Zeferino González (1831-1894) Obras del Cardenal González |
Filosofía elemental Libro séptimo: Moral. Nomología |
Ya hemos dejado visto que la libertad constituye una condición sine qua non esencial de la moralidad. De aquí se deduce que la voluntad, como facultad libre, es la causa eficiente principal y el principio próximo de los actos morales. Empero el acto de la voluntad se halla en relación necesaria con el entendimiento, al cual pertenece el conocimiento previo del objeto de la voluntad; y por otro lado, la energía de ésta, como origen y causa de los actos morales, se halla en relación con los hábitos morales apellidados virtudes y vicios, y también con el auxilio o influjo que de Dios puede recibir para la ejecución del acto moral. Es preciso, por lo tanto, considerar el acto humano moral por parte de sus relaciones: 1º con el modo de conocer el objeto y condiciones que modifican la libertad del acto: 2º con las virtudes morales: 3º con la gracia. [442]
Nociones previas:
1ª Voluntario se dice, en general, aquel acto que procede de un principio interno con conocimiento del fin al cual tiende. Si este conocimiento del fin es perfecto, de manera que el agente conozca la razón formal de fin y su relación o proporción con los medios, como sucede en los agentes intelectuales, se dice que hay voluntario perfecto. Pero si sólo se conoce o percibe la cosa como buena materialmente y se tiende a ella en virtud de movimientos instintivos, sin conocer la razón universal o formal de bien ni su relación y proporción con los medios, como sucede en los animales, se dirá que hay voluntario imperfecto.
2ª El acto voluntario se divide también en necesario y libre. El primero va acompañado de determinación ad unum, de manera que no hay indiferencia o facultad en la voluntad para ponerlo o no ponerlo, como sucede en el amor de la felicidad, en la hipótesis que se piensa en ella, y en el amor con que los bienaventurados aman a Dios. Libre se dice el acto que va acompañado de facultad e indiferencia en orden a su ejecución.
3ª Cuando una cosa es intentada y elegida de una manera explícita y directamente por la voluntad, se dice que hay voluntario formal: si no es intentada directamente, pero si elige alguna cosa que es su causa, o con la cual tiene conexión, se dirá que hay voluntario virtual. El primero suele también denominarse directo, y el segundo indirecto. Cuando [443] uno se embriaga, previendo que en este estado proferirá malas palabras, la embriaguez le es voluntaria formalmente, y las palabras malas lo son virtualmente.
Para que este voluntario virtual o in causa, sea imputable moralmente al agente, deben concurrir las tres siguientes condiciones: 1ª que el efecto sea previsto, o pueda y deba ser previsto por el agente, atendidas sus circunstancias: 2ª que esté en su potestad y facultad el no poner la causa: 3ª que tenga obligación de no ponerla.
4ª Voluntario positivo, se dice lo que envuelve la realización o ejecución de un acto determinado. Voluntario negativo, la no ejecución de un acto en circunstancias determinadas por la ley.
5ª Es preciso tener presente la distinción entre los actos que se llaman elícitos, denominación que damos aquí a los que consuman en y con la sola voluntad, como el querer, amar, desear, &c.; y los imperados, los cuales se consuman o ejecutan por medio y con intervención del cuerpo, como el moverse, hablar, levantar la mano, &c.
Esto supuesto, las causas o condiciones que pueden influir sobre la voluntad, como principio del acto humano, y consiguientemente sobre la moralidad de éste, son principalmente cuatro: la violencia, el miedo, la ignorancia, la concupiscencia o pasiones.
La violencia
Significa aquí la coacción completa del acto, o sea de una fuerza física y absoluta, que sea el principio único y la causa total del acto, como sucede cuando uno, haciendo todos los esfuerzos posibles para estar quieto, es arrastrado y puesto en movimiento por una fuerza superior. De aquí se desprende: 1º que esta violencia puede tener lugar respecto de los actos imperados, por lo mismo y en cuanto que son ejecutados por los miembros exteriores: 2º que con respecto a los actos elícitos, la voluntad humana es incapaz de violencia; porque no hay causa alguna que pueda obligarla a querer en su interior lo que no quiere, amar o desear lo que aborrece, &c.; 3º que los actos realizados por violencia absoluta y física [444] son incapaces de moralidad, en atención a que la violencia no solo destruye la libertad, condición indispensable de la moralidad, sino que destruye hasta la razón general de voluntario, puesto que el acto, ejecutado de esta manera, no procede de un principio interno, sino externo al sujeto del acto o movimiento.
El miedo
Puede ser grave o leve. Para que sea grave se necesita: 1º que el mal temido sea grave, al menos con relación al sujeto o persona que teme: 2º que sea realmente inminente, o que sea cierta, o muy probable su invasión.
El miedo grave no destruye la libertad absoluta del acto; porque la voluntad conserva la facultad de poner o no poner el acto al cual es impulsada y excitada por el temor, y por eso se dice que las cosas hechas o ejecutadas bajo la influencia del miedo grave, son voluntarias simpliciter, e involuntarias secundum quid. De aquí es que el miedo, al disminuir la espontaneidad libre del acto, disminuye también su moralidad o inmoralidad; razón por la cual los moralistas enseñan que el miedo grave excusa de pecado mortal en las cosas que son de derecho humano, pero no en las que son intrínsecamente malas, a no ser en el caso excepcional de perturbar completamente el uso de la razón.
La ignorancia
Puede ser antecedente, concomitante y consiguiente, respecto del acto o determinación de la voluntad en orden al objeto.
Antecedente se dice la que es anterior al acto de la voluntad, y es causa de elegir o poner un acto que no se ejecutaría, a no existir tal ignorancia acerca de tal objeto y sus condiciones.
Concomitante se dice la ignorancia que es anterior al acto de la voluntad, la cual pone con esta ignorancia un acto, que pondría igualmente aunque no existiera dicha ignorancia acerca del objeto o circunstancias que sirven de término al acto. El ejemplo vulgar del que dispara el arma contra un amigo, pensando que era una pieza de caza, y del que dispara [445] contra su enemigo, pensando en lo mismo, pero con la determinación o disposición interna de verificar el disparo, si hubiera conocido que era su enemigo, indica la diferencia entre estas dos especies de ignorancia, en sus relaciones con el acto humano como libre y moral.
En el primer caso, el hombre pone y ejecuta el acto por la ignorancia y a causa de la ignorancia que tiene acerca de la naturaleza y condiciones del objeto: en el segundo caso, ejecuta el acto con ignorancia de la naturaleza del objeto, pero no a causa de esta ignorancia, toda vez que ejecutaría el acto, aunque no hubiera ignorado la naturaleza y condiciones del objeto. Como la libertad perfecta y la moralidad del acto exigen y suponen el conocimiento de su relación con el objeto, como término y especificativo del mismo, la ignorancia antecedente destruye la libertad necesaria para la imputabilidad moral, ya porque excluye el conocimiento de la bondad y malicia moral del acto, ya porque éste es contra la inclinación y determinación libre de la voluntad. No sucede así con la concomitante; la cual, si bien excusa en el fuero externo de responsabilidad moral, a causa de la ignorancia sobre la bondad o malicia actual del acto, no excusa en el interno de la conciencia, a causa de que no es contra la inclinación y determinación habitual de la voluntad en orden a aquel acto, el cual, aunque en sí no sea pecado, lo es la mala disposición habitual de la voluntad.
La ignorancia es consiguiente, cuando es efecto de la misma voluntad, es decir, cuando el operante elige y quiere ignorar alguna cosa, ya sea con volición directa, como se verifica en aquel que elige no saber la doctrina cristiana para pecar más libremente y sin remordimientos; ya sea con volición indirecta, como cuando alguno por negligencia, pereza o causas análogas, no adquiere los conocimientos necesarios para desempeñar convenientemente su oficio, resultando de esta ignorancia actos moralmente malos o perjudiciales a otros. La primera, por regla general, no quita ni disminuye la responsabilidad moral del acto; pero la segunda disminuye la bondad o malicia del acto, y esto en mayor o menor [446] grado, según es más o menos culpable y voluntaria la ignorancia que da ocasión a semejantes actos.
La concupiscencia
Denominación que aquí comprende todas las pasiones o movimientos del apetito sensitivo. Estas pasiones, cuando son anteriores al acto de la voluntad, aumentan la razón general de voluntario, porque contribuyen a que el acto sea más vehemente e intenso; pero disminuyen su libertad, a causa de la oscuridad y perturbación que determinan en la razón, impidiendo, por decirlo así, la serenidad e independencia del juicio con respecto al objeto de la pasión excitada. Por esta causa, la concupiscencia antecedente disminuye la moralidad del acto de la voluntad.
Si los movimientos de las pasiones son posteriores al acto de la voluntad, algunas veces siguen al acto de la voluntad por refluencia natural y espontánea, por cuanto los actos de la voluntad excitan y determinan naturalmente en el apetito sensitivo pasiones análogas con respecto al objeto concreto del acto A de la voluntad; y en este caso, la concupiscencia ni aumenta ni disminuye la libertad ni la moralidad, y solamente es un signo a posteriori de la mayor o menor intensidad de la acción libre procedente de la voluntad. Otras veces, los movimientos de las pasiones son, en todo, o en parte, un efecto voluntario y libre de la misma voluntad, que se esfuerza en excitar las pasiones correlativas y como paralelas a sus actos, a fin de aumentar la intensidad y vehemencia de estos; y en este caso, la concupiscencia aumenta, o mejor dicho, multiplica la moralidad; porque a la bondad o malicia propia de la voluntad en su acto anterior, se añade la bondad o malicia de las pasiones, como acciones y cosas ejecutadas en virtud de la elección y determinación libre de la voluntad. [447]
1º Noción general de la virtud moral.
Por virtud moral entendemos cierta facilidad de la potencia para realizar el bien moral, o sea para obrar rectamente con relación a determinada materia. Esta facilidad de la potencia para obrar bien respecto de tales o cuales objetos, se adquiere con la repetición de actos buenos, y su intensidad subjetiva aumenta y puede crecer con la repetición de esos actos, hasta formar lo que llamamos hábito o costumbre, de los cuales se dice, que forman una segunda naturaleza; porque cuando llegan a arraigarse en el sujeto, este obra por medio de ellos de una manera espontánea y como natural.
El atributo principal y el carácter propio de la virtud moral, es ser principio de actos buenos moralmente. La virtud podrá servir de ocasión y de objeto para un acto malo, pero nunca será principio. Si una persona se ensoberbece de su beneficencia, esta es la ocasión y el objeto, o mejor dicho, la materia de este acto de soberbia, pero no es el principio del mismo. Por eso y en este sentido decía san Agustín, al definir la virtud moral, que es una cualidad de la cual nadie usa mal y con la cual se sirve rectamente: Bona qualitas mentis, qua recte vivitur, et qua nullus male utitur.
La virtud, una vez adquirida o poseída, influye en la naturaleza y existencia de los actos morales, robusteciendo y dando vigor a las potencias del alma para realizarlos en las circunstancias y con las condiciones debidas. Bajo este punto de vista, puede decirse comprincipio del acto moral. [448]
2º Origen de la virtud moral.
Ya se ha dicho, y la experiencia lo confirma, que el desarrollo y complemento de la virtud moral depende de la repetición de actos. Sin embargo, considerada la virtud moral en el estado de incoación y por parte de su constitución rudimentaria, el origen de las virtudes está en la misma naturaleza del hombre. Contiene ésta, en efecto, los principios y semillas de las virtudes morales, bajo tres puntos de vista diferentes:
1º Por parte del entendimiento, por medio del cual a) percibe, discierne y juzga acerca de la bondad moral de los objetos, y sobre la conformidad de ciertas acciones con la razón: b) posee los principios morales, como expresión y derivación de la ley natural: c) y por medio de esta ley natural, participación inmediata y directa de la ley eterna, está en comunicación con ésta y con la razón divina, fundamento primitivo del orden moral.
2º Por parte de la voluntad, la cual es por su misma naturaleza una inclinación racional al bien honesto y conforme a la recta razón, el cual constituye precisamente el objeto y la materia propia de la virtud.
3º Por parte del apetito sensible, según que el temperamento, organización y cualidades del cuerpo, llevan consigo cierta aptitud y predisposición natural y sensible, más o menos enérgica, en orden a ciertas virtudes morales. Téngase presente, sin embargo, que esta incoación y semilla parcial; porque generalmente sólo se refiere a algunas virtudes particulares, al paso que la razón y la voluntad son principio y germen de todas.
3º Sujeto de la virtud.
El sujeto remoto, total y personal de las virtudes, es el individuo humano; porque los hábitos, lo mismo que las facultades y operaciones, son modificaciones del supuesto o sustancia singular: actiones sunt suppositorum.
El sujeto inmediato y propio de la virtud es la facultad o potencia en cuyas acciones influye, dando vigor y facilidad a la misma para realizar sus actos rectamente en el orden moral. [449] Estas potencias son, el entendimiento, en el cual reside la prudencia; la voluntad, sujeto de la justicia, y el apetito sensible, sujeto de la fortaleza y templanza; pues aunque éste, en absoluto o por sí solo, no es susceptible de virtud mora, pasa a serlo bajo la influencia y dirección de la razón y de la voluntad, con las cuales se halla unido y subordinado a las mismas en el hombre. En otros términos: el apetito sensitivo es capaz de virtud moral, porque es facultad o potencia racional por participación, como decían los Escolásticos: rationalis per participationem.
4º Clasificación o división de la virtud moral.
Como el apetito sensitivo se divide en concupiscible e irascible, la virtud moral se divide en cuatro géneros o virtudes fundamentales, que son:
a) La prudencia, que tiene su asiento en el entendimiento práctico, y cuyo oficio es rectificar la razón en orden al bien y al mal, como objetos y elementos del orden moral. Su objeto, tomado en concreto, y como adecuado y completo, es la operación recta en el orden moral.
Sus actos principales son tres: 1º investigar y reconocer los bienes posibles del agente, atendidas sus circunstancias, y que sean conformes a la razón, juntamente con los medios conducentes a su consecución: 2º discernir y juzgar rectamente acerca de los medios que deben elegirse y ponerse en práctica, para llegar a la posesión del bien intentado hic et nunc, es decir, en las actuales circunstancias: 3º ordenar imperativamente, aplicando las fuerzas y potencias varias del sujeto a la ejecución de la operación relacionada inmediatamente con el medio A y el fin B.
Por aquí se ve que la prudencia no solo es una virtud, sino una condición y forma general de las demás virtudes, las cuales no pueden realizar sus operaciones propias con respecto a su objeto especial, sino bajo la dirección superior de la razón, rectificada a su vez por la virtud de la prudencia. Por esta causa, y en este sentido, puede decirse que las virtudes tienen entre sí una conexión necesaria, porque ni la prudencia puede ser perfecta, si las facultades apetitivas [450] no están rectificadas acerca de su objeto o materia propia por medio de las virtudes que determinan esta rectitud habitual, ni estas virtudes son perfectas en sus operaciones propias, si estas no son reguladas y dirigidas por la prudencia.
b) La justicia, que tiene su asiento en la voluntad, y que puede definirse: un hábito que inclina o determina la voluntad a dar a cada uno lo que le pertenece, o sea aquello a que tiene derecho.
c) La templanza, que reside en el apetito concupiscible, y cuyo oficio es moderar las pasiones y movimientos afectivos de éste en orden a los bienes sensibles. Así es que puede definirse: el hábito que dispone e inclina al apetito concupiscible a buscar y usar los bienes sensibles con subordinación a la recta razón. Su objeto principal son los bienes y deleites sensibles que se refieren a la conservación del individuo y propagación de la especie.
d) La fortaleza, que rectifica y modera los movimientos del apetito irascible, y cuyo oficio propio es afirmar y vigorizar el alma humana contra los males sensibles, de manera que no sean parte a apartarla del bien racional y verdadero del hombre. San Agustín la define: afección del alma por medio de la cual despreciamos todos los peligros y daños de las cosas sujetas a nuestra potestad. Sus actos o manifestaciones principales, son acometer y sufrir: acometer contra los peligros y males que amenazan: sufrir o llevar con energía y valor los males presentes. Aunque el primero va acompañado de mayor gloria y brillo entre los hombres, el segundo, como más difícil por su naturaleza y condiciones, encierra mayor valor moral, y es digno de mayor premio y estima a los ojos de Dios, y a los de los hombres cuya razón penetre hasta el fondo de las cosas.
Estas cuatro virtudes se denominan cardinales, entre otras razones, porque son la raíz y el fundamento de las demás virtudes morales, manifestaciones y derivaciones parciales de las cardinales. Cada una de estas viene a ser como el género que contiene debajo de sí varias especies particulares. [451]
Lo que se acaba de decir sobre las virtudes morales adquiridas por la repetición de actos, es aplicable igualmente a las virtudes morales que Dios infunde al alma, cuando le comunica la gracia santificante, según la teología católica. La naturaleza, los actos y los objetos en las virtudes morales adquiridas y las infusas, convienen quoad substantiam, pero se distinguen entre sí por parte del origen, el cual, en la virtud moral natural, es la repetición de actos buenos, y en la infusa, es la acción de Dios.
De esta distinción se sigue: 1º que la virtud adquirida, es una cualidad natural, al paso que la infusa pertenece al orden sobrenatural: 2º que el valor meritorio de la virtud natural y adquirida, solo tiene relación con un premio o bien natural, al paso que el acto procedente de la virtud infusa, en fuerza de su origen e información por parte de la gracia, puede tener un valor proporcionado con un premio sobrenatural.
Aunque es oficio propio de la teología y de la moral teológica tratar de la gracia, puede y debe la ciencia filosófica y racional, cuando no se halla informada por el espíritu de contradicción y oposición sistemática a la idea cristiana, reconocer de alguna manera su necesidad y existencia.
Prescindiendo, en efecto, de la revelación católica, la experiencia y la razón nos suministran indicios y pruebas a posteriori no despreciables de la necesidad y hasta de la existencia de la gracia, considerada como un auxilio especial de Dios. Veamos algunas de estas pruebas.
1ª Y a la verdad, si fijamos nuestra vista en el interior de nuestra propia conciencia; si seguimos con atenta mirada [452] la serie de fenómenos morales que en su fondo se realizan durante el curso de nuestra vida, y principalmente las transformaciones tan profundas como inesperadas que nuestra voluntad experimenta, no podemos menos de reconocer en todos estos fenómenos psicológicos, indicios más o menos evidentes de una fuerza superior que impresiona, transforma, domina y dirige nuestra voluntad en sus múltiples manifestaciones morales. Que no de otra manera pueden explicarse satisfactoriamente, la energía prodigiosa que en ocasiones despliega esa voluntad, para arrollar todos los obstáculos y dificultades que se presentan en el cumplimiento del deber. Que no de otra suerte podemos concebir y explicar esas grandes transformaciones repentinas, e instantáneas no pocas veces, por medio de las cuales al alma fatigada y oprimida algunas veces por el peso del deber, realiza y ejecuta otras veces sin hesitaciones y como sin esfuerzo, acciones que se acercan al heroísmo.
2ª Hemos visto antes, y es una verdad adquirida a la ciencia, que además de la energía de la voluntad que ha de realizarla, la acción moral exige y presupone la acción de la razón que discierne entre el bien y el mal, y que juzga de la conformidad u oposición de los actos y objetos con el orden moral. Ahora bien: si es cierto que poseemos una razón cuyo alimento propio es la verdad; si es cierto que poseemos una inteligencia que aspira sin cesar a la posesión plena y perfecta de esa verdad, hasta el punto de que ninguna de las que en la vida presente alcanza, puede llenar esa aspiración; si es cierto, en fin, que la razón humana, irradiación y destello admirable de la Razón divina, puede levantarse y se levanta, en efecto, a alturas inconmensurables, no lo es menos que esta misma razón humana tropieza a cada paso; la que se halla rodeada de sombras y tinieblas palpables; que la ignorancia y la oscuridad son sus compañeras inseparables; que acepta, en fin, con pasmosa facilidad errores los más groseros y extravíos los más lamentables en todos los ramos de la ciencia. Luego si la razón ha de caminar con paso firme, constante y seguro hacia Dios, primera Verdad [453] y último fin de sus acciones; si ha de conocer el bien moral en todas sus manifestaciones, con la certeza y seguridad que exige la perfección moral del hombre en las diversas, múltiples y complejas situaciones de la vida, necesita que la mano del Excelso venga en su auxilio, vigorizando y sosteniendo su razón flaca, falible y vacilante; necesita una comunicación especial con esa Luz divina y verdadera, quae illuminat omnem hominem venientem in hunc mundum.
3ª Añadamos ahora la existencia y realidad del pecado original, o mejor, para no salir del terreno puramente natural y filosófico, la existencia y realidad de una gran caída moral del género humano, caída atestiguada de consuno por la razón, por la experiencia, por fenómenos psicológicos, por la tradición de la ciencia, por los monumentos de la historia, del arte, de las religiones y de las cosmogonías. Y la existencia y realidad de esta gran caída, lleva consigo la existencia y realidad de una debilitación o disminución en las tendencias y aspiraciones del hombre al bien, y la introducción de un profundo desorden en su naturaleza y sus potencias. Luego el hombre necesita de un auxilio extraordinario y de una fuerza superior y divina, para rehabilitar su naturaleza inclinada al mal, reparar y vigorizar sus fuerzas morales debilitadas por el pecado.
4ª La observación y la experiencia nos revelan que la voluntad humana es un conjunto misterioso de grandeza y de miseria, una síntesis extraña, pero incontestable, de fuerza y de flaqueza moral.
Al lado de sus nobles deseos, de sus tendencias y aspiraciones sublimes al bien infinito, observamos sus vicios, sus noble instintos, su corrupción, su impotencia: por un lado, grandeza, energía, el brillo mágico de la virtud, la ley del deber, aspiraciones ardorosas al bien: por otro lado, debilidad, impotencia, hesitaciones, abatimiento, inconstancia, miseria profunda. Es, pues, sumamente difícil, por no decir imposible, que en todos sus momentos, y en las múltiples, difíciles y complejas situaciones de la vida, realice el bien moral de una manera constante, enérgica y perseverante, [454] si no viene en su ayuda un auxilio superior y extraordinario, en una palabra, la gracia divina.
¿Ni cómo explicar de otra manera y sin esta gracia, esas grandes transformaciones que vemos operarse en el fondo de la naturaleza humana y que vienen a cambiar todas sus condiciones normales? La conciencia y la razón se resisten a creer que la fuerza sola de la voluntad sea bastante poderosa, para determinar la completa y profunda transformación moral de ciertas existencias, a las que vemos cambiar súbitamente de hábitos, de ideas, de costumbres, y, hasta cierto punto, de carácter e inclinaciones. La energía nativa de la voluntad humana, por grande que se la quiera suponer, jamás será suficiente para realizar la conversión de un san Pablo, para explicar la transformación del Agustino maniqueo y libertino, en el san Agustín de las Confesiones y los Soliloquios.
Dos corolarios importantes se desprenden de esta doctrina:
1º Cuando la teología católica enseña que el hombre, en el estado presente de la naturaleza humana, necesita del auxilio divino o gracia de Dios para evitar todos los pecados mortales y cumplir todos los preceptos de la ley natural, enseña una verdad que está muy en armonía con lo que la razón y la experiencia nos revelan sobre la debilidad e impotencia moral del hombre para realizar el bien.
2º Los dogmas católicos acerca de la gracia y acerca del pecado original y corrupción consiguiente de la naturaleza humana, se hallan en íntimas relaciones y en completa armonía con lo que la razón, la experiencia interna y la observación indican y descubren. De aquí es que los que ignoran o rechazan estos dogmas, van a parar, o al maniqueísmo, o a la metempsicosis, o al fanatismo, o finalmente, al escepticismo e indeferentismo religioso.
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Zeferino González | Filosofía elemental (2ª ed.) Madrid 1876, tomo 2, páginas 441-454 |