Blas Zambrano 1874-1938 Artículos, relatos y otros escritos

La educación social
La Escuela Moderna, febrero 1905

 

Si la educación de la madre es la primera, la que toma al niño cuando con menos error pudiera decirse de él que es «blanda cera», la educación del medio social es más extensa, casi universal por el número de objetos que le sirven de materia. Las lecciones del mundo son «lecciones de cosas», de todas las cosas. La opinión, reina universal despótica, sin más rebelde a quien combatir que a la fría y aristocrática, aunque tenacísima y heroica Ciencia, insinúa en el alma del joven que pasa de la escuela materna y de las escuelas a la Escuela del mundo, ideas y sentimientos sobre todo lo humano y lo divino, con la imperiosa sugestión que las masas ejercen sobre los individuos y con el hábito que determina el número crecido, en serie, de manifestaciones psíquicas equivalentes sobre las unidades cerebrales receptoras de tales manifestaciones: que de masa en el espacio y de serie en el tiempo, tiene algo el mundo, la opinión.

Todo, hasta las verdades científicas, pasa por su laboratorio, para ser metamorfoseado, modificado, o por lo menos, adjetivado. Ella decide sobre la eficacia educativa y utilitaria de las disciplinas científicas y sobre el valer relativo de los que públicamente las profesan; ella consagra al héroe, al dramaturgo, al poeta, al tribuno, al gobernante, influyendo con sus juicios en los juicios de la Historia; ella dicta la guerra y hace posible el advenimiento de la paz; ella, si esclava de las costumbres, las modifica lentamente y aun, a veces, en rápido trastorno; ella posee una moral que no está codificada, pero que es la más cumplida.

Quien viva en un medio social homogéneo, especie de público que no se disuelve jamás, porque, aun desapareciendo del campo de observación unas personas, aparecen otras en seguida, de estructura moral análoga, sufre la sugestión de las multitudes, el imperio de la fuerza del número, sin que pueda decirse que como no hay una persona idéntica a otra, ni dos hechos exactamente iguales, las sugestiones, por ser diversas, mutuamente se destruyen; pues en medio de la aparente diferencia de caracteres y modos de pensar individuales, existe en las sociedades no cosmopolitas, donde la raza, la lengua, la religión, las costumbres sean idénticas, un fondo común de ideas y sentimientos, cuyas pequeñas diferencias individuales son apenas discernibles para espíritus jóvenes (dotados, por otra parte, de gran plasticidad e invencible tendencia generalizadora), los cuales, por lo dicho, sufren la impresión, aun confusa, de lo idéntico, y experimentan los efectos adecuados a esas identidades que se suman; y experimentan esos efectos, aun cuando noten las desemejanzas particularidades más salientes, que podrán parecerles grandes, más grandes, quizá, de lo que son, sin que por eso se aminore, antes se robustece, la fuerza de sugestión de lo que tiene de común entre sí con el medio; pues esta diferencia de procedimientos –los caracteres y opiniones particulares– da mayor facilidad a la penetración de la doctrina-el fondo de la opinión común.

Y como todos los medios son homogéneos en mayor o menor grado, o tienden a serlo por el doble procedimiento de atracción de lo semejante y repulsión de lo contrario, formándose así en las grandes urbes cosmopolitas distintas esferas o clases, como ciudades diferentes que integran la gran ciudad, la que imprime no más que cierta tonalidad común a aquellas sus partes constitutivas, la sugestión de que hablamos, la penetración de cierto espíritu social en el individuo, se verifica dondequiera, lo mismo en la aldea escondida que en la ciudad populosa.

Que en la mayoría de los casos ese espíritu, o su influencia, mejor dicho, contraría las ideas morales adquiridas por el individuo en la infancia y la pubertad, si estas ideas fueron las de una moral elevada, es incuestionable. Basta con mirar alrededor, o mejor dicho, hacia adentro, hacia la propia Historia, para quedar convencidos. Podemos continuar, luego de pasado el primer aprendizaje de mundo, siendo lo que se llama «hombres honrados» y hasta haber adquirido algunas virtudes que la sociedad enseña, sobre todo las que hacen relación a la prudencia o en ella se resumen. ¡Pero cuán empeñado a los treinta años el ideal moral de los quince!...

De otra parte, los hechos que el educando social observa de continuo, las acciones vituperables unas, nobles, levantadas otras, las cuales, aun siendo respectivamente censuradas o aplaudidas por las gentes, ve primero cómo aun las peores, se quedan hechas –no hay fuerza que pueda impedirlo, –mientras las mejores apenas producen resultados ostensibles, y después, como hecho ya lo hecho, ni los dicterios, proferidos generalmente a espaldas del interesado, quitan el sueño al que operó sobre seguro, ni las alabanzas son tan entusiastas y prolongadas, que formen un perpetuo ramo de rosas para el buen hombre que realizó acto meritorio, constituyen argumentos prácticos, si no decisivos, de gran peso contra las consecuencias teóricas de la amoralidad aprendida, rasgando, digámoslo así, la virginidad de la Temis que lleva en lo más hondo todo recto corazón juvenil... Observará el triste neófito al éxito ocupando el lugar de la virtud y a los poderosos ejerciendo el influjo que debieran los sabios y los buenos. Verá cohibido su propio desarrollo intelectual y volitivo por los obstáculos que se ostentan, no sólo ante sus ambiciones, ante la simple manifestación de sus ideas y sentimientos: todo conspira en la sociedad contra la educación primaria, si fue buena; esto es, si se inspiró en altos ideales; si se dirigió, en el orden moral, no sólo a lo que es, sino a lo debe ser; si miraba, no sólo al presente, al porvenir de la Humanidad.

¿Quién no conoce a alguno de esos vencidos, que en los primeros años de su vida racional revelaban sentimientos delicados, profunda inteligencia y buena voluntad sin límites, y que al entrar en la vida tropezaron con múltiples dificultades al ejercicio de su actividad y al seguimiento de su vocación, mientras un océano de hielo infundible se extendía en derredor del fuego de sus almas y una losa, formada por la compacta cristalización de todas las injusticias jerárquicas, oprimía sus cabezas con infinita pesadumbre; y al intentar la penosa ascensión a las alturas sociales, luchando, más que por el pan, por el éter de las ideas, y notar que se les encadenaba a la tierra, quisieron soportar con dignidad estoica la cadena, y vieron que ni eso les era permitido, pues la religión del dios Exito, verdadera religión universal, no consiente víctimas ilustres, en la que se pueda notar lo invertido de la «selección» que sanciona; y respiraron, pues, aire envenenado de ergástula, mientras sentían que se debilitaban sus primeras fuerzas; hasta que al fin se adaptaron al medio para venir a ser una especie de productos híbridos, escépticos por dentro, aun conservando ciertas fórmulas propias de las muertas idealidades; fríos ante lo grande y pequeños ante lo pequeño; soberbios sin dignidad; puntillosos sin honor verdadero, y, en el orden intelectual, legionarios de lo mediocre; encontrándolo ya todo soportable, todo, hasta su propia situación económica, lo único que en ellos mejorará?

¿Y no observamos también otros hombres que, sin aquellos brillantes principios y llenos, en cambio, de defectos groseros y de prejuicios estúpidos, resultan, sin embargo, ante hechos singulares que los afectan, llenos de nobleza, aunque ruda, de fe sincera, de amor abnegado?

¿Es que en los primeros el trabajo de deseducarse agotó sus fuerzas?

¿Tendrá razón Guizot cuando dice: «el silencio casi absoluto que Montaigne ha guardado sobre la parte de la educación que se refiere a formar el corazón, es una nueva prueba de su buen juicio»?

Si la educación social es la única eficaz, la definitiva, la que por sí sola, o combinada con restos de la primaria, forman al hombre en cuanto la educación puede formar, ¿qué hacer?...

¿Es, acaso, que yerra la moral de las escuelas, la moral oficial, espiritualista y religiosa, y acierta la moral corriente y moliente, la cual, por cierto, se parece mucho a la de ciertos positivistas teóricos, que serán, en todo caso, los encargados de hacerla triunfar así en la Filosofía como en la Historia, en el Derecho como en la Educación?

Y de cualquier modo, ¿qué hacer, mientras se resuelve el pleito?

Blas J. Zambrano

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  Edición de José Luis Mora
Badajoz 1998, páginas 151-154