Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

La instrucción pública
Como una de las bases de la reconstitución nacional
La Escuela Moderna, mayo 1905

Fue publicado anteriormente en El Profesorado, revista granadina, pero el número correspondiente no se conserva; fue reproducido también en La educación contemporánea, de Málaga. (N. del E.)

 

Dos palabras que expliquen el título de este artículo y su latitud excesiva como trabajo periodístico corriente: Yo leo pocos periódicos y no los leo todos los días, omisión que me impidió enterarme del concurso de El Imparcial sobre Bases de reconstitución, con diferentes temas, el primero de los cuales es Instrucción pública, hasta muy pocos días antes de terminarse el plazo de admisión de los trabajos.

No obstante carecer de pretensión alguna sobre el resultado de certámenes de importancia tan grande como este de El Imparcial, en donde el concursante de menos mérito entre los no premiados ha de tener mayor competencia técnica y más claras luces que el modestísimo autor de este escrito, el tema Instrucción pública me sugestionó hasta el punto de hacerme prescindir del conocimiento de mi propia deficiencia y, aunque sin esperanza, ni remota, sobre una distinción imposible –porque no me olvidé de mis cualidades negativas, sino que prescindí solamente de ellas, –impulsado por una verdadera sugestión, me puse a escribir lo que a continuación leerá el que leyere.

Hubiera, pues, remitido al concurso estas cuartillas, si las hubiese terminado –mejor dicho, sacado de borrador– a tiempo. Mas pasó éste, y acordándome de la elevada tribuna pedagógica que se llama LA ESCUELA MODERNA, a su ilustre director me he dirigido en pretensión de que me deje ascender una vez más, y por algún tiempo más que otras veces, a tan alto sitio.

* * *

¿Puede ser la instrucción pública medio eficaz para la reconstitución de un país?

¿Y cómo puede serlo? ¿Extendiéndola a todos en la mayor cantidad posible, o cualificándola e intensificándola en algunos?

* * *

La ciencia para todos y aun el saber elemental y primario como verdadero saber, es un ideal inasequible en lo presente, aunque los tratados de Pedagogía y la literatura pedagógico-sentimental hagan entender lo contrario.

Estamos en un período que pudiera llamarse de romanticismo pedagógico, de guerra a las formas y al contenido clásico– a la manera de enseñar y a lo que se enseñaba en lo pasado– y de fe intensa, ardiente, sencilla, en la eficacia de la educación nueva, en la universalidad posible de la nueva cultura, tan general, tan práctica y tan razonada al mismo tiempo: es la fe de todos los comienzos, de todas las infancias; es la fe entusiasta, delirante, de las religiones en flor, de las escuelas en donde se escucha todavía el eco de las palabras del maestro, de los partidos que no han acabado de contar el número de sus fieles, de las verdades luminosas que comienzan a pasar del reducido santuario en que un genial sacerdote la descubriera y revelara ante sus iguales a los abiertos espacios del atrio público; de las artes que resucitan, mientras se van levantando con gallarda energía de entre los escombros en que las soterrara la barbarie y mientras las Horas retroceden a desteñirles el sudario que Cronos, equivocado, dejara caer sobre sus formas inmortales... fe necesaria al progreso, como a la vida es necesaria la juventud. Sin ella no se trasladarían, no ya las montañas, los granos de arena que obstruyen el camino del humano progreso. Pero también la fe debe aquilatarse con la contradicción, condicionarse por la realidad. Hay que prevenirse contra la ligereza de los ensueños de oro...

Se olvidan los que de la educación y la instrucción se ocupan hoy, quizá por ese espíritu de adulación al público, tan extendido, de la grande, de la enorme diferencia de capacidades inteligentes, de la inconmensurable distancia espiritual que media entre los individuos de una misma edad, raza y pueblo; distancia que es, indudablemente, mayor que la que separa, no ya a los individuos inferiores de una raza superior, de los superiores de otra inferior, sino a términos más alejados de las escalas respectivas.

Y si los indicados tratadistas no se olvidan del todo de la triste variedad de que nos ocupamos, si aluden, como a veces no pueden por menos, a esas diferencias, lo hacen ligeramente, como si pudieran ser neutralizadas por los métodos de educación y de enseñanza; olvidándose de quod natura non dat..., y sin querer deducir, por lo tanto, las naturales, inevitables consecuencias.

Y no hay peor cosa en la vida intelectual y moral que dejar de repetir lo que parece ser de opinión común indiscutible, lo evidente, hasta lo axiomático. Lo «olvidado de puro sabido» resulta casi tan olvidado como lo no sabido. Y una de esas verdades de experiencia, casi olvidadas, es la de que solamente una escasa minoría de hombres tiene capacidad para el estudio.

El aprender es una especie de combinación entre las ideas del maestro y del alumno, o entre los hechos observados y las ideas anteriores que puedan relacionarse con el mismo. Así, cuando en un cerebro no hay la suficiente actividad previa, cuando el alumno no tiene nada que combinar, no aprende, o aprende sólo de memoria. Todas las explicaciones y ejemplos no son bastantes a enterarlo. Claro es que esto no puede referirse a la representación de cosas o hechos singulares; pero el saber científico, cualquiera que él sea en cantidad, es siempre general y abstracto.

Tampoco consiste el saber en la mera comprensión verbal de cláusulas gramaticales compuestas de términos definidos, porque saber que no se relaciona, que no se modifica, que no tiene aplicaciones, internas o externas, no es saber, aunque algunas veces lo parezca.

Puede darse, en efecto, un grupo dicente que haya estudiado y aprendido un programa de enseñanza, y resultar ésta, sin embargo, mecanizada en la mayoría de los alumnos, aunque el profesor no haya seguido, ni con mucho, los justamente denigrados procedimientos mecánicos, de pura memoria, o, a lo sumo, de mera comprensión verbal, que tan en práctica han estado durante siglos, y que todavía colean por esos o por estos rincones del mundo; así como para las inteligencias privilegiadas de aquellos siglos no había enseñanza mecánica. Ellos la desmecanizaban, la hacían dinámica, orgánica y biológica y... divina. Pues bien: lo que aprenden o parece que aprenden esos que no tienen aptitudes para el estudio, no les sirve a ellos ni a nadie de nada, o sirve a todos de muy poco, o bien, perjudica a los demás, si los tales ostentan apariencias de un saber excelso, o a ellos mismos, finalmente, si hasta las apariencias faltan. Terminada la carrera y obtenido el título, sirven los mejores de estos, o parece que sirven para algo. Son capaces de obtener un empleo, de ocupar un destino por oposición, y hasta de firmar una nómina. Pero ¡qué escasamente contribuyen al bien público! ¡qué nula es su influencia en el progreso general! ¡qué poco devuelven de lo que han consumido y consumen!

Y no me refiero a que no se les deba inventos notables, a que no diluciden teorías científicas importantes, a que no sientan, robustezcan o confirmen hipótesis fecundas, no. Es que hasta su oficio lo desempeñan, si quizá irreprochablemente en la forma, con absoluto vacío en el fondo, con nula eficacia en los resultados. Esclavos de lo exterior –reglamentos, órdenes, costumbres, –sin espontaneidad que vivifique esas formas vacías, son como máquinas docilísimas que la fatalidad gobierna y que a la nada rinden su trabajo; máquinas de contar un tiempo sordo, de medir un espacio vacío.

Y estamos hablando en la hipótesis –falsa, a nuestro juicio– de que haya un gran número de facultativos y profesionales que estudiaron cuanto y tan bien como su capacidad les permitió, que han retenido, aunque estadizas, las enseñanzas cursadas y que saben y quieren cumplir con la letra siquiera de las prescripciones legales referentes a sus respectivas profesiones; y todos sabemos que aun esto abunda poco, muy poco. Lo que suele ocurrir es que ni comprendieron lo que estudiaron, ni han retenido lo que de memoria aprendieron, ni saben aplicar lo que han retenido. ¿Es culpa de la enseñanza, o de los enseñados?

La crítica pedagógica corriente contesta iracunda: «De la enseñanza, de la organización de la enseñanza, y de los Profesores, y de sus libros de texto, y del Consejo de Instrucción pública, y del Ministro, y de las Cámaras legisladoras y hasta de los bedeles de la Universidad».

Y nosotros creemos que no es eso, que, al menos, no es eso solo ni siempre. Afirmamos rotundamente que en la enseñanza los factores decisivos son el alumno y el maestro, y que todos los demás juntos no son sino ligeros modificantes, excepto uno, de gran importancia, el tiempo, o, mejor dicho, la relación entre el tiempo y la cantidad de estudios.

Y uno de los males de nuestra enseñanza pública es el temor a aumentar los años de estudio. De ahí el exceso de asignaturas en los cursos y de lecciones en cada asignatura. La vida moderna, que no nos ha penetrado en sus fecundas virtudes, ni en sus esplendentes manifestaciones, nos ha seducido por lo que más hiere nuestra fantasía, halagando el bajo egoísmo propio de la incultura y nuestra nativa pereza. El positivismo práctico, que en otros países está aumentando prodigiosamente la riqueza pública y el bienestar de cada uno, sin aniquilar por eso las diversas religiones de lo ideal que se agrupan bajo los nombres de filosofía y arte, está haciendo estragos en nuestra mentalidad y en la conducta privada de muchos, con sus lógicas derivaciones en la opinión pública sobre los asuntos generales, sin que pueda dar los frutos que al combinarse con otros elementos de que carecemos, sería dable esperar de él, siquiera como atenuante de sí propio, o como mal menor entre todos que quizá nos amenazan. Y una de las manifestaciones del positivismo práctico que más nos han caído en gracia es eso de que «tiempo es oro», aunque no, por la gracia, aprovechemos el tiempo ni veamos el oro. La cuestión es repetir mucho la famosa sentencia para darnos aires de hombres prácticos y modernos, que están en el secreto –¡en el gran secreto de cómo se ha de vivir!– Y con decirlo solamente, y decirlo, como no podemos por menos, dentro de nuestra manera de ser, se logra solamente quitar tiempo, impedir que se invierta el tiempo que es necesario para realizar las grandes obras, individuales o colectivas, las cuales son siempre el resultado final de un trabajo persistente. No hay un alumbramiento sin gestación, tanto más larga y laboriosa cuanto más perfecto es el organismo que ha de ver la luz.

Tengan en cuenta los partidarios de los estudios cortos, que en Alemania, pueblo hoy quizá el más industrial de Europa, cuyo comercio compite con el inglés, al que amenaza, y cuya industria fabril ha vencido a la francesa en la propia Francia, es el país del mundo en donde los estudios oficiales son más largos.

Cierto que en Inglaterra se exigen pocos estudios para obtener un título. Pero es que los ingleses, aparte su mayor voluntad para estudiar lo que necesitan, sin que la ley se lo pida, y aparte su sentido práctico, que puede suplir la falta de teorías, tienen grandes facilidades para vivir –y extendemos la palabra vivir al vivir intelectual– con la prodigiosa extensión de su nacionalidad y las energías acumuladas en su industria y su comercio, que protege el poderío del Estado; y por la riqueza circulante que de esto se deriva, aplicable en parte a satisfacer las exigencias económicas del progreso científico. Además, ¿por qué los hombres más notables de Inglaterra no son universitarios, como en Alemania? ¿Por qué el más elevado e intenso cultivo de la ciencia se realiza en Inglaterra fuera de las Universidades?

Nosotros no tendríamos perdón si quisiéramos imitarlos en eso de los estudios académicos muy cortos, lo que no deja de ser una deficiencia, hágalo quien lo haga. Haciéndolo nosotros, dada nuestra idiosincrasia nacional, harto conocida, y el vicio moral endémico, que quizá sea una manifestación de aquella, de estimar las leyes y reglamentos como ideales irrealizables, o como teorías abstractas cuya adecuación con la realidad no precisa más que según la letra, o como expresión de «buenas intenciones» para empedrar el infierno de la existencia nacional, haciéndolo nosotros, decíamos, sería cosa de celebrar luego una Exposición Internacional Universitaria, en la que se hubiere de premiar lo contrario de lo que en las demás exposiciones, en donde se premiara lo pésimo.

Y si no en la Universidad, ¿dónde se iban a formar aquí los sálicos y hombres verdaderamente ilustrados que nos hacen falta, que necesita España para reconstituirse? ¿Con qué Centros, con qué material científico, con qué Bibliotecas abastecidas de lo selecto de última hora, con qué Profesores libres contamos para dejar abandonada a la iniciativa particular que, en nosotros, es la nada, o es el caos, una condición tan importante de la vida nacional?

Nosotros vamos a comenzar a reconstituirnos.

Llevamos mucho retraso ante la Europa culta; la ciencia ha tenido apenas, durante varios siglos, cultivadores en nuestro país, ni tiene hoy organismos adecuados a su cultivo, ni pluralidades de personas a él dedicadas, existiendo únicamente excelsos cultivadores solitarios, especie de abanderados sin legiones. Y la ciencia es el porvenir. El tiempo, o la supervivencia, será de los pueblos más sabios.

Debemos, al intentar reconstituir la instrucción pública, escoger, primero, los materiales que han de constituir más tarde los elementos activos del progreso de las instituciones que ahora se creen o modifiquen, desechando severamente, impiamente, a los que no sirvan, y acondicionar luego a los escogidos, dotándolos de la potencia científica requerida por el estado del saber en el mundo; teniendo en cuenta que debemos correr, mientras el mundo anda, o volar, mientras el mundo corre. Nuestro retraso no puede suprimirse sino rellenando el tiempo con trabajo intenso, poblando el espacio de labor selecta; corriendo, sin saltos «contra naturam», por el vacío que nos separa de los grandes pueblos, y llenándolo con los ecos de nuestro verbo, con las semillas de nuestro espíritu, para que sea obra continua, fecunda e indestructible la que hagamos, y al pisar en la tierra firme del nuevo mundo, tengamos fuerzas para desplegar nuestra bandera, y bandera que desplegar con nuestras fuerzas.

Y como nada hay diferente, como lo que no es útil es perjudicial, y lo que no es bueno es malo –«quien no está conmigo, contra mí está»,– pues tierra que no produce, máquina que no funciona, nervio que no vibra, individuo que no trabaja, maestro que no enseña, estadista que no gobierna, artista que no crea, sabio oficial que no sabe son perjudiciales, porque las funciones que deben realizar y no realizan son necesarias en mayor o menor grado, no es indiferente nunca, no sería indiferente, aunque no estuviésemos tan atrasados que hubiera de todo, bueno y malo, en las profesiones intelectuales.

Y no se diga que el público o el estado, según los casos, seleccionan luego, y el inútil se queda sin destino público, sin empleo particular o sin clientela porque... ¿son rechazadas invariablemente por doquiera las monedas falsas? ¿No es, además, una crueldad inútil –la más estúpida y la más cruel de las crueldades– el dejar que un hombre pierda tiempo y dinero, aprobándole uno tras otro los estudios que la ley exige para obtener un título y dejarlo luego a la luna de Valencia? ¿Es eso serio, humano, ni conveniente para el propio autor de la mala pasada?

La sociedad, grande autora de esas malas pasadas, porque del espíritu social se derivan, así los planes de estudios dificultosos y deficientes al propio tiempo, como la benevolencia de los tribunales de examen y la... más y menos benevolencia de los de oposiciones, sufre luego la sanción de su falta en forma de plaga de licenciados y profesores inútiles, improductores de cosa alguna, perturbadores de la buena marcha de la Administración en lo respectivo a proveerse de personal apto para las múltiples funciones que le son propias, carga de las familias, molestia del público, carcoma de la política; condenados a perpetua ruina, si no han podido causar la de los demás.

Al propio tiempo que se fuera practicando la selección, debiera darse la enseñanza en forma y manera tales, que el total contenido de cada disciplina fuera perfectamente comprendido, practicado y asimilado por los alumnos, que deberían ser colaboradores con el profesor en la obra de la investigación y exposición científica, sin que por tal título de colaboradores fueran a ser considerados tales efectivamente todos los alumnos, los que realizaren y los que no realizaren semejante colaboración; pues habría que rechazar sin contemplaciones a cuantos no demostraren aptitud.

Dos palabras sobre el Bachillerato, manzana de la discordia en Instrucción pública.

El sistema inglés, que consiste en no tener ninguno, ingresando los alumnos de las escuelas libres en la Universidad mediante un examen sobre los conocimientos peparatorios, nos parece, por ahora al menos, un poco atrevido; mejor dicho, inconveniente para España.

Ni el sistema, propio del Gimnasio alemán, de humanidades a todo pasto y para cuantos han de ingresar en las facultades, nos parece aceptable, ni los estudios opuestos de las Escuelas reales, sin un átomo de humanismo, ni tampoco el sistema de bifurcación francés partiendo de un endeble tronco de enseñanza general, ni el instituto enciclopédido español.

La enseñanza secundaria compuesta solamente de letras –en los Gimnasios alemanes se cursan bastantes ciencias; y si allí dicen que no preparan bien esos centros para los estudios de las facultades científicas, será por el descuido con que se darán en los Gimnasios tales materias– o la enseñanza secundaria compuesta sólo de ciencias y de lenguas modernas, como en los Realschulen –cuyos discípulos nunca han sido admitidos sin otra preparación complementaria en las facultades– nos parece una enormidad. Así como no debemos alimentarnos sólo con carne, así tampoco debemos llenar el cerebro con sólo fórmulas, esquemas y datos científicos. La ciencia sola, exclusiva –¡Oh paradojas de lo real!– seguramente embrutece; así como las letras, con exclusión de toda ciencia, aligeran tanto el espíritu, tanto lo adelgazan y evaporan, que lo vuelven tonto de remate.

Cierto que tales exclusiones no son posibles en absoluto nunca. La misma poesía de la vida, las obras de arte que se ven por doquiera, la belleza infinita y siempre varia de la Naturaleza, que se mete por los ojos y penetra por los oídos y domina las almas más toscas, o más frías, sin contar con la belleza de estilo que puedan tener y que de hecho tienen muchas obras científicas, hacen que nunca el intelecto de ciencia sea intelecto de ciencia pura y nada más, lo cual no sería un intelecto de hombre, y no hay cosa alguna, ni aun la ciencia, que pueda volcar la naturaleza de otra, aunque esta otra sea el hombre. Como tampoco el literato puede ignorar, aunque aquí es más posible la inhibición en las cuestiones del otro lado, ciertas verdades científicas. Esto, sin contar con que en la ciencia hay belleza y arte, y hay verdad y ciencia en la literatura; más belleza en la ciencia y más verdad en la literatura, cuanto más dominen respectivamente en un cerebro, cuanto más tiendan a constituirse en idea fija.

Y en el mecanismo del estudio tampoco es posible una separación completa de lo que, por tener un origen común, el espíritu humano, ha de expresar siempre la unidad del mismo en toda la variedad de sus aplicaciones.

Pero sin llegar a lo imposible de que se pueda estudiar las materias científicas o literarias exclusivamente, cerrando el espíritu a todo lo demás, es lo cierto que la preponderancia excesiva de unas sobre otras disciplinas –estudiar metódicamente sólo ciencias, dejando lo demás sin otra esfera de adquisición que las lecturas y conversaciones, o sólo humanidades con la cantidad de ciencia en ellas diluidas, –la preponderancia excesiva de unas u otras disciplinas en la preparación de las facultades, que son, por naturaleza, todo lo exclusivas que pueden ser, pues en la de Medicina no se va a cursar literatura griega, ni cálculo integral en lenguas, es un mal.

Pero también es un mal, y no leve, intentar -porque como realizarse no se realiza casi nunca– que todos los muchachos que cursan el Bachillerato, aun estando dotados de buena inteligencia, se preparen bien al propio tiempo, lo mismo para ingresar en la Facultad de Ciencias Exactas, como en las de Filosofía o Derecho. Esto intenta el Bachillerato español, y por ello sólo es un pésimo Bachillerato.

No; salvo los genios universales, es muy raro que el que sirve para estudiar Matemáticas sirva también para estudiar Derecho, o viceversa. A quien le agrada la Geometría suele detestar la Psicología racional, y al revés; al aficionado a Historia o Retórica, le hacen muy poca gracia las clasificaciones de las Ciencias Naturales. Y lo que no agrada no se aprende, o se aprende muy poco de ello; lo que desagrada menos, o por lo que por ser corto y sencillo, no puede repugnar.

Pero si no debemos adoptar en la preparación a los estudios superiores ni el predominio de las letras, ni el de las ciencias, ni Institutos de Ciencias e Institutos de Letras, ni la mezcla en proporciones casi iguales en ambos grupos de enseñanza, ni la bifurcación con base raquítica, ¿qué hacer entonces? ¿acogerse al sistema menos malo?

Proponemos el siguiente, sin hacer preámbulo alguno, para el que no hay espacio:

Seis cursos de enseñanza enciclopédica, que consistiría en:

Lengua Castellana con ejercicios de composición vulgar: tres cursos en orden cíclico.
Preceptiva Literaria y Literatura Española, con ejercicios de composición literaria en prosa (o en verso, a elección del alumno): dos cursos en orden cíclico.
Historia de España: tres cursos en orden cíclico.
Historia Universal: dos id. id.
Geografía especial de España: tres id. id.
Geografía general especialmente descriptiva: dos id. id.
Ciencias físicas y naturales: cinco id. id.
Ciencias matemáticas: cinco id. id.

Y en el último curso:

Cosmografía y física del Globo (nociones).
Lógica.
Antropología, acentuando la parte fisio, psico y sociológica y dejando no más que delineadas la etnología y etnografía, aunque exponiendo la asignatura con el carácter de unidad que supone su moderno concepto de «Historia natural del hombre».
Pedagogía, o teoría de la educación.
Historia de los grandes inventos.
Agricultura e Industria y Comercio.

Se daría, además, en todos los cursos francés, dibujo y gimnasia, con pocas clases semanales para no sobrecargar el número de éstas y habida consideración también a que serían las asignaturas de mayor número de cursos.

Inútil nos parece advertir que la Historia de España y la Universal habrían de ser sintéticas y a la moderna, atendiendo más al desarrollo de la humanidad en el tiempo que a los cambios políticos y los hechos militares; que los estudios de ciencias físicas deberían ser muy sustanciosos, muy prácticos y en donde la memoria de palabras interviniera lo menos posible, y que todos los estudios, en fin, habían de ser compendiosos, estrictamente elementales, procurándose por todos los medios que los alumnos aprendieran bien lo poco que en tan escaso tiempo y con su temprana edad habían de poder estudiar.

La organización de estos centros, parecida a la de las escuelas primarias: una especie de escuelas primarias superiores graduadas, con los maestros necesarios en cada grado, y ninguno más, a fin de que, estando en contacto con los alumnos el mayor tiempo posible y conociéndolos mejor, pudiera existir entre unos y otros esa compenetración espiritual tan deseada para la enseñanza no primaria, continuándose por tal manera la educación del alumno.

Y bien pudiera y debiera extraerse estos profesores de la clase de maestros normales para todos los cursos, excepto el último. Debería, he dicho, porque a más de suponerlos con suficiencia para el caso, poseen ellos más espíritu y conocimientos pedagógicos que los demás profesores.

El tránsito de la Escuela primaria al Instituto o a las Escuelas profesionales sería la primera y quizá más importante operación selectiva, que debería verificarse mediante el doble procedimiento de atracción de los individuos capaces y de repulsión de los ineptos para el estudio, o poco preparados todavía para comenzar los propios del Instituto.

Para la repulsión no conocemos otro medio que rigurosos exámenes de ingreso.

El procedimiento de atracción no podría consistir en otra cosa que en la fundación de plazas gratuitas de alumnos internos para los niños pobres y aventajados, previa la completa universalidad de la instrucción primaria gratuita y obligatoria, a fin de que ningún cerebro privilegiado dejara de rendir su fruto, a fin de no desperdiciar ninguna energía útil para el engrandecimiento nacional, aparte el derecho indiscutible del niño –de todo niño– a que se le prepare para la vida por medio de la educación y la enseñanza indispensables.

El número de estas plazas no habría de ser en manera alguna exiguo, por la propia razón que acabamos de exponer en favor de la enseñanza universal.

El paso de los alumnos de unos cursos a otros, cuando los profesores los creyeran enterados del en que estuvieren cursando, sin nada que se pareciera a un examen de momento, sino por virtud del examen constante a que habrían de estar sometidos desde su ingreso en la escuela. Mas habría, naturalmente, un tiempo mínimo para cada curso y alumno, que podría ser el de seis meses, con ciento treinta días lectivos como minimum.

El sistema de enseñanza, cíclico en todo lo posible, según hemos indicado.

El régimen escolar, el internado de los alumnos no residentes en la población en que el Instituto radicare y el medio internado de los residentes.

Y como hace falta difundir la cultura por cuantos cerebros sean capaces de apropiársela, y como hay muchos padres de familia que desean dar a sus hijos un suplemento de instrucción elemental para la vida, no como preparación de carrera alguna, debería crearse en cada población de más de diez mil almas una Escuela superior o Instituto primario.

Y luego, la bifurcación del Bachillerato. El que pensara cursar Medicina, Farmacia, Ciencias, ingresaría en el Instituto preparatorio de Ciencias o Instituto secundario, Sección de Ciencias o como quisiere llamársele, en donde se estudiaría más ciencias exactas y físicas que hoy en los generales y técnicos, y alemán e inglés.

Y el que fuere a cursar Derecho o una de las ramas en que con buen acuerdo se ha dividido la antigua facultad de Filosofía y Letras, aprendería griego y latín, bastante latín y bastante griego, y de ciencias filosóficas y sociales lo que se estimare prudente, habida consideración a que luego habrían de ampliar los alumnos algunos de estos estudios, según la facultad en que ingresaren.

Y así como en la Escuela superior habría de ser la enseñanza extensiva –lo fundamental de todo– en estos cursos paralelos de los Institutos especiales, debería intensificarse la enseñanza, preparando la especialización que de consuno imponen la grandiosa copia de disciplinas, cada una de ellas más rica de día en día, la vocación de los estudiantes, que ya se habría manifestado en los anteriores estudios y la necesidad de hacernos en nuestra patria de sobresalientes especialistas.

Mas al propio tiempo, y para no romper artificiosamente lo que en el fondo es uno, para no dejar ocultas las múltiples relaciones que se desprenden de cada ciencia para armonizarse con las demás, no obstante los caracteres diferenciales de cada una, debería acentuarse en este grado de la enseñanza, no sólo las relaciones teóricas, esquemáticas, entre unas y otras ciencias, sino puntos comunes en cuanto a la materia, aunque diferenciados en cuanto al criterio; haciendo entrar al estudiante de Antropología, v. gr., en el campo de la Sociología, la Historia, el Derecho y la Educación, y al de Ciencias filosóficas en todas las demás, apoyándose los elementos enseñantes –profesores y libros– de estos grados en el saber previo de los enseñandos, recordando y hasta ampliando también en cada asignatura lo que fuere necesario de las demás, tendiéndose, por tal modo, a unificar, a reconstruir sintéticamente lo que en la realidad es uno –lo objetivo, aunque necesariamente dividido por el análisis que el conocer implica. La especialización no consiste, no puede consistir cuando se verifica en un cerebro y, por tanto, no debe consistir en la enseñanza –medio para aquel fin,– en estudiar una sola rama de conocimientos, prescindiendo completamente de las demás; sería lo mismo que si intentásemos robustecer una parte de nuestro organismo físico, los brazos, por ejemplo, y los amputásemos para infundirlos en un líquido nutritivo que, claro está, no los nutriría.

La especialización consiste en establecer centros relacionados entre sí –un centro, a ser posible– de asociación de ideas, que se acusarán tanto más cuanta mayor sea la riqueza de ideas asociadas.

La cuestión consiste solamente, ya que no es infinito el número de ideas científicas que pueda almacenar un cerebro, en suministrar a este los materiales de asociación más calificados, más importantes. Deben ser, pues, ora grandes síntesis, ora hechos muy generales los que hayan de incluirse de unos grupos de conocimientos en otros grupos; sin que tampoco se expongan tan escueta y sucintamente que vayan a quedar en la conciencia del alumno como letra muerta, como arca cerrada, como elementos en suma, de escasa o nula penetrabilidad por los demás que en la inteligencia pululen.

La máxima especialización, aunque sin abandonar nunca el criterio acabado de exponer, vendría naturalmente en las facultades universitarias, las cuales, a nuestro juicio, deberían dividirse en dos o más cada una, al menos para la preparación de los Profesorados respectivos.

Con el sistema que ligeramente hemos bosquejado de enseñanza secundaria se concilian los inconvenientes de todos los sistemas.

Cierto que el alumno poco apto para Matemáticas, por ejemplo, se vería precisado a estudiarlas en la Escuela superior. Pero estudiaría sus elementos, nada más, y los estudiaría clara y concienzudamente; los estudiaría también en la comunicación íntima y casi constante con los maestros, que supone el régimen que hemos indicado. La repugnancia para una suerte de estudios no suele iniciarse sino cuando el estudiante se ve obligado a ingerir en frío, a estilo burocrático, gran cantidad de ellos. Las inteligencias claras pueden aprender bien los elementos de todas las ciencias. Así se observa en las escuelas primarias que los alumnos de mayor riqueza intelectual están adelantados en todas las asignaturas, aunque sobresalgan más en alguna. La diferenciación suele venir más tarde.

También se verificaría una más perfecta división del trabajo desde la bifurcación, desbrozándose los respectivos bachilleratos de estudios que no son necesarios, que roban tiempo del que debieran disponer los requeridos por las propias aptitudes de cada estudiante y que restan amor al saber. Malo es que un abogado ignore, como lo ignoran muchos, aunque lo hayan estudiado, los decímetros que tiene un metro cúbico, que sea incapaz de hallar el área de una superficie oblicuoangular y que haya olvidado hasta la ortografía del idioma. ¿Pero es necesario que aprenda y haya de retener teoremas trigonométricos, nociones de mineralogía relativamente extensas, &c., &c.?

Si todo esto se le olvida luego –si es que lo aprendió– al que no ha de seguir por tales caminos ¿a qué hacerle perder el tiempo? Si olvida hasta lo más elemental de lo que no constituye el nervio de su carrera ¿no es mejor hacer porque no olvide eso, lo elemental, en lugar de hacer porque lo olvide todo?

Instrucción primaria.- Muy bien las reformas de La Cierva.

Dejando aparte las bien pensadas variaciones introducidas en la Inspección y en las Normales, la implantación de la enseñanza graduada en todas las escuelas es bastante título a la distinción, más todavía, a la gloria del Ministro que ha echado los cimientos de tan hermosa obra, llevando a la Gaceta de Madrid la orden de su ejecución.

Además de lo prescrito en las reformas del Sr. La Cierva, la acción social, dirigida y auxiliada por las corporaciones docentes y las autoridades administrativas de la enseñanza, debería establecer las instituciones escolares complementarias: cantinas, cajas de ahorros, excursiones, decorado artístico de los locales-escuelas, cuando los haya que merezcan tal nombre, &c.,&c.

Y ahora que el Sr. La Cierva no es Ministro, se nos ocurre defender sus planes. {1} La ocasión no es, creemos nosotros, ni la más inoportuna para lo defendido, ni la menos honrosa para el modestísimo defensor.

Se acusa al Sr. La Cierva de haber infundido en sus planes el espíritu chino: pruebas de suficiencia y oposiciones numerosas.

Pues bien; bueno es un poco de todo, hasta de espíritu chino, para integrar obra tan compleja como la enseñanza. Bueno es el sistema, hoy tan preconizado, de la enseñanza racional y práctica, muy bueno ¿Pero es tal sistema incompatible con las pruebas de aptitud? ¿Se puede demostrar memoria y no se puede demostrar inteligencia en los exámenes y oposiciones? ¿Es acaso imposible establecer, dentro del plan de reformas novísimo, pruebas de suficiencia, que podrían consistir, entre otras cosas, en ejercicios escritos, sin plagiar, en observaciones personales del propio examinando a las doctrinas aceptadas en las cátedras, en explicación de lecciones ante los niños de una escuela, en resolución de problemas prácticos de Pedagogía y, sobre todo, en los resultados de la enseñanza, cuando esos exámenes se verificaran entre maestros colocados, como requisito para el ascenso? ¿Es que no son posibles, repetimos, más que las pruebas de memoria en donde se consagre la rutina, y no las de inteligencia y práctica, en donde se exalte lo racional?

¡La práctica, la práctica, se dice, es lo que sirve!

¡No es mejor maestro el que más sabe!

Nosotros creemos que los cerebros ineptos para la teoría lo son igualmente para la buena práctica, que no puede ser otra que la aplicación de la teoría. ¿Y cómo aplicar lo que no se conoce? Creemos también, por tanto, que el mejor maestro, como el mejor médico y el mejor abogado y el mejor ingeniero, es el que más sabe, si lo que sabe lo sabe bien y si al propio tiempo posee una conciencia aceptable y está regularmente excitado a un trabajo meritorio.

Desterrar por completo toda prueba de suficiencia –exámenes, oposiciones, &c.,– sería anticientífico, pues las facultades superiores humanas que entran en juego para la adquisición y la exposición científicas, la atención voluntaria entre ellas y la primera de ellas, como condición para el ejercicio de las demás, son, como dice Ribot de la acabada de nombrar, «precarias e inestables» y harto desigualmente distribuídas entre los mortales, al menos en el grado suficiente para el asiduo trabajo intelectual.

Y después de colocado, mediante oposición, un maestro, o catedrático ¿es de ley divina o humana que se ha de conservar siempre en las mismas condiciones de aptitud, trabaje o no, estudie o no estudie lo nuevo, repase o no repase lo viejo?

¿Y porqué no probar esto?

En fin, hablemos claro. ¿Deben obtener las plazas de maestros o catedráticos los aspirantes que más sepan o los que sepan menos?

Y después de obtenida la plaza ¿debe ser ésta una canongía apoltronada o un puesto de lucha constante contra la ignorancia, empezando por la propia? La ignorancia es como el frío de las regiones polares: se apodera de todo el no se mueve. Un verdadero sabio que dejara de trabajar veinte años, se convertiría en un verdadero ignorante; con que no siendo sabio... ¿en qué se convertirá uno?

En lo que sí tienen razón los que se quejan del Sr. La Cierva, es en la nueva escala de sueldos de los maestros. Unicamente en este país de los vice-versas puede ocurrírsele a alguien, y a alguien que vale, perjudicar en sus intereses legítimos a funcionarios reconocidamente mal retribuidos; y esto al reformar por primera vez, en esta relación, una ley semi-secular, promulgada cuando el costo de la vida era menor, mucho menor que el momento de la reforma. ¡Cosas de España!

Para terminar.

La reforma de la Instrucción pública en España debe consistir, primero, en la difusión necesaria y apremiante, de la primera enseñanza, difusión que sólo puede lograrse rápidamente implantando las reformas indicadas en este trabajo: aumento del número de escuelas, graduación de las mismas, supresión de interinidades, inspección asidua e ilustrada, erección de buenos edificios para escuelas, cantinas de servicio gratis a los niños pobres, excursiones veraniegas pedagógico-medicinales con los niños anémicos de la infeliz gente que apenas come, y después de esto y arrancando de esto, en la creación de una verdadera aristocracia intelectual que elevara el nivel de la ciencia y la riqueza nacionales; a la cual aristocracia debería asignársele también la misión sagrada de combatir el peligro, ya señalado en Europa, del americanismo, del industrialismo absorbente y desmedido, del positivismo práctico.

En esta aristocracia tendrían los pobres, los humildes, los que padecen hambre y sed de justicia eternas, su apoyo y su guía; que no puede el cerebro ser enemigo del músculo; son ambos, por el contrario, los términos de una síntesis superior, real y viva, que cuando se haga carne, redimirá a la humanidad por siempre de la ignorancia y de la injusticia.

Ideal y realidad debe ser el lema de la cultura.

Fundamos nosotros las almas de Don Quijote y Sancho.

Blas Zambrano

{1} Estos párrafos, adicionados al trabajo primitivo, están escritos después de saberse públicamente la dimisión del Sr. La Cierva y la sustitución de este por el Dr. Cortezo.

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 154-169