Eugen Relgis, Individualismo, Estética y Humanitarismo, Madrid 1933  
Eugen Relgis [1895-1987]

Individualismo, Estética y Humanitarismo

Versión española de
Eloy Muñiz

Cuadernos de Cultura
LXXXIX
Madrid 1933

 
 

Humanitarismo e Individualismo

La cuestión de la intelectualidad es una de las más importantes; no se halla en relación solamente con el progreso social y cultural, sino, sobre todo, con otra cuestión muy discutida: la del individualismo.

Por lo que concierne a los intelectuales en la evolución de las civilizaciones e implícitamente en la evolución social, los teóricos han llegado a ponerse todos de acuerdo sobre algunas fórmulas generales. Es curioso, que en la Rusia moderna, donde los intelectuales se pierden en la masa enorme de los pueblos ignorantes, sojuzgados y místicos, hayan unido sus esfuerzos para combatir por la libertad y que sea allí donde el problema de la intelectualidad («l'intelligencia») haya preocupado a la mayoría de los sociólogos desde N. C. Mihaïlovski hasta P. Lavrov. Por medio de estos últimos se ha llegado a una definición casi completa de la intelectualidad y es Ivanov-Razumnik quien nos la expone. {(1) Ivanov-Razumnick: Von den Intellektuellen, Berlín 1920.} [4]

Si admitimos que los intelectuales son «el órgano de consciencia de un organismo superior: la sociedad», volvemos a la antigua concepción helénica del antropomorfismo universal y al paralelismo entre el sistema nervioso en un organismo y los intelectuales en la sociedad.

Los intelectuales forman ante todo una agrupación social a pesar de la afirmación de que se hallan fuera de toda casta y de toda clase (agrupación que nosotros consideramos también fuera de toda nación y de toda raza). En efecto, la profesión de intelectual, incluso cultural, no implica en absoluto la idea de intelectualidad. Según Lavrov, no hay diploma universitario que pueda conferir a nadie el derecho de llamarse intelectual; este mismo sociólogo los llama semisabios: los salvajes de una cultura superior. Esto es lo que sostiene también el teórico del activismo alemán, Kurt Hillar, quien pone en duda a un químico o a un historiador el título de intelectual, si no es más que un simple especialista o «artesano»; concede de mejor gana este título a «una simple modista», cuya vida interior constituye un fulgor más para la conciencia humana, o a un obrero, cuyo cerebro está trabajado por una nueva idea civilizadora o incluso científica.

En el mismo sentido se expresa L. S. Judius {(1) en La Houle, núm. 2, 1926, órgano de «Los Compañeros del Pensamiento» (Asociación General de Trabajadores Intelectuales}, quien define como verdadero intelectual al que se [5] preocupa de extender y de profundizar su cultura. No son verdaderos intelectuales el escritor, por talentudo que sea; el ingeniero o el doctor, por experimentados que estuvieren; el periodista o el abogado, más o menos hijos de familia, «que lograron asegurar su existencia y que sólo aspiran a poseer un confort material que convenga a su rango». Los que se preocupan de su orientación mental, de sus afinidades espirituales o de su elevación moral, esos son intelectuales. Estos no limitan su horizonte a la vida mundana, así como lo hacen la mayoría de los que ejercen una «profesión liberal». El verdadero trabajador intelectual puede pertenecer a todas las clases de la sociedad. Puede ser un simple obrero intelectual o ministro, un pobre funcionario o un «administrador espléndidamente pagado», profesor de universidad o modesto autodidacta.

«El verdadero trabajador intelectual –escribe L. S. Judius–, es el que respeta su trabajo y que, por medio de él, se hace respetar como tal; es el que quiere así, de manera intensa, su liberación definitiva y total; es el que, sediento de saber lo que es y lo que debe ser, procura comprender y realizarse... Es el que esculpe su «yo», que enriquece su corazón, que contempla su carácter... ; es el que hace de su alma una obra de arte; es aquel que reflexiona sobre todos los problemas que se plantea la conciencia humana.»

Otro carácter de la intelectualidad, según la definición rusa, es la continuidad; existe una correlación ininterrumpida entre todas las generaciones de intelectuales y existen también ciertas ideas centrales [6] que unen a los intelectuales en un esfuerzo común. Trasladada a la sociedad y a la ética, aparece la intelectualidad bajo otro carácter evidente: es éste la agrupación opuesta a la mayoría ignorante y, sobre todo, a la semicultivada, fosilizada en tradiciones y supersticiones, en las costumbres convertidas en manías y con ese culto a lo vulgar que no es más que muy específico para la burguesía.

La intelectualidad es así, lo opuesto a la mediocridad; es la personalidad pensante y crítica, la que determina el desenvolvimiento y la evolución de las civilizaciones. La cultura social tan sólo es ennoblecida por ese pensamiento activo que tiene su influjo sobre las multitudes y sobre la civilización. La función del intelectual no se reduce a la simple contemplación o a la meditación pura; si no lucha contra sí mismo y contra la sociedad; si su obra científica, literaria y estética no se funda sobre la verdadera naturaleza del hombre y no constituye al mismo tiempo una aportación al progreso cultural y espiritual de la humanidad, su intelectualidad resulta estéril.

Por su esencia, la intelectualidad debe, en efecto, ser creadora; sus fuerzas interiores deben exteriorizarse y convertirse en fuerzas culturales y sociales. Debe tener una directiva consciente y llegar a crear, a despecho de la mediocridad mayoritaria; tender a la emancipación del hombre de todas las servidumbres, tanto físicas como sociales o morales y, sobre todo, aumentar la personalidad humana y multiplicar las individualidades.

La lucha por la personalidad: he ahí la misión [7] esencial de la intelectualidad. De este modo, la exposición de Ivanov-Razumnik confirma la idea primitiva de N. C. Mihaïlovski. El socialismo individualista preconizado por el primero está basado en los principios de Mihaïlovski, que ha consagrado una buena parte de su gran obra sociológica y filosófica al individualismo social {(1) Carl Brinkmann: Soziologie der «Intelligenz», página 42 de la Soziologische Probleme der Gegenwart}.

¿Es el individualismo una doctrina social o una simple actitud ética y estética? ¿Se reduce a un simple sentimiento pronunciado, cierto es, de «la unicidad y de la diferenciación de los «yo», a un aislamiento decidido y, por tanto, a una oposición contra la sociedad?, como se pregunta Palante {(2) G. Palante: Combate por el individuo}. Fuera lo que fuere, el individualismo que implica un postulado de orden subjetivo (hallándose en estrecha unión con el temperamento), puede constituir también un método para el estudio de tantos problemas que parecen excluirse generalmente. Una exposición del individualismo nos llevaría a un laberinto de personalidades y de teorías, y no podemos analizarlo aquí más que en sus relaciones con el humanitarismo.

Estas dos nociones estaban hasta hoy opuestas una a otra, y el individualismo, en su lucha contra la sociedad, ha llegado a extremos inconciliables. Tomado en un sentido espiritual, hasta el «superhombre» de Nietzsche es un ideal que no resulta [8] de posibilidades reales de la humanidad. «La voluntad de potencia» que le caracteriza, implica la existencia de una fuerza implacable y la intolerancia de toda inferioridad. Por esta razón es por lo que la concepción nietzscheana pudo ser tan desnaturalizada por ciertos teóricos y aplicada asimismo al ideal político alemán. El militarismo prusiano ha adornado su sable con los aforismos de Zaratustra. El superhombre de Nietzsche se eleva sobre las hecatombes, sobre la servidumbre de los hormigueros humanos y no nace del hombre, tal como el superhombre de Nicolai, que contiene en sí al hombre, al mono, a la bestia, a la planta, al mineral y a toda la serie de la evolución de la vida terrestre.

* * *

El individualismo extremo halla su expresión en el anarquismo, en la lucha contra la autoridad, cuyo instrumento es el Estado. No hay lugar para exponer aquí las distintas concepciones anarquistas, comenzando por Bakunín, Kropotkín, Elíseo Reclus o Ernesto Coeurderoy, y terminando por E. Malatesta, Max Nettlau (a quien debemos una rica bibliografía del anarquismo), Pierre Ramus, Sebastián Faure o E. Armand. Lo que aquí nos preocupa es el método individualista con relación al humanitarismo.

Es necesario, sin embargo, bosquejar el retrato del prototipo del individualista anarquista. Un nombre y una obra se nos aparecen inmediatamente: [9] Max Stirner, El Unico y su propiedad. Numerosos críticos sociales se preocupan hoy aún de este libro, que es, desde el principio al fin, un grito de libertad y de rebeldía del «yo». Benjamín de Casseres se ocupa de él con mucho discernimiento {(1) En L'en dehors, núms. 82-83}. A sus ojos, El Unico y su propiedad, expresión suprema del egoísmo y de la rebeldía, no es, sin embargo, uno de los libros más peligrosos, pues su filosofía es impracticable. Las enseñanzas de Ibsen, de Emerson, de Whitman y de Nietzsche son más «peligrosas» que el libro de Stirner. El Unico y su propiedad es, empero, una obra que incita al hombre a un examen de conciencia, una obra que aniquila los «santos fantasmas». El «Unico humano» es para Stirner una especie de divinidad. Para servirla tenemos que dejarlo todo: Estado, hogar, familia, religión, todo lo que mata al alma humana. Mas, libres de esos «parásitos», de esos «fantasmas terrestres», no sabemos hacia qué dirigir nuestras aspiraciones. «La propiedad del Unico» parecía tener, según Kipling, el sentido siguiente: «Toma todo lo que te sea necesario para el perfeccionamiento de tu personalidad.»

El individualismo de Stirner sería una rebelión contra todas las cadenas sociales. El Estado, la Iglesia y la familia impiden la realización del Unico. El civismo es tan sólo esclavitud. Los padres mutilan a sus hijos desde la cuna. Las leyes nos impiden poseer nuestra propia «propiedad» que es nuestro «yo». El altruismo es una dolencia de la [10] voluntad. El único criterio es el éxito y sólo él es igualmente «justo». La cosa que yo quiero utilizar es buena y la que quiere servirse de mí es mala.

Estos principios son elementales para todo individualista. El individualismo de Stirner tiene un lado racional y majestuoso. Su Unico es un animal hambriento, oculto en lo más recóndito del hombre, pero un animal que posee inteligencia e imaginación y que tiende a satisfacer todas las exigencias de su naturaleza física y psíquica. Si separamos los harapos de la hipocresía y la sucia máscara de las convenciones; si ponemos al descubierto el corazón del hombre, hallaremos realmente un ser que se ama y que se adora a sí mismo, creyendo que los demás le aman y que su adoración le será útil. El hombre es belicoso. Sea cual fuere el grado de «civilización» al cual nos elevásemos, combatiremos por nuestro egoísmo y por la «propiedad del Unico». El «yo» pasa ante la ley y sigue siendo la virtud primordial.

Todas las grandes cosas fueron realizadas por el individuo. La unidad de estimación de la naturaleza es el individuo y no el Estado o la familia. Todo lo que impele al desarrollo material o intelectual surge de la iniciativa individual, aguijoneada por el orgullo o por la necesidad. La decadencia ha hecho siempre su aparición cuando el Estado o la Iglesia han tratado de reglamentar al individuo y a la actividad del Unico. La antigua autocracia se basaba en la teoría de que un hombre debe gobernar a todos los hombres. La nueva autocracia se denomina socialismo o comunismo, y es todo lo [11] contrario de esto. Se basa en la teoría de que todos los hombres deben gobernarse entre sí. El socialismo suprime en el Unico el temor al peligro y debilita los dos grandes móviles: el miedo y el valor. Nadie nace con el derecho a la vida o a lo que esto sea. El único derecho del hombre es el derecho a la concurrencia. Según Stirner, el Estado nunca tiene razón, y el socialismo, que proclama también el imperativo del Estado, no es más que una nueva cadena de esclavitud.

Mas Stirner celebra el instinto del combate; nuestro único sueño y nuestra única virilidad. Debemos ser dueños de las potencias destructoras que se hallan en nosotros y en torno nuestro. Debemos disciplinar las cosas que nos reducen a la esclavitud. Este es el imperativo del Unico. Stirner no admite, por tanto, la idea del autosacrificio, tan difundida por los amos de los pueblos. El «Unico» no se sacrifica; los débiles, incapaces de vivir solos, se «sacrifican». El sacrificio de sí mismo no puede aplicarse universalmente: esto significaría que cada cual debe vivir para el bien... de los demás y que todos deben morir... «¡Todo para mí!», exclama Stirner. Incluso si regala un objeto, éste le pertenece siempre. «Si has cultivado el «Unico» no tienes ningún don que hacer.» Estrangulando el instinto, ahogado el grito de nuestra naturaleza íntima, del alma, que reclama alegría y potencia, y rechazando los impulsos de nuestra «propiedad», nos empobrecemos y debilitamos nuestras vidas: envejecemos rápidamente y, adorando [12] falsos ídolos, continuamos segregando el veneno de una existencia desnaturalizada y desilusionada.

Pero ¡qué distancia entre la concepción de un Stirner y la actitud de tantos anarquistas desprovistos de una concepción cualquiera! Los seudoanarquistas no son más que «yos» hipertrofiados. Deseando ser cada uno un universo libre y no obedeciendo más que a sus propios imperativos, se declaran contra toda organización y contra toda evolución. En su egoísta afirmación de la vida, Max Stirner dice, a pesar de todo: «Es verdadero lo que es mío; es falso aquello cuya propiedad soy; verdadera, por ejemplo, es la asociación y falsos son el Estado y la sociedad...» Ahora bien; la asociación implica un mínimum de organización. Los seudoanarquistas forman una categoría de desesperados que llegan a negar la vida, obstinándose en afirmar su personalidad. Por otra parte, en el dominio puramente intelectual, en el arte, en la filosofía, &c., el anarquismo es más bien pasivo: una actitud muy próxima al escepticismo y al pesimismo.

Precisamos: anarquismo no es siempre individualismo. El individuo puede ser una célula en el organismo y seguir siendo, al mismo tiempo, una unidad autónoma en armonía con la unidad suprema de la especie.

En estos últimos años ha hecho su aparición, sobre todo, en Francia, donde el personalismo es tan variado, un gran número de teóricos individualistas, cuyas doctrinas no se oponen a la sociedad, sino a las instituciones, que obstaculizan el libre [13] desenvolvimiento de las facultades del individuo. Si hay algunos que están contra la familia, la mayor parte están contra el Estado: contra la iglesia de Estado, contra la enseñanza de Estado, &c. No niegan la realidad de la sociedad: ésta es un cuerpo compuesto de una reunión de individuos y que sin ellos se disolvería. Pero, como dice Abel Faure, la sociedad, considerada como organismo, tiene deberes que cumplir para con el individuo y no solamente derechos sobre él. El punto de partida de la doctrina individualista es éste: «La sociedad está hecha para el individuo y no el individuo para la sociedad.» El contrato social debe tender al desarrollo natural de todos; que las relaciones entre el individuo y la sociedad no conduzcan al encadenamiento del primero. El individualismo debe ser activo y creador en todos los dominios. Si destruye, debe saber reconstruir. En este sentido es como Abel Faure aplica la doctrina individualista a la educación y cómo Yves Guyot trata de establecer en el orden económico un sistema que tiene por principio el individualismo.

H. L. Follin, que es el teórico de la «Metapolítica» (convertida después en «Cosmometapolis»), proclama la voluntad de armonía que opone a la «voluntad de potencia» de Nietzsche. Yuxtapone la realidad inicial, es decir, el individuo, y la realidad superior que es la humanidad, sin transición ninguna por una de esas «ficciones» colectivas que no hacen sino provocar desacuerdos y reacciones violentas. Esta voluntad de armonía que halla su expresión social en la concepción de la «supranación», [14] es un método que puede llevar a la conciliación progresiva del individuo con la humanidad.

Ciertos individualistas, tales como W. Mc Dougall, rehusan admitir una selección social en lugar de la selección natural, sacrificando aquélla el tipo superior al tipo medio. Es ésta, en efecto, una regresión, comprobable principalmente en las ciudades {(1) William Mac Dougall: The group mind, 1920, Cambridge}. Estos individualistas ponen en lugar de las dos selecciones antes mencionadas, dos realidades: la evolución natural y el progreso humano, dos cosas que no deben confundirse. El progreso biológico no corresponde generalmente al progreso de la civilización, esto es, de la técnica de la vida. A pesar de la multiplicación de los conocimientos, la capacidad intelectual no se ha incrementado durante el período histórico. En cuanto al progreso moral, es mucho más lento que el progreso intelectual: nos hallamos en este punto casi en el mismo nivel que nuestros antepasados.

Negando la importancia social de los caracteres biológicos y hereditarios, estos individualistas proclaman el «individuo superior» como factor constructivo de la raza y de la unidad nacional. Sin él, no existiría la nación. Es él el que agrupa las colectividades; son los profetas los que crearon el pueblo judío y tan sólo algunos hombres los que prepararon la Revolución francesa... La emancipación de la inteligencia individual se hace fatal para [15] el antiguo orden establecido, y sólo son las personalidades superiores las que conducen hacia el progreso a la mayoría pasiva.

Esta concepción que podría realizarse en la historia de los pueblos, deja de ser justa en el momento en que opone al factor biológico general el factor «individuo superior». Si algunas personalidades superiores activas han podido sobresalir en los dominios culturales y sociales, esto implica la existencia de una colectividad de nivel intelectual elevado y, por lo tanto, cierto progreso cerebral y un progreso biológico de la especie humana.

El individualismo de Marc Lefort {(1) M. Lefort: Bosquejo de una doctrina individualista filosófica y social} –pues cada teórico tiene «mi individualismo»–, es en su esencia «una actitud del espíritu» caracterizada por la admisión de las dos tesis siguientes: 1º, la felicidad del individuo es la finalidad inteligible de toda actividad; 2º, la libertad es el medio general y omnivalente de esta felicidad. En sus relaciones sociales, el individuo tiene que sufrir la opresión económica y la opresión política debido a la existencia del Estado. En consecuencia, ciertos individualistas piden la supresión del Estado por medio de una «desintoxicación lenta del Estado», de una desmembración progresiva del Estado en favor de organizaciones de menor envergadura y que –sin poder aplicar sanciones violentas– estarían al servicio del individuo. De esta suerte, las clases [16] desaparecerán y las riquezas acumuladas en las manos de algunos habrán de distribuirse entre un mayor número de pequeños grupos.

Según Lefort, siendo el individuo la única realidad social, debe de tender al desenvolvimiento de su personalidad por medio de «la voluntad de armonía» y no avenirse más que a fatalidades naturales. Reconociendo que una «modificación mental» es el punto de partida y la condición de todos los demás progresos, las teorías de estos individualistas coinciden con el biologismo de Nicolai. Reconocen también que se trata de evolución y no de revolución. Ante las tendencias modernas de nivelación y de socialización –síntomas de la madurez de las concepciones del burgués siglo XIX–, estos individualistas proclaman enérgicamente la supremacía del individuo sobre la igualdad, el libre ejercicio de la voluntad individual y el control por sí mismo de la actividad personal. La felicidad del individuo «no se halla en la cabeza ajena»; el temor al peligro y las cooperaciones gigantescas son las consecuencias de la despersonalización moderna...

He dicho en la exposición de las doctrinas de Stirner, que «la asociación» implicaba un mínimo de organización para la satisfacción de las necesidades cotidianas. ¡Pero la necesidad de la unión es también muy evidente en lo que atañe a la lucha por la individualidad. E. Armand, por ejemplo, en su revista L'en dehors (número 103, de marzo de 1927), postula una «Internacional individualista anarquista». Estos tres términos parecen difíciles de conciliar. Una Internacional supone en todo caso [17] algunos intereses comunes. En estos tiempos de interdependencia planetaria en todos los dominios (y no solamente políticos y económicos), los individualistas han llegado también a la convicción de que no pueden existir cada cual como un universo aparte; pueden tener actitudes personales y gestos aislados; pueden vivir al margen de la sociedad, pero la satisfacción de las necesidades cotidianas depende de una colaboración que no pueden evitar. No pudiendo someterse a «la autoridad consagrada», se crean un medio que les es propio. Esto es lo que se ve en las tentativas de colonias individualistas que logran fundar también en los Estados autoritarios. Más características aún son las colonias en los Estados no «civilizados» todavía; individualistas «á outrance», se refugian en la Patagonia, en Tahití, en el Brasil, en Africa, viviendo en libertad gracias a una enorme labor en ciertos países, o viviendo una vida más fácil en las regiones ecuatoriales.

La Internacional Individualista que reclama E. Armand debe llevar a ciertas realizaciones en los países europeos, donde el individuo tiene que sufrir a cada paso la autoridad social, política, religiosa y económica. Entre ciertas consecuencias útiles de la Internacional individualista podrían citarse, por ejemplo, en el dominio del arte y de la literatura: la emancipación de las concepciones clásicas; la creación libre, fuera de todo «fin social o de interés de clase». El arte y la literatura deben ser expresiones del espíritu libre y deben ser antidogmáticos. [18]

Son interesantes las consecuencias de «orden sexológico». La Internacional individualista deberá luchar por «la emancipación sentimental y sexual de la unidad individuo». Procurará descartar la tiranía de la familia, proclamando el derecho a la vida en común, fuera de las leyes de familia o de clase. La maternidad deberá considerarse como una «función puramente individual», como una «cuestión exclusiva de la madre». Todo esto lleva a una reforma radical en lo que concierne al sexualismo: el amor libre, la camaradería amorosa, la campaña contra los celos y otras acciones que asustarán seguramente a los que están acostumbrados a creer en el amor único y autoritario, basado en la idea de propiedad de la mujer. El niño deberá pertenecerse a sí mismo y elegir «el medio familiar» que le convenga, los profesores que le plazcan y los camaradas que le agraden.

Tan sólo he indicado algunos de los desideratums de esta Internacional individualista anarquista. Estos existen en muchas conciencias tímidas y en muchos corazones habituados a sufrir en silencio, La realización de una Internacional semejante sólo es posible si los que la componen poseen una mentalidad y costumbres propias, muy suyas, «desligadas del temor de experimentar y libres del miedo de vivir». Esa es la verdad: el miedo de vivir conforme a las convicciones íntimas, el temor a obedecer a las órdenes de la naturaleza individual, de los instintos naturales que la civilización moderna sólo ha logrado meter en los grillos de las leyes sociales y que no ha podido aniquilar. El deseo de [19] libertad es innato, incluso en una sociedad de esclavos. Los individualistas proclaman esta libertad y frecuentemente en formas excesivas. El hecho de que hayan llegado a reclamar una Internacional para ellos, es un indicio de que comienzan a reconocer las grandes leyes de la solidaridad, pero bajo otras formas que las de la tiranía.

* * *

Fuera de estas diversas concepciones individualistas, fundadas sobre la razón y en indagaciones sociales y políticas, nos falta citar aún numerosos métodos y actitudes cuya fuente se halla en esa inteligencia que tiende a armonizar a los contrarios y que no ignora la realidad moral y psicológica del hombre.

Entre los espíritus contemporáneos es Han Ryner uno de los más elevados y más ricos, pero no se le reconoce como tal sino lentamente, pues las «opiniones oficiales» –sobre todo cuando se trata de moral y de filosofía– resisten con encarnizamiento en las ciudades académicas. Algunos llaman a Ryner un «Sócrates moderno» y otros le comparan al cínico Diógenes. Empero, Ryner continúa enseñando como verdadero maestro y compartiendo con quien quiere escucharle su sabiduría sonriente y repleta de imágenes y revelando las verdades, que son el secreto de la felicidad.

Juzgando secundario e incluso erróneo el problema económico tal como se halla planteado por algunos, Ryner insiste más bien sobre el de la fraternidad que quiere resolver por medio de un [20] método paradójico en apariencia, por la desunión de sus semejantes, por la separación, esto es, por el individualismo. «Entiendo por individualismo –dice Ryner– la doctrina moral que, no apoyándose en ningún dogma, en ninguna tradición y en ninguna voluntad exterior, sólo hace llamamiento a la conciencia individual» {(1) Pequeño manual individualista, pág. 3}. El principio de este individualismo es, por tanto, el socrático Conócete a tí mismo, «precepto primordial de todo método moral y de todo método oficial eficaz» {(2) Los artesanos del porvenir, págs. 29-30}. El hombre debe conocerse ante todo a fin de realizarse a sí mismo. Así es como el individuo realizará en sí mismo la fraternidad, liberándose de todas las opresiones legales, materiales, morales e intelectuales.

¡Autocrítica y libre orientación! He ahí lo que conduce a la verdadera colaboración entre individuos. Esto es lo que Ryner llama «libertad del espíritu y libertad del amor».

Este método es lento, pero seguro; él evita las catástrofes que resultan de la opresión –ya sea dogmática o revolucionaria– aplicada a los problemas sociales. Ryner rechaza la moral de los esclavos: el servilismo, pero también la de los amos, el nietzscheísmo y el napoleonismo que él llama dominismo {(3) El Subjetivismo, págs. 48-49}, es decir, la servidumbre del amo que agobian los temores, las vanidades y las sospechas.

El enseña el amor y la sabiduría o, para servirnos [21] de su terminología, el fraternismo y el subjetivismo que corresponden al cristianismo y al estoicismo, a Jesús y a Epicteto. La lógica flexible de la inteligencia moderna establece, en efecto, una armonía entre el espíritu cristiano y el espíritu heleno. La «fraternidad universal» de Jesús es «la vasta caridad del género humano» que anuncian los primeros estoicos. El primero dijo: «Ama», y los otros: «Sé tú mismo.» Pero, ¿cómo llegar a «amar a su prójimo como a sí mismo», sin tratar primero de realizarse a sí mismo; es decir, de conocerse? «Tú no tienes otra patria que tú mismo... » «Considérate bajo el aspecto de la eternidad. Fuera de toda época y fuera de todo lugar» {(1) El Subjetivismo, págs. 60-61}.

Vemos que la filosofía de Ryner, denominada por algunos individualismo estoico, lejos de ser abstracta, es vital; es una filosofía de la acción y toma sus fuentes en las profundidades secretas, pero eternas del espíritu: del corazón y de la razón. En nuestros días, es raro el sabio cuya individualidad es una síntesis de todas las aspiraciones y de todas las conquistas humanas, que atraviesa la vida con la sonrisa de un dios de gesto creador y que sigue siendo tolerante, «desprendiéndose» de sus semejantes para realizarse a sí mismo. Mas por su actitud y por su obra, Ryner anuncia esta sabiduría y, por ende, se emparenta con los Sócrates, con los Jesús y Epicteto de otras edades. [22]

* * *

Sin embargo, ninguno de los teóricos del individualismo ha dado una concepción general fundada sobre las ciencias positivas. Hace sesenta años, el sociólogo y filósofo ruso N. C. Mihaïlovski, exponía los fundamentos del individualismo social por medio de una documentación y de un método notabilísimos. Aunque ignorada aún por muchos intelectuales de Occidente, la concepción de Mihaïlovski se halla destinada a ser una de las construcciones más verídicas y más bellas del espíritu humano. Sólo podemos exponer aquí lo esencial.

Mihaïlovski parte del «Conócete a ti mismo» de Sócrates y del cristianismo depurado de Tolstoi, dos principios que juzga insuficientes, pues no ofrecen al hombre un camino bastante claro y seguro. Los llama «quietismo chino», porque se circunscriben a una ignorancia de las leyes universales de la vida y de la lucha humana. Lo que hace falta hallar es una resultante de todas las ciencias y una explicación del proceso universal sobre la cual podría edificarse entonces el humanitarismo, y que coincidiría, en una forma activa, con el deseo de perfeccionamiento personal del hombre.

Todas las concepciones, desde el spencerismo y el lamarkismo hasta el marxismo, reconocen de modo inevitable la existencia de la lucha, cada uno con aspectos distintos y con justificaciones unilaterales. Habiéndose preguntado a su vez (como Tolstoi y como tantos otros) en nombre de «qué» debemos perfeccionarnos, proclama Mihaïlovski el postulado de la lucha por la individualidad, esto es, [23] el perfeccionamiento interior contra las influencias exteriores.

He ahí el objetivo de cada hombre y asimismo el fin objetivo, comprobado científicamente, de cada célula, de cada grupo de células, &c... Nos demuestra la biología que cada organismo se compone de individualidades de un orden inferior que tienen cierto grado de independencia. El organismo del individuo puede entrar a su vez en la composición de una individualidad superior o de un sistema completo de individualidades sociales; éstas forman el sujeto de la sociología. Existe una ley del desarrollo cada vez más compleja y más amplia, según la cual cada individualidad entra necesariamente «en conflicto» con las individualidades que la componen así como con aquellas de que forma parte, en tanto que es una unidad social.

La lucha se desarrolla, por tanto, en dos frentes, y la historia de la vida, con todos sus horrores y con todas su bellezas, no es más que una serie de victorias y de derrotas sobre ese doble campo de combate. Ya vence un grado de individualidad o ya otro. Sin embargo, la lucha no cesa apenas y el progreso resulta precisamente de esta serie de victorias y de derrotas. Según la clasificación de Haeckel, el hombre constituye el quinto grado de individualidad; por encima de él existe una individualidad de sexto orden: la sociedad que es también un sistema de individualidades contenidas una en otra y que se combaten entre sí.

¿Cuál es el objeto de este combate? Aquí es donde interviene el factor moral y subjetivo, pues el [24] factor objetivo sólo existe en la Naturaleza. El objeto general de este combate es desconocido.

«Para nosotros, los hombres, ese objeto no existe siquiera y, desde nuestro punto de vista humano, nos parece más bien que hay en torno nuestro un caos, contra el cual nos hallamos tanto mejor preservados cuanto que somos más despóticamente dueños de las funciones de nuestros órganos y que resistimos con más energía a las tentativas de la sociedad de reducirnos a la obediencia en su propio beneficio. El universo carece de sentido y no reina en él orden alguno; tan sólo en cierto grado de su desarrollo es cuando el hombre, luchando por su individualidad, enciende la antorcha en las tinieblas, planta de nuevo el Edén e introduce el orden en torno suyo» {(1) Alexis Nour: Conceptia lui N. C. Mihaïlovski, en Umanitatea, núms. 1-6, Jassy, Rumania}.

Por su situación en la Naturaleza, el hombre, en una doble dirección, vese impuesto un doble combate. Este combate por la individualidad está regido por el mismo método del «Divide et impera». El hombre debe conservar implacablemente su propia integridad, imponiendo a las individualidades inferiores que lo componen, ya sea a los órganos cerebrales, sexuales, &c., una división del trabajo que es en interés de su personalidad. A su vez, la personalidad total del hombre debe resistir a las tentativas de las individualidades superiores: familia, grupo, corporación, Estado, &c., que quisieran obrar contra él conforme a esta misma divisa romana [25]: «Divide et impera». Esta es la idea central del socialrevolucionarismo ruso, opuesto a la organización bolchevique.

He ahí en esencia la concepción antropológica del mundo. Pero esta lucha no implica la negación de las agrupaciones sociales humanas. Yo y nos hallamos en profunda unión. Por medio de lo que Mihaïlovski llama «la experiencia de la compasión» y que acrece la simpatía y estabiliza la moral, es por lo que puede llegarse a la «libre cooperación de las individualidades humanas».

La lucha por la individualidad tiene por objeto la independencia y, al mismo tiempo, la mayor diferenciación posible entre los individuos. Sólo así se entiende que la lucha del hombre coincida con lo que se llama moral y humanitarismo: es menester que el hombre dé un sentido a esta lucha objetiva y fatal, suscitando en sí mismo el deseo o más bien la voluntad de combatir y de vencer.

De este modo, los principios de Cristo, de Sócrates y de Tolstoi hallan en la concepción de Mihaïlovski una base positiva. Entre los fenómenos numerosos y corrientes de la vida, existe una manifestación de la cual debemos y podemos ocuparnos con simpatía e inteligencia: es la personalidad humana. El hombre tiene, de manera evidente, facultades antropomórficas. Puede conocer mejor a su semejante y solidarizarse con él. Consciente de la ley objetiva que impone la lucha por la individualidad, podrá comprender mejor las manifestaciones de la vida social; comprenderá que la lucha de clases no es más que una de las formas de esa lucha universal [26] por la individualidad; que en la Naturaleza, «la selección de la especie» se halla basada en esta misma ley, y, en fin, que él, individuo, debe aceptar, voluntariamente y con espíritu lúcido, esa lucha. Que la ley objetiva y fatal se convierte también en una ley subjetiva e interior para que se incrementen sus energías y garanticen la victoria. Así, armonizando lo objetivo con lo subjetivo, la concepción de Mihaïlovski concilia al mismo tiempo la verdad (científica) con la justicia (social).

* * *

Esta concepción de Mihaïlovski, ¿contradice la doctrina biológica humanitarista? Sustituyendo simplemente la expresión de «individualismo social», por la de «organismo social», nos parece que podemos establecer un acuerdo entre ambas concepciones. Aunque adversario de la teoría organicista, no niega Mihaïlovski la realidad de las agrupaciones sociales superiores que considera tan sólo como individualidades, situándolas en el principio general de la lucha por la individualidad.

La concepción de Mihaïlovski es, por tanto, un refuerzo aportado al humanitarismo. Del propio modo que Nicolai, el sociólogo ruso ha ensanchado la base científica del humanitarismo. La concepción de Mihaïlovski abraza también el biologismo de Nicolai; es más vasta y da una imagen sintética y una explicación general del proceso universal de la vida natural y humana. Aunque tomando la palabra «lucha» en un sentido hostil, no niega la libre [27] cooperación de las individualidades humanas con miras a la independencia y al progreso. Siendo el pacifismo y el internacionalismo tendencias del «organismo de la humanidad», no pueden excluirse del proceso general que es la lucha por la individualidad. Todo el problema estriba en saber por medio de qué armas se libra este combate: ¿con las armas inanimadas de la guerra o con «armas vivas»? En la fase cultural a que ha llegado, el hombre sólo puede elegir las armas del espíritu.

Así, todas las teorías individualistas que hemos expuesto hasta la fecha van en busca de relaciones entre el individuo y la sociedad, relaciones de una naturaleza que no entorpezca el libre desenvolvimiento del primero. Si reconocen la opresión de la Naturaleza, los individualistas deberán reconocer asimismo –como resultado también de la «voluntad de armonía»– ciertas leyes de coordinación, no de la sociedad, sino de la especie humana. El progreso del individualismo se halla en estrecha relación con el progreso biológico (cerebral), técnico, económico y cultural de la humanidad. Los individualistas no se contradicen, por tanto, al admitir el humanitarismo {(1) Consultar a este respecto las obras de Eugen Relgis: Un libro de paz; La Biología de la Guerra, por el profesor G. L. Nicolai (núm. 77 de La Brochure Mensuelle, París); Los Principios Humanitaristas y La Internacional Pacifista, con una carta y un mensaje de Romain Rolland (Ediciones Estudios, Valencia)}. [28]

En el cuadro vasto y móvil del humanitarismo, esto es, en el cuadro de la evolución natural de la especie humana, el individualismo tiene un amplio lugar. Además, tan sólo en el seno del humanitarismo es donde todo individualismo creador podrá manifestarse progresivamente con toda libertad.

 

Humanitarismo y Estética

Si el individualismo constituye para algunos un método capaz de resolver numerosos problemas que parecen antagónicos, para muchos intelectuales no es más que una simple actividad y para otros un sistema de autoperfeccionamiento; el individualismo puede considerarse también como una ley y como una resultante del proceso universal de la vida. Pero la lucha por la individualidad halla sus expresiones más ricas y más variadas en el dominio estético de la vida humana, pues existe, en primer lugar, una estética natural.

Nuestro planeta, con su cielo estrellado o gris; con sus innumerables paisajes marinos o montañeros; con su arquitectura mineral y sus cristales; con su vegetación lujuriante y multiforme; con sus selvas inextricables y con las maravillas de su flora; con sus mundos de seres, desde los protozoarios minúsculos y los mariscos de tan diversos matices hasta los minuciosos insectos y hasta los volátiles fulgurantes, y desde el grácil antílope y el perro fiel hasta [29] los carniceros monstruosos y hasta los gigantes macizos como ciudadelas, nuestro planeta, con todas sus manifestaciones de vida, obedece a leyes fatales que dan a «la lucha por la existencia» el aspecto de una horrible «carnicería», donde hay vencedores y vencidos. Sin embargo, para el hombre consciente y dominador, esta vida del planeta presenta armonías sin fin y bellezas con frecuencia perfectas que llegan a ser el manantial inagotable de sus propias inspiraciones estéticas.

La estética humana tiene evidentemente sus fundamentos en la estética natural: copia, reproducción, composición o variación y deformación de los elementos dados. Somos prisioneros de nuestros órganos y, encerrados en nuestro cuerpo, no podemos evadirnos de este imperio terrestre lleno de fatalidades... Con todo, el esfuerzo estético ha proporcionado al hombre una libertad consoladora, ofreciéndole los espejismos de los horizontes desconocidos y esos ideales que, de una a otra cima, le hacen aspirar a la perfección.

En el decurso de la civilización, la estética ha seguido ya el impulso de la religión o ya el imperativo de la moral; hoy procede de la ciencia. Si la Verdad hace penetrar con mucha lentitud su resplandor a través de las tinieblas de la Naturaleza y de la vida, y vence con gran esfuerzo a la ignorancia humana; si el Bien no vive siempre más que en un reducido número de conciencias meditativas y en el alma de los «pobres de espíritu», tanto menos lo Bello (a pesar de sus innumerables y formidables manifestaciones, a pesar de su eterna existencia en [30] la Naturaleza y de su presencia permanente entre nosotros en las ciudades y en los Museos) halla lugar en la conciencia y en el corazón de la mayoría. Hállase condicionado, en efecto, por el progreso científico y moral y, asimismo, por el progreso económico.

Del propio modo que las demás manifestaciones culturales, la estética se ha desarrollado según leyes que parecen independientes de las leyes sociales. Ella ha progresado a pesar de los desastres guerreros, cuyos horrores y vanidades han contribuido al recogimiento del hombre en sí mismo y a su aislamiento en una preocupación creadora que lo eleva por encima de la miseria social.

Hoy en día, el problema del «arte por el arte» está considerado por la mayoría de los teóricos de la estética como pretexto de vana dialéctica. Toda especie de arte, como por otro lado, toda manifestación cultural, tiene una tendencia y sufre el influjo del medio natural y social, en la misma medida que el del «temperamento» y el de «la personalidad» del artista que, en último análisis, no son tampoco más que la resultante de diversas influencias biológicas, psicológicas, morales y sociales.

El artista posee una intuición de la vida que le hace penetrar mejor en el corazón de las cosas y que le hace penetrar en el del hombre. Más que el moralista o que el sabio, él tiene el poder de despertar en su semejante «las cuerdas durmientes» de la paz y de la solidaridad por la pura emoción de lo bello.

La Iglesia y los jefes guerreros de los pueblos se [31] han servido de la magnífica sugestión del arte para consolidar su dominación. Es este un hecho evidentísimo. La riqueza de las catedrales y el fausto de los palacios se convirtieron en armas auxiliares en manos de los potentados religiosos y temporales. Fue la fascinación ejercida por el aliño del arte lo que ha conservado el fetichismo de las multitudes por las instituciones sociales. Lo que imponía el respeto hacia el pontífice y el emperador, era el arte que les revestía y que les encuadraba, al menos tanto como su séquito llevase la espada unida a la cruz. Si Rafael y Velázquez han servido al arte, han contribuido mucho también al prestigio de la Iglesia y del Estado.

El arte no era, sin embargo, una práctica cotidiana para la multitud. El arte pertenecía solamente a un número de privilegiados y sólo se mostraba a la muchedumbre en los «días grandes». Tan sólo con el progreso de la cultura comenzó el arte a popularizarse y pronto degeneró en manifestaciones que, lejos de elevar el alma y de iluminar la conciencia, no hacían sino irritar los sentidos. El arte ha sido prostituído y mercantilizado en estos tiempos de «valorificación» universal. La influencia, buena en un principio, de la burguesía liberal del siglo XVIII y principios del XIX, se ha hecho nefasta bajo el reinado de la burguesía parasitaria y vulgar del capitalismo militarista.

Más aún que en la sociología, en la ciencia y en la moral, es en el dominio de la estética donde se manifiesta una reacción más pronunciada del espíritu moderno. Ella se halla en estrecha relación [32] con la evolución social. A pesar de que en la estética, aún más que en los otros dominios, las manifestaciones individualistas adquieren con frecuencia el aspecto de anarquías tumultuosas; a pesar de que el arte se haya trocado en un refugio aristocrático de los que se creen la selección creadora, así como de la aristocracia política que se quedó sin sus torreones en la marea creciente de la democracia, existe, sin embargo, un número bastante crecido de teóricos que reconocen que el arte no es independiente del medio social. Estos se esfuerzan en hallar relaciones armónicas entre los artistas y la muchedumbre y en poner el arte al servicio de la civilización general, desarrollando el sentimiento estético de las masas.

Nombremos entre estos últimos a Gerardo de Lacaze-Duthiers, cuya prodigiosa actividad es poco conocida {(1) Joseph Riviére es el único que ha dado hasta hoy una biobibliografía completa sobre Lacaze-Duthiers}. Desde hace treinta y cinco años, él construye su obra crítica y estética sobre principios personales y es uno de los precursores de la «vida estética» de la humanidad.

Citaremos entre sus obras El ideal humano del arte, que es un ensayo de estética libertaria, y El descubrimiento de la vida, considerado como el libro más hermoso que se haya escrita desde Ruskin sobre la filosofía del arte. La idea central de esta obra es la siguiente: «El arte es el descubrimiento de la vida.» El ideal estético, generador de [33] la obra de arte, no es ni la copia ni la deformación de la vida, sino la transposición de ésta por síntesis: el hombre «descubre» la vida, creándola de nuevo por medio de la obra de arte. La estética es «la ciencia de la vida», y la crítica, «el sentimiento del arte», el arte juzgando al arte. La crítica debe ser creadora y «descubrir la estética de la vida». El fondo del arte es el amor. «El arte y el amor se confunden y la crítica es vida comprendida y sentida.» Lo bello es una síntesis viviente entre la lógica del pensamiento y la emoción del corazón. El arte es la verdadera oración del hombre moderno y éste no puede ser utilitario, sino útil.

En su Culto del Ideal o la Artistocracia, expone Lacaze-Duthiers las relaciones del arte con la sociedad. La democracia no es para él ni mejor ni más bella que la aristocracia. El autor considera a la sociedad dividida en dos campos destinados a combatirse sin piedad: 1, la aristocracia, compuesta de individuos libres, sinceros, libres de tradiciones y cuyo único ideal consiste en embellecerse por contacto directo con la vida, reaccionando contra el medio mediante la «acción de arte». Esta es la aristocracia del pensamiento, «el partido de la belleza», opuesto a 2, la mediocracia, que comprende a todos los arribistas, a los seudoartistas, a los falsos pensadores, a los políticos, a los moralistas, a todos los «brutos» parasitarios o utilitarios fijados en un medio. La mediocridad es «el partido de la fealdad», contra el cual ha escrito también Lacaze-Duthiers su Libertad del Pensamiento –950 páginas–, donde se hallan estudiadas las escuelas filosóficas, [34] sociológicas, literarias y artísticas. No comprueba en todas partes más que el triunfo de la estupidez, a la cual vuelven hoy todos los honores; a la barbarie organizada, opone el ideal estético dé la vida y profetiza –1913– que «el patriotismo de los negocios nos amenaza con una guerra universal».

Para Lacaze-Duthiers, el arte puro es una idea inconcebible, puesto que siendo el arte una función de la vida, hunde sus raíces en la humanidad. Pero el arte ya no es social; es asocial, amoral, apolítico; no tolera compromisos con una clase cualquiera de la sociedad. El arte es individualista y se funda sobre el egoísmo creador. «El santo egoísmo artístico», he ahí una de las fuerzas de la vida consciente. Y partiendo de ahí, el autor aspira al refugio en «la torre de marfil», pero en una torre de marfil viva, abierta a todas las corrientes y a todos los ecos de la Naturaleza y de los hombres. Habiendo soñado en otro tiempo con un socialismo estético, Lacaze-Duthiers ha vuelto –después de crueles experiencias– al artista que conserva su autonomía creadora, pues es creando para sí mismo como crea también para los demás.

El artistócrata es un superartista que armoniza sus actos con su pensamiento. La emoción con cuya ayuda vuelve a crear el artista la vida de la Naturaleza, es una «acción de arte» que purifica la vida y hace una obra de arte de la existencia del hombre. De la propia manera que el superhombre de Nietzsche se halla caracterizado por «la voluntad de la potencia» y el individualista de H. L. Follin por «la voluntad de la armonía», el superartista de [35] Lacaze-Duthiers es una voluntad de potencia estética que tiende a la creación de lo bello, sin compromiso moral, político o religioso de ninguna especie. Así, en «la vida presente» se persigue el ideal de una manera continua.

Para resumir, Lacaze-Duthiers hace de la estética una ciencia universal, «la verdadera ciencia concreta y viviente» que puede reemplazar a todas las demás, puesto que es ella la que condiciona la vida y la dirige, siendo también la única regla de vida.

Las diversas opiniones sobre este sistema han sido recogidas por Joseph Riviére. Entre otras, hallamos las de Remy de Gourmont, de André Suárez y de Romain Rolland. Estos pensadores aportan su homenaje al trabajo de Lacaze-Duthiers y simpatizan con las convicciones de este precursor de la artistocracia.

La influencia de la concepción estética de Lacaze-Duthiers se manifiesta (aun cuando no esté aún francamente confesada) en las indagaciones de los críticos más jóvenes que tratan también de clarificar y de sintetizar en una concepción dirigente las manifestaciones tan distintas y tan contradictorias del arte moderno. Por ejemplo, Juan Goudal, en su volumen Voluntades del arte moderno (ed. Rieder, París 1927). El autor acentúa el carácter voluntario y consciente de las artes contemporáneas {(1) Juan Miccoa, en sus Perspectivas de Arte (Biblioteca de la Artistocracia, 1930), se expresa en el mismo sentido: «El hombre es un animal estético; el arte es para el hombre una función vital, como la nutrición y la reproducción, la ciencia y la moral. Y el arte comienza donde empieza la humanidad.»}. [36] El abraza a la pintura y a la escultura, al cinema, a la novela, al mobiliario, &c., en el mismo sistema estético, porque todos entran en el cuadro de las mismas explicaciones. No queriendo hacer «teorías gratuitas», Goudal emplea numerosas citas de las obras de los contemporáneos. ¡Sólo deja de citar a Lacaze-Duthiers! Goudal está más cerca de él cuando dice que, en el fondo, asistimos hoy a un doble movimiento: «El Arte tiende a acercarse a la Vida», a confundirse con el conjunto de la realidad «del dato». Por otra parte, la Vida intenta elevarse hasta el plano del Arte. Existe un deslizamiento simultáneo del Arte hacia la Vida y de la Vida hacia el Arte. En ciertos puntos, el Arte y la Vida se han alcanzado; en el porvenir, su fusión llevará a profundas alteraciones en la vida social.

Partiendo de esta concepción, emparentada con la de «la voluntad de potencia estética», Goudal ha expuesto los orígenes del «totalismo estético», cuya característica es hoy «la crisis de la idea de la elección». En nombre de este «totalismo estético», el autor quiere dar derecho de ciudadanía artística también al cinema, poniéndolo al lado del teatro, de la novela y de la poesía. Ni aun la técnica puede mantenerse apartada del arte. Esta se halla en la línea general de la pintura, de la escultura y de la arquitectura. La técnica ha llegado a condicionar manifestaciones artísticas que afectan no sólo a la [37] muchedumbre, sino también a las fuerzas creadoras de las individualidades. Ese «totalismo» lleva a Juan Goudal a la indicación de una escala de los valores permanentes del arte.

A decir verdad, el ideal integral de la «vida estética» se halla aún bastante lejos. ¿Tendemos a él solamente? Esto es lo que no puede negarse. Pero tendemos también a los ideales científicos, morales y sociales. Estos últimos son en gran medida la condición de la vida estética que, después del individualismo, ocupa un grado bastante elevado en la escala en espiral del progreso humano. En nuestra época de socialización o, más exactamente, de colectivismo, y a pesar de la lucha encarnizada que el «viejo orden establecido» sostiene contra las olas crecientes de la Revolución, el ideal estético no ha sido olvidado, pues entra en las preocupaciones de los teóricos y de los estetas socialistas.

La estética y el materialismo histórico es el título de un ensayo de Rudolf Frank {(1) Aesthetik und historischer Materialismus, en el Forum, dic. 1919}, que intenta, en el estudio del problema estético, reemplazar el método ideológico por el del materialismo. Examinando el teatro antiguo heleno y el de nuestro tiempo, demuestra la imposibilidad de emitir un juicio estético puro en el sentido kantiano. Con frecuencia se confunde el juicio estético con la apreciación subjetiva. Aplicando el método del materialismo histórico en el dominio estético, puede [38] situarse la obra de arte (como lo ha hecho Taine) en una época determinada y, asimismo, en medio de circunstancias económicas determinadas.

Para comprender la obra de arte, hay que trasladarla a aquellos momentos. Fuera cual fuere su valor estético propio, el teatro de Sófocles, de Esquilo, de Eurípides y asimismo el de Aristófanes, así como también el de Schiller y el de Ibsen, expresan los conflictos dimanados de la situación social, política y económica de su tiempo.

En todo juicio estético, lo que priva es el interés que se ha tomado subjetivamente por la obra de arte. Ese juicio varía también para una misma obra de arte. No es, por tanto, el valor estético lo que decide el éxito de una obra de arte, sino tan sólo su interés. Sólo podrá abrirse camino si responde a los intereses de cierta clase social que la juzga. Es un «contrasentido» el querer demostrar el valor puramente estético de una obra. La definición del arte es subjetiva; no existe valor objetivo ni unidad de medida determinada que establezca «el estetismo» de una obra.

A las consideraciones materialistas de Rudolf Frank, que pone el interés social por encima del estético, añadimos las observaciones de un crítico, N. L. Baugniet, que reconoce también el factor colectivo social en el arte. El primero sostiene su tesis con ayuda de ejemplos tomados en las obras teatrales. Baugniet nos da, en Hacia una síntesis estética y social {(1) Europe, París, núm. 35, nov. 1925} algunas ideas interesantes relativas al [39] problema de la arquitectura moderna y a la relación, cada vez más acentuada en nuestros días, entre la estética y la colectividad social. La arquitectura de la trasguerra de 1914-1918 tiene una expresión social: la de la democracia colectiva. Ella debe representar el espíritu de la época. Al mismo tiempo que la aparición de la vida industrial y de la lucha de la emancipación de la clase laboriosa, han surgido también los esfuerzos de renovamiento de la arquitectura que había decaído durante el siglo XIX. Las primeras tentativas modernistas se han manifestado en Bélgica y en Holanda, pero no correspondían aún a una profunda necesidad social. La hegemonía de la clase burguesa influenció mal el arte del siglo XIX, que ha dado genios, pero no un estilo colectivo. Entre los primeros, Van de Velde ha presentido la tendencia de un arte que sea la expresión de las tendencias democráticas modernas, como el estilo gótico fue también la expresión de las tendencias colectivas religiosas de la Edad Media. De igual modo, durante el Renacimiento, el arte fue la expresión de toda una sociedad y decayó cuando llegó a ser la expresión de una clase dominante: por ejemplo, el estilo Imperio, que ha sustituido la concepción por el ornamento. El carácter de toda época decadente es el retorno nostálgico hacia el pasado. La imitación de los antiguos estilos arquitectónicos, ha dado resultados desastrosos. El arte moderno se ha enriquecido con un nuevo elemento de renovación: la máquina, que Ruskin condena con tanta violencia. La máquina es en realidad la primera obra de arte [40] del siglo XX: es una obra de la democracia, una obra anónima (como lo ha sido también el arte gótico) surgida de la multitud, sintetizando sus fuerzas y sus aspiraciones. El arte moderno debe ser semejante a la máquina que es utilitaria y armoniosa por su reducción a los elementos esenciales. El arte gótico surgió del fervor colectivo de la multitud; de igual manera, las industrias y las grandes aglomeraciones de los proletarios nos parecen obras del trabajo colectivo. La arquitectura moderna ya no puede ser sentimental, sino lógica y útil, armonizando la necesidad con la simple concepción. Desechando el ornamento afectado, la arquitectura se hace vívida por el juego de los volúmenes, de las masas y de los vacíos o huecos combinados. Debemos concebir el edificio lo mismo que las ciudades, como organismos. Nuestra época tiende a reemplazar los genios personales por los estilos colectivos. Siendo la obra de arte el vínculo más fuerte entre los hombres, debe hallar en ella la colectividad su justa y sincera expresión. El desacuerdo entre el arte y la colectividad significa la ruina del arte. El artista moderno debe reaccionar sobre el terreno social, debe unirse a la multitud, sentir sus profundas necesidades y elevarla así hasta él. La disciplina técnica y moral es obligatoria para todo el que quiera representar el espíritu de la época por medio de creaciones estéticas.

* * *

Estas reflexiones de N. L. Baugniet pueden aplicarse también a la pintura, a la escultura, a la [41] literatura y, asimismo, a la música moderna. Mas «el colectivismo estético» ha provocado, como era natural, numerosas reacciones. Y bastantes confusiones... Algunos han confundido el colectivismo estético con «el arte anónimo». ¿Es que nos dirigimos, en efecto, hacia el arte colectivo? ¿Es que éste significa una renunciación a la personalidad creadora? Los que protestan con más fuerza son «los estetas puros» o, más exactamente, los seudoestetas, que confunden la carrera tras la originalidad con la estética.

Exponiendo la cuestión de la estética y de la originalidad –esta vez en el dominio de la literatura– Federica Montseny llega {(1) L'en dehors, núm. 97, dic. 1926} a condenar, incluso desde el punto de vista individualista –anarquista–, las formas extremistas, dadaístas, cubistas y suprerrealistas que no son siquiera originales o estéticas. La estética literaria exige la expresión exacta y sutil, el juicio rápido, la elegancia del estilo y el poder de sugestión. Estas cualidades, que constituyen el encanto de las obras de un Flaubert, no pueden encontrarse fácilmente en la confusión de la literatura modernista. Una originalidad falsa y desequilibrada ha sumergido todas las manifestaciones literarias y artísticas. «¡Que no se parezca a nada de lo que existe! ¡Una nueva literatura y un nuevo arte!» es el grito de combate de los jóvenes, incapaces de brillar con luz propia. Es más fácil dejarse llevar por la corriente de la moda y de la excentricidad, que arriesgar la vida en defensa de los intereses generales humanos. [42]

Queriendo destruirlo todo para «levantar el edificio moral de un arte moderno», la juventud revolucionaria no tiene, en cambio, la fuerza creadora para reemplazar las ruinas. Con los versos dadaístas, con los cuadros inverosímiles de los cubistas, con la crítica desdeñosa de todo lo que no es extravagante e inteligible, no puede crearse «arte nuevo».

La originalidad, en cualquier dominio, no puede crearse; brota de las realidades como la evolución de las formas naturales. No es suficiente el decir: «Quiero ser original»; es preciso tener también una especie de substrato orgánico de la originalidad. Las manifestaciones «ultramodernas» en el arte y en la literatura de los jóvenes de espíritu exaltado o perturbado, desprovistos de lógica y de sentido común, son verdaderas puerilidades e incluso indicios de degradación física y moral de la especie humana... Estas apreciaciones de Federica Montseny (que no es una «moralista») concuerdan con las de los psicólogos y con las de la medicina social.

La belleza, que ha sido la única norma del arte griego, y la sensación estética por medio de la cual se purifican los sentimientos y se cultivan las ideas, han desaparecido en nuestros días. Han sido ahogadas por la incapacidad de la literatura y del arte modernos, que querían ser originales; no encontrando nada nuevo, porque todas «las novedades» fueron descubiertas antes, esta literatura se ha ocupado sin cesar de las pequeñeces de la vida, creyendo que podrán levantar sobre estas débiles bases el edificio del «arte nuevo».

Todos debemos tener, desde luego, la aspiración [43] de crear «algo nuevo», Ante todo, es necesario un nuevo medio y una nueva vida basada en la más completa libertad; la originalidad no se manifiesta con métodos forzados, sino con la libertad en todos los dominios de la vida. La originalidad es necesaria en la literatura, pero no es un objeto único. La literatura, como asimismo, las demás artes, no es una realidad fundamental de la vida, sino un hecho accidental. No es, por lo tanto, un fin, sino un medio de educación y de purificación. Si la literatura no conserva su carácter educativo y crítico, entonces es una simple pérdida de tiempo y una «ocupación» desprovista de espiritualidad y de todo valor moral.

La literatura, auxiliar de todos los ideales, creación de la inteligencia humana, rica fuente de ideas, medio de cultivar los sentimientos estéticos, esa literatura debe conservar su alta misión educadora. Esta literatura, a pesar de la baraúnda ensordecedora de los ultramodernistas, será también en el porvenir, como ya lo ha sido, la expresión de las grandes aspiraciones humanas; mediante ella se manifestarán las tendencias ocultas de la evolución de la vida y será siempre ella la que mantendrá la cultura estética de los sentimientos y de las ideas del hombre.

* * *

En el antípoda de «la originalidad» en comparación de la estética individual (o, más exactamente: del seudoesteta que, como lo ha demostrado F. Montseny, no puede afirmar su personalidad creadora) se halla «el arte anónimo». En otro tiempo, este último [44] tenía un sentido preciso. Hoy en día, cuando el imperativo individualista se afirma a pesar de la presión del rodillo colectivista, conviene analizar con más prudencia el sentido del «arte anónimo».

Los periódicos parisienses anunciaron que un grupo de jóvenes pintores y escultores, reaccionando probablemente contra los viejos célebres, que guardan demasiado bien las puertas de las exposiciones, habían resuelto organizar una exposición para ellos, sin ninguna preocupación personal, es decir, con obras no firmadas. Por otra parte, cincuenta escritores habían decidido escribir una obra teatral... Han pasado diez años desde entonces y no he oído decir si esas invenciones habían sido realizadas. Si descartamos la insinuación de que esas intenciones son también medios de reclamo personal, podríamos considerar esas manifestaciones como ensayos de retorno al antiguo fervor creador que consagraba todas sus fuerzas a una creencia colectiva. El individuo artista se fundía en la muchedumbre adoradora, como una piedra esculpida en la catedral gigantesca que centralizaba el ardor ético y estético de las épocas dominadas por el absolutismo eclesiástico y monárquico.

El tiempo de esas obras ha llegado a su término. La arquitectura reunía entonces todas las actividades sociales y espirituales. La pirámide, el templo y la catedral eran la obra de los pueblos y de los milenios. El hombre «vivía en la eternidad». La piedra exigía el esfuerzo silencioso y tenaz de las generaciones sucesivas. Pero desde que la imprenta hizo su aparición, la obra colectiva comenzó a mudar [45] su expresión que, de exterior, de simbólica y de elemental, se tornó cada vez más compleja y más interior. En lugar de la expresión lenta, continuamente ascendente, dióse la posibilidad a una expresión inmediata, personal e interiorizada. La imprenta arrebató el individuo a la muchedumbre. «Esto matará aquello», dijo el monje de Víctor Hugo, mostrando primeramente el primer libro salido de la prensa de Gutenberg, y, después, la silueta maciza y lujuriante de la catedral de Nuestra Señora de París.

El trabajo de hoy, colectivo, la vida estandarizada está basada en la técnica y ésta en la ciencia, sometida al imperativo de la Ganancia. La industria, a pesar de su minuciosa especialización, ha llegado a los colosos de hormigón y de hierro, plantados por encima de las minas de carbón o flotando sobre el océano que se agita en vano. La creencia de nuestros días es muy otra que la de tiempos pasados, aun cuando Cristo, Jehová y Buda sigan subsistiendo... Mas el dinero aureola a las viejas divinidades; el arte puro se halla aislado en santuarios ignorados, y las masas son sacrificadas a los dioses sangrientos: el Capitalismo y la Guerra.

El individualismo ético y estético es una reacción natural contra el materialismo nivelador y opresor. El «arte anónimo» moderno se halla desprovisto, como toda producción en serie, de la significación que tenía en otro tiempo. El arte colectivo implica no sólo el interés común, sino también el alma, la idea y la creencia colectiva. Estos existen hoy más en sus formas inferiores y negativas, pues están [46] arraigados en el estómago y en el sexo. No se han remontado todavía hacia el dominio ilimitado del Espíritu, hacia el azul de la creación desinteresada. La masa será «el abismo sin fondo» que engullirá ciegamente todos los impulsos individuales en tanto no llegue a la fuente inagotable de la solidaridad humana y cósmica y a la fuerza eterna de la inspiración creadora. Cuando la masa llegue a ser dueña de su destino material –lo que significa también consciencia individual– comenzará entonces la era espiritual de la humanidad después de su larga noche animal.

* * *

Las exposiciones de estos diversos aspectos de la estética en relación con el hecho social, requieren una simplificación y un camino que sea valedero para todos. He aquí lo que creemos nosotros:

El materialismo estético, por así decirlo, es tan extremista como «la artistocracia». Si el primero reduce la estética a la realidad económica o, por lo menos, al interés de una «clase social», la otra proyecta su concepción integral de la vida estética en un porvenir demasiado lejano y corre el riesgo de ser interpretada por los demócratas y por los socialistas como una «reacción» nueva de una élite que, no pudiendo ya reinar desde lo alto de sus torreones feudales o en los Gabinetes diplomáticos, se refugia en la torre de marfil del arte.

Ambas concepciones tienen, sin embargo, raíces profundas en la realidad humana. El materialismo histórico subordina el arte a los intereses de una [47] clase social mayoritaria y le asigna, como condición de viabilidad, el expresar los conflictos que resultan de los diversos estados económicos y políticos y el tender a hacer triunfar ideales sociales determinados.

Para los que proclaman la integridad del artista, la obra de arte sólo tiene tendencia hacia «lo bello», que ennoblece el alma. Independiente con respecto a las instituciones sociales, políticas, religiosas, &c., el arte debe contribuir a enriquecer la personalidad, a condición de que, a su vez, las creaciones artísticas contribuyan a la educación estética de la masa y faciliten el progreso general de la cultura. Comprendida de este modo, la artistocracia puede trabajar para la humanidad sin subordinarse a los «intereses de clase». En virtud de su sugestión creadora, el arte puede «obligar» a la humanidad a elevarse hacia sus eternas aspiraciones y a embellecer la lucha de la humanidad en el cuadro vasto de la Naturaleza y por encima del molde artificial de la sociedad.

Sin embargo, mejor que los teóricos estéticos, son los creadores de obras de arte que, con su vida, nos han dado indicaciones claras sobre el ideal estético, armonizándolo con las verdaderas aspiraciones de la humanidad. Un Goethe –a pesar de su actitud olímpica y aun habiendo dicho que «la música puede ejercer sobre la moralidad un influjo tan pequeño como las demás artes»– es un ejemplo de aquellos clásicos que fijaron en sus obras lo que solemos llamar «lo general humano». En este sentido es en el que dirigen sus esfuerzos todos los combatientes del espíritu; los que luchan en el seno de la sociedad y [48] los que quieren trastocarla y, asimismo, los caballeros del ideal puramente estético.

El pintor Eugenio Carriére {(1) G. Séailles: Eugenio Carriére, París} y el escultor Augusto Rodin {(2) Augusto Rodin: El arte, conversaciones con Paul Gsell} son ejemplos característicos de artistas que han sido a la vez hombres superiores y que no ignoraron las aspiraciones de la humanidad que sufre. Al lado de Rolland y de Nicolai, son precursores del humanitarismo, toda vez que han realizado obras a la par estéticas y humanas.

Adentrándose en el seno de la humanidad es como se han elevado por encima de ella, hacia las armonías universales y los misterios de la vida. La simpatía cósmica les ha traído a la fraternidad humana, confiada y serena: las mismas leyes reinan por doquier en el universo. El arte no puede ser un «deporte», sino una «intuición de la vida y de sus leyes».

La misión de los artistas consiste en «concentrar todas las atenciones sobre las ideas generales humanas que ellos expresan en sus obras». Deben realizar, como dijo Carriére, aquellas «acciones humanas que, mitigando, en determinados días, los intereses contrarios llaman a los hombres al sentimiento de un destino común...» {(3) Citado por G. Séailles.}

 

Folleto de 48 páginas, número LXXXIX de Cuadernos de Cultura, «Publicación quincenal | Director: Marín Civera | Redacción y administración: Apartado 454, Madrid 1933.» Pie de imprenta: «Gráficas Reunidas. Grabador Esteve, 19. Teléfono 13958. Valencia.»


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Eugen Relgis (1895-1987)
Individualismo, Estética y Humanitarismo (1933)