Filosofía en español 
Filosofía en español


Tomo cuarto Discurso cuarto

El médico de sí mismo

§. I

1. Está recibido como axioma, que los Médicos no aciertan a curarse a sí mismos, y por tanto, en el caso de estar enfermos, deben llamar y rendir su dictamen a otro, ó a otros Médicos.

2. Tocaron este punto Paulo Zaquías en sus Cuestiones Médico-Legales, y Gaspar de los Reyes en su Campo Elisio; pero tan de paso, especialmente el primero, que aún se puede considerar la cuestión como indecisa. ¿Pregunta Paulo Zaquías, si pecará el Médico curándose a sí propio, ó a los suyos, padres, hijos, ó hermanos? A que dice lo primero, que la opinión del vulgo (por lo cual cita también a Rodrigo de Castro, Médico Lusitano) niega que esto le sea lícito. Dice lo segundo (declarando su mente) que más debe ser notado de imprudencia, que de pecado [65] alguno, el Médico que, especialmente en las enfermedades más graves, se cura a sí propio. Esta resolución es por dos capítulos obscura: El primero, porque no declara, si en el caso propuesto absuelve al Médico de todo pecado, dejándole sólo la nota de imprudente; lo que sólo tiene cabimiento, si la imprudencia es invencible; porque la imprudencia vencible, y voluntaria no puede eximirse de pecado más, ó menos grave, a proporción de la materia y daño que resulta. El segundo, porque aquella expresión, especialmente en las enfermedades más graves, deja ambiguo, si en las menos graves carecerá de toda imprudencia el curarse a sí mismo, ó si sólo será menor la imprudencia, por ser menor el riesgo. Noto también, que este Autor no responde al todo de la cuestión propuesta; pues pregunta, no sólo si el Médico puede curarse a sí mismo, mas también si puede curar a sus padres, hijos, y hermanos; y respecto de estos nada resuelve. Noto en fin, que no apoya con fundamento alguno su resolución.

3. Reyes, aunque algo conciso, respecto de la importancia de la materia, procede con más claridad, y exactitud. Su sentir es, que en las enfermedades leves y que no son acompañadas de fiebre, puede muy bien el Médico curarse a sí mismo; pero no en las graves, ó cuando hay fiebre. La razón que da es, que así la fiebre, como los grandes dolores, intemperies, y síntomas, perturban algo la razón, por lo cual impiden al Médico enfermo discernir lo que le conviene ó daña.

§. II

4. Esta solución, si se limitase más, no se apartaría de la razón; pero en la generalidad en que la deja el Autor no debe aprobarse. La razón es clara; porque la experiencia muestra cada día, que no todo dolor agudo, no todo síntoma grave, y mucho menos toda fiebre perturban la razón. Muchos en enfermedades gravísimas la conservan cabal, y en las fiebres ordinarias casi todos. Lo que, pues, únicamente debería decirse es, que se observe si el ardor de la fiebre, ó la fuerza de los síntomas han [66] alterado el uso del juicio; y en este caso no permitan que el enfermo se rija por su dictamen. Esta observación es fácil. Pero soy de sentir, que no se fíe al Médico asistente; si que la tomen a su cuenta los amigos, y domésticos del enfermo, que sean dotados de alguna prudencia.

5. Esto por tres razones. La primera, porque los que han tenido más trato con el enfermo cuando sano, son los más capaces de discernir, si el modo de razonar y discurrir que tiene en el estado de enfermo se aparta, y cuánto del estado natural, y modo de discurrir qué gozaba en tiempo de salud. La segunda, porque estos le tratan a todas horas, y el Médico sólo en el breve rato de una casi momentánea visita. La tercera, porque algunos Médicos, ó por una astuta política, ó porque así se lo hace juzgar el amor propio, siempre que el enfermo con tesón resiste a sujetarse a su dictamen, le levantan que delira, y de ahí a poco que rabia. Referiré a este propósito un chiste bastantemente reciente.

6. Entró el Médico a visitar a una Religiosa levemente indispuesta, en ocasión que esta acababa de tomar chocolate. Tentó el pulso, examinó la lengua, y viéndola con el tinte recién dado, exclamó asustado: Lengua negra, señal de muerte. Quiso luego tentarla con el dedo en la forma ordinaria. Mas la enferma, que había tomado el chocolate contra expresa prohibición del Médico, y no quería que se lo conociese (como era forzoso conocerlo al tacto) acudió pronta, retirando la cara como con asco, y diciendo: Quite allá, señor Doctor, que anda entrando el dedo por esos Hospitales en las bocas de bubosos, y podridos, y me apestará si me toca la lengua con él. No bien lo oyó mi Doctor, cuando volviéndose a otras Religiosas que asistían, prorrumpió: Delirio declarado, no tiene remedio; y con esto se fue, dejando tristísimas las asistentes, y dando carcajadas la que estaba en la cama. Esta reía el disparate del Médico, y la burla que le había hecho; aquellas lloraban el delirio imaginado, y riesgo de su hermana. [67]

§. III

7. Volviendo al propósito, digo, que exceptuando el caso de observarse algo perturbado el juicio, puede, y debe el Médico enfermo dirigir la curación mucho mejor que otro de igual ciencia, y experiencia. La razón es clara; porque él conoce mejor su temperamento que nadie. La sensación propia de la enfermedad, y de sus síntomas le da idea más clara de ella, y de ellos, que la que pueden adquirir los Médicos más sabios del mundo con todas sus especulaciones; y si, como dicen los Médicos, lo mismo es conocer la enfermedad que descubrir el remedio: Cognitio morbi, inventio este remedii; él, pues conoce mejor que todos su enfermedad, mejor que todos acertará con la curación. La Medicina es toda experimental. ¿Qué experiencia más segura que aquella que cada uno tiene de sí propio? Si ha padecido otras dolencias de la misma especie, aquellas le pueden servir de norma. En caso que no, suplen las observaciones generales de lo que dice bien ó mal a su complexión. Uno de los principios de la incertidumbre de la Medicina es la diferencia individual de unos hombres a otros, por la cual frecuentemente lo que a uno aprovecha a otro daña. ¿De este individuo quién tiene más conocimiento experimental que el mismo individuo? Cuando llega el caso de dudarse si hay, ó no fuerzas bastantes para algún remedio, ¿quién puede decidir la cuestión con tanta seguridad como el mismo Médico que está enfermo? Allá dentro tiene cada uno una sensación oculta, una percepción evidente de su robustez ó su debilidad, muy superior a todas las conjeturas que pueden formar los Médicos más doctos y prudentes por las señales externas. En cuanto al régimen, es cosa notoria que solo él puede prescribírselo a sí mismo con acierto. ¿Quién como él (mejor diré, quién sino él) puede saber si tal alimento le asienta bien, ó mal en el estómago, si es proporcionado, ó no a su complexión, si le disuelve fácilmente, ó con dificultad? No hay alimento tan bueno, que sea bueno para todos; ni [68] le hay tan malo, que no sea bueno para algunos. ¿Quién sino la experiencia propia de cada individuo puede mostrarle cuál le es conveniente, ó desconveniente? Estoy persuadido a que no hay dos hombres en el mundo que deban alimentarse con perfecta igualdad y semejanza; porque no hay dos complexiones en el mundo que sean perfectamente semejantes, ó es caso metafísico el que las haya. La complexión consta de muchas partes, en cuya mixtura son infinitas las combinaciones posibles. Por esta razón es caso metafísico hallar dos caras perfectamente semejantes; y la misma milita, y aún con más eficacia en las complexiones.

§. IV

8. Veamos ya qué razones alegan los que, puestos de parte de la máxima vulgar, quieren que siempre se fíe a otro Médico la curación. Una de ellas es la que ya hemos propuesto de Gaspar de los Reyes; pero esta sólo prueba de las enfermedades graves; y ni aún de estas prueba, como hemos mostrado. Otras dos propone el mismo Reyes, sin darles respuesta, ni determinar sobre su asunto cosa alguna.

9. La primera es, que el amor propio es causa de que al Médico enfermo se le representen sus males menos graves, y peligrosos de lo que son, y juntamente de que resista los remedios, especialmente los que son más ásperos y desabridos; cuya dificultad sólo puede vencerse dando la obediencia a otro Médico, que prescriba y haga ejecutar lo que juzgue conveniente.

10. Respondo lo primero, que el amor propio en la contemplación de bienes y males, tanto, y aún más influye temor, que esperanza. En esto hace mucho la diversidad de genios. Los muy alegres esperan que todo suceda bien. Los muy melancólicos siempre temen que las cosas vayan de mal en peor. Los de temperamento medio escuchan el dictamen de la razón. Respondo lo segundo, que siendo cierto, como ya hemos probado, que el Médico enfermo conoce mucho mejor la gravedad de su mal que otro cualquiera que le asista, de nada serviría que otro Médico sea de [69] contrario dictamen al suyo, y le represente ser el mal grave de lo que él piensa; pues siempre creerá más al juicio propio, que al ajeno; especialmente sabiendo que aquel se tiene allá dentro, y éste en meras conjeturas. Respondo lo tercero, que el Médico enfermo mucho menos repugnará los remedios molestos, si su propio dictamen se los representa convenientes, que si solamente otro Médico se los propone tales. Esto es tan claro, que no admite duda. Y lo mismo que de los medicamentos se debe discurrir de los alimentos, para abrazar los provechosos, y huir de los nocivos.

11. La segunda razón (como la propone Reyes) es, porque como algunos males al principio parecen leves, y con el tiempo se van agravando, puede suceder que el Médico paciente, ó por temor ó por incuria no tome providencia para curarse, y así se aumente el peligro. Extraño argumento por cierto, y que tiene más defectos que palabras. Vengo bien en que hay males hipócritas, que debajo de una benigna apariencia esconden profunda malicia. Pero si esta se oculta al mismo Médico paciente, ¿por dónde se ha de revelar a otro Médico? Las señas externas unas mismas son respecto de entrambos, y el primero tiene la considerable ventaja de su percepción sensitiva, la cual no oculta de su dolencia, que no entiende el Médico más sabio. Decir que el paciente por incuria omitirá su curación, ¿qué significa? Que porque él cuidará poco de sí mismo, llame a otro Médico que cuide. Aquí hay una extravagancia, y una implicación. La extravagancia es, que el Médico enfermo cuide menos de sí mismo, que ha de cuidar de otro Médico. La implicación está, en que si por incuria deja de curarse, también por incuria dejará de llamar a otro Médico. Conque pretender, que cuando el paciente peca de incuria, llame a otro Médico que le cure, es pretender una contradicción; esto es, que cuide, y no cuide simùl, & semèl. En fin, decir, que por temor omitirá la providencia debida, es otro absurdo grande; porque antes bien el temor es espuela del cuidado, [70] y excitativo de la providencia. Fuera de que si el Médico por tímido no toma providencia para curarse, no llamará a otro Médico, pues esta es providencia para curarse.

12. También se alega por la opinión vulgar una autoridad de Aristóteles, la que no me embaraza poco, ó mucho, no dando Aristóteles razón alguna, y teniéndolas yo muy buenas por mi sentir. Fuera de que Aristóteles tocó muy de paso, y por incidencia este punto (3. Politic. cap. 12): si lo hubiera mirado con la reflexión que yo, tengo por sin duda que sintiera lo mismo que yo. Y esto puede servir de respuesta a otras cualesquiera autoridades de hombres grandes que se me aleguen en las materias que no tratan de intento.

§. V

13. Mi pretensión en el presente Discurso hasta ahora se puso en unos términos, en que espero hallar muchos que la favorezcan. De aquí adelante toca en un extremo tan distante de la común opinión y práctica, que es de temer que escandalice, en vez de persuadir. Mas en fin, puede mucho la fuerza de la razón. Pretendo, pues, que no sólo el Médico puede serlo respecto de sí propio, cuanto está enfermo; mas cualquiera enfermo puede, y debe serlo en parte respecto de sí propio.

14. El Doctor Gazola, Veronés, Médico Cesáreo, en su excelente librito, intitulado: El Mundo engañado de los falsos Médicos, poco ha traducido del Toscano en Español, bien que sólo propone pág. 62, que teniendo el enfermo un ligerísimo conocimiento de la Medicina, puede curarse a sí mismo, mejor que le curaría otro mucho más instruido en el arte; pero las razones con que prueba esta propuesta hacen derechamente al intento de la mía. Oigamos a este Autor, que aunque el pasaje es algo dilatado, se compensa ventajosamente lo prolijo con lo útil.

15. «Supongamos (dice), que un enfermo sepa tanto de Medicina, cuanto baste para discernir los buenos de los malos Médicos: no hay duda que este no se engañará tan de ligero en la elección; y aunque no llegue a conocer el [71] mejor de todos, a lo menos se guardará de los malos; y antes que valerse de éstos, si los hallase todos de un calibre, se medicinaría por sí mismo. Para cooperar a la naturaleza propia, una pequeña vislumbre que tengamos de esta ciencia, es suficiente; porque es una indubitable verdad (conforme el dictamen del Señor de la Chambre, lib.1, Caráct. de las pasiones), que en nosotros hay un secreto conocimiento de las cosas que conducen a nuestra conservación; de manera, que con muy corta noticia que tengamos de la Medicina, podemos con facilidad ser Médicos de nuestras enfermedades.

16. La Arte de medicinar es una purísima conjetura, y nadie mejor que nosotros mismos puede adivinar qué tales sean los desconciertos que pasan en nuestros interiores; pues ningún otro puede interpretar los destinos de la naturaleza propia, como los mismos enfermos, con quienes en tan varias sensaciones muy frecuentemente se explica. Así las enfermedades se explican más sensiblemente con los enfermos; y es más probable que estos adviertan las principales circunstancias de su mala condición, mejor que lo puede hacer ningún Médico por la simple relación del enfermo. Por esta causa debió de decir Platón, que para llegar uno a ser famoso Médico era necesario experimentar en sí todas las enfermedades, juzgando que con dificultad podría saberlas con estudiarlas simplemente en sus libros; y quien no conoce bien el mal, y su causa, jamás sabrá remediarle: Non intellecti nulla est curatio morbi. ¡Cuántas enfermedades han venido a ser por esto el oprobio de los Médicos, porque todavía ignoran su esencia, y su causa!

17. Por el contrario, ¿queréis saber cuán fácil sea medicinarse por sí mismo? Observad todos los animales curarse con el puro instinto de la naturaleza; porque como quiere Catón: Sua cuique natura est ad vivendum dux; ella es la primera que facilita el camino, y los medios de su conservación. Ni me puedo persuadir que les falte a los hombres este beneficio, mayormente viendo a menudo [72] muchos enfermos, que abandonados de los Médicos, y administrándoles aquello que apetecen, se les quitaron aquellas dolencias de que estaban oprimidos. Ellos se sienten estimular con ciertos deseos, que así que los cumplen se recobran, reconociendo en ello su convalecencia.

18. ¿Y es otra cosa todo esto, que un puro instinto, ó por mejor decir inspiración de la naturaleza, que hace desear aquello que les puede ser de alivio? Verdaderamente, si los tales enfermos quisiesen en esto tomar antes el parecer del Médico, jamás se cumpliría lo que interiormente sugiere la naturaleza próvida, porque lo juzgarían manifiesto desorden el condescender en semejante apetito, por no poder entender ni concebir con los axiomas de su doctrina escolar, que con medios tan extravagantes fuesen libres de semejante enfermedad. ¡y cuántos sucesos de estos se leen en sus mismos libros, y cuántos oímos cada día, que ellos propios refieren en sus familiares conversaciones haber curado ya a uno, ya a otro de gravísimas enfermedades, con sólo haber cumplido el enfermo su apetito! Por lo cual, filosofando modernamente el Padre Malebranche, vino a decir: Itaque dubium non est quiu sensus nostri sint interrogandi etiam in morbo, ut ab iis discamus rationem restituendae sanitatis. (de Inquir. verit.)

19. Sin embargo podrán aquí replicar algunos en defensa del Arte Médico, no negando que haya un gran número de casos semejantes; que no se sabe por el contrario cuantos hayan muerto por no haber obedecido al Médico, y querido satisfacer sus viciados apetitos. Esto no puede ciertamente negarse; pero también es mucho más probable, que la naturaleza haga apetecer a los enfermos cosas por lo común antes convenientes que dañosas, solicitando ella, y estando como empeñada siempre en la conservación del propio individuo: Natura aomnia pro hominis salute agit. (de Inquir. ver.) A más de esto, ¿cuántas veces creéis vosotros, que los Médicos prohiben aquello puntualmente que debieran ordenar? ¿Y cuántas ordenan aquello, que nunca mejor que entonces debieran prohibir? De [73] aquí nace, que los enfermos por lo común tienen aversión a ciertos remedios, como cosas perjudiciales a la salud, sintiendo interiormente la repugnancia de la naturaleza, y los presagios de su calamidad. ¡Cuántos con esto habrán muerto, por haberles obligado el Médico a recibir la sangría, a tragar la purga, y otro brebaje, contra la voluntad de los miserables! Cada cual siente estos secretos impulsos, y parece que su alma tiene un género de presciencia de los sucesos futuros, y de ordinario hace ella que se sospeche anticipado el riesgo.

20. Hay a más de esto muchas cosas, que aunque sean bonísimas, pero encuentran con temperamentos a los cuales son dañosas; y por el contrario otras, que por lo común son dañosas, y sin embargo a ciertas complexiones les son antídotos en sus males. Por lo que no debemos maravillarnos, que de tantas cosas que a nuestro parecer habían de dar salud a los enfermos, les sean algunas las más perniciosas, y que de otras muchas cuyo uso juzgábamos perjudicial, reciban manifiesto beneficio: Ultimae rerum differentiae nobis ignotae sunt: ni toda la especulativa del Arte Médico puede llegar a comprenderlo; y es más fácil que el enfermo tenga alguna vislumbre con la propia experiencia y movimientos interiores, que el Médico con toda su conjetura; y siendo cierto que lo que agrada nutre, tanto mejor podrá curar, y servir de remedio; pues no puede haber mejor medicina, que la que al mismo tiempo puede servir de alimento; porque nutriendo las partes, vivifica la naturaleza, y la da más fuerzas para superar la enfermedad. Ello es cosa que no debe dudarse, que hay en nosotros una cierta individual filosofía, con la cual, si quisiésemos hacer discreta reflexión, cada uno vendría a ser protofísico de sí mismo; que por esto Tiberio se maravillaba, cómo hubiese hombre sabio que se dejase tomar el pulso de ningún Médico, y no hubiese aprendido a medicinarse por sí en el curso de su edad.»

21. Tres principios se señalan en el propuesto pasaje de Gazola, por donde el enfermo puede mejor que el Médico [73] conocer su mal, y prevenir su curación. El primero es la experiencia de su complexión: el segundo la sensación de la enfermedad: el tercero el apetito o repugnancia a lo que puede dañar ó aprovechar. Por estos tres principios pretende el Doctor Veronés, que con poquísimo conocimiento que tenga el enfermo del Arte Médica, se curará mucho mejor a sí mismo que le puede curar uno de los Médicos vulgares; y yo, sin disentir a este aserto, añado, que de los mismos se infiere, que aunque el enfermo carezca enteramente de las noticias del Arte, se le puede y debe fiar en parte su curación. No pretendo que el enfermo no consulte al Médico; pero quiero que el Médico consulte también al enfermo, por cuanto éste tiene unos principios prácticos, conducentes al conocimiento y curación del mal, de los cuales carece el Médico, y a quienes debe atemperar los axiomas ó aforismos que ha estudiado. Nuestros sentidos solos (dice el Padre Malebranche) son más útiles para la conservación de nuestra salud que todas las leyes de la Medicina experimental; y la Medicina experimental es más segura que la teórica. Pero la Medicina teórica que atiende mucho a la experiencia, y mucho más al informe de nuestros sentidos, es la mejor de todas (de Inquir, verit. in conclus. trium prim. libr.).

22. En este punto quiero que se pongan las cosas. Los Médicos, que consultando a secas sus aforismos, desestiman enteramente el dictamen de los enfermos, ya en la graduación de la dolencia, ya en el uso de los remedios, ya en la elección de manjares, aunque por otra parte parezcan muy doctos, y echen de carretilla cuatrocientos textos de los Autores más escogidos, son unos bárbaros; y en vez de aprovechar, dañan.

§. VI

23. Empezando por la graduación de la dolencia, no es dudable que en Hipócrates, y otros Autores se hallan muy buenas reglas para discernir, si el mal es grave, ó leve; si carece, ó no de riesgo; si es mortal, ó venial. ¿Pero cuántas veces las señas externas que se mandan observar son equívocas, de modo que no se conoce a punto [75] fijo su carácter? ¿Cuántas veces están complicadas, y opuestas, de modo que unas inspiran confianza, otras miedo? ¿Cuántas veces la enfermedad es tan profundamente hipócrita, que no revela en alguna seña externa su malicia? En estos casos es no sólo importante, sino necesario atender al dictamen del enfermo sobre la gravedad de su mal; porque él suele tener allá dentro una sensación oculta, y casi inexplicable, que le representa al vivo el estado de gravedad de su dolencia. El percibe un género de desabrimiento, molestia, ó pesadilla para quien no tiene voces, y que no ha percibido en otras indisposiciones, que parecían de igual ó mayor gravedad. El siente confusamente la decadencia y postración de alguna facultad interna, a quien acaso hasta ahora los Físicos no dieron nombre determinado. De hecho se ve (como yo lo he visto y observado infinitas veces), que discrepando notablemente el Médico y el enfermo sobre la graduación de la enfermedad, lo común y comunísimo es, que el éxito compruebe el dictamen del enfermo.

24. Mas esto se debe entender con dos limitaciones. La primera es, que el enfermo no sea de genio muy pusilánime, y aprensivo, porque estos, en cualquiera ligera indisposición imaginan una enfermedad mortal; por lo que convendrá que el Médico se informe de los domésticos, si su genio adolece de este defecto, ó si en otras indisposiciones leves es combatido de los mismos temores. Por el contrario, también puede ser el genio tan audaz, confiado, y arrogante, que no deje escuchar, ó que sofoque las voces con que se explica la naturaleza: lo que asimismo podrá el Médico saber por el informe de los domésticos. La segunda limitación es, que si las señas de gravedad y peligro que ha calificado una constante experiencia, son claras, y conspiran uniformes, el Médico puede y debe despreciar el dictamen del enfermo, por más que éste asegure que su indisposición no es de cuidado; en cuyo caso se puede sospechar un delirio diminuto que perturba el juicio en orden a la enfermedad, ó cierto vicio del celebro, por el cual no [76] ejerce la debida sensación. No es tan ideal mi conjetura, que no me la haya comprobado con algunas observaciones la experiencia. Comúnmente, cuando en la concurrencia de señas claras de gravedad, el enfermo obstinadamente porfía que su mal es levísimo; o el delirio, creciendo después, se hace manifiesto, ó el vicio del celebro se declara en algún afecto capital.

§. VII

25. En cuanto a los medicamentos se debe también atender a la mayor, o menor repugnancia del enfermo. Dije a la mayor, ó menor repugnancia, porque el que haya alguna especialmente respecto de los mayores, viene a ser como transcendente, en atención a que son molestos y desabridos. Pero una cosa es aceptar el medicamento con alguna repugnancia por el miedo de la molestia, y otra resistirle por un especial horror que allá dentro inspira la naturaleza, como que está señalando con el dedo a su enemigo. Así sucede no pocas veces; como otras al contrario, con una secreta y fuerte propensión a tal ó tal cosa, está dictando la naturaleza el remedio que le conviene. ¡Cuántos (como advierte el Doctor Gazola) abandonados ya de los Médicos que los habían desahuciado, convalecieron, rigiéndose únicamente por su antojo!

26. Fuera de esto, en dos casos debe ser preferido el dictamen del enfermo a las comunes reglas del Arte, en orden al uso de los remedios. El primero, cuando el enfermo tiene experiencias bastantes de que el remedio le es nocivo, u otro distinto provechoso. No por ser una misma en especie la enfermedad aprovechará en distintos individuos un mismo remedio; así como no por ser los hombres todos de una especie los nutre bien a todos un mismo manjar. Lo que tiene de particular cada individuo, solo lo puede enseñar su particular experiencia. Estando enfermo no ha muchos años en Salamanca el Doctor Don Pablo Carvajo, Catedrático de Medicina en aquella Universidad, todos los Médicos de ella conspiraron en ordenarle la quina. Resistiola mucho el enfermo con repetidas protestas de que conocía le había de [77] ser fatal el uso de aquel medicamento. Al fin venció, como suele suceder, la multitud, en que también tuvo su parte la falsa persuasión de que el Médico no puede curarse a sí mismo. Tomó el enfermo la quina, y fue como si tomara cicuta, porque se conoció al momento el daño, y tardó poco en llegar la muerte. Refirióseme el suceso en la forma que le escribo.

27. El segundo caso en que debe ser preferido el voto del enfermo es, cuando alega falta de fuerzas para resistir el remedio. Cada individuo conoce su robustez, ó la falta de ella, por una experiencia sensible y manifiesta, harto mejor que todos los Médicos del mundo por el pulso, el cual es un indicante falacísimo, pues por mil causas diferentes puede suceder, que estando postrada alguna de las facultades en que estriba la vida, circule la sangre con la actividad que es necesaria para dar movimiento vigoroso a la arteria. El caso lamentable de aquel incomparable varón Pedro Gasendo puede escarmentar a Médicos, y enfermos sobre este asunto. Nueve sangrías le habían hecho dar los Médicos en su última enfermedad, y no contentos con ellas, aún querían que se sangrase más. Representóles Gasendo la suma postración de sus fuerzas; y ya inclinaba a los más de los Médicos a la revocación de su sanguinario decreto, cuando uno entre ellos, el más arrogante y feroz, disputando obstinadamente en contrario, volvió a afirmar a sus compañeros (acaso contra el propio dictamen) en la sentencia cruel. Digo acaso contra el propio dictamen; ¿porque cuántas veces sucede, que por no tener valor un Médico modesto para sufrir, ó resistir la insolencia y dicacidad de otro que es vocinglero y osado, le deja salir con lo que quiere, y el pobre enfermo lo paga? Fuéle fatal a Gasendo en esta ocasión aquella dulcísima docilidad de genio que siempre tuvo. Consintió en admitir más sangrías, conque a paso acelerado fue perdiendo el residuo de sus fuerzas, de modo que al acabar de recibir la última le faltó casi enteramente la voz, cuyo uso había gozado hasta entonces, y tardó poco en rendir el espíritu a su Criador. [78]

§. VIII

28. En orden a los alimentos, no sólo tiene el enfermo el primer voto, mas aún casi debe ser el único árbitro. Cuál es el alimento más conforme a la complexión de este individuo, solo él puede saberlo. Discrepamos (como ya se insinuó arriba) unos hombres de otros, tanto en las complexiones, como en las caras. Siempre me he reído de la observación de algunos que atienden al régimen, ó género de manjar, y bebida, que usaron tal ó tal hombre de los que llegaron a edad muy crecida, y toman para sí aquel mismo régimen, juzgando de este modo vivir tanto, y con tanta salud como aquellos. ¡Observación ridícula! Lo que para aquellos fue bueno, para ellos será malo; y acaso vivirán menor rigiéndose por esa imitación, que si fiasen enteramente a su apetito natural. Fuera de que hay hombres de tal complexión, que de cualquier modo que se alimenten gozan salud, y viven mucho; y otros, que de cualquier modo que se traten, viven con trabajo, y mueren presto. El hábito tiene también una grandísima parte en lo provechoso del alimento; y de aquí viene, que alimentándose con suma diferencia los individuos de diferentes Naciones, no se observa desigualdad sensible, ni en la prolongación de su vida, ni en su salud o robustez. Los Franceses son comedores de carnes; los Italianos de ensaladas. ¿Qué alimentos más desemejantes que carnes, y hierbas? Sin embargo, no se nota que vivan más, ó menos sanos unos que otros. De cualquiera de los dos principios, hábito, ó complexión, que provenga ser el alimento saludable, cada individuo sabe cuál le es conveniente.

29. Verdad es, que el genio de la enfermedad suele alterar esta proporción, y hace que ahora sea nocivo lo que en el estado de salud era provechoso. Mas no deja explicar entonces la naturaleza esa mudanza con la variación del apetito. Así se ve, que aún los hombres vinosos, en el estado de febricitantes aborrecen el vino. Con aquella repugnancia del apetito explica la naturaleza que no le conviene entonces. [79]

§. IX

30. ¿Pero podrá el Médico tomar por regla general para la forma del régimen, el apetito del enfermo? Esta pregunta representa toda la dificultad que ocurre en la presente materia; porque si se responde a ella asertivamente, se opone que muchas veces los enfermos apetecen cosas que les son nocivas. Si se responde que no; se debe señalar alguna regla para discernir cuándo se ha de fiar el Médico, y cuándo no al apetito del enfermo; y en defecto de ella, cuanto hemos dicho es inútil.

31. El Doctor Gazola citado arriba, dice que por lo común el apetito explica la indigencia de la naturaleza, aunque en tal cual caso engañe. De aquí parece pretende inferir que el Médico absolutamente se gobierne por él, porque el juicio prudencial se forma por lo que regularmente acontece; y aunque no siempre acertará, pero acertará muchas más veces, prescribiendo comida, y bebida según el apetito del enfermo, que según las reglas ideales del Arte.

32. Yo quisiera decir alguna cosa más precisa, por no dejar la materia en esta vaga incertidumbre. Y lo primero que me ocurre es, que se atienda si el apetito del enfermo nace de algún hábito inveterado y depravado. El ejemplo que luego se presenta, de algunos hombres extremadamente dados al vino, que aún en el estado de fiebre le piden, y apetecen. ¿Y qué se ha de hacer con estos? ¿Negarles el vino absolutamente? No soy de ese sentir; sino que se les conceda con mucha moderación. La experiencia ha mostrado muchas veces, que aún a estos les es conveniente. Tengo presentes varios ejemplares de hombres muy vinosos, los cuales, negándoles el Médico totalmente el uso del vino en la enfermedad, y yendo siempre de mal en peor, hasta verse deplorados, con algunos tragos de vino que les ministró ó importunado de sus ruegos, ó por considerar que ya nada se aventuraba juzgando la muerte de todos modos cierta, algún asistente, felizmente se recobraron, y vivieron después muchos años. [80]

33. Haciendo reflexión, y filosofando sobre la causa de este fenómeno, me parece la más verisímil el que los hombres muy vinosos, si se les niega el vino enteramente, caen en un notable languor, y postración de ánimo, y de fuerzas, por lo cual la enfermedad, aunque en sí no sea muy grave, los rinde y oprime como si lo fuese. Esto se ve aún en los sanos. Si a un hombre dado bastantemente al vino se le quitáis por uno ó dos días, le veréis luego desalentado, triste, sin vigor ó actividad para ejercicio alguno, ni mental, ni corporal. ¿Cuánto mas sucederá esto en aquel, que sin el subsidio de aquel licor que le anima, tiene sobre sí el peso de la enfermedad que le bruma?

34. Muchas veces he pensado que algunos hombres mueren de pequeñas enfermedades, y no quiero decir solamente que en los principios lo sean, sino que aún son pequeñas en aquel estado de aumento en que matan. Probaré, y explicaré esta paradoja con un ejemplo sensible. ¿ Será menester para derribar un hombre al suelo, que el que le haya de derribar tenga la fuerza de Hércules? Claro es que no. Tan débil puede ser, que otro hombre de poquísima fuerza, como sea algo superior a la suya, le derribe. En esta situación me figuro yo, respecto de muchos enfermos, las fuerzas de la naturaleza, y de la enfermedad; esta no muy valiente, pero aquella muy lánguida: en cuya concurrencia es tan seguro que aquella derribará a esta, desbaratando su natural armonía, como es cierto que un hombre de pocas fuerzas vencerá a otro que tenga menos.

35. En aquel estado, pues, de languor que tiene un hombre vinoso cuando le privan enteramente del vino, es muy posible que poca enfermedad le postre mucho. Por eso, pues, la naturaleza próvida, explicándose por medio de un constante apetito en las enfermedades de algunos de estos insta, y porfía continuadamente sobre que la socorran con aquel espiritoso licor, y logrado este socorro, casi en un momento revive.

36. Y verdaderamente los Médicos que obstinadamente niegan a todo febricitante el uso del vino, me parece que [81] no van consiguientes a sus propias máximas. Ellos no niegan que este sea un poderoso cordial, y aún el más eficaz de todos. Potentissimum omnium cardiacorum est vinum, dice Etmulero. La experiencia lo hace palpar; pues cuanta pedrería, hierbas, y confecciones hay en las Boticas no confortan, animan, y alegran tanto como dos sorbos de vino generoso. ¿ Por qué no se ha de usar, pues, este cordial, cuya virtud es sensible y manifiesta con preferencia a otros, ó de actividad más lánguida, o que se duda razonablemente si tienen alguna? Responderánme, que el vino, aunque pueda aprovechar por lo que conforta, daña por lo que enciende. Pero a esos tengo dos réplicas que oponer. La primera es, que ese encendimiento en muchos casos aprovechará: conviene a saber, en aquellos en que la fermentación es muy remisa, y conviene promoverla y fomentarla para segregar la causa morbífica, antes que lo impuro con la mucha detención inficione y corrompa lo que está sano. La segunda es, que muchas veces es notablemente mayor el bien que resulta de la confortación, que el daño que puede resultar de aquel aumento de incendio. Esto es claro; porque muchas veces peligra más el enfermo por la falta de las fuerzas, que por el ardor de la fiebre. ¿ Cuántas veces los Médicos conciben mejores esperanzas de un joven robusto que está padeciendo una fiebre muy intensa, que de un anciano débil que padece otra mucho más remisa? Luego convendría aquí, por ocurrir a lo que más urge, prescribir lo que es confortativo, aunque tenga algo de inflamatorio.

37. Médicos he visto que tienen presente esta máxima, pero que yerran la aplicación, porque usan de ella sin consultar el apetito del enfermo, y aún con manifiesta repugnancia suya; en cuyo caso siempre he visto que el vino, lejos de decir bien al estómago, le altera, irrita, y perturba, de modo, que ó le arroja luego, ó si le retiene, las fuerzas no se reparan, y el enfermo padece una inquietud desabridísima. Soy, pues, de dictamen que nunca se haga esto, repugnándolo el enfermo; pero sí cuando [82] muestre inclinación, ó apetito; aunque se debe proceder con distinción. Y aquí entra lo segundo que me ocurre en la materia.

§. X

38. El apetito puede considerarse en dos partes, en el paladar, y en el estómago; y no siempre están estas dos partes de acuerdo. Tal vez la comida, ó la bebida hacen sensación grata en el paladar, y el estómago no las recibe bien. Tal vez al contrario, el estómago pide una nueva refección, aunque al paladar no agrade. A poca reflexión que haga el enfermo discernirá de cuál de las dos partes nace el apetito. Pero prescindiendo de su informe, creo se puede dar por regla general, que cuando el apetito es muy vehemente, proviene del estómago. Vese esto en la sed, la cual cuando nace de la sequedad del paladar, ó de las fauces, fácilmente se tolera, ó con dos gotas de agua se quita. Pero cuando viene de falta de humedad en el estómago, se sufre con mucho mayor dificultad, y va creciendo por instantes hasta hacerse del todo intolerable. Casi lo mismo sucede cuando algún humor acre, punzando las túnicas del estómago, produce en ellas una sensación semejante a la que causa la falta de humedad. Cuando, pues, el apetito nace únicamente del paladar, no se debe hacer aprecio de él, sino proceder sobre otras reglas. Mas cuando el paladar, y el estómago estén conformes en la inclinación, se debe atender esta como voz de la naturaleza, que pide lo que le conviene, ó por lo menos con motivo suficientísimo para que el Médico poco a poco vaya tentando a ver cómo le va al paciente, concediéndole a trechos, y en cortas porciones aquello que solicita con ansia.

39. He oído decir no pocas veces, que los enfermos siempre apetecen lo que les es nocivo. Máxima irracional, que dirigiendo la bárbara práctica de algunos asistentes, ha hecho mártires no pocos enfermos, quitándoles la vida después de un tormento dilatado. ¿Cómo es creíble que sea tan madrastra nuestra la naturaleza, que cuando más necesitamos de su socorro, nos inspire sólo una infeliz [83] propensión a lo que nos es nocivo? No es sino benigna madre, que estimulando el apetito, propone lo conveniente. Vese esto en todas las indigencias naturales del hombre, y de todos los demás animales, porque cada una tiene su apetito correspondiente, que señala el tiempo en que se ha de acudir a su socorro. La hambre dicta cuándo es necesario el manjar, la sed cuándo necesitamos de bebida, la inclinación al sueño cuándo es preciso el reposo; aún para la segregación de lo excrementicio se siente en todos los conductos destinados a este ministerio, cuando llega el punto de ser necesaria, una eficaz pretensión que la determina. Brevísima sería la vida de todos los animales, si la naturaleza no les enseñase con la voz del apetito lo que es conveniente para su conservación.

40. Esta bárbara máxima, fecunda de infinitos intolerables abusos, ha quitado, digo, después de un dilatado martirio, la vida a muchos enfermos. De aquí ha nacido precisarlos a un determinado manjar, que el Médico, ó los asistentes juzgan provechoso (pongo por ejemplo carne, ó huevos) y por más que lo repugnen, y aborrezcan con toda el alma, y con todo el cuerpo, ó lo han de masticar rabiando, ó se han de quedar sin alimento alguno, sin advertir que hace aquella repugnancia por instinto natural el estómago, por serle tal alimento entonces desproporcionado; lo que ya algunos Médicos de mucho nombre han advertido. De aquí ha nacido hacer morir de sed, exhaustos, ardidos, medio desesperados algunos febricitantes, sin omitir por eso las sangrías, y otras evacuaciones, que aumentaban la necesidad de bebida. ¡Práctica tirana, y detestable! En un Autor Médico he leído, que habiéndose anatomizado los cadáveres de algunos que la padecieron, se les hallaron las venas, y arterias totalmente vacías. ¿ Qué mucho que no quedase gota de sangre en ellas, si por una parte la lanceta la evacuaba, por otra la fiebre la consumía, por otra la sed la agotaba? [84]

§. XI

41. No llega a este punto la severidad de los que tienen algún uso de razón. Pero dicen, que por lo menos no se debe fiar la dieta de los enfermos a su apetito; pues se ve que muchas veces los daña aquello mismo que apetecen. Ya hemos visto que el Doctor Gazola responde a esto, que así sucede una u otra vez; pero lo frecuente es lo contrario. Pero lo primero, yo quisiera que me dijesen ¿de dónde consta con certeza, que eso sucede algunas veces? No puede alegarse otra cosa sino la experiencia de que este, aquel, y el otro enfermo, después de comer ó beber, llevados del apetito, alguna cosa contra lo prescripto por el Médico, empeoraron, y murieron. ¡Pero válgame Dios! ¿ no se experimenta también a cada paso, que éste, aquel, y el otro enfermo, después de observar exactamente cuanto prescribió el Médico (aunque sea el Médico más sabio), empeoran, y mueren? La experiencia es totalmente uniforme: conque, ó probará que en este segundo caso la obediencia al Médico los mata, ó no probará que en el primero los mata la obediencia a su apetito. Decir que en el segundo caso los mata la fuerza insuperable de la enfermedad, y no los preceptos del Médico, es lo mismo que no decir nada; porque la misma solución se puede aplicar al primer caso. ¿Qué Angel ha revelado si el enfermo murió por beber un poco de agua a media noche, ó porque la enfermedad de su naturaleza era mortal, y le mataría, que bebiese que no bebiese? Los Médicos, ó muy ignorantes, ó muy astutos, siempre que después de observar alguna aparente mejoría en el enfermo, ven que se explica de nuevo con mayor fuerza la dolencia, claman que no puede menos de haberse cometido algún exceso, si no hay cosa más abultada de que echar mano, cualquiera fruslería ridícula de que den noticia los asistentes, como enjuagar la boca, mudar la camisa, sacar un brazo fuera de las sábanas, cortar las uñas, &c. Mas es, que con esto [85] queda acreditado el Médico de sapientísimo, como que con su profunda perspicacia conoció al momento la causa del daño, y fácilmente le creen, que si no fuera por el exceso cometido, le llevaba ya del todo sano. ¡Oh necia credulidad! ¿Por ventura no hay sus altos y bajos en todas, ó casi todas las enfermedades, por más uniforme y arreglado que sea el porte del enfermo? ¿Que dolencia hay donde no asome en uno u otro intervalo de tiempo algún rayo de mejoría? ¿Y cuán común es suceder luego mayor nublado a aquella engañosa serenidad?

42. Lo segundo digo, que no se ha de seguir ciegamente el apetito de los enfermos; ó por mejor decir no se han de fiar ciegamente los enfermos a su apetito. Deben proceder respecto de él con reflexión: deben examinar si la naturaleza le inspira, ó si nace de un hábito de glotonería que han adquirido, contrario a la misma naturaleza (bien que esta advertencia debe servir para minorar la cantidad, no para condenar la calidad) si es vehemente, ó remiso: si tiene su asiento en el paladar, ó en el estómago. En fin, deben aplicar la atención, a fin de averiguar si allá dentro sienten alguna repugnancia a lo mismo que apetecen. Esta es la más importante advertencia de todas, aunque parece implicatoria. Siendo varias las partes, facultades, y disposiciones de nuestro cuerpo, puede suceder, y sucede, que se apetezca por una lo mismo que se repugna por otra. El que tiene los pies fríos, y la cabeza ardiendo por razón de la opuesta disposición de estas dos partes, ama la cercanía del fuego, y la repugna. El que tiene el paladar escoriado ó llagado, con el estómago apetece el manjar, porque le necesita; con el paladar le repugna, porque le moleste. Al contrario, apetece a veces el paladar lo que repugna el estómago: y me parece que es caso nada extraordinario en muchas fiebres. Todo, ó casi todo febricitante, por razón del ardor de la calentura, y sequedad de la boca, apetece agua fría. Mas si el enfermo con alguna reflexión, por poca agua que sea, atiende a la disposición presente de su estómago, sucede muchas veces no reconocer en él [86] exigencia de agua, antes alguna repugnancia. Y en efecto, llegado el caso de beberla, en el paladar siente no poco deleite; mas al bajar la agua por el esófago, se advierte claramente que el estómago no la admite bien; y en este cuarto interior del animado edificio es recibido el huésped muy distintamente que en la antesala.

43. Aún dentro del mismo estómago puede haber esta complicación de repugnancia, y apetito, respecto de la misma agua. Es el caso, que en el estómago hay la disposición propia, y característica de tal entraña, y hay la disposición preternatural de la fiebre común a todo el cuerpo. Por razón de la primera suele resistir el estómago la agua, y sin embargo apetecerla por razón de la segunda. Ni se me diga, que esta es una sutileza metafísica. Tan física, y sensible es la materia que trato, como la que más; pero es como otras muchas, para cuya percepción animal basta la materialidad del sentido; mas para explicarlas inteligiblemente piden mucha sutileza del discurso. No habrá febricitante alguno, por rudo que sea, el cual teniendo el estómago en el estado en que ahora le pinto, si hace reflexión, no perciba que hay en él dos sensaciones opuestas respecto de la agua, la una de deleite, la otra de displicencia: aquella, por el alivio que siente el estómago en el refrigerio del incendio: ésta, porque a su constitución propia, según el estado presente, es la agua contraria y nociva. Díganme los que han padecido fiebre, ¿si entonces cuando bebían sentían que la agua asentase en el estómago con aquella conformidad, con aquel amigable consorcio que experimentan cuando la beben sedientos en el estado de sanos? Si me responden que sí; resueltamente digo, que en ese caso les era provechosa. Si me responden que no; ve ahí lo que digo yo de las dos opuestas sensaciones, la una de deleite, por prestar la agua el alivio del refrigerio; la otra de desagrado, por ser contraria a la constitución presente del estómago, y aún de todo el individuo.

44. Y otra cosa muy importante se debe notar aquí, porque aclara, y juntamente persuade con eficacia la máxima [87] que seguimos. Sucede muchas veces, que bebiendo el enfermo hasta determinada cantidad, más, ó menos, según el grado de su verdadera indigencia, le asienta el agua perfectamente bien en el estómago: pero si pasa de allí, ya este empieza a admitirla con una especie de desagrado, tanto mayor, cuanta la cantidad fuere más excedente, sin embargo de que por otra parte goza del alivio del refrigerio, y por este capítulo aún no se ha quietado la ansia, ó saciado el apetito. Esta es una seña fija de que aquella determinada cantidad era proporcionada a la indigencia del estómago por tanto provechosa; pero pasando de allí, empieza a ser nociva.

45. De lo dicho en este párrafo se infiere que el apetito natural del alimento, a quien le examina con reflexión y cuidado, nunca engaña. En cuya conclusión, sobre deberse tener presentes todas las excepciones, y distinciones que hemos señalado, se debe atender también a si el enfermo padece una especie de delirio diminuto: lo que debería sospecharse si pidiese cosas muy extravagantes y absurdas: salvo si padeciese aquella especie de enfermedad que los Médicos llaman pica.

46. Y porque sobre esta enfermedad se nos pudiera hacer alguna objeción, pues en ella los enfermos apetecen y devoran con ansia cosas sumamente contrarias a la naturaleza, como tierra, yeso, carbones, ceniza, &c. decimos lo primero, que como no hay regla general sin alguna excepción, no tendría inconveniente exceptuar esta enfermedad, por el carácter específico que tiene de consistir en un apetito depravado. Lo segundo digo, que Avicena a quien siguen en esta parte muchos Médicos graves, advierte que aún en la pica apetece el estómago cosas que son contrarias al mismo humor pecante, y así vienen a ser curativas de la enfermedad, aunque no nutritivas: y por esto Etmulero quiere que no se les prive absolutamente de aquellas cosas absurdas, sino que con ellas se les mezclen alimentos substanciosos que los nutran; lo cual viene a ser alimentarlos y curarlos a un tiempo. A mí me parece [87] admirable este método; y creo, que la peoría que tal vez se observa en los que comen aquellas cosas absurdas no proviene del aumento del humor pecante, sino del defecto de nutrición.

47. Concluímos, pues, que no sólo el Médico puede serlo respecto de sí mismo estando enfermo; mas todo enfermo debe tener mucha parte en la curación de sí mismo; y entonces podrán ir las cosas medianamente (no me alargo más) cuando no sólo el enfermo consulte al Médico, mas también el Médico al enfermo sobre los tres capítulos, graduación del mal, uso de remedios, y elección de régimen.

Apéndice
contra el Doctor Lesaca

48. La materia de este Discurso me hace presente lo que contra mí escribió el Doctor Don Juan Martín de Lesaca, Médico del Ilustrísimo Cabildo de Toledo, en el capítulo último del libro que intituló: Apología Escolástica, en defensa de las Universidades de España, contra la Medicina Scéptica del Doctor Martínez.

49. Verdaderamente la Apología es tal, que después de leerla toda, juzgando haberme equivocado, volví a mirar el título, a ver si decía en defensa, ó en ofensa de las Universidades de España. Quien sale a público desafío por tantas Repúblicas literarias debe reputarse por uno de sus más famosos Campeones. Ningún Ejército, cuando se ofrece el caso de certamen singular, fía su reputación a la flaqueza de un inválido, o a la ignorancia de un bisoño; porque si se experimenta inhábil el que sale al campo por todos, no se hace mejor juicio, antes peor de los que quedan en las filas. El Doctor Lesaca maneja en todo su libro tan infelizmente la principal arma de la escuela; conviene a saber, el raciocinio, que si por él se hubiese de hacer juicio del resto de sujetos que componen nuestras [89] Universidades, estos serían los primeros que saldrían a reñir el duelo con él, como ofendidos. Siendo así que este Doctor es tan preciado de Dialéctico, que temo que recete a veces por el antidotario de Bárbara, Celarem, prescribiendo a los enfermos confecciones de silogismos: no hay en todo aquel capítulo cláusula, argumento, ó solución donde no se note, ó alguna equivocación portentosa, ó alguna inadvertencia notable, ó algún paralogismo evidente. Notaráse compendiariamente cuanto dice contra mí, dejando su derecho a salvo al Doctor Martínez, por lo que toca a él, pues no necesita de mi auxilio, ni del de otro alguno, aún para enemigos muy superiores en esfuerzo al Doctor Lesaca.

50. Página 239. Para impugnar lo que yo dije sobre la nimia confianza que hacen los enfermos de los Médicos, me arguye así: O se curan hoy los enfermos bien, o mal. Si se curan bien, ¿qué los pueda dañar el tener alguna más confianza de la que debieran? Si see curan mal, es preciso que con más desconfianza, y menos confianza se curen peor.

51. Este argumento peca por tantos capítulos, que más necesita de absolución que de solución. Lo primero: La pregunta disyuntiva está mal formada, y contra toda buena Lógica; porque bien lejos de precisar a la afirmativa de uno de los dos extremos, ambos se deben negar. La razón es, porque como la proposición indefinita equivale a universal (esta es Lógica que estudió el Señor Doctor en Alcalá, y de que hace tanto aprecio), lo mismo será decir los enfermos se curan bien, que decir todos los enfermos se curan bien; y lo mismo será decir los enfermos se curan mal, que decir todos los enfermos se curan mal, de las cuales una, y otra es falsa: conque no se puede afirmar ni uno, ni otro extremo de la disyuntiva: y no afirmando alguno de ellos, es preciso que el señor Doctor se quede con las consecuencias que saca de uno y otro en el cuerpo.

52. Lo segundo: Tiene otra nulidad considerable la disyuntiva, que es preguntar, cuál de los dos extremos es verdadero al mismo que lleva por dogma que en esto no [90] hay certidumbre alguna; y en esto funda la desconfianza, ó menor confianza que se debe hacer de los Médicos. Yo digo, que por la grande oposición de opiniones y de práctica que hay en la Medicina, es incierto si los Médicos curan bien ó mal; y así no se debe confiar tanto en ellos. Querer, pues, precisarme a mí a que afirme, ó que curan bien, ó que curan mal, ¿qué es sino haber perdido el tino con el calor del argumento?

53. Lo tercero: El consiguiente que infiere el señor Doctor del primer extremo, está muy mal inferido. La nimia confianza siempre es necedad, y la necedad en cualquiera materia, es dañosa al sujeto en lo que concierne a ella. Determinémoslo a la presente. Aún suponiendo que todos los Médicos curen bien, cabe nimiedad en la confianza; y esta nimiedad sería nociva a los enfermos. Puede el enfermo tener tanta confianza, que juzgue que por más desórdenes que haga, le ha de curar el Médico. ¿Quién duda que esto le será perjudicialísimo? Item: puede tenerle por infalible en el pronóstico de que ha de sanar; y con esto por muy malo que se halle, descuidará de prevenirse cristianamente para la muerte; lo cual le puede ser mucho más perjudicial que lo primero. ¡Ojalá no hubiera sucedido esto infinitas veces! Ni esto es contra el supuesto que se hace; porque suponer que el Médico cure bien, no es suponerle incapaz de errar una u otra vez, así en el pronóstico, como en la curación. Supónese que su ciencia es humana, no celestial ó divina. Item: Puede el enfermo, sobre la fe de que cuanto recete el Médico le aprovechará, importunarle a que recete mucho, y éste condescender por una viciosa docilidad: lo que frecuentemente sucede, y se lo he oído confesar a algunos Médicos. ¿Y quién duda, que aunque cada remedio por sí solo considerado sea oportuno, la nimia copia de ellos es nociva? Ni se me diga que en este caso el Médico curará mal, lo cual es contra el supuesto que se hace: porque lo que hace derechamente a mi propósito de corregir la nimia confianza de los enfermos, es, que el Médico mismo [91] que sin esa nimia confianza curaría bien, por la nimia confianza cure mal.

54. Lo cuarto: Tampoco sale el consiguiente que infiere el señor Doctor del otro extremo; antes al contrario. Si el Médico cura mal, y el enfermo desconfía ó tiene una confianza diminuta, no se pondrá ciegamente en sus manos, no aceptará todos sus remedios: consultará sus fuerzas cuando se trate de los mayores: su misma desconfianza hará que el Médico se vaya con más tiento. Ve aquí como la desconfianza ó menor confianza no hará que el enfermo se cure peor, sino que se cure menos mal. Dar y querer comparar el remedio que se toma con confianza, al manjar que se come con apetito, es sacar las cosas de sus quicios. El apetito nace de la misma naturaleza: la confianza en el Médico malo es únicamente hija de una aprensión errónea. Mas: El manjar, aunque sea de menos buena calidad, siempre es manjar; esto es, capaz de nutrir; la receta errada no prescribe remedio que sea verdaderamente remedio sino en el nombre. Ve aquí lo que es, descubierto en la análisis, aquel argumento bicornuto que el señor Doctor con tanta satisfacción suya propone.

55. Página 240. Achácame el señor Doctor la proposición universal de que los Médicos no pueden conocer las enfermedades, ni sus causas. En cuanto a la segunda parte, vaya; pero en cuanto a la primera, ¿cuándo, ó dónde he echado yo ese absoluto? Ni he estampado, ni de cuanto he escrito se puede inferir que nunca los Médicos conocen las enfermedades. Lo que siento, y dictan la razón y la experiencia es, que muchas veces no las conocen, y toman una por otra. En esto hay mucho más y menos, según son los Médicos, y según sus desiguales talentos, unos conocen más, otros menos. Entre las enfermedades hay unas más descubiertas, otras más ocultas. Sería sin duda equivocación atribuirme aquella absoluta. Y es lástima; porque gasta en la impugnación cerca de tres hojas, donde [92] vierte un buen trozo de Súmulas Alcalaínas, que el lector le perdonaría de buena gana.

56. En este intervalo (pág. 241) revuelve también el Doctor Lesaca contra el Doctor Martínez sobre esta cláusula de su Carta defensiva: Confieso la ignorancia de las causas morbíficas; (¿pues quién negará que se ignora lo que se disputa?) pero admito los caracteres por donde experimentalmente se distinguen y curan. Pretende el Doctor Lesaca que en esta cláusula se contradice el Doctor Martínez: pretende, digo, que es imposible conocer y curar experimentalmente las enfermedades sin el conocimiento de las causas morbíficas. ¿Quién creyera tal de un Médico tan docto? Dígame el señor Doctor: ¿No conoce experimentalmente una terciana? ¿No la distingue de un tabardillo? ¿No sabe curarla? Diráme que sí. Pregunto más: ¿Conoce su causa morbífica? Aunque me diga que sí, yo sé ciertamente que no; salvo que Dios se le haya revelado. Es tan intrincada, tan abstrusa, tan escondida la causa del recurso, ó repetición periódica de las fiebres intermitentes, que después de innumerables modos de opinar que se han excogitado en esta materia, confiesan los Médicos que hasta ahora está por apear la duda. He tocado este punto, porque también me toca a mí, y no sólo al Doctor Martínez.

57. Página 246. Para responder e impugnar lo que yo digo sobre la incertidumbre de la Medicina por la variedad de opiniones, alega una autoridad de Hipócrates, que dice puntualmente lo mismo que yo, aunque con restricción a las enfermedades agudísimas. Pero añade luego al punto lo que dice Valles sobre aquel texto, el cual, después de proponer la objeción que se hace contra la Medicina, fundada en que frecuentemente los Médicos discrepan en la curación, de modo que lo que uno prescribe como provechoso, otro lo juzga nocivo, prosigue así: Verum haec dicteria popularium sunt, & viris sapientibus indigna; non enim adeò dissentiunt Medici periti. En Castellano: Pero estos dicterios son propios de gente popular, e indignos de varones sabios; porque no discrepan tanto [93] los Médicos peritos. Hasta aquí Valles, y hasta aquí el Doctor Lesaca, el cual con este texto de Valles queda tan satisfecho como si me echara a cuestas una demostración matemática.

58. ¿Qué negocio hace con ese texto el señor Doctor? Lo primero es, que Valles sólo dice que no discrepan tanto los Médicos peritos. Esto es confesar la discrepancia, y negar el tanto. ¿Y qué tanto es este? El mismo que Valles acaba de proponer en boca de los calumniadores de la Medicina; conviene a saber, que casi en cosa ninguna convienen jamás los Médicos sobre la curación de las enfermedades agudísimas: Ut vix ulla de re eodem modo videantur sentire; sed quae alius vituperat, alius commendat. Este tanto niega Valles; y como yo no me he metido en determinar el tanto, ó cuanto de la discrepancia de los Médicos; ni éste designable, porque unas veces es la discrepancia mayor que otras, nada dice contra mí el señor Valles. Lo segundo es, que yo hablo, ó hablé del estado presente de la Medicina; y en el estado presente es mucho mayor la discrepancia de los Médicos, que en tiempo de Valles. La razón es clara; porque entonces reinaban sin oposición Galeno, y Avicena; y así la discordia sólo estaba en la varia inteligencia de estos dos Autores. Ahora a este capítulo de discrepancia se añade otro de mucho mayor bulto, que es la oposición de un gran número de Médicos a Galeno, y Avicena. Lo tercero; demos que sea poca la discrepancia de los Médicos peritos, (de quienes únicamente hable Valles), queda lugar a que sea mucha la de los Médicos peritos con los imperitos, y de estos unos con otros. Los enfermos por lo común no disciernen los peritos de los imperitos, antes creen pericia donde quiera que ven perilla: así para el efecto de su confusión, perplejidad, incertidumbre, y desconfianza, queda en su punto la dificultad después de la decisión de Valles. Finalmente, diga Valles lo que quisiere, ¿qué fuerza hará contra lo que está viendo y palpando todo el Mundo? Si se registran los Autores, a cada paso se halla [94] que lo que éste decreta como conveniente para tal enfermedad, aquel lo condena por nocivo. Se atienden las consultas de los Médicos asistentes, sucede lo mismo; y esto, no sólo en las enfermedades agudísimas, pero aún en las menos graves.

59. Página 248. hace un argumento sumulístico a favor de Galeno contra Erasístrato, de que este se reiría muy bien si Galeno se lo hubiera propuesto. Decía Erasístrato, que en ninguna plenitud es necesaria la sangría. Opónele el Doctor Lesaca, que esta proposición, como universal en materia contingente, no puede menos de ser falsa. ¡Oh bien empleadas Súmulas! Erasístrato negaría sin duda, y debía negar según sus principios, que la materia de esta proposición sea contingente. Es claro; pues él decía, que nunca faltan otros medios mas cómodos que la sangría para minorar la plenitud, como son la dieta, ejercicio, baños, &c.

60. Página 249. sienta que son mejores para nuestra enseñanza y curación los Autores Médicos Españoles, que los Extranjeros; por cuanto aquellos están experimentalmente instruidos en la calidad de los alimentos, en el temperamento de los individuos, y en las condiciones del clima. Esta máxima mira a cercenar el crédito de los Autores que yo he citado. Pero es notable inadvertencia no considerar la terrible y evidente retorsión que está saltando contra su Hipócrates, contra su Galeno, y contra Avicena. Todos estos tres Próceres de la Medicina fueron Asiáticos: Hipócrates de la Isla de Coo, en el Archipiélago, que se cuenta por perteneciente a la Asia: Galeno de Pérgamo, en la Troade: Avicena de la Ciudad de Bochara, en el Zagatai: de modo, que la Patria del más cercano dista de la nuestra más de setecientas leguas. Pues, Señor Doctor, ¿en qué Ley de Dios cabe que descartemos por Extranjeros a los Médicos de Italia, Francia, Inglaterra, Holanda, y encartemos como naturales a los de Asia?

61. Página 250. me arguye, que aunque no haya [95] certeza en la Medicina, puede haber una prudente confianza en el Médico. A esto se dice, que conforme confiare el enfermo, y conforme fuere el Médico. Si el enfermo confía que el Médico hará todo lo que sabe y puede por curarle, respecto de los más Médicos, será esta confianza prudente. Si confía, que ciertamente le curará, podrá ser la confianza, ó prudente ó imprudente, según fuere el Médico, y según fuere la enfermedad. Pero el Doctor Lesaca arguye y responde, tomando las cosas a bulto, sin distinguir ni dividir: lo que es muy de extrañar en un hombre tan preciado de Lógico; pues la división es uno de los tres modos de saber que enseña la Dialéctica. Así los símiles de que usa para probar su máxima, no son del caso. ¿Qué importunidad mayor que parificar la confianza que tiene el enfermo de que el Médico le ha de curar, con la que tenemos los Cristianos de que Dios nos ha de salvar? ¡Notable absurdo! Pues aquella se funda en la ciencia del Médico, que es sumamente falible: esta en el auxilio divino, que es seguro, e infaliblemente logrará su efecto, cooperando el hombre (como puede) con su libre albedrío.

62. Página 251. me atribuye haber dicho que la Medicina se funda en la experiencia, sin el concurso de la razón. Y ni yo he dicho, ni podía decir tan monstruoso disparate. La experiencia sin razón es cuerpo sin alma. El caso está en saber qué razón ha de ser esta. Lo que yo condeno son aquellos discursos ideales, deducidos de cualquiera de los sistemas filosóficos; porque como éstos todos son inciertos, es fundar en el aire el método curativo. Pero admito como precisas las hilaciones de las mismas observaciones experimentales, bien reflexionadas y combinadas. En mi Apología, añadida a la segunda edición de la Medicina Escéptica, puede ver el Doctor Lesaca cuán de intento me declaro contra los que usan de los experimentos a bulto, y cómo discurro, y razono sobre algunos que allí propongo.

63. Página 252. me propone que no debe creer lo que [96] algunos Autores Médicos dicen contra la doctrina Galénica, porque son enemigos de Galeno. ¡Oh qué bien! Tampoco deberé creer a los que alaban la doctrina Galénica, porque son amigos suyos: conque queda empatado el pleito. Aquí no hay otra prueba de amistad ó enemistad, que reprobar ó alabar. Si prueba enemistad lo primero, prueba enemistad lo segundo. ¿Pues a quiénes hemos de creer? A los indiferentes. Pero estos serán los que no hablan ni bien ni mal de Galeno, y por consiguiente no nos dicen nada al caso. Es así, señor Doctor, que no se debe creer ni a estos, ni a aquellos, ni a los otros, sino según el mérito de sus razones y fundamentos; y eso es lo que yo hago. ¿Qué daño les hizo Galeno a esos que están contra él? ¿Matóles padre, ó madre? Puede ser que acaso con su doctrina lo hiciese; y en ese caso tienen mucha razón para no estar bien con sus escritos, ni aún con sus huesos.

64. Página 253. quiere reprobar los Autores Ingleses, y Holandeses, anatematizándolos por el capítulo de Herejes, como arriba los desterró por la nulidad de Extranjeros. Y de la misma calidad le cae esto a cuestas que lo otro. ¡Mire qué buenos Católicos fueron Hipócrates, Avicena, y Galeno! El primero Idólatra, el segundo Mahometano, y el tercero, (que es el peor) no se sabe qué Religión tuvo; sólo sí que se declaró contra la Cristiana; y es lo más verosímil que fue Ateísta práctico; pues constituyendo el alma racional en la armonía de los cuatro Elementos, ó cuatro cualidades elementales, necesariamente le negaba la espiritualidad e inmortalidad.

65. Concluye el Doctor Lesaca, razonando sobre el texto del Eclesiástico: Honora Medicum, &c. sin hacer otra cosa que repetir lo que otros muchos han dicho, y a quienes sobradamente se ha satisfecho.

66. Esto es todo lo que me ha opuesto el Doctor Don Juan Martín de Lesaca. Y siendo todo tan fútil, tan sin fundamento ni razón, y aún tan contra la Dialéctica que ha estudiado en Alcalá, y que aprecia tanto, no puede [97] menos de mover ya a admiración, ya a risa, el que en todo aquel capítulo me hable con aire insultante y magisterio despótico: Desengáñese el Padre Maestro: Sepa el Padre Maestro: Para que vea el Padre Maestro: Pero todo es nada en comparación de aquel fallo concejil a la página 254: Pues sepan el Padre Maestro, y el Doctor Martínez, que no saben lo que se dicen. No lo dijo con más elegancia Tito Livio. ¡Oh varón verdaderamente urbano y culto, qué bien se aprovechó de la frecuente comunicación que tiene con aquella insigne Escuela de sabiduría, urbanidad, y modestia, digo el Ilustrísimo Cabildo de Toledo! ¿Y esto por qué es? Porque no pudo responder a lo que arguyeron el Doctor Martínez, y el Padre Maestro contra aquel aforismo de Hipócrates: concocta medicare oportet, non cruda, &c. y así dio en vez de respuesta un embrollo Arábigo, mezclado con una mala construcción Latina: porque dice, que concocta, y cruda se pueden entender en ablativo, id est materia: lo que es tan evidentemente opuesto al contexto gramatical del aforismo, que no habrá medianista que no le condene: pues siguiéndose después nisi turgeant, y no habiendo nominativo correspondiente a este verbo sino el cruda, es claro que cruda se debe tomar en plural, y en acusativo; pues si se entendiera cruda (id est materia) en singular, y en ablativo, había de decir nisi turgeat.

67. Creyera yo que el Doctor Lesaca, por atender nimiamente a la Dialéctica, había olvidado la Gramática, si no viese que en el presente asunto igualmente peca contra aquella facultad que contra ésta. Es el caso, que equivocó mi argumento con el del Doctor Martínez, tomándolos por uno mismo, siendo así que proceden por distintos medios; y lo peor es, que la solución con que pretende escaparse del Doctor Martínez, le hace caer de hocicos debajo del mío. El Doctor Martínez dice, que estando cocidos los humores viciosos, es escusada la purga; porque por la cocción se han contemperado y reducido a la mediocridad, en cuyo estado ya no son nocivos. Responde [98] a esto el Doctor Lesaca, que Hipócrates habla en aquel aforismo, no de los humores naturales, sino de los excrementicios segregados ya de aquellos. Demos que esta solución sea buena (que a la verdad le falta mucho para serlo): ve aquí que con ella dio en mi Escylla, huyendo de aquella Caribdis; porque mi argumento procede de esos mismos humores excrementicios, probando que es escusada la purga; porque cuando están cocidos, la naturaleza los evacua por sí misma, como se está experimentando a cada paso. Véase el Discurso quinto del primer Tomo del Teatro Crítico, núm. 43. Así yo no recurro a la contemperación de los humores, como el Doctor Martínez, para juzgar inútil la purga; sino a la evacuación que sin ella hará la naturaleza.

68. De aquí es, que se engaña infelizmente el Doctor Lesaca en pensar que yo tomé este argumento del Doctor Martínez. El Doctor Don Gaspar Casal, sabio y digno Médico al presente del Ilustrísimo Cabildo de Oviedo, puede testificar que más de cinco años antes que saliese a luz el primer Tomo de la Medicina Escéptica del Doctor Martínez le había propuesto yo esta dificultad.


{Feijoo, Teatro crítico universal, tomo cuarto (1730). Texto según la edición de Madrid 1775 (por D. Blas Morán, a costa de la Real Compañía de Impresores y Libreros), tomo cuarto (nueva impresión, en la cual van puestas las adiciones del Suplemento en sus lugares), páginas 64-98.}