La phi simboliza la filosofía de tradición helénica, la ñ la lengua española Proyecto Filosofía en español
Zeferino González 1831-1894

Zeferino González
La Economía política y el Cristianismo
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IV

«El orgullo y la malicia de ciertos hombres, decía Fenelon, son los que arrastran a tantos otros a una horrorosa pobreza.» Los que hayan meditado un poco sobre ese terrible cáncer del pauperismo, que corroe las sociedades modernas, y que produce viva y constante inquietud en los gobiernos y en los pueblos, comprenderán sin dificultad toda la verdad que encierran las palabras del ilustre arzobispo de Cambray. [53]

Los que hayan leído algo sobre economía y estadística, los que hayan reflexionado sobre la situación relativa de las dos grandes clases sociales, la clase rica y la clase indigente, saben demasiado cuan trascendental es para los gobiernos y para la Economía política el problema de la clase obrera. Contribuciones de pobres, asociaciones filantrópicas, reglamentación para los hospicios y demás establecimientos de beneficencia, inspección y vigilancia administrativa, organización del trabajo, sociedades cooperativas; de todo se ha echado mano para resolver el gran problema, y sin embargo, el gran problema existe siempre y se revela cada día más alarmante y amenazador, y parece tender y acercarse rápidamente a la solución socialista.

No negaremos los resultados favorables de los esfuerzos realizados por la administración civil, ni la conveniencia de los medios antes indicados; pero sí diremos que esos esfuerzos y esos medios, si no han sido estériles, han sido menos fecundos de lo que correspondía a sus proporciones. Y es que han sido separados de la savia vivificadora y fecundante de toda obra benéfica, el gran principio de la caridad católica; porque, como decía Balmes: «¡Ay de los desgraciados que no reciben el socorro en sus necesidades sino por medio de la administración civil, sin intervención de la caridad cristiana! En las relaciones que se darán al público, la filantropía exagerará los cuidados que prodiga al infortunio, pero en realidad las cosas [54] pasarán de otra manera. El amor de nuestros hermanos, si no está fundado en principios religiosos, es tan abundante de palabras como escaso de obras. La visita del pobre, del enfermo, del anciano desvalido, es demasiado desagradable para que podamos soportarla por mucho tiempo cuando no nos obligan a ello muy poderosos motivos. Donde falta la caridad cristiana podrá haber puntualidad, exactitud, todo lo que se quiera por parte de los asalariados para servir, si el establecimiento está sujeto a una buena administración; pero faltará una cosa, que con nada se suple, que no se paga: el amor. Mas se nos dirá: y ¿no tenéis fe en la filantropía? No; porque, como ha dicho Chateaubriand, «la filantropía es la moneda falsa de la caridad.»

La Economía política anti-cristiana, la escuela económica que prescinde de los principios religiosos y morales, no solo es incapaz de dar solución satisfactoria al gran problema, sino que ha contribuido poderosamente a que haya tomado y tome cada día proporciones exasperantes. La escuela que sólo se ocupa del bienestar material, echando por completo en olvido, o al menos, prescindiendo de los destinos superiores del hombre; la escuela que ensalza y promueve el lujo ilimitado como un medio de producción y de bien para el hombre y la sociedad; la escuela que sólo tiene y recomienda para el obrero la educación industrial, echando a un lado la educación moral y religiosa; la escuela, en fin, que no halla otro medio [55] para conducir al obrero a la adquisición del bienestar que la excitación al trabajo por medio de la multiplicación de necesidades, siquiera estas sean facticias, y por el aliciente de los goces materiales, no es ciertamente la llamada a mejorar la suerte de las clases obreras y establecer relaciones armónicas y permanentes entre la humanidad pobre y la humanidad rica. Lo que si podrá producir semejante escuela económica es ese lujo insultante que se revela en nuestras sociedades, esas fortunas colosales que aparecen repentinamente en las grandes ciudades industriales y fabriles, esa nueva aristocracia del dinero y de la industria, que arrastra en pos de si poblaciones enteras de artesanos y obreros, que nos recuerdan los antiguos patricios romanos de los últimos tiempos de la república y primeros del imperio, con sus centenares de esclavos, sus innumerables quintas, sus estanques de lampreas, sus termas, sus cenas y sus convites de millones de sextercios.

Solo la Economía político-cristiana, basada sobre el gran principio de la caridad y del orden sobrenatural, es la que puede, si no hacer desaparecer las condiciones del problema, porque el trabajo es una ley divina y una necesidad social, darle, a lo menos, solución más conveniente y más en relación con la dignidad del hombre y sus destinos superiores.

En efecto; por una parte, la escuela cristiana de Economía política condena el lujo excesivo y el abuso [56] de las riquezas, haciendo desaparecer de esta suerte una de las causas más poderosas y frecuentes del odio concentrado de la clase indigente contra los ricos. Por otra parte, recomendando la caridad como una virtud necesaria y como la virtud predilecta de Dios, aproxima sin cesar el pobre al rico, y hace entrar en su corazón el sentimiento de gratitud en vez del odio excitado por el lujo y las miras egoístas de la Economía anti-cristiana.

Empero, en ninguna cosa se manifiestan tan de bulto las ventajas de la Economía político-cristiana, como en el principio de la caridad aplicado a la instrucción. Ella enseña, en efecto, que debe atenderse ante todo y con absoluta preferencia a la instrucción moral y religiosa de los obreros; porque sólo aquí se encuentra el verdadero origen del bienestar para ellos, y de armonía y seguridad para la clase rica y los gobiernos. El obrero que posee un corazón morigerado, el obrero cristiano que posea educación moral y religiosa, será amigo del trabajo, del orden y de la frugalidad. Cuidará de satisfacer las necesidades verdaderas y primarias de su persona y de su familia antes que las facticias. Procurará cultivar su inteligencia, adquirir buen nombre y hacer ahorros; será buen esposo, buen hijo, buen padre y buen ciudadano, y si, a pesar de sus esfuerzos y fatigas, no puede subir a una posición más elevada, si se ve condenado a buscar diariamente en su trabajo el necesario alimento, no [57] murmurará, no odiará al rico; porque sabe que el Padre celestial da entrada en el reino de los cielos al pobre sumiso y paciente con preferencia al rico orgulloso.

¡Oh! si los gobiernos y los pueblos atendieran con preferencia a la instrucción moral y cristiana de las clases obreras; si cuidaran de formar su corazón en las virtudes cristianas antes de sepultarlos en las fábricas y talleres, que se convierten para el mayor número de estos desgraciados en escuelas de inmoralidad y corrupción; si escucharan, en fin, las inspiraciones de la Economía político-cristiana, sin duda que el problema del pauperismo no se alzaría tan amenazador y desconsolante para la sociedad y la religión.

Y no es porque el cristianismo y la Iglesia de Cristo ignoren o desconozcan que las formas y manifestaciones del mal físico, bien así como las formas y manifestaciones del mal moral, acompañarán siempre al hombre a su paso sobre la tierra. El cristianismo y la Iglesia saben demasiado que, dadas las actuales condiciones físicas y morales de la humanidad, ésta presenciará siempre en mayor o menor escala las antítesis o contradicciones del hombre de la opulencia y del hombre de la pobreza, del hombre de la inteligencia y del saber y del hombre embrutecido y de la ignorancia, del hombre de la salud y del hombre de la enfermedad, del hombre de la virtud y del hombre del vicio. Lo que el cristianismo y la Iglesia católica [58] pretenden, y desean, y piensan, y procuran por medio de sus principios y doctrinas, por medio de sus leyes e instituciones, es, ya que no es posible destruir ni aniquilar por completo el mal, disminuir su intensidad, suavizar sus efectos, utilizar y moralizar su existencia y sus manifestaciones.

No, el cristianismo y la Iglesia, que, de acuerdo con la razón, con la experiencia interna y con la historia, profesa el dogma de la caída original, y reconoce como efecto y manifestación de ésta la degradación física, intelectual y moral del hombre, no abriga la confianza de la abolición total de las formas del mal sobre la tierra, porque sabe que esto está reservado para la vida futura, en la que la omnipotencia y la misericordia de Dios cambiará las condiciones de la existencia humana. No es ciertamente el cristianismo, sino el panteísmo hegeliano, el que engaña al hombre con falaces promesas de una divinización futura: no es el cristianismo, sino el krausismo espiritista, el que mece y entretiene al hombre con los vanos ensueños de una edad plena y armónica, en que desaparecerán como por encanto de esta tierra que habitamos «los males todos que hoy todavía tuercen y cortan el camino de la vida, la guerra y el despotismo, la injusticia y el egoísmo, la indiferencia y el escepticismo.» {(1) Krause, Ideal de la Humanidad.} [59]

Hay más todavía: la profunda, cuanto combatida doctrina del cristianismo en orden a la existencia permanente del mal y de sus manifestaciones sobre la tierra, hállase hoy comprobada y como científicamente demostrada por las conclusiones de la misma Economía política. Las leyes fundamentales y constitutivas de esta ciencia, los elementos y principios generadores de la producción y distribución de las riquezas llevan consigo inevitablemente la existencia y, en ocasiones, hasta el aumento de la miseria y de los sufrimientos. Con su lógica inflexible, franca y ultimadora, Proudhon ha demostrado la realidad de este fenómeno {(1)Véase su obra titulada Systeme des contradctions economiques, ou Philosophie de la misère passim, y especialmente los capitulos 1°, 3º, 4° y 6°}, reconocido a la vez por otros economistas contemporáneos. Tomemos, por ejemplo, la división del trabajo, que constituye una de las leyes fundamentales de la ciencia económica, instrumento el más fecundo y poderoso de saber y de riqueza, y le veremos a la vez influir poderosamente en la ignorancia, favorecer el desarrollo de la miseria y del embrutecimiento de las masas, «un hombre, escribe Say {(2) Traité d'Econ. Polit.}, que durante toda su vida no hace más que la misma operación, llega sin duda a ejecutarla mejor y con mas prontitud que otro hombre, pero al propio tiempo se hace menos capaz [60] en orden a cualquiera otra operación, sea física, sea moral; sus restantes facultades se apagan, resultando de aquí una degeneración del hombre considerado individualmente. Es un triste testimonio el que el hombre se da a si mismo, no haber hecho jamás sino la décima octava parte de un alfiler. Y no hay que imaginarse que esta degeneración pertenece exclusivamente al obrero que durante toda su vida maneja solamente una lima o un martillo; pertenece también al hombre que por razón de su estado ejerce otras facultades más independientes.»

Oigamos ahora al citado Proudhon sobre este mismo punto. «¿Cuál es, pregunta {(1) Philosophie de la misère, tomo I}, después del trabajo, la causa primera de la multiplicación de las riquezas y de la habilidad de los trabajadores? la división del mismo trabajo.

¿Cuál es la primera causa de la decadencia del espíritu o talento y, según lo probaremos en seguida, de la miseria civilizada? la división del trabajo...

El trabajo, que debía proporcionar superioridad a la conciencia y hacerla más y más digna de felicidad, determinando por la división la debilidad del espíritu, aminora al hombre en su parte más noble, minorat capitis, y le refunde en la animalidad. Desde este momento el hombre degenerado trabaja como bruto, [61] consiguientemente debe ser tratado como bruto. La sociedad pondrá en ejecución este juicio de la naturaleza y de la necesidad.

El primer efecto del trabajo dividido, después de la depravación del alma, es la prolongación de las horas de trabajo, que crecen en razón inversa de la suma de inteligencia empleada. Porque apreciándose el producto por la cantidad y la calidad juntamente, si a causa de cualquiera evolución industrial, el trabajo desmerece en un sentido, es necesario que se verifique compensación por otro lado. Como la duración del trabajo diario no puede pasar de 16 a 18 horas, desde el momento que la compensación no puede tomarse sobre el tiempo, se tomará sobre el precio, y el salario disminuirá... Hay, pues, necesidad de reducción en el precio del trabajo de cada día: de manera que el trabajador, después de haber sido lastimado en su alma por una función degradante, no podrá librarse de ser afligido también en su cuerpo por la pequeñez del salario.»

«La división del trabajo, escribe también Blanqui, y el perfeccionamiento de las máquinas, que debían realizar para la gran familia obrera del género humano la conquista de ciertas ventajas en provecho de su dignidad, no han engendrado en muchos puntos más que el embrutecimiento y la miseria.»

En suma: el principio de la división del trabajo, principio generador y elemento fecundo de producción, [62] de riqueza y de bienestar en el orden económico, en medio y a pesar de sus ventajas e innegable utilidad, lleva consigo inconvenientes graves y da origen a males y sufrimientos reales. Notables son las palabras con que un distinguido publicista sintetiza los inconvenientes y efectos deplorables de la división del trabajo: «A medida, escribe {(1) Tocqueville, De la Democratie en Amer.}, que el principio de la división del trabajo recibe una aplicación completa, el obrero se hace más débil, más limitado y más dependiente. El arte progresa, pero el artesano retrograda.»

Lo que se acaba de ver con respecto a la división del trabajo, es aplicable igualmente a otras fases del problema económico. Descúbrese en las leyes de la Economía política una especie de antagonismo fatal que las hace fecundas y estériles a la vez en orden a la existencia y condiciones de la miseria física y moral. Las máquinas, en su cualidad de antítesis y como fórmula inversa de la división del trabajo, ejercen beneficiosa influencia en el orden económico, disminuyendo el trabajo y fatiga del obrero, multiplicando la producción, determinando rebaja en el precio de los artículos, facilitando el consumo y el bienestar general; pero al propio tiempo y bajo otro punto de vista, suelen determinar la pobreza y la escasez en las masas obreras, en fuerza de la eliminación y [63] reducción del trabajo manual, reemplazado por la máquina. El impuesto, que en el orden teórico y racional debe gravitar sobre la fortuna y estar en relación con esta, no es raro que en la práctica gravite más bien sobre la pobreza y oprima al indigente y al proletario. Igualmente, la libre concurrencia, tan preconizada por la novísima Economía política, al lado de ventajas reales y muy importantes, presenta inconvenientes y peligros no menos positivos, que determinan con frecuencia un aumento de miseria en las clases inferiores; pues es sabido que la libre concurrencia determina aumento de gastos reales de la producción, multiplicando sin necesidad los capitales empleados, ocasiona y provoca la inferioridad y falsificación de los productos, determina y mantiene con frecuencia terrores y desconfianzas en los capitalistas y los mercados. Observaciones análogas podríamos aplicar al monopolio, al crédito y a otros elementos y problemas que desempeñan papel muy importante en la Economía política. Proudhon, cuya pluma parece complacerse en poner de relieve la existencia del mal, y cuya lógica ruda e inexorable salta por encima de consideraciones y desprecia las atenuantes formas, escribe las siguientes palabras, que pueden considerarse como la síntesis de las reflexiones que acabamos de consignar: «Por todas partes, en donde el trabajo no ha sido socializado, es decir, en donde el valor no ha sido determinado sintéticamente hay perturbación y deslealtad en los [64] cambios, guerra de astucias y emboscadas, impedimento a la producción, a la circulación y al consumo, trabajo improductivo, ausencia de garantías, despojo, insolaridad, indigencia y lujo, pero al propio tiempo esfuerzo del genio social para conquistar la justicia y tendencia constante a la asociación y al orden. La Economía política no es otra cosa más que la historia de esta grande lucha. Por una parte, en efecto, la Economía política, en cuanto consagra y pretende eternizar las anomalías del valor y las prerrogativas del egoísmo, es en realidad la teoría de la desdicha y la organización de la miseria; mas en cuanto que expone los medios inventados por la civilización para vencer al pauperismo, bien que estos medios hayan cedido constantemente en ventaja exclusiva del monopolio, la Economía política es el preámbulo de la organización de la riqueza.» {(1) Sistème des Contradict econ., tomo 1.}

Sin necesidad de adoptar en absoluto y completamente los puntos de vista ni las apreciaciones todas del autor de la Filosofía de la miseria, bien puede reconocerse que hay un fondo de verdad en sus afirmaciones, lo cual, junto con los datos y reflexiones que antes se han consignado, demuestran palpablemente la consumada previsión de la Iglesia al multiplicar incesantemente las leyes e instituciones destinadas a [65] disminuir, suavizar y aliviar las múltiples manifestaciones y formas del mal que aflige y afligirá siempre a la humanidad, a pesar de los progresos más o menos reales, y de las pretensiones más o menos fundadas de las ciencias económico-sociales y políticas. Escusado será añadir que esos mismos datos y reflexiones constituyen al propio tiempo una prueba más de que la humanidad desvalida y doliente, bien así como las modernas sociedades, ganarían mucho, aun bajo el punto de vista material y económico, si la Economía política se hallara inspirada, informada y vivificada por el espíritu cristiano y por la moral del evangelio. Su desarrollo científico sería en este caso más sólido y seguro, y sobre todo serían más beneficiosas y fecundas para el bienestar de las masas indigentes y para la sociedad en general, sus aplicaciones y enseñanzas. Somos los primeros en reconocer que la Economía política ha prestado grandes servicios a las naciones modernas: somos los primeros en reconocer y confesar que esta ciencia ha contribuido poderosamente al desarrollo de la riqueza pública y al aumento de bienestar material; pero creemos a la vez que también ha contribuido poderosamente al desarrollo de ese gran antagonismo social que puede considerarse como la expresión sintética de los males y peligros que hoy aquejan y perturban a la sociedad, y esto por haberse manifestado extraña, cuando no hostil, a las instituciones cristianas, por haber rechazado las [66] inspiraciones del cristianismo y de la moral evangélica.

Y no se nos diga que este antagonismo social era mayor y más profundo en las naciones antiguas y en la edad media; porque nosotros contestaremos a esto que la historia imparcial, basada en el estudio y examen de los monumentos contemporáneos, demuestra lo contrario, por más que la falta de sentido histórico primero, y después el espíritu revolucionario, hayan venido falseando la historia por espacio de siglos con respecto a este punto. No nos sería difícil aducir pruebas y datos para demostrar nuestro aserto, pero preferimos ceder la palabra al autorizado autor de La Reforma Social. El pasaje que vamos a transcribir, aunque demasiado extenso tal vez, merece fijar la atención de todo lector reflexivo; porque los datos y consideraciones que contiene son muy a propósito para desterrar preocupaciones bastante generalizadas, e ilustrar la opinión en orden a la cuestión del antagonismo social. He aquí las palabras de Mr. LePlay {(1) La Reforme Sociale, t. 1, pág. 27 y sigs.}: «La historia propiamente dicha, la historia que se funda sobre los documentos positivos de paleógrafos y arqueólogos, ha nacido en nuestra época. En medio de sus grandezas literarias, el siglo de Luis XIV no poseyó ciertamente la inteligencia de los tiempos pasados: aquel siglo desnaturalizaba con sus sistemas históricos [67] la antigüedad y la edad media, prestándoles sus propios sentimientos y sus ideas, de la misma manera que desfiguraba sus personajes en el teatro, presentándolos vestidos con los trajes de la época.

La escuela revolucionaria ha falseado más todavía los espíritus (1): esta escuela viene atribuyendo, como carácter distintivo, a los seis siglos precedentes el antagonismo social, siendo así que este no tenia lugar en aquellos tiempos sino como estado excepcional, y que sólo en nuestro tiempo se ha propagado realmente. Estas falsas aserciones aceleraron indudablemente la obra de destrucción que la opinión francesa se complace en glorificar; pero pesan hoy sobre nosotros, engañándonos acerca del origen del mal actual y lanzando el descrédito sobre el remedio que nos ofrecen las buenas tradiciones de nuestros padres.

{(1) Los estudios locales hechos sobre la Francia, revelan en esta la existencia de multitud de preocupaciones inculcadas a los pueblos por los promovedores de la revolución. Así se comprende, o por esta razón, el alcalde de un municipio rural declaraba últimamente ante el Consejo de Estado: «Independientemente de las preocupaciones sobre el comercio de granos, se encuentra uno maravillado al ver cómo se conservan en nuestras campiñas opiniones las más extravagantes y las más erróneas sobre nuestro antiguo régimen social. Todavía se ven entre nosotros algunos individuos muy persuadidos de que antes de la revolución de 1789, el país estaba sujeto a derechos feudales, de cuya existencia, sin embargo, no se encuentra vestigio alguno en los tiempos anteriores a la revolución.» Nota de Le Play}

Felizmente los historiadores modernos de la [68] Alemania, Inglaterra, Francia, España e Italia comienzan a producir reacción contra estos errores y preocupaciones. Las convicciones que han adquirido consultando los documentos originales se hallan de acuerdo con las que yo he adquirido acerca de algunos puntos especiales, observando directamente en toda la Europa las numerosas familias que han conservado los instintos y los hábitos de la edad media. Lo mismo que uno de nuestros mas hábiles historiadores (1), me he llenado muchas veces de indignación, viendo a cierta literatura contemporánea pervertir la opinión pública y afirmar que nuestra antigua Francia no se componía más que de opresores y oprimidos. Sin negar que la edad media era inferior a la nuestra bajo muchos puntos de vista, cada día aumenta en mí la convicción de que en aquella época estaba mejor establecida la armonía social en la parroquia, en el taller y en la familia...

{(1) Alude aquí el autor a Mr. Thierry (Agustín), el cual en sus Cartas sobre la Historia de Francia, se lamenta del juicio inexacto que generalmente se ha formado acerca de los sucesos de la edad media, a causa de los errores y preocupaciones esparcidos y autorizados por los historiadores modernos con respecto a dicha época.}

La edad media no fue solamente una época de organización social: creó además muchas ramas originales del arte y de la industria; y señaladamente, aquella edad fundó una escuela de arquitectura que [69] puede ponerse en ventajosa comparación con las escuelas arquitectónicas de las mejores épocas. Ciertamente, los ciudadanos que a costa de tantos esfuerzos levantaron esos magníficos edificios debieron darse cuenta de su valor y señalarlos a la admiración de sus descendientes. Sin embargo, desde el siglo XVI, este sentimiento se borró en presencia de las aspiraciones que inclinaron los espíritus hacia el arte de griegos y romanos, y bien pronto no se encontró persona alguna que admirara los monumentos que cubrían con profusión nuestro suelo. Nuestros grandes hombres del siglo XVII no sospechaban siquiera que pudiera haber algún mérito en las habitaciones de sus padres y en las iglesias mismas en que se practicaban diariamente los deberes religiosos. El siglo XVIII y la revolución contribuyeron también a aumentar o afirmar estas falsas impresiones...

Pero si el publico, bajo el imperio de esta teoría, ha podido desconocer hasta este punto el valor de objetos materiales que habían permanecido y estaban siempre a su vista, ¿cuántos y cuáles debe cometer cuando se trata de apreciar, bajo la influencia de tantas nuevas doctrinas y a través del prisma de las pasiones políticas, las ideas y las costumbres de generaciones que hace siglos descendieron al sepulcro?

Ahora bien; cuanto más estudio los hechos contemporáneos o los vestigios del pasado, mayor es la seguridad que alcanzo de que nos equivocamos en los [70] juicios que cada día emitimos acerca de las relaciones sociales que existían en los siglos precedentes. Y si esto es así ¡qué desórdenes morales y materiales provocar debe una teoría de historia, que nos conduce a menospreciar nuestras tradiciones y a renegar de nuestros orígenes nacionales!

Según la opinión establecida, sería preciso decir que las clases directoras del antiguo régimen hacían pesar sobre las clases inferiores una opresión intolerable, y con especialidad en los distritos rurales, los señores debieron abusar de su poder para atribuirse todo el fruto del trabajo y de la inteligencia de sus vasallos. La tribuna, la prensa y el teatro reproducen estas aserciones bajo toda clase de formas. Hasta en libros especiales se ha desenvuelto recientemente esta tesis en lo concerniente a la condición de las clases rurales del antiguo régimen; se ha insistido sobre los desórdenes ocasionados por la servidumbre de la gleba, y se ha llegado hasta afirmar que los señores feudales, en la necesidad de dividir ciertos dominios, cuidaban de dividir también, a fin de que la medida fuera exacta, el cuerpo de sus paisanos «en conformidad al juicio de Salomón.» Bajo estas influencias, el público se persuade más y más de que antes de 1789 la nación francesa no se componía más que de víctimas y de verdugos. Renunciando aquí, por ahora, a toda discusión metódica, me limitaré a señalar algunos hechos que, desmintiendo la opinión admitida, presentan la [71] condición de nuestros padres bajo un punto de vista más verdadero.

Son muchos los documentos que conservan la descripción fiel de las relaciones que existieron entre los señores y las poblaciones colocadas bajo su dependencia, desde el origen de la edad media hasta 1789: me refiero a los títulos que, acumulados en los archivos de los castillos o de las abadías, en los depósitos confiados a los notarios, en los registros de los parlamentos, de los tribunales y de las diferentes jurisdicciones de policía, y que habiendo escapado del vandalismo revolucionario, se hallan al presente clasificados en colecciones públicas bajo la vigilancia de los hábiles paleógrafos que forma nuestra escuela de documentos. No he dejado pasar jamás la ocasión de conocer el parecer de los eruditos que guardan estos tesoros de la ciencia social, y siempre he oído con extrañeza que dichos eruditos no encuentran en aquellos documentos vestigio alguno de esa opresión permanente que, a juzgar por una opinión que se ha hecho común, fue el rasgo característico de nuestro antiguo régimen.

Las monografías que comienzan a publicar estos sabios, ponen de relieve la excelencia de las relaciones que unían a los señores con los paisanos y colonos. De esta manera han sido refutadas paulatinamente las acusaciones que la opinión pública viene dirigiendo contra el antiguo régimen, mientras que se ha podido [72] temer la vuelta de los abusos que lo desacreditaron. De desear es, sin embargo, que la rectificación de los hechos no degenere en reacción, y que no sean ensalzados con exageración los sentimientos que, hablando en general, impulsaban a los señores a asegurar el bienestar de sus vasallos...

Los monumentos y pergaminos no son los únicos que presentan medios de llegar al conocimiento del tiempo pasado: los hombres y el suelo han conservado más de lo que se piensa, indicios fieles de los siglos. Los paisanos vascos, por ejemplo, ocupan todavía con sus familias los dominios en que sus antepasados se hallaban y a establecidos en la edad media; han conservado el mismo idioma, las mismas ocupaciones, las mismas costumbres; en fin, su régimen de sucesión todavía es el mismo que un autor latino señalaba en este país hace veinte siglos. Ancianos de esta raza que recibieron de sus mayores la tradición del antiguo régimen, aseguran que su situación no ha sido mejorada por nuestras revoluciones políticas...

Seguramente que desde la edad media acá se han introducido mejoras en la condición de los propietarios y colonos; pero estas mejoras hállanse contrabalanceadas por inconvenientes desconocidos hasta entonces. El mal que nos aqueja de dos siglos a esta parte y especialmente desde la revolución, procede en gran parte de que las preocupaciones de las masas y las pasiones de las clases directoras, con respecto a esta [73] cuestión, no nos permiten ver los hechos bajo su verdadero punto de vista.

Otra consideración ha excitado particularmente mi atención, durante el curso de las investigaciones que llevo hechas acerca de las costumbres de mis conciudadanos (1). Si la revolución francesa hubiera libertado realmente a las clases inferiores de la pretendida opresión atribuida al antiguo régimen, debería ser cosa indudable que a los antiguos sentimientos de antagonismo, se sustituyen ahora poco apoco recíproca afección entre amos y sirvientes. Y sin embargo, es un hecho incontestable, hasta para los más miopes, que se ha verificado un cambio en sentido opuesto. Los escritores que adquirieron justa celebridad describiendo las costumbres de los seis últimos siglos, señalan notables y sensibles ejemplos de la solidaridad que existía entonces entre el propietario y el colono, entre el patrón y el obrero, y principalmente, entre el amo y el criado ligado a la familia. El antagonismo entre estas mismas condiciones, ha llegado a ser hoy, por el contrario, según dejo ya notado, un rasgo característico de las costumbres modernas de la Francia. Los [74] ancianos de nuestro tiempo vieron durante su juventud en muchas familias, criados identificados con las ideas y los intereses de sus amos. Sólo quedan ya vestigios de este estado de cosas, y si no se produce una reacción saludable contra el movimiento que nos arrastra, dudo que la generación siguiente vea un solo ejemplo de esta antigua solidaridad.

{(1) Creemos innecesario advertir que si bien Mr. Le Play se refiere o alude en algunas de sus pruebas y observaciones a la Francia, como es natural, estas son aplicables igualmente, o con ligeras variantes, a las demás naciones europeas.}

No quiero decir con esto que el antagonismo social sea un hecho nuevo, un fenómeno especial de nuestro tiempo; hasta reconozco que las discordias civiles presentaban en otro tiempo un carácter de violencia que hoy no presentan. Existe, no obstante, entre las dos épocas esta diferencia esencial, a saber, que bajo el antiguo régimen cada patrón marchaba al combate apoyado por sus clientes, sus obreros o sus criados, al paso que ahora el primero encontraría a los segundos armados contra él. En otro tiempo, después de la lucha, se encontraba de nuevo la paz y reparador reposo en el taller y en la casa. Hoy la lucha dura en la casa y en el taller, persevera de una manera sorda, cuando no estalla abiertamente; mina sin cesar la sociedad, alterando las condiciones fundamentales de la felicidad doméstica. Los escritores que se inspiran en las pasiones revolucionarias y que propagan tantas doctrinas subversivas, podrían encontrar en su propio hogar doméstico la refutación de sus sistemas favoritos, en los sentimientos de odio y en el espíritu de rebelión de sus sirvientes. Las pruebas que [75] producen hoy la desolación en todas las familias, ricas o pobres, constituyen una de las severas enseñanzas que nos volverán al sentimiento de lo verdadero, en materia de ciencia social.

El estudio de la Europa ha contribuido, más todavía que el de la Francia, a destruir en mí las preocupaciones que reinan en el medio en que he vivido, así como a representarme bajo su verdadero punto de vista las relaciones sociales que las revoluciones han destruido en nuestro siglo.»

El error histórico, con tanta razón como valentía combatido y refutado por Le Play en el pasaje anterior, ha pretendido apoyarse en algunas revueltas y desórdenes que durante las pasadas épocas tuvieron lugar, sin tener en cuenta que fueron desórdenes pasajeros, locales y excepcionales, como lo fueron los denominados de la Jacquerie, y los que se verificaron en la Auvernia en el siglo XVII, que son los que los partidarios de aquella teoría histórica suelen alegar en su favor. No son los hechos parciales y excepcionales, sino los normales y generales, los que deben suministrar el criterio histórico adecuado para formar juicio acerca de las relaciones sociales entre las clases superiores y las inferiores. No hay paradoja, por monstruosa que sea, que no pueda apoyarse en algún dato histórico o ser acreditada con este procedimiento de citar hechos anormales. Por otra parte, el nulo o escaso valor que semejantes hechos pudieran dar a la [76] teoría histórica aquí combatida, se halla contrapesado con exceso con hechos análogos en sentido contrario, siendo notable, entre estos, el siguiente por el mismo Le Play alegado, cuando escribe: «Existen todavía hoy centenares de familias antiguas, que no han abandonado jamás las tierras de sus abuelos, las cuales han sido protegidas por la población local contra las tentativas de los comités revolucionarios, organizados en las ciudades cercanas.»

Los concienzudos trabajos de Mr. Delisle, aunque referentes a la Normandía, apoyan y confirman las conclusiones generales de Le Play sobre esta materia. He aquí uno de los varios pasajes que dan testimonio a la verdad histórica: «Excepción hecha de algunos casos aislados, en vano hemos buscado en la Normandía los vestigios de ese antagonismo que, según autores modernos, reinaba entre las diferentes clases de la sociedad durante la edad media. Las relaciones de los señores con sus hombres no se descubren señalados con ese carácter de violencia y de arbitrariedad, con que suelen complacerse algunos en describirlas con demasiada frecuencia. Desde época muy remota los paisanos fueron restituidos a la libertad; desde el siglo XI desapareció la servidumbre de nuestros campos; y si bien es cierto que después de aquella época subsisten todavía algunas prestaciones y algunos servicios personales, también lo es que, en su mayor número, se refieren al derecho de disfrutar de la tierra. [77] En todo caso, las obligaciones, tanto las reales como las personales, se encuentran definidas claramente por las cartas y costumbres: el paisano las cumple sin repugnancia; sabe que son el precio de la tierra que alimenta a su familia; sabe también que puede contar con el auxilio y la protección de su señor.» {(1) Etudes sur la condition de la clase agricole et l'état de la agric. en Norm. au moyen age.}

Creemos que el contenido de los pasajes que anteceden, aparte otros datos y reflexiones que pudiéramos aducir, es más que suficiente para llevar al ánimo sereno la convicción de que el antagonismo social que perturba a las naciones modernas, presenta caracteres de universalidad y de gravedad que no presentaba en épocas anteriores. [78]

{Texto tomado directamente de Zeferino González, Estudios religiosos, filosóficos, científicos y sociales, Tomo segundo, Imprenta de Policarpo López, Madrid 1873, páginas 1-121. Transcribimos la Advertencia que figura al inicio de este volumen: «Advertencia. El artículo que lleva por epígrafe La Economía política y el Cristianismo, aunque escrito en Manila en el año que indica su fecha [1862], ha sido refundido y considerablemente añadido para su publicación en estos Estudios.»}

La Economía política y el Cristianismo
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