Fernando Garrido (1821-1883)
¡Pobres jesuitas! (1881)
Biblioteca Filosofía en español, Oviedo 2000
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Capítulo XVII

Sumario. Expulsión de los jesuitas de España, en 1767. – Medidas que para ello tomó el conde de Aranda. –El Papa los recibe a cañonazos. –Plácemes dirigidos al rey por varios prelados españoles. –Vuelta de los jesuitas a España en 1815.

I.

Ningún rey expulsó a los jesuitas con tanta violencia, como Carlos III de España. La historia antigua ni la moderna presentan ejemplo de poder tan despótico, y de éxito tan grande, a pesar de las dificultades que ofrecía la expulsión de los jesuitas de España, y de sus lejanos y vastos dominios, hasta entonces tierra prometida de los Compañeros de Jesús.

Juzgue el lector; de 22.787 jesuitas que había en el mundo, en el momento de suprimir la Compañía, 5.014 existían en los dominios españoles: de las treinta y nueve provincias en que se dividía el imperio jesuítico, seis [222] eran españolas, y había en ellas 359 de sus 1.365 casas.

Grande fue la admiración que en todo el mundo produjo la medida de Carlos III, y el modo de llevarla a cabo. Español había sido el fundador de la Compañía, y también lo fueron la mayor parte de los primeros jesuitas, y durante más de doscientos años la política jesuítica fue la de los reyes españoles. Según las declaraciones de los jesuitas, las riquezas que la Compañía poseía en España y en sus colonias, antes de la persecución, excedían a las que tenían en los otros países. Todas les fueron confiscadas.

II.

A continuación reproduzco un relato histórico de la expulsión de los jesuitas en Madrid y en las provincias:

«Era la noche del 31 de Marzo de 1767. A más de las doce de ella, y cuando todo era silencio en la capital de España, los alcaldes de corte, vestidos de toga, acompañados de los ministros de justicia, y seguido cada uno de una fuerte escolta de tropa, se encaminaban por distintas calles de Madrid, a las seis casas que tenía en esta corte la Compañía de Jesús. Llegados que fueron a cada uno de [223] aquellos edificios, llamaron e intimaron al portero, que avisase al rector, que tenían que hablarle de orden del rey. Presentando el rector de cada casa al respectivo magistrado, porque esto acontecía simultáneamente en todos los colegios de jesuitas, recibió la orden de despertar y hacer levantar la comunidad, y que se reunieran en la sala capitular sus individuos.

»Entretanto pusiéronse centinelas dobles en la puerta de la calle y en la del campanario, con orden de no permitir comunicación ni dejar subir a tocar las campanas, y de arrestar al que lo intentase, fuese religioso o seglar.

»Verificado esto, mandóseles salir a la calle, donde se hallaban dispuestos los carruajes necesarios; sin detención fueron colocados cuatro religiosos en cada coche, y dos en cada calesa, y unos tras otros, custodiados por caballería, partieron camino de Getafe, donde se habían preparado alojamiento. Esperábales allí un comisionado que con arreglo a sus instrucciones, sólo les permitió descansar un día, y al siguiente, divididos los jesuitas en dos bandas iguales, cada una de las cuales nombró un superior para que se entendiera en todo con el director del viaje, salieron para Cartagena, [224] escoltados por dos partidas de caballería, precediendo medio día la una a la otra, de forma, que donde la una comía la otra pernoctaba.

»Al mismo tiempo que en Madrid, con la misma reserva y misterio, con las propias o semejantes precauciones y formalidades, y con diferencia de un día, se ejecutaba la expulsión en todas las casas profesas, establecidas en 118 poblaciones, y en algunas de las cuales tenían varios colegios.

»Si bien la operación se hizo a altas horas de la noche, y con el sigilo que hemos indicado, en muchas poblaciones no pudo dejar de advertirse, por el movimiento de las tropas, y por la llegada de los comisionados, que se tomaba alguna providencia seria con los jesuitas; mas no pudo saberse cuál era hasta el día siguiente, en que se publicó esta pragmática:

«Don Carlos, por la gracia de Dios, rey de Castilla, &c.:

»Sabed: Que habiéndome conformado con el parecer de mi Consejo real, en el extraordinario que se celebró, con motivo de las resultas de las ocurrencias pasadas (los motines, sediciones y tumultos de Madrid, Cuenca, Azcoitia, Zaragoza y otras poblaciones de Aragón, Navarra y Andalucía), en consulta de 29 de Enero próximo pasado, y de lo que [225] sobre ella, conviniendo en el dictamen, me han expuesto personas del más elevado carácter y acreditada experiencia; estimulado de gravísimas causas, relativas a la obligación en que me hallo constituido de mantener en subordinación, tranquilidad y justicia a mis pueblos, y otras urgentes, justas y necesarias, que reservo en mi real ánimo: usando de la suprema autoridad económica que el Todopoderoso ha depositado en mis manos, para la protección de mis vasallos y respeto de mi corona, he venido en mandar extrañar de mis dominios de España, Indias, e islas Filipinas, y demás adyacentes, a los regulares de la Compañía, así sacerdotes como coadjutores o legos, que hayan hecho la primera profesión, y a los novicios que quisieran seguirles; y que se ocupen todas las temporalidades de la Compañía en mis dominios; y para su ejecución uniforme en todos ellos, he dado plena y privativa comisión y autoridad al conde de Aranda, presidente de Consejo, con facultad de proceder desde luego a tomar las facultades correspondientes.»

III.

No hubo autoridad que faltara a su deber. [226] Los oficios por ellas recibidos estaban cerrados con tres sellos, y decían en el sobre:

«Bajo pena de muerte, no abriréis este pliego hasta el 2 de Abril por la tarde.»

La orden contenida en el pliego decía:

«Os revisto de toda mi autoridad y poder real, para que en el acto os presentéis con fuerza armada en la casa de la Compañía de Jesús, y conduzcáis a los jesuitas prisioneros al puerto indicado en el término de veinticuatro horas, donde se embarcarán en los buques que les están destinados. En el momento de la ejecución pondréis sellos en los archivos de la casa y en los papeles de los individuos, sin permitir a ninguno llevar otra cosa más que los libros de oraciones y la ropa necesaria para la travesía. Si quedase un solo jesuita, aunque esté enfermo o moribundo, seréis castigado de muerte. Yo, EL REY.»

El 14 de Abril de 1767 el ministro Roda escribía a su agente en Roma D. Nicolás de Azara:

«Al fin concluyó la operación en todas las casas de la Compañía, y según sabemos, están en camino para los puertos de embarque. ¡Allá os mandamos esa buena mercancía!...

»Los gordos, las mujeres y los necios [227] estaban muy apasionados de esas gentes, y no dejan de importunarnos por ellas;... efectos de su ceguera.

»Los jesuitas se habían apoderado de los tribunales, de los conventos de religiosos y de religiosas, de las casas de los grandes y de los ministros; de suerte que lo oprimían todo, dominaban a las conciencias y dominaban a España.»

«Dicen que no son mis vasallos, sino de su General y del Papa, pues allá se los mando;» esto dijo el rey; pero el Papa y el General de los jesuitas, más crueles que Carlos III, no quisieron recibir a sus vasallos y decididos campeones, y al llegar a Civita-Vechia los buques que los conducían, los soldados del Papa emprendieron a cañonazos con ellos...

¿Y cuál fue la razón con que luego quiso el Papa justificar su ingratitud e inaudita crueldad para con aquellos fieles vasallos? Pues no fue otra que la de no poder mantener tanta gente en Roma. Sobre ser odioso, este pretexto era falso, porque el gobierno español había concedido una pensión anual vitalicia de 500 pesetas a cada jesuita.

La República de Génova tampoco permitió desembarcar a los jesuitas españoles, y por último, después de algunos meses de embarcados, pudieron pisar tierra en la isla de [228] Córcega; pero ni aun allí permanecieron mucho tiempo, porque antes que pasaran dos años, la isla fue vendida por los genoveses al rey de Francia, quien no les consintió permanecer en ella.

IV.

Nadie hubo en España que protestara en ninguna forma contra la expulsión de los jesuitas; pero en cambio, fueron generales las manifestaciones de alegría.

No pocos prelados aplaudieron la expulsión de los jesuitas.

«Lauro inmortal de Carlos III, escribía el obispo de Zamora, será en los venideros siglos la expulsión de los jesuitas, obra reservada por Dios al espíritu de este gran rey, como la expulsión de los moros a sus augustos antepasados.»

No menos contundente era el obispo de Segorbe, que decía:

«El jesuitismo es una institución que parece sólo enderezada a extirpar la doctrina evangélica, destronar a los reyes, y dominar al mundo, aun a costa de abandonar la fe divina y humana.»

Un anciano venerable, el obispo de Mondoñedo, felicitaba en estos términos al rey:

«Protestando ante el rey y ante Dios, cuya [229] imagen crucificada tengo a la vista, no decir cosa que no juzgare verdadera, y obrar sin pasión alguna, como próximo por mis años a comparecer ante el Tribunal divino, envío mil veces las gracias a mi soberano, por el extrañamiento de los jesuitas, a fin de lograr la tranquilidad de los pueblos y vasallos, la conservación de la pureza de la fe, piedad y religión, pues a todas estas felicidades se oponen las ideas y política de los expulsados.»

Muchas páginas pudiéramos llenar, a tener espacio para ello, con textos semejantes a los precedentes, emanados del alto clero español; pero vamos a terminar citando un párrafo del arzobispo de Zaragoza, escrito a propósito de la petición dirigida por el rey al Papa, para que éste suprimiera la Compañía de Jesús.

«Por la paz de la Iglesia, por el bien de la República, por la tranquilidad de los pueblos, por la felicidad del Estado, y por la seguridad de la preciosa vida de las sagradas personas de los soberanos, juzgo que se hallaba Carlos III, en la obligación y el caso preciso, de pedir a la Santa Sede la extinción y abolición total de los jesuitas, quienes han incurrido en la nota de infamia pública a causa de desórdenes.»


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Fernando Garrido
¡Pobres jesuitas!
Madrid 1881, páginas 221-229