aceptó. Apenas llegó a Port-Luis, para embarcarse en el mismo Bajel, que le había traído de la China, cuando todo el Pueblo, que ya le había conocido al abordar allí con ansia indecible se dio prisa a confesarse con él. En esta ocupación, empleó los días enteros, y parte de las noches; de modo que en tres semanas ninguna noche llegó a lograr cuatro horas de sueño.»

4. «El temperamento del Padre Contancin hubiera podido resistir esta continua fatiga, si su celo no le hubiera arrastrado a otros excesos. Llamado por una persona moribunda, que le rogó no la abandonase, estuvo siete días en su casa para disponerla a una santa muerte, no logrando más que unos momentos de sueño, sin desnudarse. En fin, se dio a la vela el día 10 de Noviembre, llevando consigo dos nuevos Misioneros. El día 13 fue atacado de una fiebre ardiente, la cual no pudiendo ser superada por los remedios, el día 21 expiró tranquilamente a las diez de la mañana.»

5. «Las lágrimas, y sentimiento del Capitán (Monsieur Drias), de los Oficiales, y generalmente de todo el Equipaje, hicieron luego su elogio. Los grandes sentimientos de Religión, que manifestó en el discurso de la enfermedad, y que exprimió en los términos más tiernos, y más enérgicos, redoblaron la veneración, que ya había granjeado en el viaje, que con ellos había hecho de la China a Francia. Cada uno a porfía relataba diversos rasgos de su piedad, y de su celo. Ellos son tantos y tan heroicos, dice el Padre Foureau, que recibió sus últimos suspiros, que el celo de San Francisco Xavier, no podía en semejantes circunstancias excederle. Por una deliberación del Capitán, y de los demás Oficiales, contra el uso ordinario, se resolvió, que su cuerpo se conservase hasta llegar a Cádiz, para darle allí el honor de la sepultura. En fin concluye, con que fue enterrado en el Colegio de la Compañía de Cádiz; y copia el Epitafio, que el Padre Foureau puso sobre su lápida, que es como se sigue.

Hic jacet R. P. Cyricus Contancin Societatis Jesu Sacerdos, natione Gallus, patria Bituricensis, qui post triginta annos in Sinica Missione transactos, pro Missionis utilitate in Galliam anno superiori redierat. Eo revertebatur Superior Missionis Gallicae, cùm post duodecim itineris maritimi dies, fractus Apostolicis laboribus, quos ut in Sina, sic & in Gallia miro zeli fervore sustinuerat, piè, ut vixerat, obiit anno aetatis 63, die 21. Novembris, [24] anno 1733. Pro cujus sanctitatis opinione, ejus Corpus per quinque dies in mari asservatum, ne sepulture bonore careret, per quem en Sinis Religio Catholica mirè propagata est, à Reverendis Patribus Collegii Gaditani eximia benignitate exceptum, supremum diem in pace expectat.

6. Tal era el Padre Contancin, con cuyo testimonio hemos probado las excelentes cualidades del Emperador de la China. ¿Qué se puede oponer a un sujeto de este carácter? ¿Ignorancia del gobierno de aquel Imperio? ¿Cómo puede ser, viviendo en él tan de asiento? ¿Pasión injusta por la persona? No cabe en tan calificada virtud, y mucho menos en un celoso Misionero, por un Príncipe, que experimentaba desafecto de la Religión Católica.

8. Sólo se me puede dar una respuesta; y es, que como la Carta del Padre Contancin fue escrita el año de 1725, hubo después lugar para que el Emperador degenerase de las virtudes, que predica de él el Misionero, y de clemente, y benigno se hiciese cruel, como sucedió a otros Príncipes, y de que tenemos un famoso ejemplar en Nerón. Pero a esta solución ocurro con otra Carta del mismo Padre Contancin, escrita de Cantón, su fecha a 19 de Octubre de 1731, la cual (siendo muy larga) pues consta de sesenta y ocho páginas en octavo, no contiene casi otra cosa, que elogios del mismo Emperador, celebrando su prudencia, su benignidad, su moderación, su dulzura, su grande aplicación al gobierno, su grande amor a los Vasallos, y exhibiendo repetidos ejemplos de estas, y otras virtudes suyas.

9. Añadamos al testimonio del Padre Contancin el del Padre Du-Halde, Colector, y Editor de las Cartas, y Memorias remitidas por los Misioneros de la China. Este en la Carta a los Jesuitas de Francia, que sirve de Prólogo al Tomo 22 de las Cartas Edificantes, después de referir las mismas virtudes del Emperador, que el Padre Contancin, prosigue así: Estas son las virtudes con que el Monarca Chino inmortaliza su nombre; y ganando el corazón de sus Vasallos, se firma más, y más cada día en el trono. Así los Pueblos le miran como digno heredero del Emperador Cang-Hi su padre, en el grande arte de reinar. Se advierte, que el Tomo 22 de las Cartas Edificantes se imprimió al principio del año 36, cuando el Padre Du-Halde había recibido Cartas de la China, muy posteriores a la del Padre Contancin del año de 31. Con que habiendo arribado la muerte del Emperador el día 7 de Octubre del año de 1735, como consta de Carta del Padre Parrenin, escrita de Pekín el día 22 de Octubre de 1736, [25] que se halla en el Tomo 23 de las Cartas Edificantes, no queda espacio donde acomodar su pretendida crueldad.

10. El mismo Padre Du-Halde, en su Carta a los Jesuitas de Francia, que se halla a la frente del Tomo 20 de las Cartas Edificantes, copia parte de una del Padre Chalier; en que este Misionero, después de dar parte del terrible terremoto, que afligió la Ciudad de Pekín, y sus contornos, prosique así:

11. «Su Majestad se mostró sensibilísimo a la aflicción de su Pueblo. Dio orden a muchos Oficiales para tomar razón de las casas destruidas, y del daño que cada familia había padecido, a fin de aliviar las que estuviesen más necesitadas. Espéranse de él liberalidades considerables. Ya hizo sacar del tesoro un millón, y doscientas mil libras, para distribuir a las ocho Banderas (Tropas, que están en Pekín); y lo que ha sido dado por su orden a los Príncipes, y Grandes del Imperio, monta cerca de quince millones de nuestra moneda de hoy.»

12. «Este Príncipe ha enviado también un Eunuco de los asistentes a su Persona, para informarse de los Europeos, si entre ellos alguna persona había sido muerta, o herida. Los Misioneros se juntaron al otro día de mañana, y deputaron ocho de su Cuerpo, para ir a dar gracias a su Majestad de este favor. El Padre Gaubile, que era de este número, tuvo cuidado de avisarnos de lo que pasó en esta Audiencia. El día 15 de Octubre por la mañana (dice este Padre) el Padre Rainaldi, el Padre Parrenin, el Padre Kegler, el Padre Frideli, el Padre Pereira, el Padre Piñeiro, el Hermano Castillon, y yo fuimos a Palacio. El Padre Parrenin había formado una Memoria donde estaban nuestros nombres, y donde expresaba, que íbamos a informarnos de la salud de su Majestad, y a rendirle humildísimos agradecimientos de que en esta pública calamidad se hubiese dignado de favorecernos con su atención. Este Memorial fue presentado a las seis y media de la mañana a un Eunuco llamado Vang, que cuida de los negocios de los Europeos. El Eunuco volvió a las nueve y media a decirnos, que nuestro Memorial había sido grato al Emperador, y que venía en darnos Audiencia ::: Un Eunuco de los asistentes, enviado a nosotros, ordenó al Padre Parrenin de ponerse el primero cerca del Emperador. Después de ponernos de rodillas, según la costumbre, el Padre Parrenin hizo el cumplimiento en nombre de todos los Misioneros. El Emperador [26] les respondió con rostro alegre, y gracioso: Mucho tiempo ha, que no he visto a ninguno de vosotros, y estoy muy gustoso de veros con buena salud. Esta visita terminó, en que el Emperador mandó dar mil Taels a los Misioneros, para ayuda de reparar los daños, que habían padecido las tres Iglesias, que tienen en Pekín. Cada Tael vale siete libras Francesas, y diez sueldos.

13. Así se portaba con los Jesuitas de Pekín, al mismo tiempo que en la Cristiandad era execrado su nombre, porque perseguía la Religión. Confieso, que por este capítulo debe ser aborrecida su memoria. Mas si no dejamos de alabar las virtudes de Trajano, aunque, sobre perseguidor de los Cristianos, fue manchado de otros algunos vicios, ¿por qué no hemos de hacer justicia al Monarca Chino, en quien, separado el odio de la Religión, nadie notó vicio alguno?

14. Ni el odio de la Religión estuvo en el grado, que acá comúnmente se piensa. La persecución de la Cristiandad por este Emperador puede considerarse en orden a dos clases de gente; esto es, lo Misioneros, que predicaban la verdad Católica, y los Regionarios, que la abrazaban. Prohibió la predicación a los primeros, y la conversión a los segundos. Muchos Misioneros prosiguieron en las funciones de su ministerio, aunque con la cautela que pedían las circunstancias. Muchos de los Chinos convertidos se mantuvieron constantes en la Fe. De unos, y otros fueron delatados algunos; y contra todos se procedió con prisiones, destierros, y otras penalidades, tan molestas a veces (porque debemos confesarlo todo), que costaron las vidas a los perseguidos, y por tanto deben ser venerados como Mártires, con aquella limitación, que la Iglesia permite, entretanto que ella no los declara tales; pero contra ninguno, ni de los primeros, ni de los segundos, se dio sentencia de muerte.

15. Por lo que mira a los Misioneros, el año de 1722 había dado Decreto el Emperador, para que cuantos había en el ámbito del Imperio se retirasen a Cantón, Capital de una de las Provincias de la China. El año de 32 con el pretexto de que habían contravenido a las órdenes del Emperador, hicieron retirarlos, con la facultad de transportar todos sus muebles a Macao, que está en una Península, y es por aquella parte extremidad del Imperio de la China. Mas ni uno, ni otro orden se entendió con los Misioneros, que estaban en la Corte; ni en alguna manera se molestó a estos, antes se les permitió continuar el ejercicio libre de su Religión, y la manutención de tres Templos, [27] que tenían en ella, al reparo de cuyas ruinas había contribuido poco antes el Emperador, como lo hemos visto.

16. No niego, que persiguió la Religión. Mas tampoco puede nadie negarme, que fue la persecución mucho menos rigurosa, que la del Japón, y que todas las de los antiguos Emperadores Romanos. Como quiera, aun limitada como fue, no puede imputarse enteramente a culpa suya. Los Ministros tuvieron mucho mayor parte que él en ella. Lo primero, porque el Tribunal de Ritos, que en aquel Imperio goza de una autoridad en las materias de Religión, respetada, y aun temida de los mismos Emperadores, le impelía con representaciones fuertes a mantener la creencia de sus antepasados. Lo segundo, porque en las ejecuciones de prisiones, y destierros, los Ejecutores excedían de las órdenes muchas veces. Lo tercero, porque con las calumnias le imprimían una idea odiosa de la Religión Cristiana.

17. Esto último se ve claramente en la Relación de una audiencia, que tuvieron los Misioneros de Pekín el año de 1733, enviada por los mismos Misioneros a Roma, y copiada en una Carta del Padre Mailla (uno de los Misioneros) su fecha el día 18 de Octubre del mismo año, que se halla en el Tomo 22 de las Cartas Edificantes. Esta audiencia fue solicitada de los Misioneros, a fin de justificarse de algunas falsas acusaciones, con que sus enemigos pretendían, que el Emperador los expeliese de la Corte a Macao. La Relación es como se sigue.

18. «El día 18 de Marzo de 1733, tercero día de la segunda Luna fuimos llamados a Palacio. Como aún no se nos había dado respuesta del Memorial, que presentamos en orden a los Misioneros desterrados de Cantón a Macao, pronosticamos favorablemente de la concesión de esta audiencia. Pero esta esperanza duró poco; pues bien lejos de permitir la vuelta de los Misioneros de Macao a Cantón, se trataba de echarnos a nosotros de Pekín, y de todo el Imperio.»

19. «A medio día parecimos ante el Emperador en presencia de los Ministros principales, que hizo venir de intento, para que fuesen testigos de los que tenía que decirnos, y para ejecutar sus órdenes. Después de hablarnos de la Religión Cristiana, la cual decía no estar aún, ni prohibida, permitida, pasó a otro artículo, sobre el cual insistió principalmente. Vosotros, dijo, no rendís algún honor a vuestros padres, y ascendientes difuntos; vosotros jamás vais [28] a su sepulcro, lo que es grande impiedad: vosotros no hacéis más caso de vuestros padres, que de un trapo, que halláis a vuestros pies. Testigo este Ounteben, que es de la familia Imperial (un Magnate convertido a la Fe) el cual desde que abrazó vuestra Ley, perdió todo el respeto a sus antepasados, sin que fuese posible vencer su pertinacia. Esto no puede sufrirse. Así yo estoy obligado a proscribir vuestra Ley, y prohibirla en todo mi Imperio. Después de esta prohibición, habrá quien se atreva abrazarla? Vosotros, pues, estareis aquí sin ocupación, y por consiguiente sin honor. Por tanto es preciso que salgáis de aquí. Añadió el Emperador otras cosas de poca importancia; pero siempre volvía al asunto de que éramos, unos impíos, que rehusábamos honrar a nuestros padres, y inspirábamos el mismo desprecio a nuestros discípulos. Hablaba muy rápidamente, y en tono de estar bien asegurado de la verdad de lo que nos decía, y de que no teníamos que replicar.»

20. «Luego que nos permitió hablar, le respondimos con modestia, pero con todo el vigor, que la inocencia, y la verdad inspiran, que le habían informado mal, siendo todo lo que le habían dicho puras calumnias, inventadas por nuestros enemigos: que la obligación de honrar a los padres, es precepto expreso de la Ley Cristiana: que no podíamos nosotros predicar tan santa Ley, sin enseñar a nuestros discípulos a cumplir con esta indispensable obligación de la piedad. ¿Qué, dijo el Emperador, vosotros visitáis el sepulcro de vuestros antepasados? Sí señor, le respondimos; mas nada les pedimos, ni esperamos nada de ellos. ¿Vosotros, replicó, tenéis tabletas? No solo tabletas, le dijimos, mas también retratos suyos, que nos los traen mejor a la memoria. El Emperador pareció quedar muy admirado de lo que le decíamos: y después de habernos hecho dos, o tres veces las mismas preguntas, que fueron seguidas de las mismas respuestas, nos dijo: Yo no conozco vuestra Ley, ni he leído vuestros libros: si es verdad, como afirmáis, que no os oponéis a los honores, que la piedad filial debe a los padres, podéis continuar la habitación de mi Corte. Luego, volviéndose a sus Ministros: Vé aquí, les dijo, unos hechos que yo tenía por constantes, y con todo, ellos los niegan fuertemente. Examinad, pues, con cuidado esta materia, y después de informados exactamente de la verdad, me daréis razón, para expedir los órdenes convenientes.»

21. No consta de la Relación destinada a Roma, ni de la Carta del Padre, que la copia, el éxito de esta dependencia, porque los Ministros [29] tardaron mucho en el examen cometido. Pero es cierto, que los Misioneros no fueron expelidos de Pekín; porque en el mismo Tomo alegado se halla una Carta del Padre Parrenin, escrita de Pekín a 15 de Octubre del año de 1734; esto es más de año y medio después de la audiencia referida; y en el Tomo 23 otra del mismo Padre, escrita también de Pekín a 22 de Octubre de 1736. Como ya apuntamos arriba, el Padre Parrenin era uno de los Misioneros, cuya expulsión se disputaba, y le hallamos en Pekín tanto tiempo después; luego es fijo, que el Emperador resolvió a favor de los Misioneros.

22. Los monumentos, que hemos alegado, dan una idea clara del genio de aquel Príncipe, y muestran con la mayor evidencia, que bien lejos de ser de ánimo cruel, como decía nuestra Gaceta, era dotado de una índole dulce, benigna, y moderada, acompañada de un juicio reflexivo, y prudente. Dígame cualquiera que lee esto, ¿si imaginó jamás, que algún Príncipe infiel, encaprichado de su errada creencia, puesto en las circunstancias en que estaba el Emperador Chino, procediese con tanta humanidad, y espera con unos forasteros, cuyo intento era desterrar de su Imperio la misma Ley, que veneraba?

23. Me he detenido mucho en este asunto, no solo por vindicar la memoria de aquel Emperador de la calumnia expresada; mas también por satisfacer la curiosidad de muchos, que desean noticia más exacta, que la que comúnmente hay de la que padeció el Cristianismo en la China, y del último estado de la Misión de aquel Imperio.

24. Con esta ocasión pondremos también patente al público la falsedad de un rumor, que se esparció, de que algunos Misioneros motivaron aquella persecución, fomentando las ideas ambiciosas de un Príncipe de la Sangre Real, y procurando para colocarle en el Trono, derribar al legítimo dueño. No alegaré contra esta impostura las muchas Relaciones, que han venido de la China, las cuales están concordes en que el motivo de la persecución no fue otro, que la adhesión del Príncipe a su errada creencia, ayudada de las calumniosas sugestiones de varios Ministros, que le representaban, que la Ley Cristiana destruía las buenas costumbres de su Imperio, impugnando la reverencia debida a los antepasados. Digo, que no alegaré dichas Relaciones, porque bien, o mal me responderán, que siendo estas Relaciones obra de los mismos Misioneros, tienen el defecto de testificación en causa propia, [30] sí solo un argumento, que excluye toda respuesta.

25. Es hecho constante, que ni en el Decreto del año de 22, para que todos los Misioneros de la China se retirasen a Cantón, ni en el de 32, para que pasasen a Macao, fueron incluidos, antes positivamente excluidos los Misioneros residentes en Pekín, pues se mantuvieron siempre en aquella Corte, por lo menos hasta fines del año de 36, como hemos visto. Arguyo ahora así: Si hubiese conspiración de los Misioneros contra el Emperador, es claro, que los principales instrumentos, y aun los directos de ella, serían los Misioneros residentes en la Corte; como comprehenderá cualquiera, que no sepa más que el A B C de la política, luego estos serían expelidos también, y con más razón que los demás. No lo fueron, luego es soñada dicha conspiración. Más; quiero dar el caso de que en la averiguación de la conspiración nada resultase contra los de la Corte. ¿El Emperador y sus Ministros no quedarían siempre con una prudente desconfianza hacia unos hombres de la misma Religión, del mismo Instituto, de los mismos intereses que los otros, que eran tenidos por delincuentes? Subsistiendo esta desconfianza, ¿tolerarían su permanencia en la Corte, que era donde podían ser más dañosos? Aprieto o confirmo el argumento con otra reflexión. En la China, como en todos los demás Reinos, y Repúblicas del mundo, se castiga con pena capital el crimen de lesa Majestad: luego si hubiese intervenido conspiración de parte de los Misioneros contra el Príncipe legítimo, como verdadero crimen de lesa Majestad, hubiera sido castigado con el último suplicio. No lo fue, ni hubo contra ellos decretada otra pena, que la de destierro, y aun ésta sin confiscación de bienes, pues les permitieron retirar todos los que tenían: luego, &c.

26. Más: ¿Cuál sería el motivo de no incluir en el Decreto de destierro a los Misioneros de la Corte? Nada he leído en orden al punto. Lo que discurro es, que estos, viéndose en unas circunstancias, en que convenía usar de la prudencia de serpientes, encomendada por el Divino Maestro a los Apóstoles, y en ellos a todos los Ministros Apostólicos; esto es contemplando, que si proseguían en las funciones de su ministerio, no lograrían otra cosa de un Emperador, y Ministros declarados contra la Religión Católica, que irritar más sus ánimos, y arruinar enteramente el negocio de la Misión, prudentemente se abstuvieron de ellas, reservándose para ocasión [31] más oportuna, en que con algún provecho pudiesen repetirlas. De este modo lograron su conservación. Nuestro Señor quiera, que llegue el caso, en que puedan sembrar, y fructificar aquellos Obreros.}

44. Está trabajando sin cesar aquel Príncipe en orden [23] al bien de sus Vasallos. Este objeto le tiene en continua fatiga. Este ocupa siempre su pensamiento. Todos los días del año, todas las horas del día son de audiencia, [24] y despacho; ninguna goza el privilegio de estar reservada para el recreo. Usa de las riquezas de su Erario con gran moderación en orden a las conveniencias de su [25] persona; pero con una magnanimidad verdaderamente Regia, para ocurrir a las necesidades de los Pueblos. Adquiere noticias puntuales del estado de la opulencia, u de [26] indigencia de las Provincias, para relevar, o socorrer a las necesidades. Si algún Pueblo es desolado, o por un terremoto, o por un incendio; si alguna Provincia, o [27] por inundaciones, o por temporales adversos deja de producir los frutos acostumbrados; si cualquiera otro accidente empobrece algún territorio, al punto acude con [28] grandes sumas, o a reparar los edificios, o a socorrer los pobres. Todas las calamidades de sus vasallos hallan en él unas entrañas que rebosan dulzura, compasión, y amor paternal. [29]

45. El mismo año de 1725, en que fue escrita la Carta del P. Contancin, padecían mucho algunas Provincias de la China, por las excesivas lluvias, que habían precedido. [30] Trató el Emperador de su socorro, y para que mejor se lograse, envió a los Grandes del Imperio una instrucción escrita de su mano, que empezaba así: Este Estío [31] fueron extraordinarias las lluvias: las Provincias de Pekín, Chantog, y Honan fueron inundadas. Siento mucho la aflicción de mi Pueblo: yo le tengo siempre en mi corazón, y en él estoy pensando noche, y día. ¿Cómo podré gozar un sueño tranquilo, sabiendo que mi Pueblo padece?... Es preciso socorrer prontamente a tantos pobres afligidos. Vosotros Grandes del Imperio, escoged Ministros fieles, aplicados, capaces de poner bien en ejecución mis intenciones, y que prefieran el bien público a sus particulares intereses: estos discurran por las tres Provincias, llevándoles los efectos de mi compasión. Penetren hasta los rincones más obscuros, y retirados para descubrir todos los pobres, a fin de que ninguno quede sin el socorro debido. Sé que se cometen algunas injusticias en este género de distribuciones; mas yo velaré sobre esto. Velad también vosotros, &c.

46. Otro monumento hay en la Carta citada del Padre Contancin, que acredita, no sólo la generosa piedad de este Príncipe, mas también su heroico desinterés. Habiendo relevado perpetuamente a una Provincia de cierta parte del tributo anual, por justas razones, que para ello tuvo, le escribió el Gobernador de ella, dándole parte de las demostraciones de agradecimiento, que los Pueblos en parte habían hecho, y en parte estaban en ánimo de hacer, y de las cuales algunas eran costosas. La respuesta del Emperador fue esta: Lo que me avisáis, es totalmente contrario a mis intenciones. Cuando concedí esta gracia, sólo tuve la mira de procurar el bien de mi Pueblo, y no la de granjearme un vano honor: esos festejos son superfluos, y para nada pueden serme útiles. Habiendo yo enviado instrucciones a todo el Imperio, exhortando a los Pueblos a la economía, y frugalidad, ¿cómo os atrevéis a permitir estas locas expensas? Prohibidlas prontamente. Es también de temer, que los Oficiales Subalternos, con el pretexto de las contribuciones para esos regocijos, se interesen en ellas, y se engrasen con la substancia del pobre Pueblo. Por lo que mira al edificio, y al monumento de piedra, prohíbo desde luego que se erija: porque, [32] vuelvo a decirlo, cuando concedo tales gracias, no pretendo una vana reputación: todos mis deseos son únicamente, que en todo mi imperio no haya persona alguna, que no cumpla con su obligación, y que no viva con tranquilidad, &c.

47. Toda la conducta de este Príncipe es del mismo tenor. Con una sagacísima atención explora el proceder de todos los Mandarines, a todos tiene prevenidos para que, o pública, o secretamente le informen de cuanto crean conducir al buen gobierno. Ha hecho muchos reglamentos, todos justos, y sabios: ha asegurado remuneraciones a los paisanos adictos al trabajo, a las viudas virtuosas, a los hijos, que sobresalen en piedad hacia sus padres, &c. ¿Y este Príncipe tan perfecto en la Etica, y Política, es el mismo que proscribió el Cristianismo en todo su Reino? ¡Oh inescrutables secretos de la Divina Providencia! Quam incomprehensibilia sunt judicia ejus, & investigabiles viae ejus! Pero su ceguera en materia de Religión no estorba, que le propongamos como un ejemplar insigne de la economía, y liberalidad de los Príncipes.

48. Dije de economía, y liberalidad, pues una, y otra virtud se hallan conciliadas admirablemente en la práctica de aquel Soberano. El efecto propio, y esencial de la liberalidad (en doctrina de Santo Tomás) es moderar el afecto al dinero, para que por la nimia adhesión a él no deje de expenderse siempre que fuere justo. Así es propiamente liberal, no el que le derrama, o por antojo, o por ostentación, o por particular afición a los sujetos, a quienes enriquece (todo eso es prodigalidad) sino el que está aparejado a gastarle, siempre que cualquiera motivo razonable, o virtuoso lo pida. Dentro de estos límites les queda a los Príncipes harto dilatado campo al ejercicio de la liberalidad. Liberal es el que socorre a los pobres, premia a los beneméritos, alienta con dádivas a los hábiles, construye edificios útiles: generalmente cuantas expensas conducen al bien público, pueden ser objeto de la liberalidad; no solo de la liberalidad, mas aun de la magnificencia. Estas dos virtudes se [33] distinguen, en que aquella solo impera los gastos moderados, ésta la expensa de mayores sumas; pero siempre dentro de los término de ser el motivo justo, y conducente a la pública utilidad. Fue magnífico el gran Luis XIV en la construcción del Hospital de los Inválidos, y mucho más en la del Canal de Languedoc, porque las grandes expensas, que costaron uno, y otro, se ordenaban al bien público; pero no fueron magníficos, sino desbaratados, Calígula, y Nerón, en la contrucción de los dos Palacios, que ocupaban tanto terreno como dos grandes Pueblos, porque no intervino en ella otro motivo, que el de la vanidad. Fue magnífico el Emperador Adriano, perdonando de una vez cuanto estaban debiendo de los diez y seis años anteriores Roma, Italia, y todas las Provincias (por lo menos las Imperiales, a quienes restringe este beneficio Esparciano); pues fue pródigo Alfonso Décimo de Castilla, expendiendo una suma grande de dinero en la redención de Balduino, Emperador de Constantinopla (si todavía esta noticia, aunque esparcida en varios libros, es verdadera): en lo primero se interesaba mucho el Imperio Romano; nada España en lo segundo.

49. Finalmente, puede el Príncipe ejercer, no sólo su liberalidad, mas aun su magnificencia, colmando de grandes dones a uno, u otro particular de mérito muy sobresaliente (hablo de mérito útil a la República); porque en esto se atiende, aun mas que a remunerar la virtud de uno, a excitar la aplicación de muchos. A este respecto, lo que España dio a Colon, no excedió de lo justo; lo que dio a Cortés fue poco; y lo que al gran Capitán, casi nada. Cuando el Príncipe debe ser magnífico, si con la dádiva no arriba a este término, nunca se queda en el medio de liberal; siempre declina el extremo de escaso.

Paradoja quinta
La edad corta es más favorecida de los Jueces, en las causas criminales, de lo que debiera ser

50. La verdad de esta Paradoja se halla bien probada por el Cardenal de Luca en el tratado Conflict. Leg. &. Rat. observ. 11, y más latamente al fin del Suplemento del mismo tratado; sin embargo, no es poco lo que tenemos que añadir a las razones de que usa este Eminentísimo Jurisconsulto.

51. Las Leyes civiles comunes estatuyen, que los delincuentes menores de veinte y cinco años no sean castigados con la pena ordinaria; sí con otra más blanda a arbitrio del Juez. He dicho las Leyes Civiles comunes, porque las particulares de algunos Reinos, o Estados ciñen la menor edad a más corto plazo, así para este efecto, como para otros actos legales. En Nápoles, Sicilia, y algunas Ciudades de la Toscana, está restringida la minoridad a los diez y ocho años; de modo que el que los tiene completos se reputa mayor, así para padecer la pena ordinaria, como para todo lo demás en que pide mayoridad el Derecho.

52. El citado Cardenal de Luca, combinando varios textos de las Leyes civiles comunes, expone los que se alegan a favor de la minoración de la pena, respecto de los menores de veinte y cinco años, de modo, que según su inteligencia, no perjudicarán a la verdad de la Paradoja. Pero yo, sin meterme en el molesto cotejo de textos, propondré lo que dicta la recta razón, por la cual se debe regular la inteligencia, o uso de la Ley.

53. El fundamento universalísimo, y único de las Leyes, para determinar a la menor edad menor pena, es la consideración de que en la menor edad no está perfecto el juicio; y cuanto es menos cabal el juicio, es menor la culpa.

54. Pregunto yo ahora: ¿qué juicio es el que se llama perfecto? ¿Aquel, que propia, y rigurosamente es tal? Los más de los hombres no le logran en toda la vida; [35] por consiguiente, los más deberán estar exentos de la pena, que prescriben las leyes. ¿Aquel, que basta para distinguir a un hombre del que declaradamente es fatuo, o tonto? Este le tienen muchísimos muchachos de doce, catorce, u diez y seis años; por consiguiente se podrá imponer a estos la pena ordinaria. Con que es preciso buscar entre estos dos extremos un estado medio; pero cualquiera que se señale, resta la misma dificultad, porque a este estado medio llegan muchos antes de los veinte años, y muchos, ni aun a los treinta.

55. Diráseme acaso, que aunque haya en esto alguna desigualdad; lo que regularmente sucede, es, que a los veinte, y cinco años logran los hombres aquel grado de juicio, que gravificando la culpa, los proporciona a la pena ordinaria. Pero yo insisto en que no hay en esto regularidad alguna. La razón es, porque cuanto se distinguen unos individuos de otros en el mejor, o peor uso de la potencia intelectiva, varían también en la celeridad, o tardanza con que llegan a aquel grado de uso, que se imagina proporcionado a la pena ordinaria; de modo, que así como entre cien hombres no se hallarán diez de igual ingenio, tampoco se hallarán diez, que a determinada edad logren aquel grado de juicio, de que trata la cuestión.

56. Si por estado de juicio perfecto se toma aquel, en que mitigado el ardor juvenil, ya no perturba la razón, quedamos siempre con la misma dificultad, y aun pienso que mayor; pues por la gran distancia, que hay de unos temperamentos a otros, se ven muchos hombres fogosísimos a los treinta, o cuarenta años; y muchos muy reposados a los diez y ocho, u veinte.

57. A esto se añade, que se fuese razón minorar la pena en atención al ardor, o vehemencia de las pasiones, que reina en la edad juvenil, sería consiguiente forzoso extender este indulto a los más, y peores delincuentes; siendo cierto, que son muy pocos los que a sangre fría cometen delitos graves: lo común es obrar incitados de pasiones vehementes.

58. No niego, que en igualdad de delito es más culpable [36] el que con menor incentivo peca; pero por otra parte es menester atender a que a mayor incentivo se debe aplicar más fuerte freno, y el freno no es otro, que el temor del castigo. Si se considera bien, se hallará, que por estar en el espacio de los diez y ocho, hasta los veinte y cinco años, más furiosa la concupiscencia, y más violenta la ira, no solo se cometen en los años intermedios infinitos adulterios, estupros, y homicidios, mas entonces se forman también con el ejercicio de esas dos pasiones los hábitos viciosos, que muy difícilmente se extirpan hasta la edad decrépita; de modo, que el espacio de aquellos siete años se debe reputar en cierto modo clave de toda la vida: luego entonces conviene aplicar con más cuidado el remedio, y a proporción que las pasiones se mueven con más violento ímpetu, ha de ser, para detenerlas, más fuerte la mano en el uso de la rienda.

59. Doy que esta razón no valga, sino que precisamente se regule la pena por la mayor malicia, y reflexión, con que se comete la culpa. Esa mayor reflexión no está adicta a determinada edad, como ya probamos arriba: aun cuando, según el curso ordinario, lo estuviese, se deberá hacer excepción en todos aquellos casos, en que la malicia se anticipa al plazo ordinario. Para contraer matrimonio es regla Canónica, que la malicia suple la edad. ¿Por qué no la ha de suplir para padecer el establecido suplicio? En este rapaz contemplo el espíritu de muchos Marios, decía Syla de Cesar, que era entonces muy muchacho; y en efecto quiso quitarle la vida contra el dictamen de los que le aconsejaban despreciase su corta edad: parecíale (y parecíale bien, como luego se vio), que en aquella corta edad había capacidad y viveza para suscitar la postrada facción del difunto Mario.

60. Esta consideración se esfuerza con otra. Si la malicia de un joven es superior a la que corresponde a su corta edad, se debe temer, que llegando a edad más adulta, sea extraordinariamente excesiva. Luego dicta la razón, que se arranque esta planta venenosa del terreno de la República, antes que pueda serle más nociva. Si Roma hubiera castigado los primeros desórdenes del joven Catilina, no [37] hubiera Catilina, pasando de joven, puesto en el riesgo de su total ruina a Roma.

61. Y noto aquí, que a veces la mitigación de la pena, en atención a la corta edad del reo por accidente, suele aumentar su malicia. Un mozo de veinte años comete un delito, a quien corresponde pena capital; pero por el favor de la edad se conmuta la horca en seis, o siete años de galeras. ¿Y qué es enviarle a galeras, sino a colocarle en la mayor escuela de malicia que tiene el mundo? ¿Con quién trata en la galera, sino con unos consumados maestros de maldades, surtidos de industrias para cometer todo género de infamias? Tales son todos los que le acompañan en la fatiga del remo: con que cumplido el plazo, sale de la galera más perdida la vergüenza, más fortalecida la osadía, y más instruida la astucia.

62. Por todo lo dicho me parece, que esta materia no se debe ligar a la letra de la ley común, sino remitirse al arbitrio de los Jueces, los cuales considerando la edad, y capacidad del delincuente, la gravedad, y circunstancias del delito, y mucho más que todo, el número de veces que ha pecado, pueden determinar la pena, que según buena razón corresponde. Bien sé, que algunos Jueces, aunque muy pocos, lo ejecutarán así.

Paradoja sexta
La edad corta es menos favorecida, que debiera ser, en la promoción a los Empleos

63. Como el uso de las potencias se adelanta en muchos para lo malo, en otros se adelanta para lo bueno; y así como la República evitaría muchos daños, castigando la malicia temprana de los primeros, granjearía muchas utilidades, favoreciendo la virtud temprana de los segundos. Hay jóvenes, que exceden la prudencia, y sabiduría ordinaria de los ancianos. Si estos fuesen promovidos desde luego a los cargos, gozaría la República por largo tiempo de su buena administración; al paso que es corto [38] el provecho que logra, reservando su promoción para una edad avanzada. La sapientísima, y prudentísima Religión de la Compañía de Jesús elevó al alto puesto de Prepósito General al Padre Claudio Aquaviva en la edad de treinta y ocho años. ¿Quién duda, que en aquella dilatada República, Escuela insigne de virtud, y literatura, habría muchos ancianos dotados de cuantas calidades pide tan elevado ministerio? Sin embargo, fue preferida la corta edad del Padre Claudio Aquaviva, o porque poseía en más alto grado las mismas cualidades, o porque aunque fuese solo igual en ellas, había de parte de él la ventaja, de que por el mismo caso de que su edad era corta, se hacía más probable, que la duración de su excelente gobierno sería larga: como en efecto sucedió. El famoso Servita Fray Pablo Sarpi fue hecho Provincial de su Religión a los veinte y siete años. Los portentosos talentos de aquel joven dieron motivo justo a la elección, y calificó después el acierto de ella la República de Venecia, haciéndole, contra la práctica ordinaria, Consejero suyo. Verdad es, que este extraordinario favor de la República estragó enteramente al Padre Sarpi, porque tomó con tanto calor la defensa de ella contra las pretensiones de la Silla Apostólica, que solo en el hábito de Fraile vino a conservar la apariencia de Católico.

64. El que a los treinta años tiene la discreción, que ordinariamente corresponde a los cincuenta, tendrá cuando llegue a los cuarenta una discreción superior a la ordinaria. Este exceso aún será mayor, si desde los treinta empieza a ejercitar el talento en los empleos, perfeccionándole más, y más cada día con la práctica. ¿Pues por qué no ha de concurrir la República a cultivar un espíritu, que tanto puede producir en beneficio suyo? ¿O por qué ha de perder el copioso fruto, que puede producirle ese espíritu?

65. Añado, que en igualdad de prendas intelectuales deberá preferirse la edad media a la anciana, porque prevalecen en aquella el vigor de alma, y cuerpo, importantísimos uno, y otro para la buena administración de cualquiera empleo. Cuanto en la edad decadente se [39] gana por una bien instruida capacidad, tanto, y aun más se pierde por una lánguida ejecución. Pienso, que Ciro, Pompeyo, y otros famosísimos guerreros, perpetuamente triunfantes cuando mozos, no por otra razón fueron vencidos cuando viejos; pero se atribuyó a decadencia de la fortuna lo que fue quebranto de la robustez.

66. Acaso se me opondrá, que solo en muy raros casos tendrá lugar esta doctrina, por ser harto extraordinario encontrar en la edad corta la capacidad, que es ordinaria en la más adelantada; y sin no pretendo el favor hacia aquella, sino en tal cual caso raro, en vano me quiebro la cabeza, pues eso ya se practica. ¿Quién ha mirado con alguna reflexión el mundo, que no advirtiese preferida la menor edad a la mayor en uno, u otro caso?

67. Pero decimos lo primero, que permitiendo que es esta materia se haga lo que es justo, no por eso es inútil la doctrina que damos: será ociosa, cuando más, para dirigir a los dispensadores de los cargos; pero servirá para corregir a los quejosos. Apenas logra un mozo algún honor, cuando lo murmuran, no solo mil viejos inútiles, mas aun los demás mozos, a quienes la concurrencia en la misma edad enciende más la emulación.

68. Lo segundo decimos, que exceder un joven a muchos ancianos en saber, y juicio, no es extraordinario, ni con mucho, como se pinta en la objeción, antes cosa, que frecuentemente se experimenta. Apenas hay Comunidad, que conste de veinte, o treinta individuos, donde no se vea tal joven más advertido, que tal anciano. Esto depende de que generalmente en las prendas del alma mucho más iguales hace a los hombres el temperamento, que la edad. El exceso que un hombre puesto en los cincuenta años se hace a sí mismo, considerado en los treinta y cinco, rarísima vez es muy grande, y aun esa rarísima vez será mayor por haber pasado de mucha ociosidad a mucha aplicación. Al contrario, el exceso, que hay de unos hombres a otros por la diferente constitución individual, es enormísimo. A cada paso se ven quienes se habilitan en cualquiera Facultad que sea, [40] teórica o práctica, en la cuarta, o quinta parte de tiempo, que gastan otros en lo mismo.

69. De esta gran diferencia, que hay en la constitución individual, vienen aquellos prodigiosos adelantamientos de algunos jóvenes, a quienes ordinariamente no igualan los literatos octogenarios. Sabido es lo de Juan Pico de la Mirandula, el Escocés Jacobo Criton, el Español Fernando de Córdoba, Gaspar Scioppio, Hugo Grocio, el Españolito, que hoy se halla en París, y otros. Pudiéramos añadir a estos vulgarizados ejemplos otros muchos, no tan comunes, y no menos admirables; pero nos contentaremos con señalar dos, los más sobresalientes. Gustavo de Helmseld, hijo de un Senador de Suecia, de diez años sabía doce lenguas, la Sueca, la Moscovita, la Polaca, Francesa, Española, Italiana, Alemana, Flamenca, Inglesa, Latina, Griega, y Hebrea: sobre esto era Filósofo, tenía alguna tintura de Teólogo, y poseía algunas partes de las Matemáticas.

70. Pero a cuanto hasta ahora se ha visto excedió un prodigioso niño, nacido en Lubeck el año de 1721, y muerto el de 1725: Llamábase Christiano Henrico Heineken. Copiaré lo que de él dicen los Autores de las Memorias de Trevoux en el Tomo primero de 1731, como testificado en diferentes impresos por varios Autores fidedignos de la misma Ciudad, y País. Este niño a los diez meses empezó a hablar. A los doce sabía los principales sucesos contenidos en el Pentateuco. A los trece, la Historia del Viejo Testamento. A los catorce la del Nuevo. A dos años y medio respondía oportunamente a las preguntas que se le hacían sobre la Historia antigua, y moderna, y sobre la Geografía. Muy luego habló con facilidad la lengua Latina, y pasaderamente la Francesa. Antes de empezar el cuarto año sabía las Genealogías de las principales Casas de Europa, y explicaba con entendimiento, y juicio las sentencias, y pasajes de la Sagrada Escritura. Luego aprehendió a escribir, no pudiendo apenas sostener la pluma. Aborrecía todo otro alimento que leche, y ese había de ser de la propia ama, que empezó a [41] criarle; de modo, que no le destetaron hasta pocos meses antes de morir. Era de debilísima complexión, y frecuentemente enfermaba. En fin, murió el día 27 de Junio del año de 1725, llenando de admiración a todos la constancia, y resignación heroica, que mostró en todo el discurso de la enfermedad, hasta rendir el espíritu a su Criador.

71. Ya veo que puede haber mucho de exageración en esta historia, pero nada de imposibilidad. ¿Quién sabe cuál es el último término adonde puede llegar la habilidad del hombre? Acaso no hay término fijo, sino que aquella puede crecer más, y más, sin límite alguno. Por lo que mira a la perfección esencial, asientan Filósofos, y Teólogos, que repugna criatura alguna tan perfecta, que Dios no pueda criar otra más excelente. ¿Por qué en la perfección accidental dentro de la misma especie no sucederá lo mismo? Nuestro grosero modo de discurrir ciñe la posibilidad al estrechísimo ámbito de la experiencia. Aquello que nunca vemos, imaginamos repugnante, como si lo poco que Dios hace presente a nuestra vista, fuese el último esfuerzo de la Omnipotencia. Poner raya a lo posible, es ponérsela al Todo Poderoso.

72. Convengo en que el asenso de la existencia no debe extenderse por los inmensos espacios de la posibilidad: lo verisímil frecuentemente se queda mucho más acá de lo posible: la posibilidad se mide por la valentía del divino poder: la verisimilitud por la fuerza de la testificación. Así prudentemente procederá quien a la narración del niño de Lubeck rebaje una buena proporción; pero dejando todo lo que basta para hacerle admirabilísimo, y sin ejemplar conocido en todos los siglos anteriores; no siendo verosímil, que los Escritores compatriotas del niño mintiesen con exorbitancia en materia en que podían con millares de testigos ser convencidos de la impostura.

73. De los ejemplares alegados, y de otros muchísimos, que pudieran alegarse, se infiere la enormísima distancia, que hay de unas almas a otras dentro de la especie humana, atendiendo precisamente a la diferencia de temperamentos, y que respecto de aquella es levísima [42] la que proviene de la discrepancia en la edad, computando ésta desde fines de la juvenil, hasta los confines de la decrépita. Lo que de propia observación (exceptuando uno, u otro rarísimo caso) puedo asegurar, es, que los que a los treinta años son rudos, siempre son rudos: los que a los treinta años son imprudentes, siempre son imprudentes: los que a los treinta en las materias que se ofrecen a la conversación, o a la disputa desatinan, siempre desatinan. No niego que algo haga el cultivo, así en los hombres, como en las plantas; pero ni en éstas, ni en aquellos puede hacer de spinis uvas, aut de tribulis ficus.

74. Solo parece resta contra mi un reparto, y es, que aun suponiendo unas prendas intelectuales aventajadas, el fervor de la ira, que reina en la edad floreciente, estraga mucho la conducta. Es así. Pero sobre que en este particular son innumerables las excepciones, hallándose a cada paso mozos de temperamento muy pacífico, se debe advertir, que domina en la vejez otra pasión, la cual para los públicos empleos daña mucho más, que la que reina en la juventud. Hablo de la avaricia: vicio de quien no hay momento reservado: al contrario la ira, la cual, suscitándose solo a los accidentales incendios de la cólera en determinadas ocasiones, deja libres grandes intervalos. La ira es una furia pasajera, fiebre errante, cuyas accesiones son breves, y que con el tiempo se extirpa: la codicia es una harpía anidada en el corazón: hidropesía del alma, que siempre va creciendo. Aquella una, u otra vez altera el temperamento moral del hombre; ésta vicia todas las acciones, porque siempre subsiste su venenoso influjo. A aquella sus mismos esfuerzos le van debilitando más cada día: ésta sucesivamente va cobrando nuevos alientos: Vires acquirit eundo; de modo, que la codicia, contra el orden natural, tanto está más valiente, cuanto más envejecida: es pasión, que no solo obra a sangre fría; pero tanto más obra, cuanto más fría esta la sangre; de aquí es, que sus daños, no solo son mayores que los de la ira, pero [43] mucho más irremediables. Así, mirada por esta parte, si para los públicos empleos es enfermiza la juventud, mucho más la vejez.

Paradoja séptima
Debieran todos los oficios ser hereditarios

75. Antiguamente en Lacedemonia, una de las Repúblicas más bien gobernadas del mundo en aquella edad, era ley inviolable, según refiere Herodoto, que fuese Labrador el hijo del Labrador, Sastre el hijo del Sastre, y así de todos los demás oficios. La misma práctica había en Egipto, y la misma reina hoy entre los idólatras del Indostán.

76. Bien conozco, que para persuadir la importancia de la Paradoja, es débil la autoridad de estos, y otros ejemplares, por ser sin comparación mayor el número de los opuestos. Por eso es preciso, que acuda la razón a suplir el defecto de la autoridad.

77. Dos conveniencias de gran peso hallo en que los oficios sean hereditarios: La primera es la perfección de las Artes. Cuando el Maestro no tiene más parentesco con el discípulo, que el serlo, ordinariamente no toma con tanto cuidado la enseñanza; y lo que es más, no le comunica aquellas particularidades del Arte, que en virtud de su discurso, u observación ha alcanzado: contentase con instruirle en lo que comúnmente se practica, y sabe. No hay esta reserva cuando la enseñanza se ejerce de padre a hijo, porque el amor paternal no la consiente; de aquí es, que en igualdad de pericia de parte del Maestro, mejor será enseñado el que aprende en la escuela de su padre, que en la de un extraño.

78. De esta total translación de pericia de padre a hijo, continuándose en su posteridad el mismo oficio, resultaría sin duda, que la perfección de las Artes se adelantaría más, y más cada día. Comúnmente cada profesor adelanta algo sobre aquello que ha aprendido; pero [44] también comúnmente aquello que adelanta, en él, y con él se sepulta, porque es contra sus intereses comunicarlo a otros. Esta razón cesa de padre a hijo, pues la conveniencia de éste la reputa aquel como propia, consiguientemente traslada al hijo todo lo que sabe. Si el hijo adelanta algo de propia parte, junto con lo que heredó del padre, lo deposita en el nieto: así de los demás sucesores. De este modo va creciendo la perfección de las Artes.

79. Dos circunstancias muy dignas de notarse se añaden en este sistema político, a favor del adelantamiento de las Artes: La una, que empiezan a aprenderse más temprano. En la casa de un Artífice, si el hijo es destinado al mismo empleo, apenas deja el pecho de la madre, cuando empieza a tomar la leche de la doctrina del padre: con esto, no solo se gana tiempo, pero se hace más connatural aplicación al oficio. La otra circunstancia es, evitar la República la pérdida de muchos buenos Artífices, ocasionada de la inconstancia de los genios. Algunos, que se prosiguiesen en el primer oficio a que se aplican, le ejercerían muy bien, por mudar de destino, y aplicarse sucesivamente a otros, en ninguno pasan de meros principiantes. Este daño se evita fijando a cada uno en el oficio de su padre.

80. La segunda conveniencia considerable, que resulta de ser los oficios hereditarios, es hacerse más clara, y constante la distinción de clases en la República: no pocas veces se perturba la tranquilidad de los Pueblos por las disputas sobre precedencia de nacimiento entre estas, y aquellas familias. Estas cuestiones nacen por la mayor parte de la nobleza nueva, que pretende supeditar, o por lo menos igualar a la antigua, cuando la excede en riqueza. Si el hijo de un Labrador ejerce con felicidad la mercatura, ya el nieto se pone a los pechos un hábito, y el biznieto se halla en estado de disputar la precedencia a una familia patricia antiquísima, pero que es inferior en opulencia. Este inconveniente no podría arribar, o arribaría con mucho menos frecuencia, estando la porción inferior de la República respectivamente adicta a determinado oficio.

Paradoja octava
Debiera hacerse constar al Magistrado de qué se sustentan todos los individuos del Pueblo

81. Esta fue una de las leyes del prudentísimo Solón, y en Atenas se observaba inviolablemente; pues consta de Athenéo, que los dos Filósofos Asclepiades, y Monedemo, fueron acusados al Aeropago, porque no se sabía cómo ganaban la comida; y salieron absueltos, habiendo probado, que cada noche ganaban dos dracmas moliendo en una atahona. Herodoto dice, que ya antes había establecido el Rey Amasis la misma ley en Egipto.

{(a) 1. Athenéo (en el lib. 6. cap. 2.) refiere una ley admirable de los Corintios en orden a examinar de qué bienes se sustentaban los habitadores, proponiendo las providencias, que se debían tomar con los que tenían con qué vestir, y comer, sin descubrirse de donde salía. La Ley se contiene en estos versos de Difilo, que cita Athenéo.

Est optimè hic statutum apud Corinthios,
Si quemquam absonare semper splendidè
Videmus, hunc rogamus, unde vivat, &
Quid faciat operis? Si facultates habet,
Ut redditus harum solvere expensas queat,
Perpetimur illum perfrui suis bonis;
Sin fortè sumptus superat ea quae possidet,
Prohibemus huic, ea ne faciat in posterum.
Ni pareat: jam plectitur mulcta gravi
Sin sumptuosè vivis is qui nihil habet,
Tradunt eum tortoribus. Prob Hercules.
Nec enim licet vitam absque malo degere
Talem, scias, sed est necesse aut noctibus
Abigere praedam, aut fodere muros aedium,
Aut in foro agere sycophantam, aut perflidum
Praebere testem. Nos genus hoc mortalium
Ejicimus ex hac urbe, velut purgamina.
[46]

2. Esto está bien dicho, y bien hecho. Quien viste, y come, no digo con lucimiento, y regalo, sino medianamente uno, y otro, sin tener renta, ni oficio con que lo gane, ni pariente, o amigo, que le asista, de algún arte malo se socorre: o roba, o estafa, o trampea, o hace algún servicio inicuo. ¿Pues qué se ha de hacer con él? Lo que hacían los Corintios, Tradunt eum tortoribus. Entregarle al verdugo, para que le castigue, si no revela, y da pruebas de los fondos, que le sustentan. Togados, Jueces, no hay que quejarse de que se cometan hurtos, y no parecen los ladrones. Los ladrones parecerían, y desaparecerían los hurtos, si se tomase esta providencia. Dios no hace milagros para sustentar los paseantes en Corte; con todo, muchos de milagro se sustentan. Sí; pero el diablo es quien hace ese milagro. Algunos apelan a las ganacias del juego. Eso mismo se les debe obligar a que lo prueben. Puede ser que uno, u otro se sustente del juego, pero rarísimo. Aun cuando los juegos largos no tuvieran otro inconveniente, que servir de cubierta a los ladrones, era sobradísimo motivo para prohibirlos.}

82. No tiene duda, que en todas las Repúblicas convendría el mismo establecimiento. ¿Qué digo convendría? [46] Sería de una extrema importancia. Con un cuidadoso examen, que se aplicase a este asunto, se limpiaría el estado de innumerables sabandijas, que le infestan. Apenas hay Pueblo alguno numeroso, donde no se vean muchos, que sin rentas, sin algún empleo útil, sin el ejercicio de algún arte honesto, comen bien en su casa y salen, y salen lucidos a la calle. ¿Qué fondos los sustentan? A este los robos, que sale a ejecutar en los caminos: a aquel el trato vil, que hace de la hermosura de su mujer, al otro el dinero, que saca a empréstito de mil partes para nunca pagar: a estotro las estafas, que logra con falaces promesas de promover sus conveniencias a algunos mentecatos. ¿Qué es menester especificar más? Si se quitase la capa a todo lo que se llama vivir de ingenio, se hallaría, que casi todo es vivir de vicio. La capa se quitaría, haciendo el examen propuesto; y aplicando castigo proporcionado, se purgaría de infinitos humores viciosos el cuerpo político. [47]

Paradoja nona
Gran parte de lo que se expende en limosnas, no solo se pierde, pero daña

83. Rara sentencia aquella de David: Bienaventurado el que ejercita su entendimiento en orden al pobre, y necesitado. Beatus qui intelligit super egenum, & pauperem. No dice: bienaventurado el que para socorrer al pobre ejercita su amor, su compasión, su caridad; sino el que ejercita su inteligencia. Misterio hay en el caso. Sin duda; y el misterio es, que la limosna no aprovecha si no se distribuye con inteligencia, discreción, y juicio.

84. Una mano precipitada en dar, cual pinta Claudiano la de Probo:

Praeceps illa manus fluvios superabat Ibéros
Ausea illa vomens,

socorre a muchos pobres; pero al mismo tiempo sustenta muchos holgazanes: no solo los sustenta, los cría; porque donde sin discreción se reparte copiosa limosna, muchos, que se aplicarían al trabajo para pasar la vida, se dan a la ociosidad, dispensándose de la fatiga propia a cuenta de la profusión ajena. Los daños, que de aquí resultan para la república, son harto graves. Pierde muchos operarios, y se le añaden muchos viciosos.

85. De uno, que reparte muchas limosnas, se dice, que las da a dos manos; pero reparo, que según la sentencia de Cristo Señor nuestro, solo se deben dar con una. Cuando das limosna, dice, no sepa tu mano siniestra lo que la derecha: Te autem faciente eleemosynam nesciat siniestra tua qui faciat dextera tua. Esto supone, que solo la mano derecha ha de distribuir la limosna. No me digan, que me detengo en lo material de la letra, que antes bien descubro debajo de lo material de la letra un profundísimo sentido. Es estilo constante de la [48] Sagrada Escritura simbolizar en la mano derecha las obras buenas, como en la siniestra las malas: de aquí es, que hablando en muchas partes de la mano de Dios, nunca nombra con expresión sino la derecha, porque todas las operaciones de Dios son santas. Quiere, pues, Cristo, que la limosna se dé sólo con la diestra, significando, que hay limosnas buenas, y malas, aprobando aquellas, y reprobando éstas; no a ambas manos, que eso es proceder sin elección, y confundir las buenas con las malas.

86. La invención de los Hospicios es admirable para este efecto; pero no sé qué fatalidad estorba, que sea más común su establecimiento. Yo he pensado en ello varias veces; y respecto de los Pueblos numerosos, no encuentro dificultad, que no sea muy superable. Convengo en que muchas veces ocurren en la práctica inconvenientes; que no prevee la más reflexiva teórica; pero, o sea esto lo que impide el establecimiento de los Hospicios, o falta de espíritu, u falta de concordia en los que debieran promoverlos, parece se puede suplir este preservativo universal contra la mendicidad viciosa con otro arbitrio; el cual es, que todos los que dan diariamente limosna a las puertas de sus casas, o sean Comunidades, o particulares, por medio de los domésticos que la distribuyen; averigüen, quiénes son, y dónde moran los mendigos válidos, o capaces de trabajar, que acuden a ella: hecho esto, lo avisen a la Justicia, la cual encarcelándolos luego al punto, en cumpliéndose un número suficiente, con público pregón hará constar a todos, que hay tantos hombres, y tantas mujeres ociosas, para que los que necesitasen de su servicio, o ya en el cultivo de los campos, en los oficios domésticos, acudan para que se les entreguen, con pena de doscientos azotes, o de galeras a los que desertasen. También se podrían sacar de estos todos los hábiles para la guerra, remitiéndolos a temporadas a esta, o aquella guarnición, como se hace con los delincuentes, que envían a galeras. Harta blandura es ésta, respecto a la severidad [49] que practica la próvida República de las Abejas, donde se castiga con pena capital la ociosidad: Cessantium inertian notant, castigant mox, & puniunt morte. (Plin. lib. 11, cap. 10.)

87. Entre las limosnas perdidas se deben contar, no digo la más, sino casi todas las que se emplean en los Extranjeros, que vienen a España con capa de Peregrinos a Santiago, sobre que nos remitimos a lo dicho en el Discurso quinto del cuarto Tomo. Yo por mi protesto, que aunque no es mi corazón de los más duros hacia los pobres, como puede testificar toda esta Ciudad de Oviedo, se pasa el año entero, en que no doy un cuarto a alguno de estos Peregrinos, salvo el caso de verle enfermo. Estoy persuadido a que haría positivo deservicio a Dios, y a la República, concurriendo a sustentar voluntarios vagabundos, porque se fomenta la inclinación a la tuna con la facilidad del socorro.

88. No ignoro, que algunos Padres persuaden a que se dé limosna, sin examinar escrupulosamente la necesidad; pero esto no quita, que la república, tome providencia para descartar como intrusos en el beneficio de la caridad cristiana a todos aquellos en quienes es actualmente voluntaria, y viciosa la pobreza.

Paradoja décima
La tortura es medio sumamente falible en la inquisición de los delitos

89. Entro pidiendo la venia a todos los Tribunales de Justicia, para decir lo que siento en esta materia. Venero las Leyes, y la práctica de ellas; pero tratándose aquí de leyes puramente humanas, a cualquiera el lícito discurrir sobre la conducencia, o inconducencia de ellas. Ni el ver la tortura admitida también en el fuero Eclesiástico la privilegia del examen; porque como advierte [50] el Docto Canonista Benedictino Francisco Schmier, citando a otros Autores, su práctica no es conforme a la antigua disciplina de la Iglesia, sino que con el discurso del tiempo, poco a poco se fue derivando de los Tribunales Seculares, a los Eclesiásticos: Pedetentim à Curiis Saecularibus ad Ecclesiasticas pervenisse. (Schmier in Suplem. ad lib. 5 Decret.) Con que por lo que mira al fuero Eclesiástico, inquirir sobre la conducencia, o inutilidad de la tortura, no es otra cosa, que disputar, qué práctica es más conforme a razón, si la antigua, o la moderna.

90. Sobre ser la materia de su naturaleza disputable, dos notables circunstancias me alientan a entrar en esta discusión: La primera, estar en fe de que muchísimos sienten lo mismo que yo, comprehendiendo entre estos muchísimos no pocos de los mismos Jueces, que practican la tortura en los casos establecidos. Sienten teóricamente contra lo que obran; pero obran lo que deben, porque son Ministros, no árbitros de las Leyes. La segunda es haberme precedido en la publicación del mismo dictamen el Doctísimo Padre Claudio Lacroix. Véase su primer Tomo de Teología Moral, lib. 4, num. 1455, y siguientes.

91. A la sombra de tan ilustre Autor, cuyo rectísimo juicio en materias morales está altamente calificado con la general aceptación, que logra en toda la Cristiandad, entro animoso a esforzar su dictamen, y mío. Corto es el recinto de la cuestión, al primer paso del discurso se llega al término.

92. Es innegable, que el no confesar en el tormento depende del valor para tolerarlo. Y pregunto, ¿el valor para tolerarle depende de la inocencia del que está puesto en la tortura? Es claro que no, sino de la valentía de espíritu, o robustez de ánimo que tiene. Luego la tortura no puede servir para averiguar la culpa, o inocencia del que la está padeciendo, sí solo la flaqueza, o fortaleza de su ánimo. [51]

93. Habiendo inicuamente repudiado Nerón a Octavia, y desposádose con Poppea, no contenta ésta con haberle usurpado el tálamo, y corona a Octavia, para quitarle también el honor, y la vida, la acusó de comercio criminal con un esclavo. Fueron puestas a la tortura todas las Criadas de Octavia, para examinar con sus confesiones el delito de la Señora. ¿Qué sucedió? Unas confesaron, otras negaron. ¿No sabían todas que la acusación era falsa? Así lo asientan los Escritores. ¿Qué importa eso? En la tortura no la verdad, sino el dolor es quien exprime la confesión del delito. Quien tiene valor para tolerar el cordel, niega la culpa, aunque sea verdadera: quien no le tiene, la confiesa, aunque sea falsa. Los tormentos dados a las Criadas de Octavia, descubrieron la debilidad de unas, y fortaleza de otras. Para la averiguación de la causa fueron inútiles.

94. Parece, pues, que igualmente peligran en la tortura los inocentes, que los culpados. ¡Terrible inconveniente! Lo peor es, que no es el peligro igual sino de parte de los inocentes mayor. Diránme, que esta es otra nueva Paradoja. Confiésolo; pero si no me engaño, verdaderísima. Es constante, que los hombres que tienen osadía para cometer grandes crímenes, son por lo común de corazón más duro, y feroz, que los que tienen un modo de vivir tranquilo, y regular. Luego en aquellos se debe creer más disposición, que en estos para tolerar el dolor de la tortura. Luego más veces flaqueará el inocente confesando el delito, de que falsamente es acusado, que el malhechor insigne revelando el que verdaderamente ha cometido. Esta reflexión es del Padre Lacroix. Nótense estas palabras suyas: Sequitur per torturas saepè everti justitiam, quia inocentes, qui saepè sunt impatientes dolorum, coguntur se fateri nocentes; è contra nocentes, qui plerumque sunt ferociores, tolerata tortura se probant innocentes. [52]

{(a) 1. El Padre Juan Stephano Menochio, Tom. 3. Centuria 12. cap. 79. refiere un suceso raro, que aunque traído por el Autor a [52] otro intento, es oportunísimo para comprobar el que la tortura hace confesar delitos a los mismos inocentes. Dice, que sobre ser el caso reciente, y vulgarizado en su tiempo, y que de niño, con horror le había oído contar algunas veces, después le leyó en los Días Caniculares de Obispo Mayolo, que afirma saberle de boca del mismo, que hizo el papel principal en la tragedia. La historia es como se sigue:

2. Un hombre honrado, y de valor, cuyo apellida era Pechio (familia noble en Milán) era, no sé por qué, aborrecido de un personaje poderoso, y señor de algunos Castillos. Sucedió, que haciendo un viaje, fue sorprendido por su enemigo, y conducido a uno de sus Castillos, en cuya más profunda estancia fue como sepultado vivo. Todo esto se ejecutó con tanto secreto, que nadie lo entendió sino el autor del hecho, y un fidelísimo criado suyo, el cual era el único, que en aquella caverna veía al prisionero, y le ministraba el alimento, que se reducía a una escasa porción de pan, y de agua cada día. El ejecutor era uno de aquellos genios implacables, cuyo odio no se deleita tanto con la muerte del enemigo, como con dilatarle los dolores, dilatándole la vida. Diez y nueve años estuvo el desdichado Pechio en aquella obscura prisión, sin otro alimento, que el que se ha dicho, y privado del alivio de quitarse la barba, y mudarse ropa. Era ya muerto el Caballero, que le había aprisionado, y con todo el criado mismo, a quien acaso el sucesor había continuado la encomienda de aquel Castillo, ya único sabedor de caso, proseguía en retener, y dar el mismo alimento al pobre Pechio. Sucedió, que al cabo de diez y nueve años, abriendo unos trabajadores cimientos para cierta fábrica, que se quería arrimar al Castillo, se rompió un agujero, hacia la obscura caverna, o sepulcro de aquel difunto vivo, con cuya comunicación éste empezó a ver la luz del día, y los de afuera a escuchar sus lamentos. En fin, abriendo los trabajadores ámbito bastante para extraerle, pensaron al sacarle, hallarse más con un monstruo, que con un hombre entre los brazos. Apenas uno, u otro trapo inmundo cubría alguna parte de sus carnes, la barba descendía hasta las rodillas; el semblante, y todo el cuerpo cubierto de una gruesa, y asquerosa costra. Dióse parte a la Justicia, y se hizo público todo el caso. Decía el libertado cautivo, que había sufrido con paciencia, y conformidad tanto trabajo, esperando siempre de la misericordia de Dios, y de la piedad de la Madre de Misericordia, lograr algún día su redención. Una comodidad [53] grande sacó el Pechio de su cautiverio, y fue, que siendo antes gotoso, salió perfectamente curado de aquella enfermedad, a beneficio de la rigurosa dieta, que involuntariamente había tenido.

3. ¿Pero qué hace esta historia a nuestro propósito sobre la tortura? No conduce a él por lo que se ha referido, sino por lo que resta que referir, retrocediendo en la serie del suceso. Luego que por el rapto que hemos dicho, desapareció el Pechio, se hicieron varias diligencias en busca de él; y siendo inútiles todas, se hizo juicio de que alguno le había dado la muerte, y ocultado su cadáver. Sobre este supuesto, empezando la pesquisa la Justicia, y averiguando si tenía algunos enemigos, ocasionados de riñas, o pendencias con ellos, fueron delatados dos, en quienes por estas, y otras circunstancias recaían sospechas del homicidio. La causa se fue poniendo en estado, que pareció, según las leyes, poner los reos a cuestión de tormento. En efecto se les dio tortura. ¿Qué resultó? Que confesaron el homicidio, que no habían hecho, y fueron condenados a suplicio capital, que se ejecutó, ahorcando a uno, y degollando a otro.

4. El maestro Fr. Alonso Chacon, hablando del Cardenal Paulo Arecio de Ytri, refiere otro caso semejante, cuya fama se ha extendido mucho, y vino a hacerse cuento de N. de modo, que unos lo adapta a tal Juez, y tal Lugar, otros a otro. El caso, como lo refieren Chacon, pasó así. Siendo Paulo Arecio Juez de Causas Criminales en Nápoles, condenó a horca a un hombre, que en la tortura había confesado el delito, que se le imputaba. Siendo éste conducido al suplicio, protestó públicamente su inocencia, y que el dolor del tormento le había forzado a confesar falsamente el delito. Movido de esto el Juez, quiso experimentar si la tortura era capaz de obligar a un inocente a confesarse culpado. Para este efecto, bajando a su caballeriza, a puñaladas mató, sin que nadie lo viese, una mula, que tenía en ella. Llamando luego a su mozo de espuelas, le mandó ensillar la mula con el pretexto de hacer un viaje. Bajó el mozo, y hallando la mula muerta, volvió a dar cuenta al amo. Este fingiendo estar enteramente persuadido a que el criado la había muerto, por más que él lo negaba, le hizo poner en el potro. Sucedió lo mismo que en el caso antecedente. El pobre mozo, destituido de ánimo para tolerar el dolor, confesó haber muerto la mula; y repreguntando sobre el motivo, respondió que lo había hecho [54] enfurecido por una coz, que le había tirado. Visto esto por el Arecio, y contemplando, que muchos del mismo modo, por la fuerza del tormento, de inocentes se harían reos, se resolvió a dejar la Judicatura, y aun el Siglo; y después de compensar suficientemente con dádivas el agravio, que había hecho al criado, abrazó el Instituto Religioso de San Cayetano, de donde le extrajo después para la Púrpura el Santo Pontífice Pío V. Es verdad, que Juan Baptista del Tufo, Profesor del mismo Instituto, dice, que habiendo preguntado sobre este hecho a Paulo Arecio, le respondió ser falso.

5. Gayot de Pitavál, en sus Causas Célebres refiere otros dos casos, en que después de la confesión del delito en la tortura, constó con evidencia la inocencia de los que le habían confesado. Pero un hecho singularísimo al propósito es el que el mismo Autor refiere en el Tomo 9, en la Causa de Triller. Antonio Pin, natural de un lugar de la Brese, Provincia de Francia, había cometido un asesinato. Resultaron indicios fuertes, no sólo contra él, mas también contra otro, llamado Joseph Vallet, que no había tenido parte alguna en el homicidio. Aplicaron primero a la cuestión (que en Francia es por lo común bien rigurosa) a Antonio Pin. Negó este el delito, cargándole enteramente a Joseph Vallet; pero ¡caso admirable! después de haber pasado todos los trámites de la tortura, en el punto de declararle absuelto, y cargar el suplicio al inocente Vallet, tocado Pin de la mano poderosa de Dios, y de un auxilio extraordinario de la Divina gracia, confesó el delito, que en la tortura había negado, absolviendo de él a Vallet: y sufrió la pena capital con notable constancia, y resignación, dando evidentes muestras de un eficacísimo arrepentimiento hasta el últimos suspiro. ¿Qué confianza se podrá fundar a vista de tales ejemplares, en la prueba de la tortura?}

95. Tengo por verdadera la sentencia de Platón, que los grandes vicios, no menos que las grandes virtudes, piden muy esforzados alientos. La serenidad con que sufrieron [53] rigurosísimos tormentos Jerónimo Olgiato, Baltasar Gerardo, y Francisco de Raveillac, matadores; el primero de Galeazo Maria, Duque de Milán; el segundo [54] de Guillermo, Príncipe de Orange; el tercero de Henrique Cuarto de Francia, muestra bien, que los que se atreven a mucho, son capaces de tolerar mucho.

96. Al contrario; los genios apacibles, y tranquilos, comúnmente son delicados, especialmente si el modo de vida, que tienen, es conforme a su quietud nativa. De aquí resulta, como sumamente verisímil, que antes confesará uno de estos, puesto en el tormento, un delito falso, que uno de aquellos un delito verdadero.

97. Cierto este asunto con el eficacísimo testimonio del Padre Federico Spe, que no deja que desear en la materia. Ya el Lector se acordará de lo que en la Adición al Discurso [55] nono del cuarto Tomo dije de la experiencia, y testificación de este docto, y pío Jesuita Alemán, en orden a la falencia de las confesiones de hechiceros, y brujas, exprimidas en la tortura, alegando para esto al Baron de Leibnitz, y a Vicente Placcio, para suponerle Autor del libro Anónimo, intitulado: Cautio criminalis in processu contra Sagas, ahora le aviso, que la duda, en que acaso quedaría en orden a uno, y otro, por ser Protestantes de los dos Escritores alegados, ya no ha lugar alguno, en atención a que el Padre Lacroix cita al Padre Spe, como Autor del libro mencionado, (supongo que en las ediciones posteriores se puso su nombre) y los pasajes, que copia de él, evidencian, que su dictamen en el asunto propuesto es el mismo que le atribuimos en la citada Adición al Disc. XI. del cuarto Tomo.

98. Así se explica el Padre Spe, tratando de las confesiones que hacen en la tortura hechiceros, y brujas: Es increíble cuántas mentiras dicen de sí, y de otros, obligados del rigor de los tormentos. Todo cuanto se les antoja a los Jueces, que sea verdad, tanto confiesan como verdad: a todo dicen de sí, violentandos de la fuerza de la tortura; y no atreviéndose después a retratar lo que han dicho en ella, por el miedo de ser atormentados de nuevo, todo se sella con la muerte de estos miserables. Estoy bien cierto de lo que digo; y para calificación de lo que digo, apelo a aquel supremo Juicio, donde serán sentenciados, vivos, y muertos.

99. Certifico, que sentí todo el espíritu cubierto de un triste, y compasivo horror la primera vez que leí este pasaje. El que habla en él es un Religioso docto, grave, ejemplar, fundado, no en discursos conjeturales, sino en noticias seguras, adquiridas en la confesión Sacramental de los mismos, que como reos eran conducidos al suplicio, repetidas en muchísimos individuos, y en el discurso de muchos años. ¿Qué se puede oponer, que valga mucho, a tan calificado testimonio?

100. La certeza que tenía el Padre Spe de la casi invencible fuerza de la tortura, para hacer que se confiesen reos los mismos que están inocentísimos, resplandece más [56] en una vehemente declamación a los Jueces, con que termina aquel Discurso: ¿Para qué es (les dice) fatigarse en buscar con tanta solicitud los hechiceros? Yo, Jueces, os mostraré al punto donde están. Ea, prended los Capuchinos, los Jesuitas, todos los Religiosos, ponedlos en la tortura, y veréis como confiesan, que han incurrido en el crimen de hechicería. Si algunos negaren, reiterad el tormento tres, y cuatro veces, que al fin confesarán. Raedles el pelo, exorcizadlos, repetid la ordinaria cantinela, de que el demonio los endurece: proceded siempre inflexibles sobre este supuesto, y veréis como no queda alguno, que no se rinda. Hartos hechiceros tenéis ya; pero si queréis más, prended los Prelados de las Iglesias, los Canónigos, los Doctores: con la misma diligencia lograréis que confiesen ser hechiceros, porque ¿cómo podrá resistir a la tortura esa gente delicada? Si aun deseáis más, venid acá, yo os pondré a vosotros mismos en la tortura, y confesaréis lo mismo que aquellos: atormentadme luego vosotros a mí, y haré sin duda lo propio. De este modo todos somos Hechiceros, y Magos.

101. Ya veo, que tan vehemente declamación no es generalmente adaptable a todos los Jueces, que entienden en semejantes causas; sí sólo a los que proceden con la consideración con que procedían los de aquel Tribunal, o Tribunales, que el Padre Spe tenía presentes. También es cierto, que en las acusaciones de hechicería, mucho más que en las de otros delitos, hay el riesgo de que la tortura haga perecer a infinitos inocentes. A todos los discretos consta sobre cuán ridículos fundamentos sueña la mentecatez de la plebe hechiceros, y brujas, y con cuanta facilidad, supuesta aquella persuasión, se congregan testigos, que deponen, como cierto lo que soñaron. Con que si se tropieza con Jueces poco cautos, y que están encaprichados, como el rústico Vulgo, de la multitud de hechicerías, se sigue el ripio ordinario de la tortura, y es oprimida como delincuente la inocencia. Donde se debe advertir, que a los falsamente acusados que por debilidad condescienden al interrogatorio, contra el testimonio de su conciencia, se añaden muchos, que se confiesan reos por ilusión, o fatuidad. Esta ilusión es contagiosa, y se multiplica infinito, [57] cuando anda algo ardiente la pesquisa sobre hechicerías. Tanto se amontonan las brujas donde hay pesquisidores cavilosos, como las energúmenas donde hay conjuradores porfiados.

102. Pero sin embargo de que en tales acusaciones, por ser frecuentemente mal fundadas, es mayor el riesgo de la inocencia oprimida del dolor de la tortura; cuanto es de parte de esta, el mismo peligro subsiste, respecto de los que son acusados en otra cualquiera especie de delitos. Quiero decir: Si uno por falta de valor confiesa en el tormento el crimen de la hechicería, que no cometió, del mismo modo confesará el de homicidio, el de sacrilegio, el de hurto, el de adulterio, siendo falsamente acusado de ellos. Así la experiencia del docto Jesuita Alemán sobre la falencia de la tortura en el examen de hechiceros, y brujas, prueba idéntica, y generalmente su falencia en la averiguación de otros cualesquiera delitos.

Paradoja once
La muerte, por lo que es en sí misma, no se debe temer

103. Hay un temor de la muerte bien fundado, y saludable; otro mal fundado, y nocivo; otro indiferente, porque es natural, y solo la nimiedad puede hacerle vicioso. Teme con razón, y útilmente la muerte el que la contempla como tránsito a la eternidad: témela naturalmente el que la mira como término de la vida: témela sin razón el que mirándola en sí misma, prescindiendo de todo lo que la precede, o la sigue, la imagina dolorosísima. [58]

{(a) 1. El Marqués de S. Aubin (Traité de l’Opinión, tom. 5, lib. 6, cap. 6) subió de punto la Paradoja, que propuse en el número citado, pues su asunto es, no solo, que la muerte carece de dolor, mas que causa deleite. El sentimiento de morir, dice, ha sido comparado [58] a la debilidad de un hombre muy fatigado, que se entrega al sueño, en cuyo estado se mezcla mucha dulzura. Este es el término adonde se encamina el apetito, el fin que se propone en su mayor agitación ::: los que han experimentado algunos desmayos, los han hallado, no solamente exentos de dolor, mas aun sazonados con una especie de placer, que nada superficialmente en las tinieblas, en que la alma se sumerge sin repugnancia. Esta es la verdadera idea que debemos formar de la situación en que se hallan los que mueren.

2. La verisimilitud de estas conjeturas se confirma con la relación de los que han sido revocados de las puertas de la muerte, y que por algún accidente han penetrado hasta su íntimo conocimiento.

3. No solamente Aristóteles, y Cicerón nos representan la muerte, que proviene de la senectud, como exenta de dolor; y Platón en el Timeo, a quien sigue Cardano, afirma, que la muerte, causada por desfallecimiento, es acompañada de deleite: mas aun las muertes violentas no son destituidas de todo sentimiento de placer.

4. Los Antiguos aprehendían terribilísima la muerte de los ahogados, o porque creían, que las Almas de los que padecían este género de muerte, andaban errantes cien años; o porque imaginando ser el Alma de naturaleza ígnea, contemplaban ser su mayor enemigo el agua. Pero tan lejos está ésta muerte de ser dolorosa, que los que han sido retirados de ella medio muertos, han afirmado, que después de haber perdido enteramente el juicio, no les había quedado otra sensación, que cierto placer, que experimentaban en andar arañando en el fondo, de modo, que sentían alguna pena en que los retirasen.

5. Un delincuente librado con vida de la horca, después de cumplir con su oficio el Verdugo, decía, que al punto que le habían arrojado de la escala, le pareció ver un gran fuego, y luego unos paseos, o sitios muy amenos. Otro, cuya cuerda se rompió por tres veces, se quejó, de que socorriéndole le habían privado del deleite de ver una especie de luz, o resplandor sumamente agradable.

6. Bacón, Chanciller de Inglaterra, refiere, que un Caballero Inglés, que por juguete se ahorcó, para reconocer lo que sentían los ahorcados, siendo socorrido cuando ya estaba muy cerca de morir, dijo, que sin sufrir dolor alguno, al principio había percibido como incendios, luego tinieblas, finalmente colores azules, y pajizos, como se representan a los que caen en desmayo. [59]

7. El Baxá Acmet le pidió, y hizo dar palabra al que le había de dar garrote, que le dejaría gustar la muerte, aflojando la cuerda después de apretarla, y guardando el quitarle efectivamente la vida para segundo lance. El que mató al Príncipe de Orange, lloró estando para padecer el suplicio, y rió cuando le estaban atenazeando, viendo caer un pedazo de sus carnes sobre uno de los asistentes. Hasta aquí el Autor citado.

8. Por si el Lector desea saber mi dictamen sobre el asunto presente, le satisfaré diciendo lo primero, que en la posibilidad no hallo el menor tropiezo. Supuesto, que al llegar a las puertas de la muerte (lo que es innegable), se perturba mucho el juicio, es consiguiente forzoso, que el celebro adquiera entonces una disposición extraña, y muy preternatural, la cual es causa inmediata de aquella perturbación; siendo cierto, que el vicio de las potencias pende del vicio de los órganos. En las extrañas disposiciones del celebro es también extraña la representación, y sensación de los objetos. Y no solo se altera la representación de los objetos presentes, mas se representan, y sienten muchas veces como presentes los que no existen, y falta la representación, y sensación de los existentes. Un delirante está viendo en su imaginación una corrida de Toros, y no siente la fiebre, que le abrasa; aquella le da mucho deleite, y ésta ningún dolor.

9. Ya en otra parte, con observaciones experimentales hemos probado, que todas las sensaciones se hacen en el celebro, por más que la imaginación nos represente, que se ejercen en otros órganos, Y esta es la causa, por que ni un delirante siente el ardor de la fiebre, ni un apoplético la punzadura de un alfiler. Pero sea, o no, esta la causa, el hecho de que por las perturbaciones del celebro se perciben muchas veces, como presentes, objetos, que no existen, faltando la sensación de otros que están presentes, es innegable.

10. Puesto lo cual se entiende bien, que en los últimos momentos de la vida, aun cuando la muerte es violenta, se representan resplandores, amenidades, u otros objetos gratos, faltando al mismo tiempo la sensación dolorosa del cordel, del fuego, del cuchillo, &c.

11. Sentada la posibilidad, digo lo segundo, que por lo que mira al hecho, se debe estar a la deposición de los que hicieron [60] la experiencia, especialmente si hacen la deposición luego que los extraen del riesgo, porque la consternación, y asombro en que entonces se halla su ánimo, no da lugar a que se opongan a fingir fábulas, para entretener los circunstantes. Pero pide esto un examen exquisito, porque puede ser, que no todos, aun en una especie de muerte violenta, tengan las mismas sensaciones, o ya por la diversa disposición, que en el celebro de distintos individuos pueden inducir, o la diversidad de los afectos, y mayor, o menor intensión de ellos, o ya la diferente constitución individual de los celebros. El mayor, o menor terror, mayor, o menor tristeza, apretar más, o menos el cordel, dar mayor, o menor golpe al caer, a este modo otras muchas circunstancias, pueden alterar diferentemente el celebro. En efecto, díjome un sujeto, que había tratado a dos librados de la horca, después de estar pendientes de ella un rato que ambos afirmaban, que lo único, que habían sentido, era un dolor vehementísimo en las plantas de los pies. También puede ser, que en diferentes momentos haya diferentes sensaciones, o molestas, o gratas y en atención a esto, será sólo aparente la discordia de los testigos, que acaso hablaron de diferentes momentos de aquel tiempo, que duró el suspendio.

12. En orden a la muerte natural no puedo formar otra idea, que la que expresa el Autor citado; esto es, que no hay diferencia alguna entre la sensación de ésta, y la de un desmayo. Y si al caer el alma en deliquio, se siente algún deleite parecido al que goza al rendirse al sueño, lo mismo le sucederá al entregarse al sueño de la muerte.}

104. Esta imaginación, aunque transcendente a ignorantes, y doctos, siento que va muy lejos de la verdad, y así la colocamos en la clase de los errores más [59] comunes. No hablamos aquí de los dolores de la enfermedad, que dispone para la muerte, o la induce, de los cuales no se duda, que ordinariamente son muy graves: [60] sólo pretendemos examinar, si se padece alguno, y cuán grave sea, en aquel momento, en que se separa el alma del cuerpo: generalmente se juzga, que entonces se padece un dolor de muy superior intensión a cuantos pueden inducir los más crueles tormentos. Exagéranle los Autores en los libros, los Oradores en los Púlpitos; y todo género de personas en las conversaciones, con este modo de discurrir: Si al arrancar, dicen, una uña del dedo, o un dedo de la mano, se siente un dolor tan agudo, que no hay tolerancia para él, ¿cuánto más atroz se sentirá al arrancarse el alma del cuerpo? Aquí se pondera la estrechísima unión de estas dos partes del hombre, para representar la [61] división sensible en supremo grado; al modo que dos amigos, tanto más sienten apartarse, cuanto más los une el amor; o al modo que dos partes integrantes del cuerpo animado, tanto mayor dolor causan con su división, cuanto están unidas con más firmeza. Añádese, que aquel dolor es general a todas las partes del cuerpo, tanto internas, como externas, porque de todas se arranca el alma: universalidad que no tiene otro ningún dolor; pues aun el que es arrojado en una hoguera, no siente el fuego en las entrañas, cuando empiezan a tostarse las partes externas. Con este discurso concluyen que es atrocísimo, sobre cuanto se puede imaginar, el dolor que se padece al momento de morir.

105. Yo miro las cosas tan a otra luz, que juzgo aquel dolor imaginario; y el discurso, con que lo prueban, totalmente ilusivo. Es confundir las ideas de los objetos, inferir de lo que pasa en la división de las partes integrales, lo que sucederá en la desunión del alma, y cuerpo: el dolor consiste en la disrupción del continuo, o en la próxima disposición para ella. En la desunión del alma, y cuerpo no hay división alguna del continuo. ¿Luego por qué ha de haber dolor?

106. Es infinito lo que hace errar a los hombres en casi todo género de materias el uso de unas mismas voces, aplicado a cosas en el fondo muy diferentes. Esta expresión, arrancarse el alma del cuerpo, alucina a muchos en el asunto que tratamos; es translaticia, y la toman como rigurosa. Con que como experimentan, que de nuestro cuerpo no puede arrancarse, no solo alguna parte suya la más menuda, mas aun cualquier cuerpo forastero, que se haya introducido en él, pongo por ejemplo una flecha, sin causarle gran dolor, llevados puramente del sonsonete de la voz, pasaron a imaginar lo mismo de la separación del alma. Es el alma un espíritu puro, que ni se pega al cuerpo con cola, ni se ata con cordeles, ni se uno con fibras, ni se fija con clavos, ni se enreda con raíces. En fin, su modo de unión es [62] incomprehensible a toda nuestra Filosofía, y a proporción, a su desunión no corresponde voz específica en nuestro idioma. Lo que no tiene duda es, que la expresión arrancarse es metafórica. Con menos impropiedad, mas nunca con propiedad, se diría, que se evapora, que se disipa, que se exhala. Este es un movimiento supremamente insensible, porque de parte del cuerpo no hay alguna resistencia. Continuamente estamos exhalando vapores de todas partes de él, sin que esto nos cueste algún dolor. ¿Por qué? Porque teniendo los vapores, por su delicadeza, y tenuidad, en los poros del cuerpo franca puerta, no hallan resistencia alguna para la salida, y se evita todo encuentro, o choque de ellos con las partes sólidas. ¿Qué encuentro, o qué choque, pues, se puede imaginar en la salida del alma, la cual es infinitamente más sutil, y delicada, que los más tenues vapores?

107. Miremos el objeto a otra luz. Doy que el movimiento del alma, al salir, fuese un violento arranque, que desbaratase las entrañas, e invirtiese toda la organización interior. Digo, que aun supuesto eso, sería ninguno, o levísimo el dolor, que ocasionaría en el cuerpo. La razón es, porque en aquel último estado de la vida están todas las facultades extremamente lánguidas, por consiguiente son sumamente remisas todas sus operaciones: luego la sensación de dolor, que es una de ellas, será como las demás, sumamente remisa. Así, aun cuando de parte del agente se ejerciese fuerza capaz de producir un gran dolor, de parte del sujeto no hay capacidad para sentirle.

108. Yo me imagino, que desde algunos momentos antes de morir empieza una media muerte, un estupor, un aturdimiento, un letargo, donde no cabe advertencia, o reflexión alguna; y es de creer, que entre el día de la vida, y la noche de la muerte media (digámoslo así) un estado de crepúsculo, cuya obscuridad va creciendo, a proporción que la noche total se va acercando. [63] Debe tenerse presente lo que hemos dicho en el Disc. VI del Tomo V, sobre la incertidumbre del momento en que se termina la vida.

109. Hasta aquí hemos hablado de la muerte natural. Con esta coincide la violenta, que es paulatina; porque el que, habiendo recibido una herida mortal, muere dentro de tres, o cuatro días, se ha del mismo modo que el que muere de una enfermedad aguda.

110. La muerte violenta acelerada, que tanto horroriza, es la menos dolorosa de todas. Estoy por decir que apenas se siente en ella dolor alguno, o solo es instantáneo, porque la operación de la causa, que la induce, al momento quita el sentido. Se sabe de algunos, que habiendo caído de alguna altura considerable, quedan por un rato como difuntos, los cuales, volviendo después en sí, afirman que no sintieron el golpe que dieron en tierra. El gran Chanciller Bacón refiere de un Caballero, que nimiamente curioso de saber que sentían los ahorcados al padecer el suplicio, quiso experimentarlo en sí mismo. Para este efecto, habiéndose puesto sobre una mesita, y ajustándose al cuello un lazo, que había colgado al techo, se arrojó al aire con la intención de restituirse, cuando le pareciese, a la mesita, la cual estaba en la debida proporción para lograrlo: pero el buen Caballero no había echado bien sus cuentas; y si uno, que estaba presente, a quien él había comunicado el designio, no hubiera, viendo que ya el juego duraba mucho, acudido a cortar el cordel, tan ahorcado hubiera quedado, como los que son por mano del Verdugo. Es el caso, que, como él después refirió, desde el momento mismo que el cuerpo quedó pendiente del lazo, perdió la advertencia, y el sentido: ni memoria de mesita, ni conocimiento del peligro, en que se hallaba, ni aun sensación de dolor, o sofocación.

111. Esto mismo creo firmemente sucede a todos los que son ajusticiados, ora lo sean con horca, o con garrote, o con cuchillo, y generalmente a todos los que padecen muerte violenta tan pronta como la de aquellos, [64] solo pueden sentir un dolor instantáneo, porque perdiendo el sentido desde el momento mismo que reciben el golpe fatal, todo el tiempo que resta hasta la separación del alma, son troncos, más que hombres. Ni obsta, que en ese tiempo intermedio se les vea tal vez hacer algunos movimientos, porque son puramente maquinales, y en ningún modo imperados por la voluntad, o dirigidos por la razón.

112. De esta regla general no excluiremos, ni aun a los que son quemados vivos. Este es un género de suplicio, que horroriza extremamente a todo el mundo, concibiéndose generalmente, que aquel miserable, que es arrojado en una hoguera, está sintiendo el atrocísimo tormento del fuego hasta que rinde el aliento último. Pero yo siento, que nada siente, siendo imposible, que no pierda enteramente el sentido desde el momento que es arrojado en medio de las llamas. Ni puedo concebir, que dure en él la percepción de dolor más tiempo, que el de un minuto segundo.

113. Tengo probado el asunto; pero ahora me resta satisfacer un reparo, que puede hacer el lector, el cual acaso notará, que esta Paradoja no debió colocarse entre las Políticas, o Morales, sí solo entre las Físicas, porque la decadencia de facultades, y falta de sentido al tiempo de morir, son objetos puramente filosóficos. A que respondo, que debe distinguir la materia de la prueba de la esencia del asunto. El asunto, que consiste en el Teorema de que la muerte, por lo que es en sí misma, no se debe temer, o que el temor de la muerte, considerada de este modo, no es razonable, ni bien fundado, es puramente moral, pues derechamente impugna una desordenada pasión del alma. Las pruebas es verdad que se toman de la Filosofía; pero esto sucede a cada paso en otras materias morales. Cuando se trata de la disolución de un matrimonio por defecto de potencia, todas las pruebas son físicas. Cuando se cuestiona, si tal agua puede ser materia del Bautismo, el examen de si es verdadera agua natural, únicamente pertenece a la Filosofía. [65]

114. Pero mucho más moral es la Paradoja, por el fin con que la he propuesto, que por su materia propia. Es un punto este en lo moral de gravísima importancia. Conviene mucho desterrar este terror pánico, esta funesta imaginación de los atrocísimos dolores de la muerte. A cada paso se ven moribundos (hablo de lo que he visto, y experimentado) extremamente afligidos con esta idea, no tanto por lo que es en sí mismo el tormento, que esperan, cuanto por una trágica resulta, que temen. Figúraseles, digo, que siendo aquellos dolores terminativos de la vida tan intensamente feroces, les ha de faltar enteramente la resignación, y la paciencia, a que seguirá prorrumpir en furiosos actos de desesperación. Esta congoja los altera de modo, que apenas pueden aplicar la atención debida a las disposiciones cristianas para morir bien, y aun los pone en riesgo de desconfiar de la Divina piedad. Aun a muchos sanos de buena vida he visto afligidísimos con este pensamiento.

O genus attonitum gelidae formidene mortis!

115. Supongo, que es un excelente antídoto para ocurrir al remedio aquella sentencia de San Pablo: Fidelis autem Deus est, qui non patietur vos tentari supra id quod potestis. Sería sin duda concebir a Dios, no como un Padre misericordioso, ni como Dios, sino como un cruelísimo tirano, pensar, que en aquel momento, de quien depende la eternidad, es puntualmente cuando aprieta los cordeles, hasta poner al alma en punto, o en riesgo próximo de desesperación. Lo que dicta la Fe, y aun la evidencia de la luz natural, es, que nunca su bondad permitirá, que el rigor de la tentación supere la fuerza de la alma para resistirla. Es, como digo, esta reflexión un excelente antídoto. Con todo, si no es aplicado por un director de elocuente, y persuasiva eficacia, suele no sosegar las fluctuaciones del espíritu. Así conviene mucho tener bien persuadidos a sanos, enfermos, y moribundos, de que esos atrocísimos dolores, que acompañan la muerte, son imaginarios. [66]

Apéndice

116. He notado a veces desconsolados los asistentes, cuando en los moribundos, constituidos en las últimas agonías, observaron algunos extraordinarios, o irregulares movimientos, temiendo, o creyendo, que aquella agitación provenga de algún acto de impaciencia, en que han prorrumpido. Digo, que no hay que temer en este caso: ya porque es muy creíble, que aquellos movimientos sean meramente maquinales: ya porque, aunque no lo sean, nada de malo arguyen. En aquella proximidad de la muerte, cuando no esté perdido el sentido, está por lo menos tan débil el uso del discurso, o tan anublada la razón, que carece el alma de la libertad necesaria para pecar, a los menos gravemente. No hay ebrio alguno, no hay sujeto, que al salir de un profundo sueño, esté tan atolondrado, como lo está un moribundo colocado en aquella situación.

117. Finalmente, así por lo que mira a este Apéndice, como por lo que toca al asunto principal, quiero dar el último, y eficacísimo consuelo a los que temen, que los dolores de la muerte arriesgan la salud del alma. Doy que aquellos dolores sean verdaderos, y sean atrocísimos, ¿habrá algún peligro de que el moribundo apretado de ellos caiga en pecado grave de impaciencia, o en otra alguna culpa mortal? Resueltamente afirmo, que ninguno. Por el mismo caso que los dolores sean desaforadamente intensos, quitan todo riesgo de pecar, porque perturban la razón, y quitan la libertad. Esto es común a toda pasión violentísima, como saben Filósofos, y Teólogos. Virgilio, que tuvo muy buen juicio, le hizo de que le había privado enteramente de él a Corebo el dolor de ver aprisionada por los Griegos a su amada Casandra.

Non tulit hanc speciem furiata mente Coraebus,
Et sese medium injecit moriturus in agmen.
[67]

Paradoja doce
Es vano, y futil el cuidado de la fama póstuma

118. Ningún apetito más irracional cabe en el hombre, que aquel que dirige a objeto, del cual nunca puede gozar. Tal es el deseo de que su nombre sea glorioso en el mundo después de su muerte. Muerto el hombre, muere para él todo lo que queda por acá. ¿Qué importará, que todo el Orbe se deshaga en aclamaciones de sus prendas? El humo de ese incienso todo se lo lleva el aire, sin que a él le toque parte alguna. Tanto sentirá los aplausos de su virtud, como una estatua el que alaben su perfección, o un edificio el que celebren su grandeza. Si sus obras fueron agradables a Dios, y está en la región del descanso, se complacerá de haber dejado al mundo buen ejemplo. Todo lo que saliere de esta esfera, por más que lo celebre el mundo, de nada le servirá. O despreciará, o ignorará, los elogios que le tributan los mortales. ¿Qué comodidad, o qué placer lograrán hoy Alexandro, y Cesar de ser aplaudidos en el Orbe por los dos más ilustres guerreros? ¿Homero, y Virgilio de ser celebrados por los dos más insignes Poetas? ¿Demóstenes, y Cicerón de ser admirados por los dos más elocuentes Oradores? Acaso ignoran enteramente lo que por acá se dice de ellos; y si lo saben sin duda lo saben para mayor tormento suyo. Ciertamente fue un gran loco Empédocles, si, como refieren algunos, se precipitó en las llamas del Etna, para que, no hallando los hombres su cadáver, creyesen había subido al Cielo, y le adorasen como Deidad. Mas al fin, aquel Filósofo, como seguía el dogma Pitagórico de la transmigración de las almas, creía, que la suya, colocada sucesivamente en otros cuerpos, vería con gran placer suyo los esperados cultos. Pero quien sabe, que cuando muere, sale de esta región para no volver más [68] a ella, ¿qué se le da de que los hombres le adoren, o le olviden? Así, mucho más loco que Empédocles, fue el Emperador Adriano, que, sin creer la metempsicosis, erigió Templos, y Aras, constituyó Sacerdotes, y víctimas a su infame Idolillo el difunto Antinoo. ¿Qué le serviría toda esa pompa a aquel desgraciado muchacho? Lo mismo digo de la apoteosis, o ridícula deificación de los Emperadores Romanos. Vespasiano, aunque la esperaba, hizo el escarnio debido a ella, cuando para significar a los circunstantes, que conocía se acercaba el término de su vida, dijo con irrisión festiva: Siento que ya me voy convirtiendo de hombre en Deidad.

119. Que los hombres gusten ver aclamado su nombre mientras viven, es naturalísimo: se lisonjean de lo que gozan; pero que con ansia deseen los honores póstumos, de los cuales no han de gozar, no cabe sino en una desordenada fantasía. Ovidio pintaba a Safo muy complacida de ver celebrada su musa en todo el Orbe.

At mihi Pegasides blandissima carmina dictant.
Jam canitur toto nomen in Orbe meum.

Hasta aquí bien, porque hablaba en nombre de la misma Safo, cuando ésta vivía, y cuando por consiguiente percibía, y gozaba los aromáticos humos de aquellas aclamaciones. Pero razonaba muy mal, cuando hablando de Hércules, y Teseo, ponía por contrapeso de la muerte de estos Héroes, o por un equivalente ventajoso de su vida, el aplauso, que tributaba el mundo a su memoria:

Occidit & Theseus, & qui tumulavit Orestem.
Sed tamen in laudes vivis uterque suas.

120. Los elogios de los muertos solo se los gozan los vivos. Los parientes, los amigos, la patria se reparten entre sí toda esa apacible aura, sin que el menor soplo de ella vuele a la región donde habitan los que ya salieron [69] de ésta. Para los muertos no hay más de una dicha, y esa depende de morir bien. Beati mortui, qui in Domino moriuntur.

Paradoja trece
No hay hombre de buen entendimiento, que no sea de buena voluntad

121. Creo, que cuantos mortales hay del Oriente al Poniente, y del Septentrión al Mediodía, extrañarán esta Paradoja, como una de las mayores quimeras, que pueden soñarse en materia de Etica. Ninguno habrá, que no asegure haber visto, y tratado alguno, o algunos sujetos de bellísima capacidad, y de perversa inclinación. Yo al contrario, protesto, que nunca he visto alguno tal: no solo esto; pero juzgo tan cerca de imposible el que haya alguno, que si se encontrare, se debe reputar por monstruo.

122. Por hombres de mala voluntad (porque no nos equivoquemos) entiendo aquellos, en quienes reinan vicios perjudiciales a la humana sociedad, los malignos, los desapiadados, los revoltosos, los usurpadores, los embusteros, generalmente todos los que atentos únicamente al gusto, o al provecho propio, miran con desafecto, o por lo menos con indiferencia, el bien del prójimo, y aun del público.

123. A un entendimiento claro tan vivamente se representa la fealdad, la torpeza, la disonancia, que tiene con la naturaleza racional, el hacer voluntariamente mal un hombre a otro, que exceptuando uno, u otro caso, en que alguna pasión violenta le perturbe, parece imposible que deje caer a la voluntad en los vicios, que derechamente son ofensivos del prójimo. De aquí es haber visto algunos reputados por Ateístas, los cuales, sin embargo de no esperar, según su errónea preocupación, castigo, [70] o premio a sus acciones, para la sociedad humana eran buenos, o por lo menos no malos; quiero decir, quietos, pacíficos, que se contentaban con lo justamente adquirido, negados a toda violencia, o injusticia. Tales fueron entre los antiguos Plinio el Mayor, y entre los modernos el Inglés Tomás Hobbes.

124. Y la razón genuina de esto es, porque la existencia de Dios, aunque evidentísima, no es evidente por sí misma respecto del entendimiento humano, o como se explican así los Teólogos, no es per se nota quoad nos: hacerse evidente por ilación infalible de otros principios; y donde es precisa la ilación, es posible la alucinación, como experimentamos cada día. Pero la fealdad de las acciones viciosas, arriba expresadas, es evidente por sí misma. Solo con representarse al entendimiento aquellas acciones, conoce claramente su torpeza, la cual, llegando el caso de obrar, no puede menos de darle en rostro, a menos que alguna pasión violenta, como he dicho, le perturbe.

125. Opondráseme lo primero, que para conocer la torpeza de aquellas acciones, no es menester entendimiento sobresaliente: el mediano, y menos que mediano basta. Así nuestra razón, o prueba de todos entendimientos grandes, medianos, y ínfimos, o de ninguno prueba.

126. Respondo, que en lo mismo que se conoce con entera certeza, hay mucha diferencia de conocimiento a conocimiento. Dos entendimientos desiguales, no obstante que conocen con tal persuasión una misma verdad, la conocen muy desigualmente: a proporción que el entendimiento es más claro, la conoce con más claridad, con más viveza, con más fina penetración: y a proporción que es menos claro, la percibe más confusamente. De esta desigualdad del conocimiento depende el hacer los objetos más fuerte, o más débil impresión en el alma, para moverla a estos, o aquellos afectos. La misma bondad infinita de Dios, que conocen [71] los Bienaventurados, conocemos con infalible certeza las viadores. ¿Pues cómo, amándole aquellos intensísima, y necesariamente, nosotros estamos tan tibios en su amor? No consiste en otra cosa, sino en que, aunque uno, y otro conocimiento es evidente, el de los Bienaventurados es claro, el nuestro obscuro; y a proporción que el entendimiento conoce con más claridad el bien, o el mal, con más fuerza se mueve la voluntad a amar aquel, y aborrecer a este.

127. Puede explicarse esto oportunamente en la acción de cualquier sentido corpóreo. No solo el que tiene el órgano del olfato muy despejado percibe el mal olor de un lugar inmundo; también le distingue con evidencia el que tiene el olfato remiso, como el órgano no esté obstruido, o destemplado enteramente; lo cual no obstante, es muy desigual la displicencia, que causa en los dos aquel mal olor. Para el primero es absolutamente intolerable: el segundo sin mucha repugnancia le sufre; no por otra razón; sino porque la percepción sensitiva del primero es muy clara, la del segundo algo confusa. Aunque no solo el que tiene el oído vivísimo, mas también el que le tiene algo obtuso, percibe con evidencia la disonancia de tres, o cuatro voces totalmente discordes, éste fácilmente la tolera; a aquel le horroriza: todo por la misma razón, que hemos insinuado.

128. Ni más, ni menos sucede en la percepción intelectual. La disonancia de las acciones viciosas, cuya malicia es per se nota, evidentemente se presenta, no sólo a los entendimientos más perspicaces, mas también a los menos transcendentes, como no sean totalmente estúpidos; pero por percibirle aquellos con vivísima claridad, estos con alguna confusión, en aquellos produce un género de horror, que no permite abrace tales objetos la voluntad; en estos no es tanto el desagrado, que no deje cabimiento a tragar, por el deleite, la torpeza; salvo siempre en unos, y otros la indiferencia del albedrío. [72]

129. Opondráseme lo segundo, que hay Naciones enteras (entre quienes no puede negarse, que se hallan algunos entendimientos excelentes), las cuales tienen por lícito el robo, el dolo, aun la crueldad, por consiguiente no conocen su torpeza. Respondo lo primero, que no procede nuestra aserción del entendimiento bueno colocado en esa situación. El error común de una Nación en cualquiera materia es como una niebla, que turba a los entendimientos más claros: desde la infancia, o la niñez, cuando está aun la razón muy débil, empieza a domesticarse con ella el engaño; y cuando adulta, acostumbrada ya a reverenciar la común ceguera como autoridad irrefragable, si algún rayo de luz asoma a representarle la verdad, tímida huye del desengaño, mirando como delincuente su propia reflexión.

130. Respondo lo segundo, que no se sabe por noticia positiva que los entendimientos excelentes, educados en las Naciones, que llamamos bárbaras, estén inficionados de todos los errores, que reinan en ellas. Yo para mí tengo por cierto lo contrario. De varios hombres eminentes del Gentilismo sabemos, que en orden a puntos de Religión sentían muy diferentemente que el Pueblo, aunque pocos eran dotados del valor necesario para manifestar su desengaño al público, disfrazándole en los más el temor, y la política. Debemos juzgar, que hoy en las Naciones bárbaras hay algunos de este carácter. Ni este juicio está limitado a los términos de mera conjetura; antes varias relaciones históricas nos dan testimonio de algunas acciones de heroica virtud, ejecutadas por algunos particulares de esas mismas Naciones, donde reina inhumanidad, de que se pudiera tejer un larguísimo catálogo.

131. Opondráseme lo tercero la experiencia, pues apenas hay País, o población numerosa, donde no se vean algunos sujetos de entendimiento perspicaz, sutil, despejado, cuya voluntad no obstante es torcida, y la inclinación depravada. Respondo, negando resueltamente, [73] y sin la menor perplejidad, la experiencia alegada. He tratado a muchos sujetos de esos, a quienes atribuyen buen entendimiento, y mala voluntad, y siempre he visto la opinión común errada en uno, u otro extremo. Frecuentemente gradúa el vulgo de grandes capacidades unos superficialísimos talentos: en viendo a un hombre ágil en discurrir, aunque sin solidez, pronto, y limpio en explicarse, mucho más si acompaña uno, y otro con algo de osadía, y aire de magisterio, le califica por un entendimiento admirable; y la verdad es, que entre muchos de estos apenas se encuentra uno, que profunde medio dedo en los objetos sobre que discurre. Otro engaño hay ordinarísimo en esta materia, que es graduar los astutos de sutiles, distando todo el Cielo unos de otros. Llamo astutos aquellos, que únicamente atentos a su interés particular, con todo género de solapas, trampillas, y dolos, se le procuran. ¡O qué sublimes entendimientos! Todo esto nada tiene de sutileza, pero mucho de ruindad. No hay discurso, por mediano que sea, que no comprehenda tan triviales artificios: cualquiera los alcanza; pero el entendimiento noble, penetrando su bajeza, los abomina: el vulgar, a cuya bastarda clase son más proporcionados, los abraza. La simulación está tan lejos de pedir alta inteligencia, que no ha menester ninguna, pues se ve, que aun algunos irracionales la practican. Son sagacísimas las zorras, sin que por eso dejen de ser brutos. Otra vez vuelvo a decirlo: Ningún entendimiento tanto cuanto elevado he conocido, que no aborreciese todo género de superchería.

132. En el otro extremo se padece también grande equivocación. Muchas veces una virtud muy pura, juntándose a ella algo de sequedad nativa, representa a entendimientos rudos una índole depravada. Los que son celosamente amantes de la verdad, y la justicia, no suelen acomodarse a aquellas cortesanas condescendencias, con que se granjea la popular aceptación: adictos a la substancia de las cosas, descuidan del modo. En sus bocas [74] todo significa lo mismo que suena: miran como una engañosa enemiga de la virtud la urbana disimulación: ignoran pintar el vicio, aun contraído a los sujetos, sino con sus nativos colores. Cuando contemplan más comunes la mentira, la trampa, y la perfidia, tanto mas fastidiosamente las saquean, y más ásperamente las corrigen: no aciertan a poner buena cara, sino a aquellos en quienes ven un espíritu limpio. Esta desapacible entereza es mirada por lo más como una especie de misantropismo, o malevolencia hacia el común de los hombres: son infinitos los que se interesan en pintar tales sujetos, como torcidos, aviesos, y mal intencionados: agradan a pocos, porque son pocos los que agradan a ellos. Con que ya por la malicia de sus contrarios, ya por la poca inteligencia de los indiferentes, fácilmente viene a suceder, que una virtud nimiamente sincera pase en todo el Pueblo por malignidad declarada.

133. Quien estuviese bien prevenido para no caer en alguno de los dos errores expresados: quien tuviere capacidad para distinguir la verdadera virtud de la falsa, y el entendimiento claro del travieso, hallará lo que yo he hallado, que nunca deja de haber mucho de virtud, donde hay mucho entendimiento. No quiero decir por eso, que todos los hombres de grande ingenio sean Santos, la virtud, en cuanto meritoria de la vida eterna, es hija de la gracia, no de la naturaleza. Tampoco digo, que resplandezcan en todo género de virtudes morales; sí solo en aquellas, cuyos vicios opuestos, a primera vista, y sin ser necesario discurso, o reflexión, descubren su deformidad: ni aun esto se debe entender sin alguna excepción. Cualquiera pasión vehemente, entre tanto que dura, hace loco al más cuerdo, y tonto al más agudo; pero prescindiendo de particulares accidentes, mi sentir es, que todo hombre de buen entendimiento es hombre de bien. [75]

Paradoja catorce
Deben ser bautizados debajo de condición los hijos de madre humana, y bruto masculino

134. Esta Paradoja es contra una regla común de los Teólogos Morales, los cuales tratando de los sujetos capaces del Bautismo, dicen, que éste se debe administrar debajo de condición a los hijos de másculo racional, y hembra bruta; mas no a los hijos de másculo bruto, y hembra racional. La razón que dan es, porque en el primer caso hay duda, si el parto es humano, o no, por ser dudoso, si el semen femenino concurre activamente a la generación. En el segundo ciertamente no es humano, por ser cierto, que el semen viril es indispensablemente para la generación del hombre. [76]

{(a) 1. Este es el lugar propio para vindicarme de la justicia, que muy poco ha me hizo cierto Escritor, suponiendo, que yo estrecho más que los otros Teólogos el Bautismo de los monstruos. Notable inconsideración, cuando en la Paradoja, que propongo, y pruebo al número señalado, se ve, que les extiendo este beneficio, con exceso a los demás Autores. Para que el Lector sea Juez en esta causa, es menester imponerle en todo el hecho, de que tomó motivo dicho Escritor, para estampar lo que no debiera.

2. El día 28 de Febrero de 1736 nació en la Ciudad de Medina-Sidonia un monstruo humano; esto es, un niño con dos cabezas, y cuatro brazos. En el parto, que fue muy trabajoso, por temerse, que expirase antes de nacer; habiéndose asomado un pie, se le aplicó a él el agua bautismal, usando las palabras de la forma en el modo regular, y común: Ego te baptizo. Salió a luz muerto, o murió luego (lo que en la relación, que se me envió, no se expresa); y habiendo hecho en él disección anatómica, quedaron pendientes dos dudas, una física, otra moral. La primera, si era el monstruo un individuo solo, u dos. La segunda, si en caso de ser dos, habían quedado ambos bautizados. Variando sobre uno, y otro punto, los dictámenes de los Filósofos, y Teólogos de aquella Ciudad, determinó ésta inquirir el mío, escribiéndome para este efecto por mano de Don Luis de la Serna y Spinola, Regidor perpetuo de preeminencia [76] de ella que es un Caballero muy discreto. Respondí a la consulta con bastante extensión: diciendo lo primero, que eran dos individuos: lo segundo, que no pudieron quedar bautizados entrambos: lo tercero, que tenía por probable, que ninguno de los dos lo había sido. Probaba lo primero con razones físicas, algunas deducidas de la facultad Anatómica. Probaba lo segundo, porque habiendo sido proferido la forma en orden a un sujeto singular, o único, como se supone, no podía alcanzar a dos individuos; fuera de que la intención era contraída también a uno solo, porque nadie prevenía, ni podía prevenir, al ver solo un pie, que era monstruo de duplicados miembros. Probaba lo tercero, fundado en observaciones anatómicas, que cada pie (estos no eran más que dos) pertenecía a ambos individuos, e infiriendo de aquí, que ninguno quedó bautizado, por la indeterminación de la intención del Ministro.

3. Sacáronse en Medina-Sidonia algunas copias de esta respuesta mía: y habiendo llegado una a Cádiz, no sé qué curioso habitante de aquel Pueblo la imprimió, según me avisó un amigo. Hízose muy luego otra impresión en Lisboa, traduciendo el escrito en lengua Portuguesa, según se noticia en el segundo Tomo del Diario de los Literatos de España.

4. Hecha pública, aunque muy fuera de mi intención, mi respuesta a aquella consulta, dentro de poco tiempo se le antojó a un Religioso Sevillano atacarla en un breve impreso, el cual se me remitió de Sevilla; pero no leí de él sino lo preciso para enterarme del intento del Autor, por precaver la tentación de gastar algún tiempo en responderle. Produjo después el mismo Religioso un pequeño libro, con título de Desengaños Filosóficos, que poco ha llegó a mis manos. En él, pág. 105, volvió a tocar, aunque muy de paso, el punto de mi Escrito sobre el monstruo de Medina-Sidonia. Mas porque le pareció poco morder en una parte sola, dentro de la misma cláusula comprehendió otro asunto totalmente inconexo con el caso del monstruo de Medina-Sidonia, y con mi respuesta a la consulta. Aun el caso del monstruo fue introducido violentísimamente, y sin respeto alguno a un punto metafísico, que en aquel lugar trataba, como verá el Lector, poniéndole delante todo el armatoste de aquella cláusula. Dice así: La materia prima en sí, o por el absoluto, que funda el respecto, no tiene especies metafísicas diferentes: es ente imparcial incompleto, aunque se le pueden conceder [77] con impropiedad; pero reduplicativamente, como potencia física, es una negativè; y toda la especie física la toma de las formas: y así también con esta distinción se responde a la cuestión de la diferencia específica de la materia sublunar, y celeste: por fin, sea la diferencia específica un ente fundamental lógico à parte rei, o fundamental moral, debemos evitar extravagancias que repulsan las Escuelas, como es la moderna de dar segunda especie de alma racional a los brutos, o poner dos almas en un cuerpo formado de los compendios seminales conglutinados: apuntamiento que hizo Le-Roi, de que se valió el Autor del Teatro Critico, para fundamentar la nulidad del bautismo de monstruos, como el de Medina.

5. Contemplo como resbalo de la pluma la diversión hacia dos opiniones mías, que nada conciernen a aquella algarabía metafísica, que las precede, ni al propósito, seguía el Autor; y al mismo descuido en regirla, que ocasionó este desvío del asunto, debo atribuir los muchos borrones, que soltó en pocas líneas, que, si no yerro la cuenta llegan a cinco. El primero, llamar extravagancia, la opinión de la racionalidad de los brutos. El segundo, aun permitido que sea extravagancia, decir que es moderna. El tercero, que resulta un cuerpo solo de dos compendios seminales conglutinados. El cuarto, que yo me había valido de algún apuntamiento de Le-Roi. El quinto (que es el principal), que yo haya fundamentado, ni querido fundamentar la nulidad del bautismo de monstruos, como el de Medina. Pasemos, pues, la esponja por esos borrones.

6. No puede llamarse extravagancia una opinión, que llevó San Basilio, sin hacer notable injuria a aquel gran Padre. A la larga citamos en el Teatro un pasaje suyo extremadamente decisivo. También se hace grave injuria a Arnobio, a Lactancio, hombres venerables en la Iglesia, que siguieron la misma opinión. Donde se ha de notar, que estos Padres positivamente afirman la racionalidad de los brutos: yo me muestro algo perplejo en el asunto.

7. Permitido, que sea extravagancia, ¿cómo puede llamarse moderna, teniendo por los Padres, que acabamos de alegar, catorce siglos de la antigüedad? Aun esto es poco, pues los Filósofos antiguos, que siguieron esta opinión (los citamos al num. 17 del Discurso, que trata de ella) pasa ya de dos mil años de ancianidad. Esta sí que será extravagancia, llamar moderna una opinión, que por Empédocles, y Parménides, vivía ya, cuando nació Aristóteles. [78]

8. Lo que el Autor de los Desengaños Filosóficos llama dos compendios seminales conglutinados llamo yo dos fetos conglutinados (voz mucho más inteligible, y menos sujeta a equivocaciones). Dos fetos conglutinados, no es un cuerpo solo, sino dos cuerpos conglutinados, porque cada feto es un cuerpo: y negar una verdad tan clara, es extravagancia suprema.

9. Por mero antojo, y sin fundamento alguno, escribió el Autor, que yo me valí de algún apuntamiento de Le-Roi. Ni tengo tal Autor, ni le he visto, ni sé de qué materias escribió, ni oí hablar de él, ni le he visto citado, sino por el Religioso Sevillano. No sé en qué Lógica cabe, de que en mis escritos se halle algún pensamiento, que antes apuntó otro, inferir que yo le copié de aquel.

10. Finalmente, tan lejos estoy de querer fundamentar la nulidad del bautismo de monstruos, como el de Medina; esto es, los de cabezas, y brazos duplicados, que si dos millones de tales monstruos me presentasen vivos, a todos los bautizaría; pero no como se bautizó, o pretendió bautizar el de Medina. ¿Pues cómo? Si tuviese por enteramente cierto el ser cada complejo monstruoso dos individuos, (de lo que prescindo ahora), haría dos bautismos absolutamente, uno en cada cabeza. Siendo esto dudoso, bautizaría una cabeza absolutamente, y otra condicionalmente. Ya se ve, que esto no pudo practicarse con el de Medina, si estaba muerto, o los asistentes le creyeron tal, cuando salió a luz. Ni el Ministro, antes de extraerse del vientre materno, pudo hacer otra cosa, que lo que hizo, porque ¿cómo había de prevenir un parto tan irregular?

11. Pero juzgo importantísimo advertir aquí, que si yo me hallase presente al caso de Medina, bautizaría condicionalmente el monstruo, después de extraído, aunque se representase monstruo. ¿Por qué? Por la duda, si lo estaba, o no. Véase sobre este asunto lo que escribimos en el Tomo V, Disc. VI; porque las razones, que allí proponemos, igualmente convencen para el Sacramento del Bautismo, que para el de la Penitencia. Véase también la adición que hicimos al num. 32 de aquel Discurso.}.

135. Si el dogma físico, en que se funda esta doctrina moral, fuese cierto, también la doctrina moral lo sería; pero en el dogma físico, que se da por inconcuso, [77] afirmo, que hay una grande incertidumbre; de lo cual resulta una indispensable necesidad de reformar aquella doctrina moral en cuanto a la segunda parte; [78] pues en cuanto a la primera asiento a ella, aunque no por la razón alegada.

136. Debe tenerse por constante, que toda generación animal natural es preciso el influjo de semen masculino; pero que ese haya de ser necesariamente de la misma especie del generando, no hay razón física, que lo convenza. Puede ser que la aura vivífica masculina, que excita [79] la fecundidad de la hembra, sólo se termine formalmente a la razón común de animal; y que la determinación de la especie venga solo del influjo materno: Si licet, in parvis, exemplis grandibus uti: paréceme ver en el inefable Misterio de la Encarnación prueba de que basta el influjo de la madre pare determinar la especie. No hay duda que la generación de Cristo fue milagrosa; mas supuesta la acción sobrenatural del Omnipotente, que suplió el concurso varonil, para que hubiese sin él verdadera generación, no fue milagroso, sino natural, que el engendrado fuese hombre. Quiero decir, el que María engendrase fue obra de la gracia: supuesto aquel milagro, el que fuese hombre el término de la generación se debía al ser específico de María. Luego la determinación específica puede provenir únicamente del influjo materno.

137. Pero hay más en el caso. Es hoy opinión muy valida entre los Físicos, que la generación de todos los animales viene de verdadero huevo; de modo, que lo que antes se juzgaba propio de las aves, y peces, hoy se cree común a todos los brutos terrestres, y aun al hombre. Esta opinión no se funda en meras conjeturas, o raciocinios ideales, sino en experimentales observaciones de varios insignes Anatómicos, que en muchos cadáveres abiertos de mujeres vieron aquellos minutísimos huevecillos, de donde viene su fecundidad: y así a los receptáculos, donde están depositados, en vez de la voz con que vulgarmente se expresan, común a los dos sexos, dieron el nombre de Ovarios; descubriéndose también felizmente las Tubas, llamadas Falopianas de su inventor Gabriel Falopio, por donde desprendidos los huevos con la comoción del placer venéreo, se encaminan al útero, que es la oficina donde de ellos se forman estas racionales admirables máquinas.

138. Supuesta esta sentencia, creo, que todos habrán de conceder, que los huevos de cada especie de animales naturalmente están determinados, para que de ellos se formen animales de la misma especie de las hembras, donde están contenidos, y no de otra alguna. Pero esto [80] no es menester admitir la otra sentencia célebre entre muchos modernos, que en todos los huevos, o semillas de animales, y vegetables afirman estar perfectamente organizados los vivientes, que nacen de ellas, en la forma que explicamos en el primer Tomo, Discurso XIII, num. 39; pues aun abandonado este sistema, parece cierto, que los huevos de cada especie tienen la determinación dicha. Lo primero, por lo que se experimenta en las semillas de las plantas (verdaderos huevos vegetables), las cuales están naturalmente determinadas a la producción de plantas de la misma especie de aquellas, donde están contenidas; siendo imposible, que de la semilla de un álamo nazca un laurel, u de la del cedro una encina. Lo segundo, porque la diferente colección de accidentes, que se nota en los huevos, o semillas de diferentes especies, muestra claramente (según la regla común de los Filósofos), que ellas son también entre sí diferentes en especie, por consiguiente determinada cada una a la producción de particular especie de vivientes. Lo tercero, porque aunque en la semilla no esté determinada la organización del viviente, no es dudable, que precede en ella una textura proporcionada para la formación del cuerpo orgánico; así, teniendo cada semilla, o huevo diferente textura de la de otra especie, debe corresponder, o formarse de ella diferente cuerpo orgánico, capaz precisamente de recibir forma de determinada especie.

139. Siendo, pues, repugnante, por las razones alegadas, que del huevo, o semilla, contenida en el ovario de la mujer, se forme individuo, que no sea de la especie humana, aun cuando se siga generación por la commixtión de la mujer con un bruto, será el nacido, no de la especie del másculo, sino de la de la hembra: luego se deberá bautizar.

140. De modo, que para este efecto es indiferente, que el concurso de la hembra en la obra de la generación sea activo, o meramente pasivo. Sea en hora buena [81] activo el concurso del másculo, y meramente pasivo el de la hembra, que es en lo que se embarazan únicamente los Autores. ¿Qué importa esto, si el concurso activo del másculo no determina la especie, y el pasivo de la hembra la determina, como parece consta de lo que habemos alegado? Esto es lo que únicamente se debe atender para la resolución de si se ha de conferir el Sacramento del Bautismo al parto, o no.

141. Opondráseme acaso, que de esta doctrina se infieren dos consecuencias, las cuales no parecen se deben admitir. La primera, que el parto de hembra humana, que tuvo comercio con un bruto, se debe bautizar, no debajo de condición, sino absolutamente. La segunda, que el parto de hembra bruta, que tuvo comercio con hombre, no puede ser bautizado, ni absolutamente, ni debajo de condición. Respondo, que ni uno, ni otro consiguiente se infiere, porque la sentencia de la generación ex ovo, en que fundamos el que la determinación de las especie viene de la hembra, y no del másculo, no sale de la esfera de probable; y como no da certeza alguna en la materia, todo lo que se infiere es, que debe bautizarse debajo de condición el feto de másculo bruto, y hembra humana, dejando asimismo lugar para que también debajo de condición se bautice el feto de másculo humano, y hembra bruta.

142. Es verdad, que la sentencia de la generación ex ovo padece algunas dificultades, pero no insuperables. Por otra parte, ¿quién se atreverá a negar la probabilidad de una sentencia, que hicieron plausible tantos Físicos de la primera nota? Y concedida la probabilidad de aquella sentencia física, se deduce con ilación necesaria, no solo como probable, mas como cierta nuestra aserción teológica.

143. Fuera de que, aun prescindiendo de dicha sentencia, siempre queda dudoso si es, o no humano el feto que viene de la comixtión de mujer con bruto, y entretanto que en esto hay duda, se debe administrar [82] el bautismo condicionalmente. Concédese que el másculo concurre active a la generación. ¿Pero quién sabe con certeza, que este concurso activo sea absolutamente indispensable? ¿Qué evidencia hay de que substituyéndose en su lugar la actividad de un bruto, no baste el influjo de la mujer para determinar la especie? Si la hembra concurre active, o meramente passivè, es cuestión en que cada uno dice lo que quiere, y ciertamente no hay razón alguna fuerte para negarle el concurso activo. Por otra parte, ministrando ella la materia para la generación, que ésta sea huevo, que no, es verisímil, que esta materia, al depositarse en la matriz de la mujer, viene ya dotada de tales disposiciones, que sólo puede servir a organización propia de la especie humana. Parece, que la materia seminal femínea en hembras de distinta especie debe ser diversa; y esta diversidad, como correspondiente a la distinción específica de las hembras, no puede menos de ser determinativa de la forma del feto a la misma especie de la madre.

144. Ruego a los Teólogos consideren con la debida reflexión todo lo que hemos propuesto a favor de esta Paradoja. La materia es importantísima, pues aunque los casos, sobre que cae la cuestión, son muy raros, digno de muchas lágrimas sería, que por no administrar el Sacramento del Bautismo en esos casos raros, motivando la negación de él con inciertos principios, se perdiesen algunas almas, por quienes, como por las nuestras, derramó el Redentor su preciosa sangre.

Paradoja quince
Es rarísimo el caso en que se debe negar el honor de sepultura Eclesiástica al que a sí mismo se quitó la vida

145. La teórica de esta materia es corriente. Todos los Teólogos, y Canonistas dan unas mismas reglas. O todas las reglas se reducen a una sola; y es, que no se debe, ni puede dar sepultura sagrada a quién voluntaria, y deliberadamente se quitó la vida. Tal es la disposición del Derecho Canónico; pero sobre la aplicación de ella a los casos particulares pueden ocurrir varias dudas; y en efecto, apenas sucede alguna tragedia de estas, que antes de la resolución no haya cuestiones, y consultas.

146. Supongo lo primero, que siempre que haya duda razonable si el muerto se quitó la vida a sí propio, o se la quitó otro, se debe dar sepultura sagrada, porque no se le debe aplicar la pena, sin constar ciertamente del delito. De aquí es, que aunque se halle el cadáver pendiente de una viga, y ahogado con un lazo, no habiendo más testimonio contra él, que este mismo hecho, no debe ser privado de la sepultura. Lo mismo digo; aunque se hallase empuñado en la mano el puñal, que le había atravesado el pecho, pues su enemigo, después de matarle, pudo ponerle en la mano el instrumento de la muerte para hacer creer, que el mismo difunto había sido autor de ella.

147. Supongo lo segundo, que aun siendo cierto, que él mismo se quitó la vida, si hay duda si lo hizo deliberadamente, también debe ser sepultado. La razón es, porque esto es dudar sobre si la acción fue, o no pecaminosa; y no constando, que la acción fue formalmente culpable, no se puede aplicar el castigo. De aquí es, [84] que si se hallase colgado de un árbol un hombre no conocido, aun con la certeza de que él se había colgado a sí mismo, debería ser sepultado en lugar sagrado, por la duda de si era loco, o gozaba el uso de la razón.

148. Supongo lo tercero, que aunque el sujeto fuese conocido, si algún tiempo antes de quitarse la vida se le observó irregularmente pensativo, y melancólico, se debe ejecutar lo mismo, por la presunción bien fundada, de que gravándose la melancolía, vino a terminar, como sucede muchas veces, en formal demencia. Esto se debe extender a otra cualquiera seña, que preceda de locura, o incipiente, o consumada, o interpolada, o continua.

149. Hasta aquí es doctrina común. Pongamos ahora el caso en muy diferentes términos, introduciendo a la tragedia un hombre, no solo conocido, sino con quien diariamente conversamos, y en quien nunca hemos notado vestigio de locura, ni de disposición para ella. Supongo que este hombre, acabando de estar en conversación con nosotros, en la cual se explica según su modo regular, sin la menor apariencia de tener el espíritu descompuesto, se recoge a su cuarto, en que tampoco hace novedad alguna, porque es la hora en que regularmente se recoge: que se cierra por dentro, como suele, para que no le turben el reposo: y en fin, que viendo los domésticos, que se detiene así encerrado mucho más tiempo, que el que acostumbra, recelosos de que le haya sorprendido algún accidente, rompen la puerta, y le hallan ajustado un lazo al cuello, pendiente de una viga. Quid faciendum?

150. Según la doctrina común, parece no hay duda de que este hombre no puede ser sepultado en lugar sagrado. Sábese con toda certeza, que él se quitó la vida. Todas las señas son de que lo hizo con total advertencia, y deliberación, por no haber precedido alguna, que indicase demencia, o furor. Luego estamos en el caso en que ciertamente entra la aplicación de la pena de privación de sepultura Eclesiástica. No me opongo a la [85] resolución: solo pido, que se suspenda la sentencia hasta haberme oído, y después me conformaré con ella, sea la que fuere.

151. Lo primero me parece, que lo que en el caso presente se toma por seña de que este hombre deliberadamente, y con advertencia se quitó la vida, es seña positiva de lo contrario. En el tiempo inmediato antes de recogerse hablaba, y obraba sin mostrar alguna descomposición en el espíritu, o diversidad sensible de su estado natural. Pregunto: O tenía ya entonces resuelta la tragedia, que luego ejecutó, o la resolvió en ese tiempo mismo; o dudoso vacilaba si la ejecutaría, o no, y la resolvió después de recogido; o en fin, así la meditación de ella, como la determinación, todo fue posterior al acto de recogerse. Una de estas cuatro cosas es preciso que fuese. Si fue cualquiera de las tres primeras, resueltamente afirmo, que aquel hombre actualmente estaba loco antes de recogerse. Esa misma tranquilidad de ánimo, en que se pretende fundar el concepto de que estaba en su juicio, es prueba clara de lo contrario. Cualquiera que esté en la resolución de quitarse luego la vida, o se halle combatido de vehementes impulsos de quitársela, repugna absolutamente, si aun tiene alguna luz de razón, o si no ha llegado al último grado de insensatez, que no padezca una violentísima agitación en el espíritu. Es imposible, digo, que no esté tan extrañamente perturbado, que no pueda regirse en palabras, ni en acciones. En esta situación ninguno está más loco, que el que conserva las exterioridades de cuerdo. Sólo el que está ciego se va con serenidad al precipicio. Necesariamente es tan terrible el tumulto del alma, en quien delibera sobre la atrocidad de matarse a sí mismo, que a pesar de todos los esfuerzos de la disimulación ha de producir notable turbación, descompostura en palabras, acciones, y movimientos. Sólo quien no está en sí, y menos que un ebrio, y que un dormido, conoce lo mismo que delibera, puede mantenerse en ese exterior sosiego. Aunque Virgilio representa a la Reina [86] Dido mujer de ánimo heroico, y advierte, que con grande estudio procuró ocultar en la última hora de su vida la determinación de quitársela, la pinta en aquella extremidad con una insólita fiereza, con un extraño horror, de que resultaba al semblante, a los ojos, a los pasos tan feroz turbación, que más parecía furia, que mujer. Ni puede ser otra cosa, en quien queda con alguna advertencia para conocer la tragedia a que se prepara.

At trepida, & caeptis immanibus effera Dido
Sanguineam volvens aciem, maculisque trementes
Interfusa genas, & palida morte futura
Interiora domus irrumpit limina... &c.

152. Solo resta, pues, decir, que al hombre de nuestra cuestión no vino el pensamiento de quitarse la vida, hasta que recogió. Mas siendo así, es preciso confesar, que de un momento a otro se hizo una gran mutación en el ánimo de este hombre. No es verisímil, que después de recogido le ocurriese motivo para matarse, el cual no existiese antes. ¿Cómo el motivo; que poco antes no hacía en su espíritu alguna impresión sensible, la hace poco después tan profunda, tan valiente, que la induce a la atrocidad de matarse? Es claro, que esto solo pudo consistir en que halló el espíritu en diferentísima disposición. Esta diferentísima disposición, cualquiera que penetre bien el significado de los términos, hallará no ser otra cosa, que un entero trastorno de la razón, un verdadero rapto de demencia. Así como un gran desvío del estado natural del cuerpo es propiamente enfermedad, un gran desvío del estado natural de la mente rigurosamente es locura. Doy que esto no sea cierto; por lo menos es probable; y habiendo probabilidad de que estaba loco, cuando se quitó la vida, es constante, que no debe ser privado del honor de la sepultura.

153. Añado, que debiendo suponer, que hubo una grande mutación en el espíritu, o mente de este hombre, después que se recogió, se deberá practicar con él lo mismo que se practicaría con un hombre no conocido; pues [87] el trato, que antecedentemente hubo con él, supuesta esa notable mudanza; es como si no fuera. Si es distintísimo ahora de lo que era antes, no se puede hacer juicio de sus acciones ahora, por la experiencia, que de él hubo antes. Así este hombre, en orden a la acción de quitarse la vida, se ha respecto de los que le han tratado del mismo modo que un viajero, a quien los que le ven muerto por su mano jamás han conocido.

154. Ya veo la grande objeción, que hay contra todo este Discurso; y es, que supuesto, que él sea bien fundado, nunca llegará el caso de ejecutar la disposición del Derecho Canónico, privando de la sepultura algún homicidio de sí propio; pues de cualquiera, y en cualesquiera circunstancias se discurrirá del mismo modo, que no estaba en su juicio, cuando se mató.

155. Ingenuamente confieso, que para mí es totalmente incomprehensible, que hombre alguna, el cual no padezca algún error contrario a lo que enseña la Fe, con perfecta deliberación se quite a sí mismo la vida. Porque (¡válgame Dios!) ¿cómo es posible, que quien sabe, que en aquel momento mismo, que su alma salga del cuerpo, ha de entrar en las llamas del abismo, para arder en ellas eternamente, tome libremente tal resolución? Es repugnante, que la voluntad abrace algún objeto, el cual al entendimiento no se represente debajo de alguna razón amable, o apetecible: ¿qué razón, qué visos de amabilidad puede descubrir el entendimiento en la muerte del cuerpo, acompañada con el suplicio eterno del alma?

156. Responderáse acaso, que se puede representar apetecible la muerte, en cuanto libra de las miserias de la vida, lo que testifican innumerables ejemplos históricos de los que se mataron, ya por evitar la ignominia de la esclavitud, ya por no vivir en una arrastrada mendicidad, &c. Confieso, que si en la muerte corporal no se considera más que ella misma, puede representarse apetecible por el motivo alegado; y en efecto, solo esa consideraban aquellos, cuyos ejemplos se leen en las Historias. Caton, Porcia, [88] Marco Bruto estaban tan lejos de pensar, que la muerte ejecutada por sus manos los hacía merecedores de eternas penas, que antes imaginaban, que esa hazaña los haría más gloriosos en los campos Elysios. Otros Gentiles miraban este acto como indiferente. La dificultad está en componer esa resolución con la verdadera creencia. ¿Cómo es posible, que quien ciertamente sabe, que la miseria en que se mete, quitándose la vida, es, así por su duración, como por su intensión incomparablemente mayor, que la que evita, contemple la muerte como apetecible, por librarse de la infelicidad presente?

157. No ignoro, que la práctica estimación de bienes, y males, no siempre se arregla al tamaño, que ellos en sí tienen, aunque ese tamaño teóricamente se conozca; sino a la más, o menos sensible impresión, que hacen en el alma: y sucede muchas veces que el mal que actualmente se está padeciendo, aunque se conozca mucho menos, que el venidero, haga tan viva impresión, que se le elija éste por huir de aquel. Pero sobre esto tengo que decir dos cosas: la primera, que dudo, que eso pueda suceder, cuando el mal presente no tiene proporción alguna con el futuro; o lo que es lo mismo, cuando es infinitamente menor que él, lo que sucede en nuestro caso: pues la pena del fuego eterno excede infinitamente cualquiera trabajo temporal. La segunda, que en caso que a alguno haga tan viva impresión la infelicidad temporal, que elija por evitarla la eterna, se debe discurrir, que una tan violenta impresión le altere el espíritu de manera, que ya no está capaz de regirse, u de obrar deliberadamente.

158. Así tengo por probabilísimo, sino por moralmente cierto, que cualquiera que se quita la vida, o actualmente no está en su juicio, o no cree lo que en orden a los Novísimos enseña la Fe. Ni por eso se excluye la posibilidad de algunos casos, en que tenga lugar la disposición canónica del Derecho de privar de Eclesiástica sepultura a los homicidas de sí propios. Siempre que conste, que alguno se mató deliberadamente, se le debe aplicar esa pena, pues [89] el que padezca error en la Fe, no le exime, antes en nuevo mérito para ella; bien que la Iglesia, que no juzga los interiores, prescinde de eso.

159. ¿Pero cómo ha de constar, se me dirá, que alguno se mató con perfecta deliberación, si no consta esto en el caso propuesto arriba? Respondo, que no consta en aquel, y puede constar en otros. El suceso de Felipe Strozi servirá de ejemplo. Este habiendo conspirado contra la dominación de los Medicis en Florencia, fue vencido, y hecho prisionero por ellos en una batalla. Puesto en prisión este hombre osado, y violento, determinó quitarse la vida, y se la quitó con plena deliberación, entrándose por el pecho un puñal: digo que se supo, que lo había hecho con plena deliberación, no porque alguno le hiciese compañía, y observase sus palabras, y movimientos al tiempo de la ejecución: solo estaba, y sin testigos; pero dejó testimonios claros de que seriamente, y con toda reflexión, había puesto por obra la tragedia. Es el caso, que hallaron en el mismo cuarto, donde estaba bañado en su propia sangre el cadáver, el testamento recién escrito por él, y compuesto en toda forma. No solo esto hallaron también escrito en la frente de la chimenea, que había en el cuarto, con caracteres grandes, abiertos con la punta del mismo puñal con que se hirió, aquel verso, que Virgilio en el cuarto de la Eneida pone en boca de Dido, expresando sus vengativas iras contra Eneas, cuando estaba próxima a quitarse la vida:

Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor.

160. Estas preparaciones de Strozzi para matarse, muestran un ánimo dueño de sí mismo, y de sus acciones: por consiguiente con total deliberación se entró el puñal por el pecho. Este ejemplo, digo, puede dar luz para otros casos, en que se encuentran algunas señas de que el homicidio se cometió con toda advertencia, y entonces se deberá negar al cadáver la sepultura sagrada: [90] mas faltando todo indicio, la presunción está a favor suyo; porque sin fuertes pruebas no puede creerse, que nadie se mata a sí mismo, estando en su juicio.

161. Con todo pondré a esta regla general una excepción. Cuando conste, que el homicida de sí mismo era hombre muy perverso, o vivía ateísticamente, soy de sentir, que aunque no haya indicio particular de que se mató deliberadamente, debe ser sepultado en lugar profano. Esto por dos razones: La primera, porque una vida enormemente desreglada constituye racional presunción de faltar la verdadera Fe en orden a los Novísimos. La segunda, porque los hombres, que desbocadamente siguen el impulso de todas sus pasiones, poco a poco van contrayendo tal ceguera de entendimiento, y tal dureza de corazón, que al fin quedan capaces de la acción de quitarse la vida, aun con la certeza de su eterna perdición, sin que la dureza, ni la ceguera los disculpe, porque son voluntarias en la causa.

162. Concluyendo, pues, digo, que en mi sentir nadie se mata a sí mismo sin alguna de las tres expresadas cegueras: o ceguera de error contra la Fe, o ceguera natural; esto es, demencia: o en fin, ceguera voluntaria, adquirida por una vida torpísima, cuyo efecto, y cuyo castigo es, a un tiempo mismo; aunque a la verdad, esto último lo juzgo de rarísima contingencia, y acaso nadie llegó a este grado de ceguedad, y dureza, sin padecer lesión en la Fe.


{Feijoo, Teatro crítico universal, tomo sexto (1734). Texto según la edición de Madrid 1778 (por Andrés Ortega, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo sexto (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas 1-90.}