Filosofía en español 
Filosofía en español

León Trotsky
La revolución española y sus peligros

Traducción directa del ruso por Andrés Nin
Ediciones Comunismo • Apartado 918 • Madrid

[Los dirigentes de la Internacional Comunista ante los acontecimientos de España · ¿Cómo actuar ante las Cortes? · El cretinismo parlamentario de los reformistas y el cretinismo antiparlamentario de los anarquistas · ¿Cuál será el carácter de la revolución en España? · El problema de la revolución permanente · ¿Qué es la «transformación» de la revolución? · Dos variantes: el oportunismo y el aventurismo · La perspectiva de las «Jornadas de julio» · La lucha por las masas y las Juntas obreras · La cuestión de los ritmos de la revolución española · ¡Por la unidad de las filas comunistas!]

Los dirigentes de la Internacional Comunista ante los acontecimientos de España

La revolución española avanza. En el proceso de lucha crecen también sus fuerzas internas. Pero al mismo tiempo crecen igualmente los peligros. Hablamos, no de los peligros que tienen su origen en las clases dominantes y en sus servidores políticos republicanos y socialistas. Estos son enemigos declarados; nuestra misión con respecto a ellos es perfectamente clara. Pero hay otros peligros interiores.

Los obreros españoles miran con confianza a la Unión Soviética, hija de la Revolución de octubre. Este estado de espíritu constituye un capital precioso del comunismo. La defensa de la Unión Soviética es el deber de todo obrero revolucionario. Pero no se puede permitir que se abuse de la confianza de los obreros en la revolución de octubre para imponer a los mismos una política que se halla en contradicción fundamental con todas las experiencias y las enseñanzas de octubre.

Hay que decirlo claramente; hay que decirlo de un modo tal que lo oiga la vanguardia del proletariado español e internacional: la revolución proletaria de España se halla amenazada de un peligro inmediato por parte de la dirección actual de la Internacional Comunista. Toda revolución, incluso la que nos inspire más esperanzas, puede ser aniquilada, como lo ha demostrado la experiencia de la revolución alemana de 1923, y, de un modo más elocuente, la experiencia de la revolución china de 1925-1927. Tanto en un caso como en otro, la causa inmediata del desastre fue la dirección errónea. Ahora le ha llegado el turno a España. Los dirigentes de la Internacional Comunista no han aprendido nada de sus propios errores o, lo que es peor, para cubrir los errores precedentes se ven precisados a justificarlos. En todo lo que depende de ellos, preparan a la revolución española la misma suerte de la revolución china.

En el transcurso de dos años se desorientó a los obreros avanzados con la desventurada teoría del «tercer período», que ha debilitado y desmoralizado a la I. C. Finalmente los dirigentes se batieron en retirada. Pero, ¿cuándo? Precisamente en el momento en que la crisis mundial marcaba un cambio radical de la situación y daba a la luz las primeras posibilidades de una ofensiva revolucionaria. Los procesos interiores de España se desarrollaban, entre tanto, de un modo imperceptible para la I. C. Manuilski declaraba –¡y Manuilski desempeña hoy las funciones de jefe de la I. C.!– que los acontecimientos de España no merecían ninguna atención.

En nuestro estudio La revolución española y las tareas de los comunistas, escrito antes de los acontecimientos de abril, anticipábamos que la burguesía, adornándose con todos los matices del republicanismo, salvaguardaría con todas sus fuerzas, y hasta el último instante, su alianza con la monarquía. «Es verdad que no está excluida la circunstancia –decíamos– de que las clases poseyentes se vean obligadas a sacrificar a la monarquía para salvarse ellas mismas (ejemplos: ¡Alemania!).» Estas líneas sirvieron de pretexto a los estalinistas –naturalmente, después de los acontecimientos– para hablar de un pronóstico falso{1}. Un agente que no ha previsto nunca nada, pide a los otros no pronósticos marxistas, sino previsiones teosóficas, para saber qué día y en qué forma se producirán los acontecimientos; es así cómo los enfermos ignorantes y supersticiosos exigen milagros de la medicina. La previsión marxista consiste en ayudar a orientarse en el sentido general del desarrollo de los acontecimientos y a interpretar sus «sorpresas». El hecho de que la burguesía española se haya decidido a separarse de la monarquía se explica por dos razones igualmente importantes. El desbordamiento impetuoso de la cólera popular impuso a la burguesía la tentativa de hacer servir de mingo a Alfonso, odiado por el pueblo. Pero esta maniobra, que traía aparejada consigo serios riesgos, le ha sido posible realizarla a la burguesía española únicamente gracias a la confianza de las masas en los republicanos y los socialistas y a que en el cambio de régimen no se tenía que contar con el peligro comunista. La variante histórica que se ha realizado en España es, por consiguiente, el resultado de la fuerza de la presión popular, de una parte, y de la debilidad de la I. C., de otra. Hay que empezar con la comprobación de estos hechos. El principio fundamental de la táctica debe ser el siguiente: si quieres ser más fuerte no empieces por exagerar tus propias fuerzas. Pero este principio no tiene ningún valor para los epígonos-burócratas. Si en víspera de los acontecimientos Manuilski predecía que no ocurriría nada serio al día siguiente del cambio de régimen, el irreemplazable Péri, encargado de suministrar informaciones falsas sobre los países latinos, empezó a mandar telegrama tras telegrama, diciendo que el proletariado español apoyaba casi exclusivamente al partido comunista y que los campesinos españoles creaban soviets. La Pravda publicaba estas estupideces, completándolas con otras sobre los «trotskystas», que van a remolque de Alcalá Zamora, cuando la verdad es que éste metía y mete en la cárcel a los comunistas de izquierda... En fin, el 14 de mayo, la Pravda publicaba un artículo de fondo titulado «España en llamas», que pretendía tener un carácter programático y que representa la condensación de los errores de los epígonos traducidos al lenguaje de la revolución española.

¿Cómo actuar ante las Cortes?

La Pravda intenta partir de la verdad indiscutible de que la propaganda abstracta es insuficiente: «El partido comunista debe decir a las masas lo que deben hacer hoy». ¿Qué propone la propia Pravda en este sentido? Agrupar a los obreros «para el desarme de la reacción, para el armamento del proletariado, para la constitución de los comités de fábrica, para la introducción por iniciativa propia de la jornada de siete horas, etcétera &c.» &c. &c., así se dice textualmente. Las consignas enumeradas son indiscutibles, aunque se dan sin ninguna conexión interior y sin la consecuencia que debe desprenderse de la lógica del desarrollo de las masas. Pero lo que es sorprendente es que el artículo de la Pravda no diga ni una sola palabra sobre las elecciones a las Constituyentes, como si este acontecimiento político en la vida de la nación española no existiera o como si no tuviera nada que ver con los obreros. ¿Qué significa este mutismo?

Aparentemente, la transformación republicana se produjo, como es sabido, por mediación de las elecciones municipales. Ni que decir tiene; son mucho más profundas las causas del cambio de régimen, de las cuales hemos hablado mucho antes de la caída del ministerio Berenguer. Pero la forma «parlamentaria» de la liquidación de la monarquía ha servido enteramente los intereses de los republicanos burgueses y de la democracia pequeño burguesa. Actualmente hay en España muchos obreros que se imaginan que pueden resolverse las cuestiones fundamentales de la vida social con ayuda de la papeleta electoral. Estas ilusiones no pueden ser destruidas más que por la experiencia. Pero hay que saber facilitar ésta. ¿Cómo? ¿Volviendo la espalda a las Cortes o, al contrario, participando en las elecciones? Hay que dar una respuesta.

Además del artículo de fondo citado, el mismo periódico publica un artículo «teórico» (números del 7 y del 10 de mayo) que pretende dar un análisis marxista de las fuerzas internas de la revolución española y una definición bolchevista de su estrategia. En dicho artículo tampoco se dice una sola palabra a propósito de si se deben boicotear las elecciones o participar en las mismas. En general, la Pravda guarda silencio sobre las consignas y los fines de la democracia política, a pesar de que califique de democrática la revolución. ¿Que significa este mutismo? Se puede participar en las elecciones, se puede boicotearlas. Pero, ¿se puede ignorarlas?

Con respecto a las Cortes de Berenguer, la táctica del boicot era enteramente justa. Se veía de antemano con claridad, que, o bien Alfonso conseguiría adoptar nuevamente por un cierto periodo el camino de la dictadura militar, o bien que el movimiento desbordaría a Berenguer con sus Cortes. En estas condiciones, los comunistas debían tomar sobre sí la iniciativa de la lucha por el boicot de las Cortes. Es precisamente lo que tratamos de hacer comprender con ayuda de los débiles recursos que teníamos a nuestra disposición{2}.

Si los comunistas españoles se hubieran pronunciado oportuna y decididamente por el boicot, difundiendo en el país incluso pequeñas hojas sobre el particular, su prestigio en el momento de la caída del ministerio Berenguer habría aumentado considerablemente. Los obreros avanzados se hubieran dicho: «Esa gente es capaz de comprender las cosas». Por desgracia, los comunistas españoles, desorientados por la dirección de la I. C., no comprendieron la situación e iban a participar en las elecciones aunque sin convicción alguna. Los acontecimientos los desbordaron y la primera victoria de la revolución no aumentó la influencia de los comunistas.

Actualmente es el gobierno de Alcalá Zamora el que se encarga de la convocatoria de las Cortes Constituyentes. ¿Hay algún motivo para suponer que la convocatoria de estas Cortes será impedida por una segunda revolución? De ningún modo. Son perfectamente posibles poderosos movimientos de las masas, pero este movimiento, sin partido, sin dirección, no puede conducir a una segunda revolución. La consigna de ese boicot sería en la actualidad una consigna de auto-aislamiento. Hay que tomar una participación activísima en las elecciones.

El cretinismo parlamentario de los reformistas y el cretinismo antiparlamentario de los anarquistas

El cretinismo parlamentario es una enfermedad detestable, pero el cretinismo antiparlamentario no vale mucho más, como lo pone de manifiesto con claridad el destino de los anarcosindicalistas españoles. La revolución plantea en toda su magnitud los problemas políticos y, en su fase actual, les da la forma parlamentaria. La atención de la clase obrera no puede dejar de estar concentrada en las Cortes, y los anarcosindicalistas votarán «sigilosamente» por los republicanos e incluso por los socialistas. En España, menos que en ninguna otra parte, se puede luchar contra las ilusiones parlamentarias sin combatir al mismo tiempo la metafísica antiparlamentaria de los anarquistas.

En una serie de artículos y cartas hemos demostrado la enorme importancia de las consignas democráticas para el desarrollo ulterior de la revolución española. La ayuda a los parados, la jornada de siete horas, la revolución agraria, la autonomía nacional, todas estas cuestiones vitales y profundas están ligadas en la conciencia de la gran mayoría de los obreros españoles, sin excluir a los anarcosindicalistas, con las futuras Cortes. En el periodo de Berenguer era necesario boicotear las Cortes de Alfonso en nombre de las Cortes Constituyentes revolucionarias. En la agitación era necesario colocar desde el principio, en primer término, la cuestión de los derechos electorales. Sí; ¡la cuestión prosaica de los derechos electorales! Ni que decir tiene que la democracia soviética es incomparablemente superior a la burguesa. Pero los soviets no caen del cielo. Es preciso crecer para llegar a ellos.

Hay en el mundo gentes que se permiten llamarse marxistas y que manifiestan un espléndido desprecio por consignas tales como, por ejemplo, la del sufragio universal igual, directo y secreto para los hombres y las mujeres a partir de los dieciocho años. Sin embargo, si los comunistas españoles hubieran lanzado a su tiempo esa consigna, defendiéndola en discursos, artículos y manifiestos, habrían adquirido una popularidad enorme. Precisamente porque las masas populares de España están inclinadas a exagerar la fuerza creadora de las Cortes, es por lo que todo obrero consciente, todo campesino revolucionario quieren participar en las elecciones. No nos solidarizamos ni un instante con las ilusiones de las masas; pero lo que tienen de progresivo dichas ilusiones debemos utilizarlo hasta el fin; de lo contrario, no somos revolucionarios, sino unos despreciables pedantes. Aunque no sea más que por que la reducción de la edad electoral interesa vivamente a muchos millares de obreros, de obreras, de campesinos y campesinas. Y ¿a cuáles? A los jóvenes, a los activos, a los que están llamados a realizar la segunda revolución. Oponer estas jóvenes generaciones a los socialistas que se esfuerzan en apoyarse en los obreros de más edad, constituye la misión elemental e indiscutible de la vanguardia comunista.

Es más. El Gobierno de Alcalá Zamora quiere hacer aprobar una Constitución con dos cámaras. Las masas revolucionarias que acaban de derribar la monarquía y que están impregnadas de una aspiración apasionada, aunque muy confusa todavía, hacia la igualdad y la justicia, acogerán con ardor la agitación de los comunistas contra el plan de la burguesía, consistente en colocar sobre la espalda del pueblo una «cámara de señores». Esta cuestión particular podrá desempeñar un papel enorme en la agitación, crear grandes dificultades a los socialistas, sembrar la discordia entre los socialistas y republicanos, es decir, dividir, aunque no sea más que temporalmente, a los enemigos del proletariado y, lo que es mil veces más importante, establecer una línea divisoria entre las masas obreras y los socialistas.

La reivindicación de la jornada de siete horas, lanzada por la Pravda, es muy justa, extraordinariamente importante e inaplazable. Pero, ¿se puede plantear esta reivindicación de un modo abstracto, ignorando la situación política y los fines revolucionarios de la democracia? Al hablar únicamente de la jornada de siete horas, de los comités de fábrica y del armamento de los obreros, ignorando la política, sin mencionar ni una sola vez en sus artículos las elecciones a Cortes, Pravda hace el juego al anarcosindicalismo, lo alimenta, lo cubre. Sin embargo, el joven obrero, al cual los republicanos y los socialistas privan del derecho al voto, a pesar de que la legislación burguesa lo considera suficientemente maduro para la explotación capitalista, o al cual se quiere imponer la segunda cámara, en la lucha contra estas ignominias, querrá mañana volver la espalda al anarquismo y tender la mano hacia el fusil. Oponer la consigna del armamento de los obreros a los procesos políticos reales que arrastran vigorosamente a las masas, significa aislarse de estas últimas y aislar a éstas de las armas.

La consigna de la autodeterminación nacional reviste actualmente en España una importancia excepcional. Sin embargo, esta consigna se plantea también hoy en el terreno democrático. No se trata, evidentemente, para nosotros, de incitar a los catalanes ya los vascos a separarse de España, sino de luchar para que se les dé esa posibilidad si expresan ellos mismos esta voluntad. Pero, ¿cómo determinarla? Muy sencillamente: mediante el sufragio universal, igualitario, directo y secreto de las regiones interesadas. Hoy no existe otro medio. Más adelante, las cuestiones nacionales, lo mismo que todas las otras serán resueltas por los soviets, como órganos de la dictadura del proletariado. Pero no podemos imponer los soviets a los obreros en cualquier momento. Lo único que podemos hacer es conducirlos hacia ellos. Aún menos podemos imponer al pueblo los soviets que el proletariado creará únicamente en el porvenir. Pero hay que dar una respuesta a las cuestiones de hoy. En el mes de mayo los municipios de Cataluña fueron llamados a elegir sus diputados para la elaboración de la Constitución Catalana, es decir, para decidir su actitud hacia España. ¿Es que los obreros catalanes pueden mostrarse indiferentes ante el hecho de que la democracia pequeño burguesa, que, como siempre, se somete al gran capital, intente resolver la suerte del pueblo catalán por medio de unas elecciones antidemocráticas? La consigna de la autodeterminación nacional, sin las consignas de la democracia política que la completan y la concretan, es una fórmula vacía, o, lo que es mucho peor, un modo de engañar a la gente.

Durante un cierto periodo, todas las cuestiones de la revolución española aparecerán, en una u otra forma, a través del prisma del parlamentarismo. Los campesinos esperarán, con una tensión extrema, lo que digan las Cortes a propósito de la cuestión agraria. ¿No es fácil comprender la importancia que podría tener en las condiciones actuales un programa agrario comunista sostenido desde la tribuna de las Cortes? Para esto son necesarias dos condiciones: hay que tener un programa agrario y conquistar un acceso a la tribuna parlamentaria. Ya sabemos que no son las Cortes las que resolverán el problema de la tierra. Es necesaria la iniciativa audaz de las propias masas campesinas. Pero para una iniciativa semejante las masas tienen necesidad de un programa y de una dirección. La tribuna de las Cortes es necesaria a los comunistas para mantener el contacto con las masas. Y de este contacto nacerán los acontecimientos que desbordarán las Cortes. En esto consiste el sentido de la actitud revolucionaria-dialéctica hacia el parlamentarismo.

¿Cómo se explica, entonces, el hecho de que la dirección de la I. C. guarde silencio sobre esta cuestión? Únicamente porque es prisionera de su propio pasado.

Los stalinianos rechazaron demasiado ruidosamente la consigna de la Asamblea Constituyente para China. El VI Congreso estigmatizó oficialmente como «oportunismo» las consignas de la democracia política para los países coloniales. El ejemplo de España, país incomparablemente más avanzado que China e India, pone al descubierto toda la consistencia de las decisiones del VI Congreso. Pero los stalinianos están atados de pies y manos. Como no se atreven a incitar al boicot del parlamentarismo, sencillamente se callan. ¡Que perezca la revolución, pero que se salve la reputación de infalibilidad de los jefes!{3}

¿Cuál será el carácter de la revolución en España?

En el artículo teórico citado más arriba, que parece escrito expresamente para embrollar los cerebros, después de los intentos de definir el carácter de clase de la revolución española, se dice textualmente lo siguiente: «A pesar de todo esto (!), sería falso, sin embargo (!), caracterizar ya la revolución española en la etapa actual como una revolución socialista». (Pravda, 10 de mayo.) Esta frase basta para apreciar todo el análisis. ¿Es que hay alguien en el mundo –debe preguntarse el lector– capaz de creer que la revolución española «en la etapa actual» puede ser considerada como socialista sin que corra el riesgo de ir a parar a un manicomio? ¿De dónde ha sacado en general la Pravda la idea de la necesidad de semejante «delimitación», y en una forma tan suave y condicional? «A pesar de todo esto sería falso, sin embargo...» Se explica esto por el hecho de que los epígonos han hallado, por desgracia suya, una frase de Lenin sobre la «transformación» de la revolución burguesodemocrática en socialista. Como no han comprendido a Lenin y han olvidado o deformado la experiencia de la revolución rusa, han puesto en la base de los errores oportunistas más groseros la noción de la «transformación». No se trata, ni mucho menos –digámoslo inmediatamente–, de sutilezas académicas, sino de una cuestión de vida o muerte para la revolución proletaria. No hace aún mucho tiempo, los epígonos esperaban que la dictadura de Kuomintang se «transformaría» en dictadura obrera y campesina, y esta última en dictadura socialista del proletariado. Se imaginaban, además –Stalin desarrollaba este tema con una profundidad particular–, que de una de las alas de la revolución se irían desprendiendo poco a poco los «elementos de derecha», mientras que en la otra ala se irían reforzando los «elementos de izquierda». Así se veía el progreso orgánico de la «transformación». Por desgracia, la magnífica teoría de Stalin-Martínov está enteramente basada en el desprecio más absoluto hacia la teoría de clases de Marx. El carácter del régimen social, y, por consiguiente, de toda revolución, está determinado por el carácter de la clase que detenta el poder. El poder no puede pasar de manos de una clase a las de otra más que mediante un levantamiento revolucionario, y de ningún modo mediante una «transformación orgánica». Los epígonos pisotearon esta verdad fundamental, primero en China y ahora en España. Y vemos en la Pravda a los sabios científicos ponerse los manguitos y colocar el termómetro bajo el sobaco de Alcalá Zamora, mientras reflexionan: ¿se puede o no se puede reconocer que el proceso de «transformación» ha conducido ya la revolución española a la fase socialista? Y los sabios –rindamos justicia a su sabiduría– llegan a la conclusión siguiente: No; por ahora aún no se puede reconocer.

Después de habernos dado una apreciación sociológica tan preciosa, la Pravda entra en el terreno de los pronósticos y de las directivas. «En España –dice– la revolución socialista no puede ser la finalidad inmediata. La finalidad inmediata (!) consiste en la revolución obrera y campesina contra los grandes terratenientes y la burguesía.» (Pravda, 10 de mayo). Es indudable que la revolución socialista no es en España la «finalidad inmediata». Sin embargo, sería mejor y más preciso decir que la insurrección armada con el objetivo de la toma del poder por el proletariado no es en España la «finalidad inmediata». ¿Por qué? Porque la vanguardia diseminada del proletariado no arrastra aún tras de sí a la clase, y ésta no arrastra tras de sí a las masas oprimidas del campo. En estas condiciones, la lucha por el poder sería aventurismo. Pero, ¿qué significa en este caso la frase complementaria: «la finalidad inmediata es la revolución obrera y campesina contra los grandes terratenientes y la burguesía»? ¿Es decir, que entre el régimen republicano burgués y la dictadura del proletariado actual habrá una revolución particular «obrera y campesina»? Además, ¿es que esta revolución intermedia, «obrera y campesina», particular en oposición a la revolución socialista, es en España una «finalidad inmediata»? ¿Está, pues, a la orden del día un cambio de régimen? ¿Por la insurrección armada o por otro medio? ¿En qué se distinguirá precisamente la revolución obrera y campesina «contra los terratenientes y la burguesía» de la revolución proletaria? ¿Qué combinación de fuerzas de clase le servirá de base? ¿Qué partido dirigirá la primera revolución en oposición a la segunda? ¿En qué consiste la diferencia de programas y métodos de esas dos revoluciones? Buscaremos en vano una respuesta a estas preguntas. La confusión y el barullo mental están cubiertos por la palabra «transformación». A pesar de todas las reservas contradictorias, esa gente sueña en un proceso de tránsito evolutivo de la revolución burguesa a la socialista, por una serie de etapas orgánicas que se presentan bajo distintos seudónimos: Kuomintang, «dictadura democrática», «revolución obrera y campesina», «revolución popular», y en este proceso el momento decisivo en que una clase arrebata el poder a otra, se disuelve imperceptiblemente.

El problema de la revolución permanente

La revolución proletaria, claro está, es al mismo tiempo una revolución campesina; pero en las condiciones contemporáneas es una revolución campesina fuera de la revolución proletaria. Podemos decir a los campesinos con pleno derecho que nuestro fin es la creación de una república obrera y campesina, de la misma manera que después del levantamiento de octubre hemos dado el nombre de «gobierno obrero y campesino» al gobierno de la dictadura proletaria. Pero no oponemos la revolución obrera y campesina a la proletaria, sino que, por el contrario, las identificamos. Es ésta la única manera justa de plantear la cuestión.

Aquí chocamos de nuevo con el centro mismo de la cuestión de la llamada «revolución permanente». En su lucha contra esta teoría los epígonos han llegado hasta la ruptura completa con el punto de vista de clase. Es verdad que después de la experiencia del «bloque de las cuatro clases» en China, se han vuelto más prudentes. Pero a consecuencia de esto se han embrollado aún más y procuran con todas sus fuerzas embrollar a los demás.

Por fortuna, gracias a los acontecimientos, la cuestión ha salido de la esfera de los sabios ejercicios de los profesores rojos sobre los viejos textos. No se trata de recuerdos históricos, ni de seleccionar extractos, sino de una nueva y grandiosa experiencia histórica que se desarrolla ante nuestros ojos. Aquí dos puntos de vista son confrontados en el campo de la lucha revolucionaria. No se puede escapar a su control. El comunista español que no se dé cuenta a tiempo de la esencia de las cuestiones relacionadas con la lucha contra el «trotskismo», se verá teóricamente desarmado ante las cuestiones fundamentales de la revolución española.

¿Qué es la «transformación» de la revolución?

Sí, Lenin propugnó en 1905 la fórmula hipotética de la «dictadura democrática del proletariado y de los campesinos». De existir en general un país en el cual pudiera esperarse una revolución agraria democrática independiente anterior a la toma del poder por el proletariado, ese país era precisamente Rusia, donde el problema agrario dominaba toda la vida nacional, donde los movimientos campesinos revolucionarios se prolongaban durante décadas, donde existía un partido agrariorrevolucionario con una gran tradición y una amplia influencia entre las masas. Sin embargo, aún en Rusia, no hubo sitio para una revolución intermedia entre la burguesa y la proletaria. En abril de 1917 Lenin repetía sin cesar, refiriéndose a Stalin, Kamérev y otros que se aferraban a la vieja fórmula bolchevique de 1905: «No hay y no habrá otra «dictadura democrática» que la de Miliukov-Tseretelli-Chernov: la dictadura democrática es, por su esencia misma, una dictadura de la burguesía sobre el proletariado; sólo la dictadura del proletariado puede suceder a la «dictadura democrática». Quien invente fórmulas intermedias es un pobre visionario o un charlatán.» He aquí la conclusión que sacaba Lenin de la experiencia viva de las revoluciones de febrero y de octubre. Nosotros seguimos colocados sobre la base de esa experiencia y de esas conclusiones.

¿Qué significa, pues, en este caso, para Lenin la «transformación de la revolución democrática en socialista?». Desde luego nada de lo que ven en su imaginación los epígonos y razonadores hueros pertenecientes al grupo de profesores rojos. Hay que saber que la dictadura del proletariado no coincide, ni mucho menos de una manera mecánica, con la noción de revolución socialista. La conquista del poder por la clase obrera se produce en un medio nacional determinado, en un periodo determinado y para la solución de cuestiones determinadas. En las naciones atrasadas dichas cuestiones de solución inmediata tienen un carácter democrático: liberación nacional del yugo imperialista y revolución agraria, como en China; revolución agraria y de los pueblos oprimidos, como en Rusia. Lo mismo vemos actualmente en España, aunque en otra disposición. Lenin decía incluso que el proletariado ruso había llegado en octubre de 1917 al poder, ante todo, como agente de la revolución burguesodemocrática. El proletariado victorioso empezó por la resolución de los problemas democráticos, y, poco a poco, mediante la lógica de su dominación, enfocó las cuestiones socialistas. Sólo doce años después de su poder ha empezado a emprender seriamente la colectivización de la economía agraria. Es esto lo que Lenin calificaba de «transformación» de la revolución democrática en socialista. No es el poder burgués el que se transforma en obrero-campesino y luego en proletario, no; el poder de una clase no se «transforma» en poder de otra, sino que se arrebata con las armas en la mano. Pero después que la clase obrera ha conquistado el poder, los fines democráticos del régimen proletario se transforman inevitablemente en socialista. El tránsito orgánico y por evolución de la democracia al socialismo es concebible sólo bajo la dictadura del proletariado. He aquí la idea central de Lenin. Los epígonos han deformado todo esto, lo han embrollado, falsificado, y ahora envenenan con sus falsificaciones la conciencia del proletariado internacional.

Dos variantes: el oportunismo y el aventurismo

Se trata –repitámoslo nuevamente– no de sutilezas académicas, sino de cuestiones vitales de la estrategia revolucionaria del proletariado. No es cierto que en España esté a la orden del día la «revolución obrera y campesina». No es cierto que, en general, esté hoy a la orden del día en España una nueva revolución, es decir, una lucha inmediata por el poder. No; lo que está a la orden del día es la lucha por las masas, para libertarlas de las ilusiones republicanas y de su confianza en los socialistas, por su agrupamiento revolucionario. La segunda revolución vendrá; pero será la revolución del proletariado conduciendo tras de sí a los campesinos pobres. No habrá sitio para una «revolución obrera y campesina» especial entre el régimen burgués y la dictadura del proletariado. Contar con una revolución semejante y adaptar la política a la misma significa «kuomintanguizar» al proletariado, es decir, matar la revolución.

Las fórmulas confusionistas de Pravda abren dos caminos que fueron experimentados en China hasta sus últimas consecuencias: el camino oportunista y el camino de la aventura. Si hoy Pravda no se decide aún a «caracterizar» la revolución española como revolución obrera y campesina, quién sabe si no lo hará mañana, cuando Zamora Chang Kai-Check sea reemplazado por el «fiel Van-Tan-Vei»: en este caso el izquierdista Lerroux. ¿No dirán entonces los sabios profesores –los Martínov, Kuusinen y Cía.– que nos hallamos en presencia de una república obrera y campesina que hay que «sostener en tanto que...» (fórmula de Stalin en marzo de 1917) o sostenerla enteramente? (Fórmula del mismo Stalin con respecto al Kuomintang en 1925-1927.)

Pero hay también una posibilidad aventurista, que acaso responda aún mejor al estado de espíritu centrista de hoy. El editorial de la Pravda dice que las masas españolas «empiezan asimismo a dirigir sus golpes, contra el gobierno». Sin embargo, ¿es que el partido comunista español puede lanzar la consigna del derrumbamiento del gobierno actual como una finalidad inmediata? En la sabia incursión de la Pravda se dice, como hemos visto, que la finalidad inmediata es la revolución obrera y campesina. Si se entiende esta «fase» no en el sentido de la transformación, sino en el derrocamiento del poder, aparece completamente ante nosotros la variante del aventurerismo. El débil partido comunista puede decir en Madrid, como dijo (o como se le mandó que dijera) en diciembre de 1927 en Cantón: «Para una dictadura proletaria, naturalmente, no estamos todavía en sazón; pero como hoy se trata de un grado intermedio, de la dictadura obrera y campesina, intentemos la insurrección aunque no sea más que con nuestras débiles fuerzas, y acaso salga alguna cosa de ello.» En efecto no es difícil prever que cuando se ponga de manifiesto el retraso criminal con que se ha obrado en el primer año de la revolución española, los culpables de esta pérdida de tiempo empezarán a azotar a los «ejecutores» y les empujarán, acaso, a una aventura trágica por el estilo de la de Cantón.

La perspectiva de las «Jornadas de julio»

¿Hasta qué punto es real este peligro? Es completamente real. Tiene sus raíces en las condiciones interiores de la revolución misma, que revisten un carácter particularmente amenazador a causa de los equívocos y de la confusión de los jefes. En la situación española de hoy se oculta una nueva explosión de las masas que corresponde más o menos a aquellos combates de 1917 en Petrogrado, que han entrado en la historia con el nombre de «Jornadas de julio» y que no condujeron al desastre de la revolución gracias a la justa política de los bolcheviques. Es necesario detenerse en esta cuestión candente para España.

Hallamos el prototipo de las «Jornadas de julio» en todas las antiguas revoluciones, empezando por la gran revolución francesa, con distintos resultados, pero, como regla general, desdichadas y a menudo catastróficas. La etapa de este orden es inherente al mecanismo de la revolución burguesa, en la medida en que la clase que se sacrifica más por el éxito de la revolución y que deposita más esperanza en la misma, es la que obtiene menos de ella. La lógica de este proceso es completamente clara. La clase poseyente, después de haber obtenido el poder por el golpe de Estado, se inclina a considerar que por ello mismo la revolución ha realizado ya íntegramente su misión, y de lo que más se preocupa es de demostrar su buena conducta a las fuerzas reaccionarias. La burguesía «revolucionaria» provoca la indignación de las masas populares por las mismas medidas con las cuales se esfuerza en conquistar la buena disposición de las clases derribadas. La desilusión de las masas se produce muy pronto, antes de que su vanguardia se haya enfriado de los combates revolucionarios. El sector avanzado se imagina que con un nuevo golpe puede dar cima a lo realizado antes de una manera insuficientemente decisiva o corregirlo. De aquí el afán de una nueva revolución sin preparación, sin programa, sin tener en cuenta las reservas, sin pensar en las consecuencias. De otra parte, la burguesía llegada al poder no hace más que vigilar el momento del empuje impetuoso de abajo para intentar arreglar definitivamente las cuentas al pueblo. Tal es la base social y psicológica de esa semi-revolución complementaria que, más de una vez en la historia, se ha convertido en el punto de partida de la contrarrevolución victoriosa.

En 1848 las «Jornadas de julio» se desarrollaron en Francia en junio y tomaron un carácter incomparablemente más grandioso y más trágico que en Petrogrado en 1917. Las llamadas «Jornadas de junio» del proletariado de París habían nacido con una fuerza irresistible de la revolución de febrero. Los obreros de París, con los fusiles de febrero en la mano, no podían dejar de reaccionar ante las contradicciones existentes entre el programa pomposo y la realidad miserable, ante ese intolerable contraste que repercutía cada día en sus estómagos y en sus conciencias. Sin plan, sin programa, sin dirección, las Jornadas de junio de 1848 no eran más que un reflejo potente e inevitable del proletariado. Los obreros insurreccionados fueron aplastados despiadadamente. Fue así como los demócratas desbrozaron el camino al bonapartismo.

La explosión gigantesca de la Commune fue asimismo, con respecto al golpe de Estado de septiembre de 1870, lo que habían sido las Jornadas de junio con respecto a la revolución de febrero de 1848. La insurrección de marzo del proletariado parisién no tenía nada que ver con el cálculo estratégico, sino que nació de una trágica combinación de circunstancias, completada por una de esas provocaciones de que es tan capaz la burguesía francesa cuando el miedo excita su mala fe. En la Commune de París el proceso reflexivo del proletariado contra el engaño de la revolución burguesa se elevó por primera vez al nivel de revolución proletaria, pero para ser echada abajo inmediatamente.

Hoy la revolución incruenta, pacífica, gloriosa (la lista de estos adjetivos es siempre la misma), en España prepara ante nuestros ojos sus «Jornadas de junio», si se toma el calendario de Francia, o sus «Jornadas de julio», si se toma el calendario de Rusia. El Gobierno de Madrid, bañándose en frases que parecen a menudo una traducción del ruso, promete medidas amplias contra el paro forzoso y los latifundios, pero no se atreve a tocar ninguna de las viejas llagas sociales. Los socialistas de la coalición ayudan a los republicanos a sabotear los fines de la revolución. El jefe de Cataluña, de la parte más industrial y más revolucionaria de España, predica un reinado milenario sin naciones ni clases oprimidas, pero al mismo tiempo no hace absolutamente nada para ayudar al pueblo a librarse, por lo menos, de una parte de sus cadenas más odiadas. Maciá se esconde tras el Gobierno de Madrid, el cual, a su vez, se esconde tras las Cortes Constituyentes. ¡Como si la vida se detuviera esperando esas Cortes! ¡Y como si no fuera evidente que las Cortes futuras no serán más que una reproducción ampliada del bloque republicanosocialista, que no tiene otra preocupación más que la de que todo quede como antes! ¿Es difícil prever el incremento febril de la indignación de los obreros y de los campesinos? La desproporción entre la marcha de las masas en la revolución y en la política de las nuevas clases dirigentes es el origen de ese conflicto irreconciliable que, en su desarrollo ulterior, o dará lugar a la primera revolución, la de abril, o conducirá a la segunda revolución.

Si el partido bolchevique se hubiera obstinado en considerar el movimiento de junio como «inoportuno» y hubiese vuelto la espalda a las masas, la semiinsurrección hubiera caído inevitablemente bajo la dirección esporádica e incoherente de los anarquistas, de los aventureros, de los elementos que hubieran expresado de un modo ocasional la indignación de las masas, y se habría visto ahogada en sangre por convulsiones estériles. Pero, por el contrario, si el partido, poniéndose al frente del movimiento, hubiera renunciado a su apreciación de la situación en su conjunto para deslizarse hacia las sendas de los combates decisivos, la insurrección habría tomado un impulso audaz; los obreros y los soldados, bajo la dirección de los bolcheviques, se habrían adueñado temporalmente del poder en Petrogrado en el mes de junio, pero únicamente para preparar luego el fracaso de la revolución. Sólo la dirección acertada del partido de los bolcheviques evitó las dos variantes de ese peligro fatal en el sentido de las jornadas de junio de 1848 y de la Commune de París de 1871. El golpe asestado en julio de 1917 a las masas y al partido fue muy considerable. Pero no fue un golpe decisivo. Las víctimas se contaron por docenas, pero no por decenas de miles. La clase obrera salió de esa prueba no decapitada ni exangüe; conservó completamente sus cuadros combativos, los cuales aprendieron mucho, y en octubre condujeron al proletariado a la victoria.

Precisamente desde el punto de vista de las «Jornadas de junio» constituye un terrible peligro la ficción de la revolución «intermedia» que, según se pretende, está a la orden del día en España.

La lucha por las masas y las Juntas obreras

El deber de la oposición de izquierda consiste en poner de manifiesto, desenmascarar y condenar a la vergüenza eterna en la conciencia de la vanguardia proletaria, de un modo implacable, la fórmula de una «revolución obrera y campesina» particular, distinta de las revoluciones burguesa y proletaria. ¡No creáis esto, comunistas de España! No es más que una ilusión y un engaño. Es una trampa diabólica que puede convertirse mañana en una soga para vuestro cuello. Reflexionad bien en las lecciones de la revolución rusa y en las de los desastres de los epígonos. Ante vosotros se abre una perspectiva de lucha por la dictadura del proletariado. En nombre de esta misión debéis agrupar a vuestro alrededor a la clase obrera y levantar a los millones de campesinos pobres para que ayuden a los obreros. Es ésta una labor gigantesca. Sobre vosotros, comunistas de España, recae una responsabilidad revolucionaria enorme. No cerréis los ojos ante vuestra debilidad, no os dejéis engañar por las ilusiones. La revolución no cree en las palabras; sino somete todo a prueba, a la prueba sangrienta. Sólo la dictadura del proletariado puede derrocar la dominación de la burguesía. No hay, no habrá, ni puede haber, ninguna revolución intermedia, más «simple», más «económica», más accesible a vuestras fuerzas. La historia no inventará para vosotros ninguna dictadura intermedia, dictadura de segunda clase, dictadura con descuento. El que os hable de ella os engaña. Preparaos seriamente, con tenacidad, de un modo incansable, para la dictadura del proletariado.

Sin embargo, el objetivo inmediato que se plantea a los comunistas españoles no es la lucha por el poder, sino la lucha por las masas, y esta lucha se desarrollará en el periodo próximo sobre la base de la república burguesa y, en proporciones enormes, bajo las consignas de la democracia. El objetivo inmediato es, indudablemente, la creación de Juntas obreras (soviets). Pero sería absurdo oponer las Juntas a las consignas de la democracia. La lucha contra los privilegios de la Iglesia y contra la dominación de las Ordenes religiosas y de los Conventos –lucha puramente democrática– condujo en mayo a una explosión de las masas que creó condiciones favorables, desgraciadamente no utilizadas, para la elección de diputados obreros. En la fase actual, las Juntas son la forma organizada del frente único proletario, para las huelgas, para la expulsión de los jesuitas, para la participación en las elecciones a las Constituyentes, para el contacto con los soldados, para el apoyo al movimiento campesino. Es sólo a través de las Juntas, que engloban al núcleo fundamental del proletariado, como los comunistas podrán asegurar su hegemonía entre el proletariado y, por consiguiente, en la revolución. Sólo a medida que vaya aumentando la influencia de los comunistas sobre la clase obrera, las Juntas se convertirán en órganos de lucha por el poder. En una de las etapas ulteriores –no sabemos aún cuando– las Juntas, como órganos del poder del proletariado, se verán opuestas a las instituciones democráticas de la burguesía. Sólo entonces llegará la última hora de la democracia burguesa.

En todos los casos en que las masas se ven arrastradas a la lucha, sienten invariablemente –no pueden menos de sentirla– la necesidad aguda de una organización prestigiosa que se eleve por encima de los partidos, de las fracciones y de las sectas, y que sea capaz de unir a todos los obreros en una acción común. Son precisamente las Juntas obreras elegibles las que deben presentar esta forma de organización. Hay que saber sugerir a las masas esta consigna en el instante oportuno, y momentos semejantes aparecen actualmente a cada instante. Oponer la consigna de los soviets, como órganos de la dictadura del Proletariado, a la lucha real de hoy, significa convertir dicha consigna en un santuario ultrahistórico, en un icono ultrarrevolucionario, que pueden adorar algunos devotos, pero que no puede nunca arrastrar a las masas revolucionarias.

La cuestión de los ritmos de la revolución española

Pero ¿queda aún tiempo para la aplicación de una táctica acertada? ¿No es ya tarde? ¿No se han dejado pasar ya todos los plazos?

El determinar acertadamente los ritmos de desarrollo de la revolución tiene una enorme importancia, si no para definir la línea estratégica fundamental, al menos para la definición de la táctica. Ahora bien, sin una táctica justa, la mejor línea estratégica puede conducir a la ruina. Naturalmente, es imposible prever los ritmos por un largo periodo. El ritmo debe ser comprobado en el curso de la lucha, sirviéndose de los síntomas más variados. Además, en el curso de los acontecimientos, el ritmo puede cambiar bruscamente. Pero, a pesar de todo, hay que tener ante los ojos una perspectiva determinada, a fin de efectuar en la misma, en el proceso de la experiencia, las correcciones necesarias.

La gran revolución francesa empleó más de tres años para llegar al punto culminante: la dictadura de los jacobinos. La revolución rusa condujo en ocho meses a la dictadura de los bolcheviques. Vemos aquí una diferencia enorme de los ritmos. Si en Francia los acontecimientos se hubieran desarrollado más rápidamente, los jacobinos no hubieran tenido tiempo para formarse, pues en vísperas de la revolución no existían como partido. De otra parte, si los jacobinos hubieran representado una fuerza ya en vísperas de la revolución, los acontecimientos indudablemente se habrían desarrollado con más rapidez. Tal es uno de los factores que determina el ritmo. Pero hay otros que son acaso más decisivos.

La revolución rusa de 1917 fue precedida de la revolución de 1905, calificada de ensayo general por Lenin. Todos los elementos de la segunda y de la tercera revolución fueron preparados de antemano, de manera que las fuerzas que participaron en la lucha avanzaban por un camino conocido. Esto aceleró extraordinariamente el período de ascensión de la revolución hacia su punto culminante.

Pero así y todo, hay que suponer que el factor decisivo en la cuestión del ritmo en 1917 fue la guerra. La cuestión de la tierra podía ser aún aplazada por algunos meses, incluso acaso por algunos años. Pero la cuestión de la muerte en las trincheras no permitía ningún aplazamiento. Los soldados decían: «¿Qué necesidad tengo de la tierra si yo no estaré allí?» La presión de una masa de doce millones de soldados fue un factor que contribuyó extraordinariamente a acelerar la revolución. Sin la guerra, a pesar del «ensayo general» de 1905 y de la existencia del partido bolchevique, el periodo preparatorio, pre-bolchevista de la revolución, hubiera podido durar no ocho meses, sino acaso un año, dos y más.

El partido comunista español ha entrado en los acontecimientos en un estado de debilidad extrema. España no está en guerra; los campesinos españoles no están concentrados por millones en los cuarteles y en las trincheras, ni se hallan bajo el peligro inmediato de exterminio. Todas estas circunstancias obligan a esperar un desarrollo más lento de los acontecimientos y permiten, por consiguiente, confiar en que se dispondrá de un plazo más largo para la preparación del partido y la conquista del poder.

Pero hay factores que obran en el sentido opuesto y que pueden provocar tentativas prematuras de un combate decisivo que equivaldría al desastre de la revolución: la ausencia de un partido fuerte aumenta la importancia de lo espontáneo en el movimiento; las tradiciones anarcosindicalistas obran en el mismo sentido; finalmente, la falsa orientación de la I. C. abre las puertas a las explosiones de aventurismo.

La conclusión de estas analogías históricas es clara: si la situación en España (ausencia de tradiciones revolucionarias recientes; ausencia de un partido fuerte; ausencia de la guerra) conduce a que el alumbramiento normal de la dictadura del proletariado se vea, según todas las apariencias, prolongado por un plazo considerablemente más largo que en Rusia, existen, por el contrario, circunstancias que refuerzan extraordinariamente el peligro de un aborto revolucionario.

La debilidad del comunismo español, que es el resultado de la falsa política oficial, hace, a su vez, a este último extremadamente susceptible de asimilarse las conclusiones más peligrosas de las directivas falsas. Al débil no le gusta ver su propia debilidad, teme hallarse retrasado, se enerva y corre demasiado. En particular, los comunistas españoles pueden temer las Cortes. En Rusia, la Asamblea Constituyente, aplazada por la burguesía, se reunió después ya del desenlace decisivo y fue liquidada sin esfuerzo. Las Cortes Constituyentes españolas se reúnen en una fase más próxima de la revolución. En las Cortes, los comunistas, si en general logran ir allí, serán una minoría insignificante. De esto puede nacer el pensamiento de intentar el derrocamiento de las Cortes lo más pronto posible aprovechándose de cualquier ofensiva espontánea de las masas. Semejante aventura no sólo no resolvería el problema del poder, sino que, por el contrario, retrasaría considerablemente la revolución, la cual quedaría seguramente con la columna vertebral rota. El proletariado podrá arrancar el poder de manos de la burguesía sólo a condición de que la mayoría de los obreros tiendan a ello apasionadamente y de que la mayoría explotada del pueblo tenga confianza en el proletariado. Es precisamente en la cuestión de las instituciones parlamentarias de la revolución en la que los camaradas españoles deben fijarse, no tanto en la experiencia rusa cuanto en la de la gran revolución francesa. La dictadura de los jacobinos fue precedida de tres parlamentos. Por estos tres peldaños las masas se elevaron hasta la dictadura jacobina. Sería estúpido creer –como los republicanos y socialistas madrileños– que las Cortes pondrán efectivamente un punto a la revolución. No; las Cortes no pueden hacer otra cosa que dar un nuevo empuje al desarrollo de la revolución, asegurando al mismo tiempo una mayor regularidad del mismo. Semejante perspectiva es muy importante para la orientación en el curso de los acontecimientos, para contrarrestar el enervamiento y el aventurismo.

Esto no significa, ni que decir tiene, que los comunistas deban desempeñar el papel de freno de la revolución, y, aún menos, que deban desolidarizarse de los movimientos y de las acciones de las masas de la ciudad y del campo. Semejante política sería funesta para el partido, el cual debe conquistar aún la confianza de las masas revolucionarias. Únicamente porque los bolcheviques dirigieron todos los combates de los obreros y de los soldados tuvieron en julio la posibilidad de evitar la catástrofe de las masas.

Si las condiciones objetivas y la mala fe de la burguesía hubieran impuesto al proletariado el combate decisivo en las condiciones desfavorables, los comunistas habrían, naturalmente, encontrado su puesto en las primeras filas de los combatientes. Un partido revolucionario preferirá siempre exponerse a la destrucción, junto con su clase, que permanecer al margen predicando la moral y dejando a los obreros sin dirección bajo las bayonetas de la burguesía. Un partido aplastado en la lucha penetrará profundamente en el corazón de las masas, y tarde o temprano tomará su desquite. Un partido que se retire en el momento de peligro no renacerá más. Pero los comunistas españoles no se hallan en general situados en esta alternativa trágica. Al contrario, hay todos los motivos para creer que la ignominiosa política del socialismo en el poder y la desorientación lamentable del anarcosindicalismo impulsarán cada vez más a los obreros hacia el comunismo, y que el partido –a condición de que tenga una política justa– dispondrá de tiempo suficiente para prepararse y conducir al proletariado a la victoria.

¡Por la unidad de las filas comunistas!

Uno de los crímenes más vergonzosos de la burocracia staliniana es la escisión sistemática de las filas comunistas, poco numerosas en España, escisión que no se deriva de los acontecimientos de la revolución española, sino que les ha sido impuesta bajo la forma de directivas que se desprenden de la lucha de la burocracia staliniana por su propia conservación. La revolución crea siempre en el proletariado una fuerte corriente hacia el ala izquierda. En 1917 se fundieron con los bolcheviques todos los grupos y todas las corrientes que le eran espiritualmente afines, aunque en el pasado hubieran luchado contra el bolchevismo. El partido no sólo creció rápidamente, sino que vivió una vida interior de una extraordinaria turbulencia. Desde abril hasta octubre, y más tarde, durante los años de guerra civil, la lucha de tendencias y de grupos en el partido bolchevique alcanza en algunos momentos una gravedad extraordinaria. Pero no se producen escisiones, ni tan siquiera exclusiones individuales. La presión poderosa de las masas cohesiona al partido. La lucha interna le educan, le aclara su propio camino. En esta lucha todos los miembros del partido adquieren una convicción profunda en el acierto de la política del partido y en la seguridad revolucionaria de la dirección. Es sólo esta convicción de los bolcheviques de fila, conquistada en la experiencia y en la lucha ideológica, lo que da la posibilidad a la dirección de lanzar a todo el partido al combate en el momento necesario. Y sólo la convicción profunda del partido en el acierto de su política inspira a las masas obreras la confianza en el mismo. Grupos artificiales impuestos desde fuera; ausencia de lucha ideológica libre y honrada; aplicación del calificativo de enemigos a los amigos; creación de leyendas que sirven para la escisión de las filas comunistas. He aquí lo que paraliza actualmente al partido comunista español. Este debe librarse de las tenazas burocráticas que lo condenan a la impotencia. Hay que agrupar las filas comunistas sobre la base de una discusión abierta y honrada. Hay que preparar el congreso de unificación del partido comunista español.

La situación se complica por el hecho de que no sólo la burocracia staliniana oficial en España, poco numerosa y débil, sino también las organizaciones oposicionistas, que formalmente se hallan fuera de la Internacional Comunista –la Federación catalana y el grupo autónomo de Madrid–, carecen de un programa de acción claro y, lo que es todavía peor, están contaminados en una gran parte de los prejuicios que los epígonos del bolchevismo han sembrado con tanta abundancia durante estos últimos ocho años. Los oposicionistas catalanes no tienen la claridad necesaria en la cuestión de la «revolución obrera y campesina», de la «dictadura democrática» y aun del «partido obrero y campesino». Esto redobla el peligro. La lucha por la reconstitución de la unidad de las filas comunistas debe ser combinada con la lucha contra la podredumbre ideológica y la falsificación staliniana.

Es esta la misión de la oposición de izquierda. Pero hay que decir la verdad: ésta apenas ha iniciado aún su tarea. Sabemos las condiciones difíciles en que se hallan nuestros compañeros de ideas; persecuciones policiacas ininterrumpidas bajo Primo de Rivera, bajo Berenguer y bajo Alcalá Zamora. El compañero Lacroix, por ejemplo, sale de la cárcel para volver a entrar en ella. El aparato de la I. C., impotente en el terreno de la dirección revolucionaria, desarrolla una gran actividad en el de las persecuciones y de las calumnias. Todo esto dificulta extremadamente el trabajo. Sin embargo, éste debe ser llevado a cabo. Hay que agrupar las fuerzas de la oposición de izquierda en todo el país, fundar una revista y un boletín, agrupar a la juventud obrera, formar círculos y luchar por la unidad de las filas comunistas sobre la base de una política marxista justa.

Kadikei, 28 de mayo de 1931.

——

{1} Los que más se distinguen en este sentido son los stalinianos norteamericanos. Es difícil imaginarse hasta dónde llega la vulgaridad y la estupidez de los funcionarios retribuidos y sin control alguno.

{2} La oposición de izquierda no tiene prensa diaria. No hay más remedio que desarrollar en cartas privadas ideas que deberían constituir el contenido de los artículos cotidianos.

{3} El grupo italiano «Prometeo» (bordiguianos) niega en general las consigna democráticas revolucionarias para todos los países y todos los pueblos. Este doctrinarismo sectario, que coincide prácticamente con la posición de los stalinianos, no tiene nada de común con la de los bolcheviques-leninistas. La oposición internacional de izquierda debe declinar todo asomo de responsabilidad por semejante infantilismo de extrema izquierda. Precisamente la experiencia actual de España atestigua que las consignas de la democracia política desempeñarán indudablemente un papel de una gran importancia en el proceso de derrumbamiento de la dictadura fascista. Entrar en la revolución española o italiana con el programa de «Prometeo», es lo mismo que ponerse a nadar con las manos atadas a la espalda; el nadador que tal haga corre un riesgo muy considerable de ahogarse.

 
(León Trotsky, La revolución española y sus peligros, Ediciones Comunismo, Madrid [1931], páginas 1-32.)