Trotski pasa unas semanas en España y escribe Mis peripecias en España
León Trotski
Mis peripecias en España
Texto de la traducción española por Andrés Nin, con un prólogo especial del autor para la edición madrileña, traducido por Tatiana Enco de Valero, e ilustraciones de Constantino Rotov, siguiendo directamente la primera edición publicada por Editorial España, Madrid 1929.
[Nota editorial] · Prólogo a la edición española · I. De París a España · II. Camino de Madrid · III. En Madrid · IV. En la Cárcel Modelo · V. Más sobre la cárcel · VI. En libertad vigilada · VII. Hacia el Sur · VIII. En Cádiz · IX. Conversaciones · X. Lecturas sobre España · XI. Siguen las lecturas · XII. Más conversaciones y más libros · XIII. Fiestas y espectáculos · XIV. Enseñanzas históricas · XV. A Barcelona y en Barcelona · XVI. La expulsión a América · XVII. Aquí termina España · [Apéndice. Notas para una semblanza de Trotski, por Julio Álvarez del Vayo.]
Prólogo a la edición española
Este libro debe su origen a la casualidad. No tenía proyectado en absoluto mi viaje a España a fines de 1916. Aún menos había concebido, para mí, el estudio del interior de la Cárcel Modelo de Madrid. El nombre de Cádiz sonaba en mis oídos como algo casi exótico. En mi imaginación lo asociaba con los árabes, con el mar y con las palmeras. Hasta el otoño de 1916 nunca había pensado si el hermoso Cádiz meridional estaba dotado de policía. Sin embargo, tuve que pasar algunas semanas bajo su vigilancia. Todo en esta aventura fue para mí fortuito y parecía, a ratos, un sueño gracioso. Pero no era fantasía ni tampoco sueño. Los sueños no suelen dejar huellas dactilares. Y, no obstante, en la oficina de la Cárcel Modelo de Madrid se puede hallar la impresión de todos los dedos de mis manos derecha e izquierda. Mayor prueba de la realidad de lo sucedido no la puede dar ningún filósofo.
En la cárcel de Madrid, en el tren, en el hotel de Cádiz apuntaba mis impresiones sin un fin determinado. Mis cuadernos de apuntes hicieron luego el viaje conmigo a través del Atlántico; se quedaron entre mi equipaje durante las semanas en que disfruté de la hospitalidad del rey de Inglaterra, en el campo de concentración del Canadá, y volvieron a atravesar conmigo el océano y la península escandinava, hasta Petrogrado. En el torbellino de los acontecimientos de la revolución y de la guerra civil olvidé su existencia. En 1924, hablando con mi amigo Voronski, mencioné de pasada mis impresiones y mis apuntes españoles. Voronski dirigía entonces la mejor revista literaria mensual de la República soviética, y, con su energía de periodista nato, se aprovechó inmediatamente de mi indiscreción para no dejarme marchar sino después de haberme comprometido solemnemente a buscar mis cuadernos de notas, a darlos a copiar y a ponerlos en cierto orden. Así surgió este librito. Otro de mis amigos, Andrés Nin, decidió traducirlo al español. Tenía grandes dudas sobre la sensatez de esta empresa. Pero Nin mostró gran insistencia. Por tanto, la responsabilidad de la aparición de este libro en español pesa sobre él.
Mis conocimientos de la lengua española quedaron en un grado muy rudimentario: el Gobierno español no me dejó perfeccionarme en el idioma de Cervantes. Esta sola circunstancia basta para explicar el carácter, harto superficial y ligero, de mis observaciones. Sería inútil buscar en este libro cuadros más o menos amplios de las costumbres o de la vida política y cultural de España. Lo dicho anteriormente demuestra cuán lejos está el autor de semejantes pretensiones. No viví en España como investigador u observador, ni siquiera como un turista en libertad. Entré en este país como expulsado de Francia y residí en él como detenido en Madrid y como vigilado en Cádiz, en espera de una nueva expulsión. Estas circunstancias restringieron el radio de mis observaciones, al mismo tiempo que condicionaban de antemano mi modo de afrontar los aspectos de la vida española con los cuales me puse en contacto. Sin un buen adobo de ironía, la serie de mis aventuras en España sería, incluso para mí, un manjar completamente indigestible. El tono general del libro expresa, en toda su espontaneidad, las sensaciones con que efectué el viaje por Irún, San Sebastián, Madrid hasta Cádiz, y de allí otra vez a Madrid y Barcelona, para desembarcar luego, despegando de la costa europea, al otro lado del Atlántico.
Pero si este librito puede despertar el interés del lector español e inducirle a penetrar en la psicología de un revolucionario ruso, no lamentaré el trabajo que ha hecho mi amigo Nin para traducir estas páginas escuetas y sin pretensiones.
León Trotski.
Constantinopla, junio de 1929.
I
De París a España
Dos inspectores de Policía me esperaban en casa. Uno era pequeño, casi un anciano, con ancha nariz rusa; el otro, enorme, calvo, de unos cuarenta y cinco años, negro como el betún. El traje de paisano les sentaba mal a los dos, y cuando contestaban, llevaban la mano a la frente, hacia una visera invisible.
Extraordinaria e insinuante amabilidad del viejo: “Vous nous faciliterez la tâche.” Es decir: “No opondrá usted resistencia.” En compensación: “No le entregaremos a usted a la Policía española.” Y volviéndose hacia mi mujer: “Madame puede presentarse mañana en la Dirección de Seguridad” (con objeto de que se le den las facilidades necesarias para que pueda seguirme).
Cuando me despedí de los amigos y de la familia, los policías disimularon archiamablemente su presencia tras de la puerta. Abajo esperaba un automóvil. Los inspectores cogieron mi equipaje. Al marcharnos, el viejo se quitó el sombrero varias veces:
—Excusez, madame.
El mismo policía, que durante dos meses me persiguiera con saña incansable, se esfuerza en esta ocasión en mostrarme su solicitud, arreglándome la manta de viaje y cerrando la portezuela del automóvil. Partimos.
Tren rápido. Coche de tercera clase. Nos instalamos y trabamos conocimiento más de cerca. El inspector viejo es un geógrafo: Tomsk, Irkutsk, Kazan, Novgorod, la feria de Nijni-Novgorod… Habla el español, conoce el país. El segundo, moreno y alto, durante largo tiempo guardó un silencio obstinado y permaneció sentado aparte. Pero después se desató:
—Los pueblos latinos patinan sin moverse del sitio; los otros les pasan delante –prorrumpió inesperadamente, cortando con un cuchillo un pedazo de jamón que sostenía en su velluda y no muy limpia mano–. ¿Qué vemos en literatura? Decadencia en toda la línea. En filosofía, lo mismo. No hay nada después de los tiempos de Pascal y Descartes. La raza latina no se mueve del sitio…
Yo, sorprendido, esperaba la continuación. Pero el policía se calló para masticar su jamón y su panecillo.
—Hace poco ustedes tenían a Tolstoi; pero Ibsen es más comprensible para nosotros.
Y se calló de nuevo.
El viejo, herido en su amor propio por esta explosión de ciencia, empezó a disertar sobre la importancia del ferrocarril transiberiano. Después, completando y suavizando al mismo tiempo las conclusiones pesimistas de su colega, añadió:
—Sí, a nosotros nos falta iniciativa. Todo el mundo procura hallar un empleo. Es triste, pero no se puede negar.
Por mi parte, escuchaba a los dos en silencio y no sin interés. Como más allá de la ventanilla reinaba la obscuridad y, por otra parte, nadie tenía ganas de dormir, la conversación era el único recurso. Esta derivó hacia mi expulsión y el servicio de vigilancia que habían establecido tras de mí en París. Ambos inspectores conocían los detalles del mismo por los informes de los agentes. Este tema les excitó.
—¿Vigilancia? ¡Oh, ahora es completamente imposible! La vigilancia sólo es eficaz en el caso de que el vigilado no se dé cuenta. ¿No es verdad? Pero con los medios de comunicación actuales, esto es imposible. Hay que decirlo sin ambages: el metropolitano mata la vigilancia. Al individuo sujeto a ella debería indicársele la necesidad de que no tomara el metro. Sólo en este caso sería posible el servicio.
Y el moreno sonreía sombríamente. El viejo, por su parte, agregaba:
—A menudo ejercemos la vigilancia, sin que nosotros mismos sepamos por qué.
—Nosotros, los policías, somos escépticos –declaró de nuevo inesperadamente el moreno–. Ustedes tienen ideas. Nosotros protegemos lo existente. Fíjese usted en la Gran Revolución. ¡Qué movimiento de ideas! Los enciclopedistas, Juan Jacobo, Voltaire. Catorce años después de la revolución el pueblo era más desventurado que nunca. Lea usted a Taine. George echaba en cara a Jules Ferry que el Gobierno de este último no marchaba adelante. Ferry contestaba: “Los gobiernos no son nunca los heraldos de la revolución”, lo cual es verdad. Nosotros, los policías, somos conservadores por deber. El escepticismo es la única filosofía que está de acuerdo con nuestra profesión. Al fin y al cabo, nadie elige libremente su senda. La voluntad libre no existe. Ni la libertad de elección. Todo se halla predeterminado por el curso de los acontecimientos.
Después de echar escépticamente un trago de vino por la vía directa de la botella, añadió, mientras tapaba esta última cuidadosamente:
—Renán dijo que las ideas nuevas vienen siempre demasiado pronto, lo cual es cierto.
Al decir esto, el moreno echó una mirada de reojo a una de mis manos, que, distraídamente, había colocado yo en el puño de la portezuela. Para tranquilizarle, me la metí en el bolsillo.
Pasamos por Burdeos. Capital del vino tinto, y, ayer, capital provisional de Francia, cuando el enemigo avanzó hasta muy cerca de París. Lema de la Francia burguesa: “La frontera, en el Rin; la capital, en Burdeos.” Atravesamos las landas. Grandes extensiones arenosas. Aquí, los bonapartistas del segundo reemplazo: para reforzar el terreno arenoso Napoleón III mandó plantar pinos. Maizales. Colinas. En este sitio no hay miedo a los zepelines. El viejo tomó, entretanto, su desquite. Habló de los vascos, de su lengua, de las mujeres, de su tocado. Nos acercábamos a la frontera.
—Por este mismo trayecto acompañé al señor Pablo Iglesias, jefe de los socialistas españoles, cuando lo expulsaron de Francia. Hicimos muy buen viaje, conversamos agradablemente. Excelente persona… Para nosotros los policías, como para los ayudas de cámara –declaró el moreno–, no existen grandes hombres. Al mismo tiempo, siempre somos necesarios. Los regímenes cambian; pero nosotros nos quedamos.
Llegábamos a la última estación francesa: Hendaya.
—Aquí vivía Deroulède, nuestro romántico nacional, el cual se contentaba con ver las montañas de Francia. Don Quijote en su rincón español.
El moreno sonrió con indulgencia.
—Yo me quedaría aquí para siempre –añadió el viejo–, en una casita, y no me cansaría de contemplar el mar durante el día… Haga usted el favor, monsieur, de acompañarme a la Comisaría de la estación.
En la estación de Irún un gendarme francés se me acercó, con propósito de interrogarme; pero mi acompañante le hizo un signo masónico.
—¡Ah! Comprendido, comprendido –dijo aquel, y para demostrar su absoluta indiferencia, se volvió de espaldas y, dirigiéndose a un grifo, se puso a lavarse las manos, tostadas por el sol. Pero no pudo contenerse, me miró de nuevo y preguntó escépticamente:
—Y el otro, ¿dónde está?
—Está ahí, con el comisario especial –contestó el moreno–. Todo quiere saberlo –añadió a media voz, dirigiéndose a mí, y, precipitadamente, me condujo fuera de la estación.
—C'est fait avec discretion, n'est-ce pas? –me preguntó el moreno–. Puede usted ir en tranvía desde Irún a San Sebastián. Lo mejor es tomar un aire de turista, a fin de no infundir sospechas a la policía española, la cual es muy desconfiada. Y desde este momento, yo no le conozco a usted. ¿No es eso?
Nos despedimos fríamente.
El moreno se sentó en el tranvía Irún-San Sebastián, al mismo tiempo que yo, aunque a cierta distancia de mí. Durante algún tiempo vaciló entre el sentimiento del deber y el apetito. No tenía ningún deseo de ir a San Sebastián. El apetito venció, y el policía escéptico saltó del tranvía, murmurando no sé qué entre dientes. Yo era libre.
San Sebastián, capital de los vascos. Un mar severo, pero sin malicias; gaviotas, espuma, aire, espacio. El mar, con su aspecto cautivador, parece indicar que el hombre ha nacido para ser contrabandista; pero que circunstancias accidentales le han impedido seguir su destino.
Españoles con boina, mujeres con mantilla, en vez de sombrero; más variedad de colores y más gritos que allende los Pirineos. Una calle, una plaza y otra vez el mar. ¡Magnífico! Y sin policías. Aquí hay un mar, como en Niza. La Naturaleza no es tan dulzona; hay más sal y pimienta. Esto es mejor. Pero la indolencia domina por doquier. En las tiendas se regatea sin fin. Los tenderos son “tenderos con psicología”. Los Bancos están cerrados. Devoción. En la cabecera de mi cama, en el hotel, un cuadro ejemplar: La muerte del pecador: un diablo con dos cabezas logra arrebatar la presa a un ángel entristecido, a pesar de todos los esfuerzos del bueno del clérigo. Al dormirme y al despertar, medito sobre la salvación del alma. En las bocacalles, guardias municipales, que no tienen nada de guerreros, con bastón. Los uniformes de los militares son complicados, producto, por lo que se ve, de madura reflexión; pero no dan la impresión de seriedad.
La cuenta del hotel estaba escrita en un idioma fantástico, que pretendía ser francés: “Par habitation, pour dormir deux jours et par un bain”, lo que significa, poco más o menos: “A través de la habitación, con el fin de dormir dos días, y a través de un baño”. El total estaba, sin embargo, escrito en cifras árabes y, por desgracia, no daban lugar a ningún género de duda. San Sebastián es una playa de moda, y los precios, dignos de la misma. Hay que ponerse a salvo.
II
Camino de Madrid
Avanzamos hacia el interior de la Península ibérica. Esto no es Francia, sino algo más meridional, más primitivo, más provincial, más tosco. Sociabilidad. Se bebe vino en botijos. Se charla mucho a gritos. Las mujeres se ríen a carcajadas. Tres frailes leen en su breviario y, después, fijan devotamente la mirada en el techo barnizado del vagón y balbucean. Hay mucho de pintoresco. Los españoles, envueltos en capas con forro encarnado o en chillonas mantas a cuadros y con bufandas que les cubren hasta la nariz, permanecen en sus asientos, como pavos o papagayos. Parecen inabordables. En realidad, se muestran habladores impenitentes.
En el otro vagón cantan canciones populares. Una española, que trabajaba en París de criada y regresó a España al principio de la guerra, se marcha ahora a Madrid a trabajar. Facciones morenas y agradables. En París hay muchos españoles, en particular chauffeurs.
Conflicto a causa de las ventanillas. Los unos dejan abierta una ventanilla; los otros, en señal de protesta, las abren todas. Todo ello sin disputas. Los viajeros, ateridos de frío, se cubren con sus capas y sus bufandas.
Llanuras arenosas, colinas con matas enfermizas y arbustos enclenques. Aurora gris. Casas de piedra sin adornos. Paisaje triste. Palos de telégrafo bajos, como en ninguna parte. Por la carretera, asnos cargados de fardos. España. Pero yo, ¿para qué estaré aquí?
III
En Madrid
Madrid. La estación. Me hacen pedazos. Un gran número de existencias problemáticas. Mozos de cuerda, vendedores de periodiquitos, limpiabotas, guías, comisionistas de no se sabe qué y de todo, mendigos. En una palabra: esa multitud de la cual son tan ricas las tres penínsulas de la Europa meridional: la ibérica, la apenina y la balkánica.
Cuando, al llegar a una nueva ciudad, una multitud de gente os arrebata la maleta de las manos y, al mismo tiempo, os proponen limpiaros las botas –un “limpia” para cada pie–, comprar periódicos, cangrejos, cacahuetes, etcétera, podéis estar seguros de que la ciudad deja bastante que desear desde el punto de vista sanitario; de que hay mucha moneda falsa en circulación; de que en las tiendas cargan los precios sin piedad, y de que las chinches abundan en las fondas. Aunque en el transcurso de mi existencia he tenido ocasión de viajar bastante, no he sabido desarrollar en mí, a este respecto, los órganos necesarios de resistencia. Eso sí, en Bucarest o en Belgrado llevaba las botas relucientes como un espejo y una colección de monedas falsas en el bolsillo.
El Hotel de París es una modestísima fonda de tipo provinciano. Nadie habla francés. Me hago entender por medio de la mímica más primitiva. La patrona, Emilia, ni siquiera conoce el esperanto, lengua que, dicho sea de paso, tampoco conozco yo. Más tarde me enteré de que la patrona no sabía leer ni el español; pero, con ayuda de sus diez dedos, me informa a maravilla de los precios, los cuales aparecen superiores a todos mis cálculos. Cuando intento expresar esta idea simplicísima por medio de un gesto de asombro, la patrona me muestra su fuerte dentadura; ante lo cual no hay más remedio que pagar.
Cerca del Palacio Real, un guía se apodera de mí por la fuerza y me muestra el relevo de la guardia, que yo puedo ver sin su concurso. La ceremonia no deja de tener color, con todos sus convencionalismos decorativos y con su excelente banda militar. Pero todo eso se prolonga demasiado, sobre todo hoy, por el hecho de que a las doce y media debe presentarse en Palacio el nuevo embajador de la Argentina, Marcos Avellaneda. Mucha gente, en zapatillas de fieltro, aguanta tranquilamente la lluvia. Carretas cargadas hasta los topes, arrastradas por tiros de mulas o de asnos, pasan lentamente ante el Palacio. Unos golfos vocean los periódicos y después juegan a “cara o cruz” sobre el húmedo pavimento. Aparecen las suntuosas carrozas palaciegas. Los elevados personajes de Palacio corren de un sitio a otro, haciendo revolar sus faldones. El embajador, con un tricornio, se vuelve a derecha y a izquierda. En las ventanas de Palacio se asoman los generales, con cordones en el pecho, y el guía se esfuerza en mostrarme el rey en uno de los ángulos de una ventana; esto último, sin duda, para intimidarme en el momento de arreglar cuentas.
Después, siempre acompañado del guía, contra mi voluntad, contemplo la colección de armas antiguas. El guía, en un francés horrible, me hace, por añadidura, indicaciones que, sin necesidad de él, podría leer en los cartelones.
En una catedral en construcción, el guía, apoderándose definitivamente de mí, me muestra las sepulturas de los grandes de España, adquiridas para ellos y sus familias. Esos señores se ocupan ya desde ahora de la instalación de sus lujosos domicilios para la eternidad. En algunos de esos nichos marmóreos pueden verse cartelones con la inscripción:
“Se alquila.”
El guía me conduce después al puente más alto de Madrid, y lo elogia por sus comodidades para el suicidio.
En el hotel Voyageur de Commerce, durante el almuerzo, un comerciante francés, parisién, de ojos azules, se lamenta de la pereza y la falta de iniciativa de los españoles. Los españoles trabajan en Francia, en Inglaterra y, por desgracia, en Alemania; pero no aquí. ¿De parte de quién están? Más bien de parte de los alemanes. Hay aquí actualmente 35.000 alemanes, que trabajan y tienen influencia. En Barcelona es otra cosa; allí hay espíritu francés; pero aquí todos son germanófilos. En Madrid ni siquiera hay iniciativa para sacar provecho de la guerra.
Las opiniones del comerciante sobre todas las cuestiones y, particularmente, sobre la música alemana, se caracterizan por su firmeza y precisión. De Wagner habla, naturalmente, con desdén. La música italiana ya es otra cosa.
—Estoy licenciado por inútil –se apresura a decir a todo el mundo, temeroso de que lo tomen por desertor, al mismo tiempo que muestra rápidamente su mano izquierda, que no le impide, sin embargo, ejecutar romanzas dulzonas en un piano desvencijado de la fonda.
El café Universal está lleno hasta rebosar. Hay más variedad de tipos que allende los Pirineos; desde el gitano ladrón de caballos hasta el perfil de Julio César. Lo primero que sorprende, al entrar, es un griterío ensordecedor. Todos hablan en voz alta, gesticulan, se dan golpes en la espalda, ríen a carcajadas, toman café y fuman.
Dos clases de edificios monumentales dominan en Madrid: iglesias y Bancos. La vieja España coloca sus capitales en las iglesias. Los marqueses y condes gastan una millonada en sus panteones familiares y encargan misas para el eterno descanso de sus almas. En los nichos de mármol el oro aparece a la vista de todo el mundo, como para atestiguar las buenas relaciones de sus propietarios con el cielo. Pero España no lleva la mayor parte de su dinero a las iglesias, sino a los Bancos. Y en la lucha por el alma de España, los Bancos levantan enormes edificios, templos de una suntuosidad aplastante. Su número es incontable, y alternan con las iglesias y los grandes cafés. He aquí el templo, en construcción, del Banco del Río de la Plata. Sería, sin embargo, un error imaginarse que las relaciones entre la Iglesia y la Banca se caracterizan por una lucha encarnizada. Los millones que los piadosos nobles pagan por el privilegio de sus mausoleos son depositados luego en los Bancos por los santos padres. Y los Bancos, por su parte, prestan su ayuda financiera a todo, sin excluir la construcción de catedrales.
Me encuentro por vez primera en esta ciudad, donde no conozco a nadie, ni nadie me conoce, literalmente nadie. Además, no comprendo el idioma, y cuando me siento en un café y oigo el verbo rápido de la conversación española, no entiendo ni una palabra. Condiciones ideales para estudiar el país. Cierto es que no me preparaba para dicho estudio.
Madrid es una gran ciudad, sobre todo de noche, con su iluminación eléctrica y de gas. Después de París, con sus faroles apagados y sus ventanas cerradas, a causa de los zepelines, el Madrid nocturno, en el centro de la ciudad, sencillamente me deslumbró. Aquí se vive hasta muy tarde, hasta la una o las dos. Después de media noche, los cafés están todavía llenos; las calles, espléndidamente iluminadas. En París la vida nocturna es también muy intensa; pero sólo en determinadas partes de la ciudad. En la mayor parte de las calles del París laborioso y activo, a las diez de la noche reina el silencio más absoluto. Los teatros terminan las representaciones entre once y once y media. En la calle y en los cafés permanece sólo el público ocioso y juerguista, formado en su inmensa mayoría por extranjeros, con un tanto por ciento elevado de rusos. En Madrid se cena a las nueve o diez. Los teatros se abren entre las diez y las once y terminan a la una de la madrugada. El ritmo de la vida es perezoso.
A pesar de su electricidad y de sus Bancos, Madrid es una ciudad provinciana. Movimiento sin objeto, ausencia de industria, abundancia de devoción hipócrita; se guarda rigurosamente el aspecto exterior de las buenas costumbres. En las calles, la prostitución no salta a la vista como en las ciudades francesas. En los cafés, muy pocas mujeres; por las trazas, su presencia en dichos establecimientos está mal vista. Se toma mucho café, se bebe poco ajenjo. Los hombres permanecen sentados, y hablan como gente que dispone de mucho tiempo. En los cafés no hay periódicos, hay que traerlos consigo; pero los cafés, al contrario que los de París, son enormes. Por la expresión de los rostros, se adivina a una vieja raza, pero que se ha dejado decaer; en los músculos faciales, como en los del cuerpo, ausencia de tensión, como también ausencia de concentración en la mirada.
—El tiempo, para el español, no tiene ningún valor –se lamenta el comerciante francés–. Con él, hay que hablar algunas horas sobre todo lo imaginable y, después, un poco sobre los negocios. Más tarde os dice: “Venga usted a mi casa”; os invita a comer, os lleva a los toros, no os deja pagar; pero no tiene prisa para resolver el negocio.
España, en la medida en que he podido verla (y casi no la he visto), se parece a Rumania, o para decirlo mejor: Rumania es una España sin pasado.
La nueva Casa de Correos, con columnas, torreones y garitas. Domina aquí la arquitectura propia de los templos. Irónicamente llaman a la Casa de Correos Nuestra Señora de las Comunicaciones.
Pero he aquí el auténtico templo del Arte, el Museo de Madrid.
—Por lo que respecta al edificio y a la iluminación, esto no es nada; ustedes tienen el Louvre, el Luxemburgo, Versalles (me toman por un francés); pero los cuadros nuestros son mejores.
No sé si esto es cierto; pero lo que es indudable es que el Museo de Madrid es magnífico. Después del barullo de las calles madrileñas, en las cuales me sentía completamente extraño, contemplaba con verdadero placer las joyas inapreciables del Museo y me deleitaba el elemento eterno de ese arte. Rembrandt… Ribera…
Experimentaba, sin embargo, al mismo tiempo, la sensación de que nos hallamos a una distancia histórica enorme del arte antiguo. Entre nosotros y esos viejos maestros de la pintura –sin que pretendamos ni disminuir ni oscurecer su mérito– surgió, antes de la guerra, un arte nuevo, más íntimo, más individualista, más matizado, más subjetivo, más concentrado… La guerra, ciertamente, con su ola de pasión y sufrimientos colectivos, hará tabla rasa, por un largo período, de esas formas artísticas; pero ello no puede significar de ningún modo el retorno puro y simple a las formas antiguas, a pesar de su esplendor; ni a la perfección anatómica, a las caderas rubensianas (aunque las caderas desempeñarán seguramente en el nuevo arte de la postguerra, sediento de vida, un gran papel). Difícil es pronosticar algo en concreto; pero es indudable que debe surgir un nuevo arte de las emociones, de los dolores que está experimentando casi toda la humanidad culta. Los artistas jóvenes, lo mismo que los viejos, al evitar el tema de la guerra, se sienten poseídos por el miedo y no saben de qué lado volverse (naturalmente, no se trata aquí de aquellos cuyo standard varía con las circunstancias). En esta desviación del más terrible y grande acontecimiento de la historia humana se expresa la conciencia de que el espíritu antiguo y los antiguos procedimientos no corresponden ya a las nuevas formas y a las nuevas proporciones de la vida. Se imponen nuevas concepciones, nuevos procedimientos, nuevas maneras; se impone la transformación de la psicología artística. Eso acontece en alguna parte, en algunos artistas, y acabará por manifestarse… Entre tanto…
En las salas semiobscuras e inhospitalarias del Museo se trabaja sin interrupción: en diversos puntos están instalados dos docenas de caballetes; pintores, pintoras, jóvenes y viejos, copian con aplicación a Velázquez, a Murillo, al Greco. He de confesar que no vi ni una sola copia más o menos discreta.
Al salir del Museo nos damos cuenta de que la lluvia, durante nuestra visita, ha caído sin interrupción, lavándolo, refrescándolo y transformándolo todo. A la puerta del Museo aparece sentado, en un sillón monumental, guardián del pasado artístico de su patria, el último gran pintor de España, el viejo Goya. El aguacero lo ha mojado de pies a cabeza, y bajo su nariz carnosa brilla al sol una enorme y transparente gota de agua.
Hoy he recibido de París una carta con las señas del socialista internacionalista francés Després, que se halla aquí, al frente de una Sociedad de seguros. He ido a buscarle. A pesar de su situación burguesa, se halla en oposición absoluta a la política patriótica de su partido y en favor de Kienthal y Zimmerwald. Me ha puesto al corriente de la política del partido socialista español, que se halla totalmente bajo la influencia del social-patriotismo francés. Existe una oposición seria en Barcelona entre los sindicalistas…
—Desde el punto de vista de raza, no existe una gran diferencia entre el francés y el español –me dice Després–. El español es un francés sin instrucción. Naturalmente, los españoles tienen las corridas de toros; pero esto, en fin de cuentas, no es más que una particularidad. ¿Pereza? Se exagera. En mis oficinas hay quince españoles que me suministran la misma suma de trabajo de quince franceses. Basta únicamente saber tratarlos y reclamar el trabajo como si se tratara de un servicio.
La lengua francesa no conoce el acento. A los españoles, el acento les es necesario. Existe en ellos una tendencia a la expresión exterior. En español, el signo de interrogación se coloca al principio de la frase, con objeto de preparar la expresión del rostro y la entonación. Los españoles son muy cinematográficos. Es cosa corriente contraponer la gracia española al chic parisién. No sé, sobre el particular, cómo serán las cosas en Sevilla y Granada, es decir, en la España auténtica; pero aquí, en Madrid, la gracia española no es más que un reflejo provinciano del chic parisién.
Es evidente que hay que ver una corrida de toros. España es neutral y, por este motivo, durante la guerra mundial las gentes no se quieren privar en ningún modo de las corridas de toros.{1} Nos dirigimos en tranvía a las afueras de la población. Otoño, lluvia. La última corrida de toros de la temporada ha sido suspendida. Se le propone al público presenciar las carreras de caballos, que tienen lugar ahí mismo. Regresar; pero ¿adónde? Veremos las carreras. Poco público. Todo el mundo se conoce. Niños bien, con sombrero de copa. Todos se saludan. Una dama madura, con triple papada. Todo el mundo hace la reverencia ante ella. Húsares de la reina. Lluvia. Apuestas. Un jockey sufre una caída mortal (el caballo se ha acercado demasiado a la barrera). Se lo llevan desvanecido. Los palafreneros conducen un caballo con la pierna ensangrentada.
—Lo ha aplastado con su peso –chilla un tipejo gordo, con sombrero de copa, mientras recogen al jockey medio muerto.
En general, un cuadro repugnante.
Viejos edificios, con interminables corredores, recodos y peldaños, son transformados en hoteles. Al mismo tiempo se construyen grandes hoteles como, por ejemplo, el Palace, con un café inmenso, uno de los más colosales de Europa. Casi todo Madrid puede jugar a un mismo tiempo en los billares de ese café. Sobre el público se abaten innumerables proyecciones cinematográficas, músicas, canciones… Toda una pared está consagrada a la limpieza del calzado, con todos los aparatos necesarios. Allí mismo, una adivinadora automática, por 10 céntimos, os suministra una hoja con vuestro destino. Pero ahora el Palace Hotel se halla casi vacío: la guerra. El limpiabotas es un culto. En la Puerta del Sol existe una verdadera fábrica para la limpieza del calzado. Docenas de hombres y mujeres hállanse sentados, en dos filas. A sus pies, dos filas de limpiabotas.
El Madrid viejo es sombrío, con edificios horribles por su incomodidad y el descuido en que se hallan.
En las afueras se tropieza con tipos desastrados. como en nuestro país, en Nikolaiev o Kichinev. Muchos de ellos, durante el día, duermen en el suelo húmedo.
Por las calles circulan muchos asnos, cargados con grandes cestas en los costados y, balanceándose encima de las cestas, una campesina. Todo esto sigue absolutamente igual que en los tiempos de Dulcinea del Toboso y hasta de sus lejanos bisabuelos.
Por la noche, gritos en la calle. A veces os despertáis con sobresalto, imaginándoos que se ha declarado un incendio. Resulta que están conversando bajo vuestra ventana. No disputan, sino que precisamente conversan. A pesar de la devoción española, los curas fuman abiertamente en la calle.
Quería visitar a Anguiano, secretario del partido socialista. Pero no pude satisfacer mi deseo, pues Anguiano se encontraba en la cárcel por quince días, condenado por escarnio al dogma católico. Quince días: una bagatela. En otros tiempos, en esa misma España, Anguiano hubiera sido quemado sencillamente en un auto de fe. Quede para los escépticos negar, después de esto, los beneficios del progreso democrático.
IV
En la Cárcel Modelo
1916. 10 de noviembre.
Ayer jueves, 9 de noviembre, la sirvienta de la modesta casa de huéspedes en que Després me ha instalado me llamó al comedor por medio de signos misteriosos. Allí me esperaban dos sujetos, exteriormente parecidos a otros de todos los países (tipo internacional), los cuales empezaron a hablarme, sin gran amabilidad, en español. Comprendí que dos policías venían a buscarme, y el hecho de que vinieran dos y no uno (el tercero, como después se vio, me esperaba en la calle), demostraba que no se trataba de unas simples preguntas relativas a mis documentos. Hay que decir que una o dos veces me pareció observar que me seguían en la calle; pero cansado de estas andanzas en París, no presté a ello ninguna atención, máxime cuando poco me quedaba que elegir. Invité a mis visitantes a pasar a mi cuarto, donde uno de ellos me mostró su carnet de agente de Vigilancia. Era un sujeto de estatura elevada, tuerto y de aspecto extremadamente repulsivo.
—Parlez vous français? –me preguntó de repente, como si hubiera hallado algo con que salir del paso, después de varias tentativas inútiles para hacerse comprender en español.
—Oui, je parle français –contesté apresuradamente y como quitándome un peso de encima.
Pero resultó que no conocía ni una palabra de francés. Este diálogo se repitió en España conmigo varias veces. Parlez vous français? –os pregunta vuestro interlocutor, después de varios esfuerzos para hacerse comprender en la lengua de Cervantes–. Y después resulta que, excepción hecha de esta frase, no conoce ni una palabra más de francés. Pero esta frase sirve a los españoles como de desahogo.
Me vi precisado a salir con ellos. En la Dirección de Seguridad salió a la escalera un señor de aspecto semipolicíaco, preguntó mi nombre y apellido y, como comentario, dijo: –Très bien, très bien, y movió la cabeza, con aire de reproche. Después dio a mis acompañantes la orden de conducirme.
—Es decir, ¿que estoy detenido? –pregunté.
—Sí, por una hora o dos –me contestó–; tenemos necesidad de ciertos informes relativos a usted…
Me condujeron a una oficina, donde me senté en un diván de cuero, en la actitud de una persona que debe esperar un cuarto de hora, sin quitarme el sobretodo, con el bastón en la mano, el sombrero en las rodillas. Así, casi sin cambiar de postura, permanecí hasta las nueve de la noche, es decir, cerca de siete horas seguidas. Esto era mortificante. Ni uno de los empleados de la Policía comprendía nada de lenguas extranjeras, del mismo modo que yo no comprendía nada del español. Todo esto fatigaba extraordinariamente. En compensación, se me ofrecía la posibilidad de observar a la Policía española en acción o, para decirlo más exactamente, en inacción. Un funcionario reemplazaba a otro; pero nadie hacía nada. Uno de ellos se sentó ante una máquina de escribir, tecleó un minuto, después reflexionó y abandonó la máquina. Los demás, ni siquiera lo intentaron. Conversaban, se mostraban fotografías; incluso, en una dependencia próxima, se dedicaban a la lucha grecorromana. Durante este tiempo se presentaron en las oficinas dieciocho o veinte personas, unas conducidas por policías, otras solas, en demanda de informes o para quejarse. La mayor parte, gente necesitada, desastrada. No se puede decir que los policías estuvieran groseros con ellos. Al contrario, mostraban cierta blandura meridional y calma. Ignoro si es siempre así o si les cohibía en cierto modo la presencia de un extranjero; pero yo creo que los españoles, en general, no se sienten inclinados a la ferocidad; es decir, que no se esfuerzan, profesionalmente, en ser feroces.
A las nueve de la noche me llevaron arriba. Me preguntaron quién era y de dónde venía, esperando, sin duda, contestaciones evasivas y preparándose a hacerme entrar en razón. Servía de intermediario un traductor, que hablaba muy mal el francés y todavía peor el alemán, pero que se apresuró a declarar, tan pronto como supo que yo no hablaba el inglés, que dominaba este idioma como el español.
Expliqué que había sido expulsado de Francia, donde defendía ideas pacifistas. (Mis correligionarios me perdonarán el abuso de esta terminología, empleada por mí para simplificar mi coloquio, con la policía española.)
—¿Estuvo usted en Zimmerwald?
—Sí. Varios periódicos lo publicaron.
—¿Qué proposiciones presentó usted en la conferencia? (Se trataba, sin duda, del proyecto de manifiesto.)
Contesté que intervine en los debates en armonía, naturalmente, con mis opiniones pacifistas.
—¿Por qué no regresó usted a Rusia?
Me expliqué.
—¿Es usted ruso?
Quise mostrar el certificado de nacionalidad librado por el cónsul ruso en Ginebra, a principios de la guerra. Pero no prestaron absolutamente ninguna atención a este documento, limitándose a decir: “Es un documento de 1914.” Por lo visto, coqueteaban con los informes que poseían. Para mí, resultaba perfectamente claro que habían recibido datos detallados sobre mí de la Policía de París y de los agentes rusos.
Como resultado de la conversación, el jefe, personaje menudo, calvo, con fisonomía dulzona, me comunica, por medio del traductor, que el Gobierno español no considera posible tolerarme en su territorio, que se me propone salir inmediatamente de España, y que, entre tanto, mi libertad se verá sujeta a “ciertas limitaciones”.
—¿Es posible conocer las causas?
—Las ideas de usted son demasiado avanzadas para España –me contestó candorosamente por mediación del traductor.
Después de esto, el jefe advirtió delante de mí al agente bizco (que se hallaba también presente, y que se inclinó respetuosamente) que era necesario tratarme “como a un caballero”, que yo era una persona “leída”, que se trataba de mis “ideas”, y exigió que la misma advertencia fuera transmitida a cierto inspector.
Al mismo tiempo, el policía traductor empezó a hablar conmigo con cierto desahogo y en tono confidencial:
—Hágase usted cargo de que no podemos obrar de otro modo –decía con voz lastimosa–, que lo sentimos mucho. ¡Cuántas veces el rey ha sido objeto de atentados!… No se puede usted imaginar el dinero que nos cuesta la vigilancia de los anarquistas. Además, Rusia crea tantas dificultades a los españoles que se dirigen allí, que es un verdadero horror.
Por consiguiente, yo debía responder simultáneamente por los anarquistas españoles y por la Policía rusa.
Durante mi interrogatorio, un sujeto policíaco, vestido con extraordinario lujo (todos vestían de paisano), con chaleco de fantasía y sombrero hongo, perfumado, un puro en los labios, irrumpió en el despacho, muy contento de sí mismo y del mundo; me saludó en tono protector e inesperadamente exclamó:
—Comment vous portez vous?
Difícil me es decir si quería vanagloriarse de sus conocimientos de francés, o ironizar o mostrarse amable. Por mi parte, y no sin mostrar cierto asombro, contesté casi automáticamente:
—Merci, et vous?
Después, desapareció.
De nuevo fui conducido al despacho de abajo. Allí cené (me trajeron la comida del restaurante vecino) y permanecí hasta las doce de la noche. Allí mismo me entrevisté con Després, llamado a requerimiento mío, el cual decidió iniciar inmediatamente algunas gestiones.
A las doce, un agente me acompañó en coche. Por el camino comprendí adónde: a la cárcel.
Mi acompañante, que no era otro que el polizonte bizco, estaba regularmente borracho. En mi presencia, el jefe le había dado cinco pesetas, en recompensa de no sé qué; el polizonte se inclinó con agradecimiento, y dos horas después vino a buscarme, en estado de completa beatitud. Como se le había dado la orden de mostrarse amable conmigo, de tratarme como a un caballero, y como se hallaba en estado de absoluta embriaguez, me golpeó amigablemente en la espalda, empezó a charlar sin interrupción, naturalmente en español, interrumpiéndose de vez en cuando con la expresión: Parlez vous français, monsieur? En el coche se desahogó completamente; declaró su amor a los rusos, ingleses, franceses y belgas.
—¿Quién soy yo? –decía–. Un soldado. Hago lo que se me ordena. Usted tiene ideas –añadió apuntando el dedo hacia mi frente. E inesperadamente: –¿Tiene usted hijos?–. Contesté, y él prosiguió: –Yo tengo cinco; no se puede pasar con menos.
Esto lo decía en español; pero al fin y al cabo era lo mismo, sobre todo, al explicarme por señas que al más pequeño la madre le daba todavía el pecho. Después encendió de sopetón una cerilla en el interior del coche, se la acercó al rostro y empezó a darme a entender cómo una bala norteamericana se lo había echado a perder: entró por encima del ojo derecho, atravesó la nariz y vació el ojo izquierdo. Después de esto regresó y cuando estuvo restablecido, entró en la Policía.
—El pueblo norteamericano es un pueblo maldito; los rusos, ya son otra cosa…
Y empezó a hablar nuevamente de su amor a los rusos y a los aliados en general. Trató de convencerme de que aceptara un pitillo, metiéndomelo casi por la boca; después quiso a toda costa invitarme a tomar cerveza; se detuvo ante un bar; pidió cerveza, y, a pesar de que se le había encargado que me llevara de noche, a fin de no llamar la atención, hizo las cosas de tal modo que consiguió que una multitud considerable se agrupara alrededor del coche. En toda esta escena había algo extremadamente ruso, sobre todo si se añade que ese mismo polizonte, tan sensible, fue conmigo extremadamente grosero, antes de que le dieran la orden de ser amable, y que, en la fonda, cuando fui detenido, incluso me dio un empujón y me dijo:
—¡Pase usted!
Mostró un gran disgusto cuando me negué a aceptar la cerveza; me propuso un café, haciéndome ver que lo pagaría él; en general, era importuno y lamentable en grado extremo. Acabó por decidirse a tomar cerveza con el cochero; bebió de nuevo y seguimos nuestro camino.
La cárcel, vieja amiga, en general es siempre la misma. Un soldado, con bayoneta calada, las piernas cruzadas, lee un periódico bajo un farol.
Nos abren la puerta y entramos. Los muros, los corredores, el hedor carcelarios; he aquí cerca de diez años que no los he visto ni sentido por dentro. El ayudante de guardia del director, con el cuello desabrochado, nos esperaba ya. El polizonte le explicó que yo era un “caballero”; pero el ayudante sabía ya que se me debía de tratar con consideración.
El cacheo, en el centro de la “estrella” de la cárcel, en el punto de intersección de cinco galerías, cada una con cuatro pisos. Escalas de hierro, colgantes. Silencio especial, carcelario, nocturno, impregnado de espesas emanaciones y de pesadillas. Lámparas eléctricas exiguas en los corredores. Conocido todo ello; lo mismo en todas partes. Desde la rotonda central eché una ojeada a la galería. Por la ventanilla del quiosco de inspección asomó la cabeza el ayudante o el oficial, no sabría decirlo de una manera precisa, y amablemente me indicó con signos que me quitara el sombrero.
—No es iglesia –contesté en un español aproximado.
El polizonte se le acercó apresuradamente, y empezó a emplear toda su elocuencia para persuadirlo de que me dejara en paz. No insistió.
Registraron mis bártulos (por delicadeza no me cachearon los bolsillos), me quitaron el cortaplumas, unas tijeras, el dinero. En algunas de nuestras cárceles quitan también los tirantes: allí me los dejaron. El polizonte tuerto no cesaba de sonreír, de darme golpecitos amistosos en la espalda y, al marcharse, me tendió la mano.
Marché tras del carcelero por corredores y escaleras. Estrépito de una puerta forrada de hierro que se abre. Entré. Una pieza grande; semioscuridad; alfombra en el suelo; mal olor carcelario; cama lamentable, que inspiraba poca confianza… El carcelero me indicó dónde se hallaban las cosas necesarias (la lámpara eléctrica se olvidaron de colocarla), me dio dos cerillas y se marchó cerrando la puerta con el mismo estrépito. Me quedé solo. Era cerca de la una de la madrugada. Me sentía cansado después de una jornada tan pródiga en acontecimientos. Sin embargo, antes de acostarme, decidí tomar ciertas medidas de precaución (en la cárcel de Nicoláev o en la de Jersons, dieciocho años atrás, no era tan cauteloso); me abroché todos los botones y me cubrí con el sobretodo. Abrí la ventana. Entró una bocanada de aire frío. Sólo entonces se me apareció con claridad toda la incoherencia de lo ocurrido. ¿En virtud de qué vine a parar en la cárcel de Madrid? Esto era para mí completamente inesperado. Me habían expulsado de Francia, es cierto; pero estaba en Madrid como se está en una estación de ferrocarril en espera del tren; me escribía con Grimm y con Serratti, a propósito de mi viaje a Suiza por Italia; visitaba el Museo; contemplaba los Goyas y los Grecos; me hallaba a mil verstas de la policía española y de la justicia. Si se tiene en cuenta que me hallaba en España por primera vez, que estaba en Madrid hacía a lo sumo una semana, que no conozco la lengua española, que, excepción hecha de Després, no vi a nadie, que no asistí a asamblea o reunión de ningún género, se comprenderá lo absurdo de mi detención.
Acostado en la cama de la Cárcel Modelo, de Madrid, me reía. Me reí hasta que quedé dormido. Dormí profundamente. La mañana. En la celda hay dos ventanas con cortinillas de indiana. En la cama, una sábana sospechosa, pero sábana al fin. Dos armarios rinconeros, con vidrieras. En uno de los ángulos, algo parecido a un biombo. Un sillón. Una mesita. Un lavabo bajo el grifo. En la pared, sobre la mesa, un crucifijo. En el suelo, una alfombra. Todo sucio y lleno de escupitajos; pero, así y todo, la suciedad hubiera podido ser mayor, y las cortinillas, la alfombra, los armarios, las toallas y el lavabo no son cosas habituales en el ajuar carcelario. Más tarde, cuando salí al paseo, me explicaron que en dicha cárcel hay celdas de pago y celdas gratuitas; así, tal como suena. Las celdas de pago, a su vez, se dividen en dos categorías: la primera cuesta 1,50 pesetas por día; la segunda, 0,75 pesetas. Cada detenido tiene derecho a ocupar una vivienda de pago; lo que no tiene es derecho a renunciar a la vivienda gratuita. Mi celda era de pago, de primera clase. Las ventanillas, a lo que parece, estaban destinadas a disimular la reja y a dar en lo posible a la celda el aspecto de una habitación particular.
En ninguna parte he oído decir que existieran cárceles con celdas de tres categorías y dos de pago; pero, al fin y al cabo, hay que reconocer que los burgueses españoles no hacen más que obrar con consecuencia. ¿Por qué debe existir igualdad en la cárcel de una sociedad basada en la desigualdad y dividida en tres clases: la poseyente, la desheredada y la intermedia?
Durante el paseo, me enteré asimismo de que los ocupantes de las celdas de pago gozan de otro importante privilegio: pasean dos veces al día, a razón de una hora, mientras que los demás no pasean más que una sola vez. También esto es justo. Los pulmones de los detenidos que pagan una peseta cincuenta por día tienen derecho a una mayor porción de aire puro que los pulmones de los que respiran gratis.
Mis compañeros de paseo eran todos ellos personajes interesantes. Un alemán flaco y contrahecho, con bufanda y zapatos de paño. Hablaba corrientemente cuatro idiomas. Abandonó el estudio del ruso, porque es muy difícil.
—Para vosotros –me dice– esto es una ventaja, pues así aprendéis con facilidad las demás lenguas.
Me acapara tan pronto como me ve y me hace trabar conocimiento con el resto. He aquí a un cubano o hispanoamericano, afeitado, vestido de negro, de pelo brillante, cuidadosamente peinado. Nada de particular. Mató o hirió a una mujer.
Ese, vestido de azul, con una raya impecable en el pantalón, con zapatos de color y boina, es un ladrón conocido, eminente. Hasta en los periódicos se le llama el rey de los ladrones…
—Es posible que exageren –dice el alemán en tono de envidia.
El tercero, desgreñado, gordo, moreno, con traje de pana, ha entrado hoy. Quién es, no se sabe. El cubano lo ha bautizado en seguida, evidentemente por su aspecto exterior, con el nombre de Sancho Panza.
El rey de los ladrones resultó ser un interlocutor muy amable, aunque reservado.
—¡Maldita guerra! ¿De París? ¿Qué tal ahora la policía en París? Viena, magnífica ciudad. El Ring. Kernerstrasse. ¿Ha estado usted en Londres? ¡Oh, tiene sus bellezas!
Todo esto dicho de pasada.
—Por lo visto, usted conoce bien Europa.
—Sí, regularmente, y las dos Américas también.
—Y en Rusia, ¿no ha estado usted?
—Sí. Durante la guerra. Primeramente, en Lodz, y cuando vinieron los alemanes, me trasladé a Varsovia. Había allí un buen negocio de ochenta mil francos…
En esto se detuvo y no prosiguió. Por mi parte, no quise turbar su modestia profesional. Nos callamos.
—Y con la policía rusa, ¿no tuvo usted ninguna incomodidad? –pregunté con cautela.
—¡Oh, no! Lo único que hay es que en vuestro país piden el pasaporte muy a menudo.
De Rusia no sé cómo pasó a Hungría, de Hungría a Italia, de Italia a España. Aquí la policía le detuvo “sin más ni más”. La cosa fue que los periódicos hablaron demasiado de él después de su regreso; le hicieron una propaganda absurda, y he aquí el resultado. ¡Maldita guerra! ¡Todos los planes por el suelo!
—¿Qué opina usted sobre el Canadá? –me pregunta inesperadamente–. Tengo intención de ir por allí.
—¿El Canadá? –contesto sin decisión–. Allí, ¿sabe usted?, hay muchos farmers y una burguesía joven, la cual debe sentir por la propiedad el mismo culto que, por ejemplo, en Suiza…
—¡Hum! Sí, es posible –dice con irritación. Es muy posible.
Al atardecer vino a la cárcel el polizonte tuerto y me anunció –como si se tratara de un hecho completamente nuevo– que el Gobierno me expulsaba de España, y me proponía escoger un país. Como si ayer no se hubiera hablado de nada de eso. Esta vez quien lo envía es el gobernador de Madrid. Contesto:
—Mientras me retengan ustedes en la cárcel no estoy dispuesto a tomar medida alguna para trasladarme a otro país. Si su Gobierno quiere que me marche, que me dé un plazo y la libertad.
Me prometió darme la respuesta mañana o pasado mañana.
Sirvió de traductor entre el polizonte (con el cual se hallaba el director de la cárcel) y yo el alemán contrahecho. Tenía mucho miedo y traducía mis palabras atenuándolas.
V
Más sobre la cárcel
Sábado.
Hoy, por la mañana, han traído de nuevo una especie de agua sucia a la cual llaman café. Hace treinta horas que no he comido ni bebido nada. Siento debilidad en todo el cuerpo, pero la cabeza funciona bien. Decido escribir una carta al ministro de la Gobernación (en francés).
Al señor ministro de la Gobernación
“Señor ministro: Tengo el honor de protestar enérgicamente ante usted de la conducta de la policía de Madrid con respecto a mí.
“Fui detenido anteayer, a las dos de la tarde, y se me ha encerrado en la cárcel, no sólo contra todo derecho, sino contra el sentido común.
“He sido expulsado de Francia a consecuencia de mi sedicente actuación pacifista. No hay para qué examinar aquí hasta qué punto dicha expulsión era fundada o si obedecía al efecto de la nerviosidad producida en la policía por la guerra; pero en Francia no fui detenido. Por escrito fui invitado a ir a la Prefectura y se me dio un plazo, el cual, junto con las prórrogas que se me concedieron sucesivamente, dejó a mi disposición dos meses para arregla mis asuntos.
“Aquí, en Madrid, se me ha detenido sin darme otra explicación que la frase siguiente, casi clásica: “Las ideas de usted son demasiado avanzadas para España.”
“No sé cómo la policía española ha podido conocer mis ideas. Estas ideas las he expuesto, durante mis veinte años de vida consciente, en libros, folletos y artículos rusos, franceses y alemanes; pero nunca en español… En la Dirección general de Seguridad de Madrid he tenido la ocasión de comprobar que no se tiene la menor idea de mis ideas. Pero, aunque no fuera así, no creo que se pueda meter en la cárcel a un hombre por “ideas” que no sólo no ha aplicado, sino que no ha expuesto, tanto más cuanto que no tiene la posibilidad material de expresar dichas ideas. Me encuentro en España por primera vez. Hace diez días que he llegado a este país. No conozco el español. No conozco a nadie en España. Convenga usted conmigo en que estas son unas condiciones ideales para excluir cualquier posibilidad de poner en peligro la seguridad del país. ¿Por qué se me ha detenido? He aquí la pregunta que me tomo el atrevimiento de hacerle, señor ministro.
“Ayer me mandaron a la cárcel un agente de policía que me repitió que debo marcharme de España, e indicar inmediatamente a qué país quiero dirigirme. No tengo medios de marchar libremente a un país cualquiera; previamente hay que contar con la conformidad del Gobierno correspondiente, sobre todo después de mi detención en Madrid, pues no habrá en Europa ni en el resto del mundo un solo hombre que crea, señor ministro, que he sido detenido en Madrid sin un motivo evidente, comprensible. La policía madrileña, con sus medidas, crea a mi alrededor una leyenda que me impide materialmente, no obstante estar dispuesto a ello, abandonar el país. En vísperas de mi detención, sin esperar el decreto de expulsión, había dado los pasos necesarios para marcharme a Suiza. Estas gestiones han sido interrumpidas. En la cárcel no me es posible hacer nada para lograr, al mismo tiempo que recibo la orden policíaca de partir, los medios materiales de cumplir esta orden. No me queda otro recurso que esperar pasivamente las medidas ulteriores de la policía española y protestar contra sus métodos puramente medievales. Queda de usted, señor ministro”, &c., &c.
Ocupado en escribir esta carta y, también, a consecuencia de mi debilidad, no salí a paseo; pero apenas había terminado, me llamaron para llevarme al gabinete antropométrico.
A este servicio está destinado un amplio local. Una pared completamente llena de cajones atiborrados de fichas colocadas por orden alfabético. Por lo visto, hay dominios en los cuales España marcha al compás de las “ideas avanzadas”. (Las ideas de usted son demasiado avanzadas para España –me dijeron en la Dirección de Seguridad.)
Me invitaron a embadurnar los dedos en la pasta tipográfica, con objeto de imprimirlos en las fichas. Protesté.
—Es obligatorio –repetía con asombro el empleado encargado del gabinete antropométrico–. Todo el que pasa por nuestra cárcel es sometido a la dactiloscopia.
—Pero yo protesto precisamente de que me hayan obligado a pasar por la cárcel.
—Nosotros no tenemos la culpa de ello.
—Pero yo no puedo protestar ante nadie más. Etcétera, &c. El diálogo habitual.
—En este caso, nos veremos obligados a emplear la fuerza.
—¡Como quieran! El vigilante puede embadurnarme los dedos e imprimirlos; yo, personalmente, “no moveré ni un dedo” (en este caso en el sentido literal de las palabras).
Así fue. Yo miraba por la ventana, y el celador me ensució amablemente los dedos, primero los de la mano derecha, después los de la izquierda, y los imprimió diez veces en toda clase de fichas y hojas. Después me invitaron a sentarme y a quitarme las botas. Me negué. El mismo diálogo, pero en un tono un poco más elevado, al menos por mi parte. Llamaron a uno de los jefes, que se mostró, como todos, amable.
—Parlez vous français? –me dice.
—Oui, monsieur –contesto yo con un suspiro de desahogo, pues la conversación con los demás se desarrollaba en un esperanto improvisado.
Pero se repitió la historia de siempre; mi interlocutor, a excepción de esta frase, no sabía ni una palabra más en francés. Llamaron al detenido traductor. Expliqué que nada tenía contra ellos personalmente, que apreciaba en lo que valía su amabilidad, pero que no quería someterme voluntariamente a esas prácticas humillantes mientras no se me dijese de qué se me inculpaba. En fin de cuentas, me llamaron a visita y esto les ayudó a salir del paso.
Vino a verme Després, acompañado de un miembro del Partido Socialista Español. Así, me enteré de que Després había hecho ya algunas gestiones. Alguien había ido a ver al ministro de la Gobernación y a Romanones. La prensa había empezado una campaña. El Socialista, que era completamente francófilo, publicó un artículo a propósito de mi detención; en otro periódico (“más bien germanófilo”) apareció una nota sobre lo mismo. Me pareció aún más importante el hecho de que Després me trajera conservas e incluso… confituras. Después de mi prolongado ayuno, me arrojé con avidez sobre todo esto.
Los carceleros, así como los jefes, producen la impresión de gente de buen talante y blandura meridional. Ni alardes de ferocidad ni concentrado malhumor. Cuando se les resiste, pierden la cabeza.
He hablado con el cura de la cárcel. La mayoría de los curas de aquí son partidarios de los imperios centrales, y por esto propagan el pacifismo, por miedo a que la Entente arrastre a España a la guerra. El cura ha expresado sus simpatías católicas por mi pacifismo; pero al mismo tiempo ha añadido para consolarme: “¡Paciencia! ¡Paciencia!”
Seis de la tarde.
El vigilante ha venido de nuevo con el preso encargado de la cantina. Han traído tres huevos. Me ha preguntado si tenía frío con las ventanas abiertas. El vigilante me hace esta pregunta cada vez que viene. Le he tranquilizado diciéndole que incluso en invierno dejo la ventana abierta toda la noche. “Es usted muy fuerte”, dice el vigilante, bajo de estatura, enclenque, y me da a entender cómo, por la noche, durante el servicio, tiembla de frío. El encargado de la cantina, preso de derecho común, un muchacho bonachón y completamente tonto, me da golpes amistosos en la espalda, en señal de aprobación. Después nos despedimos; el celador cierra lentamente la puerta, da una vuelta a la llave y de nuevo me quedo solo. Ahora ya no vendrá nadie más a turbar mi tranquilidad. Son éstas las mejores horas en todas las cárceles. ¡Qué agradable sería poder permanecer levantado hasta las doce, si hubiera luz y té! Pero para el té se necesita una tetera (Després me ha traído una lámpara de petróleo) y la electricidad me la instalarán mañana, por encargo especial. Para tener electricidad hasta la una de la madrugada hay que pagar dos pesetas y media al mes. Esta cárcel de Madrid es verdaderamente admirable. Aquí todo se puede tener: un buen cuarto, cerveza, vino, tabaco, luz hasta hora avanzada de la noche; basta sólo pagar. Este liberalismo carcelario está sin duda fundado en motivos de orden fiscal. Al alquilar estas “habitaciones amuebladas” a sus inquilinos más pudientes, el Estado economiza en los gastos carcelarios, y, tomando en cuenta el déficit permanente del presupuesto español, esta cuestión no deja de tener su importancia…
El alemán contrahecho, por lo que parece, no es alemán, sino español o tal vez judío español. Es un pobre jactancioso. Si se da crédito a sus palabras, su tío es presidente de la Audiencia de Madrid. El era un agente comercial, pero, a consecuencia de la guerra, todas las relaciones que tenía quedaron interrumpidas; se hizo maestro; el padre de dos de sus alumnos le dio cien pesetas para un pago relacionado con los exámenes; circunstancias de familia extraordinarias le colocaron en una situación difícil, etcétera, &c.
En cuanto al rey de los ladrones, me contó detalles curiosos. Al regresar de sus “bolos” por el extranjero durante la guerra, tenía en el bolsillo 50.000 francos; estos francos, ¿serían el resto de la operación verificada en Varsovia a que el mismo rey había hecho una ligera alusión? En Madrid se juntó con la juventud juerguista y se divirtió de lo lindo con sus amigos, a menudo muy aristocráticos, de los cuales no se distinguía en nada, sobre todo en los modales. Muchos de los jóvenes fueron incitados por él a robar en la casa paterna, y los “niños bien” aprendieron a manejar la ganzúa con la misma facilidad con que su preceptor había aprendido sus buenos modales. En fin de cuentas: se empezó a hablar de él, los periódicos le llamaban El marquesito, la policía acabó por interesarse por él, practicó un registro y encontró instrumentos de robar. He aquí por qué está ahora en la cárcel.
El mismo rey me ha contado hoy, al encontrarnos en la comunicación (doble reja, como en todas partes), que antes era anarquista y que, como consecuencia de ello, había tenido que habérselas con la policía de Barcelona.
—Pero hace ya mucho tiempo que he abandonado mis ideas –añadió secamente.
En general, el rey habla con aplomo, brevemente, sin jactancia visible, tal como corresponde a un rey, y produce la impresión de un ladrón serio y, sin ningún género de duda, de altos vuelos.
El español regordete, con una barba negra como el alquitrán, llamado Sancho Panza, resulta ser un comerciante de carbón; engañó a alguien por valor de mil pesetas, y esto es todo. Ayer se mostraba inquieto y silencioso; pero hoy, al segundo día de cárcel, se siente como en su casa, bromea con desenvoltura y, valiéndose de signos, me pregunta si he dormido bien.
El cubano ha cantado hoy fragmentos de Rigoletto y de Aida. Tiene una voz de barítono discreta y una faz expresiva. Se prepara para la ópera, pero todo se ha ido a paseo a consecuencia de una mujer que le denunció, acusándole de haber atentado contra su vida. Está condenado a dos años y medio de cárcel.
El español que yo había tomado por alemán y que lo sabe todo me dice, sin embargo, que el cubano había tenido ya una historia en Cuba, donde había matado a un negro y se le había condenado por ello a ocho años y medio de presidio. El cubano me demuestra una gran simpatía; asegura que, aunque no puede explicarse conmigo, ve por mi cara que soy un buen compañero y me dice que el cigarrillo que le he dado lo mandará a su mujer; todo esto me lo dice con ayuda de su vocabulario inglés, no muy rico. A todo esto añade que su lady es una verdadera beldad. ¿Será ella a quien dio una cuchillada? Es evidentemente un anormal; se mete en todo, canta, silba; pero, a veces, si le tocan, enseña los dientes e imita de un modo excelente el ladrido de los perros.
VI
En libertad vigilada
En fin de cuentas, ¿qué quieren de mí las autoridades españolas? ¿Por qué me tienen en la cárcel? ¿Cuáles son sus propósitos?
En todo caso, mi detención no puede ser considerada como la detención casual de un emigrante ruso, de paso, cuyos papeles no están en regla; la detención de un individuo sospechoso que no conocen. Al revés: ni tan sólo han ojeado mis papeles. Si me han detenido es precisamente porque me conocían. Por consiguiente, es una detención preparada y calculada. ¿Con qué objeto? ¿Por qué me retienen en la cárcel? Intentemos atar cabos.
Primero. El Gobierno francés quería expulsarme absolutamente a España y no a otro país cualquiera.
Segundo. El Gobierno español tomó la decisión de detenerme antes de ser interrogado; por lo tanto, exclusivamente a base de las informaciones francesas (naturalmente, detrás de todo esto está la diplomacia zarista).
Tercero. Pero, ¿qué interés puede tener España en esto?
a) Interés policíaco general.
b) “Los pequeños regalos conservan la amistad.” (Refrán francés. Y el Gobierno español se halla ahora de un modo efectivo al servicio de la “Entente”.)
Pero, ¿por qué me encierran en la cárcel? ¿Es que preparan algo? Pero, ¿por qué? ¿No me mandarán a uno de los puertos del Mediterráneo, a fin de meterme, “sin querer”, “por un error”, en un buque desde el cual iré a parar a un barco de guerra o transporte ruso? Organizarlo no es tan difícil, bajo la dirección, entre bastidores, de la Embajada rusa en París y su agencia de aquí. Hay que tener en cuenta que, con nuestro diario, les hemos dado hilo a torcer; y en el Mediterráneo hay buques rusos. Si me tienen en prisión es para esperar el momento oportuno.
Conclusión: escribir inmediatamente a Després sobre todo esto, a fin de emprender una campaña en la prensa.
Hecho.
Domingo, 12.
La libertad.
El inspector de policía:
—Permanecerá usted unos días aquí y después será expulsado.
—¿Adónde?
—No lo sé.
El polizonte (una hora después):
—Hoy, por la noche, sale usted para Cádiz.
¿Cádiz? Es decir, un puerto del Sur.
Los “compañeros” de encierro me acompañan por el corredor.
El alemán:
—Seguramente se quedará usted en España. Cuando yo salga le instalaré en mi casa y diré que respondo de usted.
Así, pues, tengo en España un amigo que me protege. Lástima que esté en la cárcel…
El inspector de policía, perfumado, que viene por mí, me dice como primera providencia:
—Bonjour, monsieur, comment vous portez vous?
¿Exceso de amabilidad meridional? ¿O será, acaso, que se mofa de mí?
—¿Y usted? –le pregunto.
El (confuso):
—Merci, muy bien.
—Yo también, merci.
Después de esto, me ha hablado en un tono menos familiar.
El polizonte tuerto me ha acompañado a mi pensión, donde, con gran sorpresa mía, me han acogido muy bien. ¿A qué atribuir esta simpatía desacostumbrada? Después lo he comprendido; estuvo allí Després, que no es un simple mortal, sino el director de la sección madrileña de una Sociedad de seguros, y explicó que yo no era ni un monedero falso ni un espía alemán, sino un “pacifista”, que soy partidario de la paz (como España), y que, además, pago puntualmente la cuenta.
Con Després nos hemos puesto de acuerdo sobre las gestiones a realizar en la Prensa y en el Parlamento a propósito de mi expulsión a Cádiz. El polizonte estaba de guardia en la puerta de la pensión; me acompañaba cuando salía y, como yo no conocía las calles, manifestaba un espíritu de adivinación extraordinario.
—¿No tiene usted necesidad de ir a la Casa del Pueblo? –y me mostraba qué dirección debía tomar.
El polizonte me preguntó si deseaba pagar yo mismo el billete para Cádiz. Me negué en redondo. Basta con haber pagado la “habitación amueblada” en la Cárcel Modelo. Al fin y al cabo, no tengo ninguna necesidad de ir a Cádiz.
Por la noche emprendí el viaje a cuenta del presupuesto del Estado español.
VII
Hacia el Sur
Marchamos, pues, de Madrid a Cádiz a cuenta del rey de España. A la estación nos ha acompañado un número considerable de polizontes vestidos de paisano. ¿Cádiz? Se halla en el extremo del sudoeste de la Península ibérica, la cual se halla, a su vez, en el extremo del sudoeste de Europa. Hasta ahora los viajes en compañía de ángeles de la guarda los había efectuado hacia el extremo del Noroeste. Deportación a Cádiz bajo la vigilancia de la policía, no a Kirens, sino a Cádiz; no al Lena, sino al Guadalquivir.
De San Sebastián a Madrid, de Madrid a Cádiz; esto significa atravesar la Península de norte a sur.
En dos bancos de un coche de tercera clase nos sentamos tres personas: mis dos vigilantes y yo. A veces se sientan a nuestro lado pasajeros curiosos. Mis acompañantes no ofrecen resistencia alguna a satisfacer esa curiosidad. Al contrario, explican con placer que no soy un monedero falso, sino un “pacifista”. Esta recomendación, en la mayor parte de los casos, produce desencanto. Uno de mis acompañantes, más hablador y, según parece, muy independiente en general, me entera de detalles curiosos. ¿Cómo, al fin y al cabo, dieron conmigo? Muy sencillamente, gracias a un telegrama de París. La Dirección general de Seguridad de Madrid recibió el siguiente telegrama de la Prefectura de París: “Un anarquista peligroso ha atravesado la frontera en San Sebastián. Quiere quedarse en Madrid.” Así, pues, me buscaban por todas partes y estaban intranquilos porque durante una semana no habían logrado encontrarme.
Uno de los polizontes que me acompañan había ido a las carreras de caballos en Madrid, y se dio cuenta de que yo estaba allí. ¿Por qué?
—Todos los demás que van a las carreras los conozco. A usted no le conocía, y tomé nota de ello.
Así fue cómo me encontraron.
—Usted estaba con un francés –me dice después de una pausa.
—¿Con un francés? –pregunto yo, admirado.
—Sí, sí, no se me escapó –y guiña los ojos con malicia.
Era difícil convencerle de lo contrario. El “francés” inexistente hace ya más de una semana que se ha convertido en realidad policíaca: tiene ya signos característicos, y las gestiones para su busca y captura están ocasionando gastos al presupuesto del Estado. ¿Qué le vamos a hacer? ¡Que viva!
—La policía francesa –dice el aficionado a las carreras de caballos– es la peor de todas. A menudo nos manda telegramas como el de marras. Una vez un sindicalista polaco llegó a Barcelona. En realidad, se trataba de un individuo inofensivo. En seguida un telegrama: “Anarquista peligrosísimo.” Le acompañé de Barcelona a Vigo, y, en cuanto a la opinión sobre la policía francesa, nos pusimos completamente de acuerdo…
—¿Nuestros francófilos? Lo son por dinero. Puede usted creerme. Todos reciben pasta de Inglaterra y Francia. Naturalmente, a un español le es difícil ser anglófilo, incluso cobrando. Pero ¿francófilo? ¿Por qué no, si pagan bien? Inglaterra sostiene a Portugal contra nosotros, y no quiere una España fuerte. ¡Gibraltar! ¡Gibraltar! Y Francia tampoco le va a la zaga. Francia tiene la vista puesta en Cataluña. Si Alemania triunfa, Gibraltar será nuestro. Si triunfa Francia, podemos vernos privados de Barcelona. Yo soy un germanófilo por ideas; Romanones es francófilo por dinero.
De este modo, el polizonte independiente me hizo la presentación de su primer ministro.
Los polizontes hablaban de mí con los pasajeros con un desenfado sorprendente; me recomendaban como a persona “simpática”, calumniada por la policía francesa.
—¡Ah, esos franceses! ¡Cómo se preparan para dar una dentellada a Barcelona! ¡Y este señor está por la paz, es un “pacifista”, un “pacifista”!
Sobre este tema se desenvolvió una conversación general, en la que tomé parte en la medida de mis fuerzas.
Una y treinta de la madrugada.
Camino de Cádiz. En este momento estamos parados en Alcázar de San Juan. La Mancha. Cerca de aquí se halla El Toboso, la patria de Dulcinea. Dulcinea sigue siendo una realidad auténtica y de ella recibe su propia realidad Toboso. Nos hallamos en los parajes poblados por Cervantes. Todos los nombres suenan de un modo expresivo por obra y gracia de él, y viven con vida propia, únicamente por haber tenido una existencia real en las páginas del Quijote.
Si uno lo piensa bien, resulta innoble lo que se ha hecho conmigo; los polizontes franceses me hicieron atravesar la frontera “delicadamente”; el lector de Renán y de Montaigne me preguntó: C'est fait avec discretion?, y, al mismo tiempo, esa misma policía telegrafiaba a Madrid que por Irún-San Sebastián había pasado la frontera un anarquista ruso peligroso. Pero, por otra parte, ¿por qué no obrar como obraron?
La llanura; el aire fresco de noviembre viene de ella; la luna brilla plácidamente. Por estos eriales andaba Don Quijote de la Mancha con una bacía de barbero en la cabeza. Sancho Panza trotaba tras él montado en su rucio. El ferrocarril no existía, pero la llanura era la misma y unos mesones, poco distintos de los de ahora, daban albergue al invicto caballero que nació demasiado tarde.
La llanura, siempre la llanura. En la llanura una hoguera, en ella una marmita, y a su alrededor, gente. Luces en la llanura, iguales todas ellas en el fresco y la oscuridad de esta noche de noviembre.
Empiezan a aparecer algunas colinas. El trepidar de las ruedas hace estremecer el vagón. ¿A Cádiz se ha dicho? ¡Pues a Cádiz! Hay que dormir.
Durante la noche el paisaje ha cambiado completamente. La llanura se ha quedado atrás. Nos acercamos a Córdoba. Olivos. ¡El Sur! El suelo es suavemente ondulado. Tranquila variedad. Casitas blancas. Edificios árabes, sin techo. El Mediodía español.
Lunes, 13.
Ni en viaje hay modo de que los vendedores de billetes de lotería os dejen en paz. Es sorprendente el sitio que ocupa la lotería en la vida social española. Billetes en los estancos, en los establecimientos de limpiabotas, en las manos de los vendedores y vendedoras de periódicos, incluso en las de los mendigos profesionales. En todas las calles de Madrid, en todas las estaciones de ferrocarril se oyen los gritos de los vendedores de billetes. Se tiene la sensación de que todo el mundo los vende y nadie los compra.
Involuntariamente, el pensamiento se ocupa en establecer algunas nociones de “policía comparada”.
La cultura de los policías franceses es superior; a pesar de su incontinencia verbal, hay cuestiones sobre las cuales no expresan su opinión o a las que aluden en términos generales. Estos no tienen ningún principio, ni tan siquiera profesional, que los contenga. El uno, ya conocido, inválido de la guerra hispanoamericana, tuerto, grosero, pero sentimental, gusta de preguntar por la familia, acaricia tiernamente la cabeza del niño adormecido de un campesino. Se ofendió mucho cuando, al despedirme de la patrona de la casa de huéspedes de Madrid, le dije que los españoles eran unas buenas personas. Madrid es una buena ciudad; pero la policía española es mala. Protestó: los de arriba, los jefes, son malos; nosotros no somos más que soldados. Es indudable que él es capaz de cualquier villanía. Aplastaba las nueces con los dedos, como si éstos fueran tenazas. Lo mismo haría con un hombre.
El otro, especialista en carreras de caballos y corridas de toros, es gallego, y tiene el aspecto de un barítono de opereta de tercera categoría: grandes bigotes negros, a lo káiser, hablador, gesticula desmesuradamente, hace chascar la lengua; se sirve de los labios, los bigotes y las manos para hacer toda clase de signos, con objeto de que le comprenda. Es caprichoso, se queja del frío, del calor, del cansancio, del dolor en los riñones. Emplea a diestro y siniestro aforismos recogidos en la calle: Londres es la ciudad de la industria, Berlín es la ciudad de la ciencia, París es la ciudad del vicio. Se muestra partidario de la teoría biológica de la evolución social: cada nación pasa por los períodos de juventud, madurez, vejez y muerte. Su patriotismo se refugia en esta teoría, que le consuela de la decadencia de España y presupone la ruina de su gran enemiga, la Gran Bretaña.
El gallego se expresa sin remilgos con respecto a su Gobierno y habla de la política internacional, no sin cierta justeza; pero en un lenguaje de mozo de mulas. Es germanófilo.
Nos vamos acercando paulatinamente al Sudoeste. Después de Linares hemos atravesado por primera vez el Guadalquivir. Aquí, en sus orígenes, es un riachuelo estrecho y sucio, de agua amarillenta, pantanosa, que parece inmóvil, al menos hasta Córdoba. La vía férrea sigue el curso del río. El movimiento del agua es mayor, verdean las orillas, en algunos sitios se bifurca, chapotea ligeramente en los recodos; pero, en general, se trata de un río completamente prosaico, parecido al Ingula del distrito de Ielisabet. Con todo esto, el sol esparce un suave calor en este mediodía transparente de noviembre. Cactos enormes, sin vida, impasibles al sol. Aquí y allá altos abedules, acacias, olivos, encinas. Un castillo vetusto en lo alto de unas peñas, reparado hace poco y habitado por un duque.
Llanura, el Sur, llanura…
Observo en el vagón la sociabilidad de los españoles, su amabilidad, su dignidad, su hombría de bien; pero, al mismo tiempo, su suciedad: escupen en el suelo, arrojan papeles y colillas bajo los asientos. Esto no es Alemania, ni Suiza, ni Francia tampoco… En el vagón, campesinos, obreros, policías, menestrales. Un anciano de barba blanca, con un sombrero sucio; le acompaña su hijo. La atención central la acapara una mujer decidida y alegre, al parecer vendedora. Nada de disputas por los asientos. En las estaciones, mendigos bajo las ventanillas de los coches. Un francés, anciano de sesenta y cuatro años:
—Est-ce que nous serons victorieux? (¿Es que obtendremos la victoria?)
Habla el español y el árabe; conoce todas las expresiones fuertes alemanas, empezando por Schweinskopf (cabeza de cerdo), y así, sucesivamente, en progresión ascendente. Combatió en el batallón de Garibaldi. Está casado con una española. Va a ver a su hija.
—¡Qué diversidad de gentes anda por el mundo!
Los gentlemen que me acompañan no me dejan ni un momento tranquilo, con objeto de indicarme algo digno de atención o para exhibirme a los demás en calidad de objeto notable. Para ello, me tocan en las rodillas, en la espalda, me tiran de la manga; literalmente, no me dejan en paz. Al principio me esforcé en mantener con los polizontes relaciones correctas y sobrias, sin permitirles familiaridad alguna. Pero fue en vano. Hay que reñir –y sin conocer el idioma es difícil, incluso reñir como es debido– o someterse a lo inevitable.
El “cordobés”, sombrero característico de esta provincia, fuerte, con anchas alas redondas, produce un gran efecto.
Seguimos cruzando Andalucía; nos acercamos a Sevilla, cuyas mujeres son consideradas como un dechado de belleza. El gallego insiste particularmente sobre esto. En las estaciones llama a mujeres desconocidas, con objeto de obligarlas a volver la cabeza.
—¡Andaluza! –dice, y en esto se chupa los extremos de los dedos y después los abre como un bouquet.
Con esto quiere mostrar que las andaluzas son dignas de toda atención. El otro polizonte hace signos de aprobación con la cabeza. Lecciones viajeras de etnografía ibérica.
Lunes, cuatro de la tarde.
Dentro de cuatro horas estaremos en Cádiz. El sol quema; todo el mundo se lamenta del calor y, según el calendario, nos hallamos a 13 de noviembre. Chumberas, naranjos; de vez en cuando palmeras, casitas blancas, “villas” blancas, de arquitectura geométrica; cubos blancos, sin adornos. Edificios más suntuosos, con torreones moros; muros blancos con arcadas. Sevilla. Quien no ha visto Sevilla no ha visto maravilla. ¿Esto es Sevilla? ¿Quién me lo había de decir? Conocer España de un modo forzoso…
Los polizontes están atareadísimos; en todas las estaciones se encuentran con colegas, numerosísimos, muy sociables, a los cuales me presentan invariablemente; se saludan, preguntan, guiñan los ojos… Se tiene la impresión de que todo el mundo o, al menos, la Península ibérica está llena de polizontes.
Cinco y media de la tarde.
Hace media hora se ha mostrado en el horizonte la faja confusa del mar para desaparecer en seguida. De nuevo la llanura; por un lado, yerma, lisa como la palma de la mano; por el otro, encuadrada a lo lejos por las cimas de Sierra Morena. El sol se va al ocaso. En la llanura, murciélagos. La mancha espesa de un rebaño de ovejas.
Las siete.
Hemos pasado por Jerez. En el momento de la puesta del sol, el Occidente ardía con llamas purpúreas. Ahora es ya de noche. Cielo estrellado, que no es el nuestro. La Osa Mayor se ha deslizado hacia abajo; uno de los extremos pende casi a ras de tierra.
VIII
En Cádiz
Obscuridad. Cádiz aparece por un momento en una constelación de faroles; el tren traza una curva y la ciudad se hunde en las tinieblas. Agua y luces. El reflejo de un proyector atraviesa el cielo y desaparece…
En la estación agité tres veces un periódico; así lo habíamos convenido en Madrid con Anguiano, secretario del partido socialista, a fin de ser reconocido por los dos compañeros que me esperaban. Esperaban también algunos polizontes; diríase que iban haciendo su presentación. Mis bártulos los llevó al hotel un joven llamado Plácido, socialista, según me dijeron. Todo el mundo habla exclusivamente español. Compañeros, polizontes, todos están juntos, se saludan, y yo, en esta confusión, no sé distinguir a unos de otros. Nos fuimos directamente al Gobierno civil, donde me comunicaron que al día siguiente, a las nueve de la mañana, debía presentarme al gobernador. ¡Qué le vamos a hacer! Me presenté una vez al gobernador de Irkutsks, me presentaré ahora al de Cádiz.
Nos fuimos a cenar, yo, los dos socialistas gaditanos y el polizonte más joven. Este se sentó con nosotros en la mesa, pidió un café y me aconsejó tenazmente el pescado que había de comer, explicándome al mismo tiempo que el jefe de policía mismo le había dado la orden de “tratarme como a un amigo”. Anotémoslo en nuestro dietario.
Martes.
Por la mañana, acompañado del polizonte, he ido a Correos. El “amigo” es una figura parda y baja, un flemático meridional, uno de esos tipos de los cuales es difícil decir si os va a besar o a morder. En mi presencia le llevaron una colección de instrumentos de robar, de que acababan de incautarse. Amablemente me mostró todos esos objetos, como queriendo atestiguar con ello que estaba profundamente convencido de que no puedo tener nada de común con ellos. A pesar de todo, me anunció que al día siguiente debía salir para una de las Repúblicas americanas. ¿Para cuál? Yo contesté que tenía el propósito de ir a Nueva York. Al parecer, el jefe de policía se había mostrado conforme con ello; pero, a decir verdad, únicamente en principio, pues, según él, debía marcharme inmediatamente, y, para Nueva York, el barco salía el 30. ¿Qué hacer? Después de haberse puesto al habla con el gobernador (y acaso sin ello), el jefe de policía me comunica que al día siguiente por la mañana se me mandará a La Habana, para donde, por una feliz casualidad, sale un barco.
—¿A La Habana?
—¡A La Habana!
—Voluntariamente no me marcharé.
—Entonces nos veremos obligados a encerrarle a usted en las bodegas.
Servía de traductor en esta conversación un alemán gordo, completamente calvo, a pesar de su aspecto joven. Este me aconsejó sich mit den Realitäten abzufinden (es decir, hacerme cargo de las circunstancias, y, al decir esto, se me acercaba como para olfatearme: ¡un “pacifista” expulsado de Francia!).
Me fui con el polizonte a Telégrafos, corriendo por las calles de la encantadora ciudad y prestándoles poca atención, y mandé telegramas urgentes a Després, a Anguiano, a la Dirección de Seguridad, al ministro de la Gobernación, al señor Romanones, a los periódicos liberales y republicanos; empleé todos los argumentos susceptibles de ser concentrados en los límites de un telegrama. “Imagínese usted –escribía a Serratti– que se halla en Tver, bajo la vigilancia de la policía, y se disponen a mandarle a Tokio, adonde usted no tenía ninguna intención de ir. Esta es aproximadamente mi situación en Cádiz, en vísperas de ser mandado a La Habana.” Después me fui con los polizontes a ver al jefe; después, de nuevo a Telégrafos, y otra vez a ver al jefe. Este, por su parte, telegrafió a Madrid que yo prefería permanecer en la cárcel de Cádiz, hasta la salida del barco para Nueva York, a marcharme a La Habana. Ahora espero la respuesta y, mientras tanto, acompañado siempre por el polizonte, me paseo por las calles de Cádiz, por la orilla del mar, por las avenidas de palmeras. De todos modos será preciso leer algo para saber qué es eso de La Habana.
Miércoles (la fecha la he perdido).
A las seis de la madrugada –estaba todavía completamente oscuro– han llamado estrepitosamente a la puerta. Levantando la cabeza, pregunto:
—¿Quién llama?
El polizonte murmura unas palabras en español. ¿Será que vienen ya por mí? Empecé a protestar en una lengua que, medio dormido, inventé. Detrás de la puerta se hizo el silencio. Comprendí: se relevaba el turno de los polizontes y, al cambiarse, querían cerciorarse de que no me había marchado; la puerta estaba cerrada con llave por dentro.
Hoy es un día decisivo. Espero el resultado de las gestiones y me veo obligado a trabar conocimiento con la ciudad. En una tienda he cambiado 50 pesetas y me han dado la vuelta en plata; la plata, en general, circula mucho aquí. Metí en el monedero ocho monedas de cinco pesetas; pero una de ellas se cayó al suelo y, con gran asombro mío, casi sin producir ningún ruido, como si fuera de madera. Comprobé las restantes, y encontré otra igual. Recordé con gratitud la prudencia de la Guía Jouan, la cual, en las primeras páginas consagradas a España, recomienda comprobar, por el sonido, la autenticidad de cada moneda.
Cerca de las diez, el alemán me comunica que no salga en este barco, pues las listas están va llenas y yo no figuro en ellas. Ahora son las once; nadie ha venido a buscarme. ¿Será, pues, verdad?
¡Qué tiempo! El sol quema, el aire de otoño es agradable como un refresco, el cielo es azul. Después de la tensión de ayer, la apatía. Casi me sabe mal no haberme marchado por la mañana… Al menos la situación sería clara.
Voy a ver al jefe de policía. Me comunica, con una sonrisa forzada, que el barco ha salido ya, y que nada puede hacer conmigo, pues carece de instrucciones. Da a entender que no ha cumplido las órdenes de sus superiores, con objeto de prestarme un servicio. ¿Por qué causa? ¡Hum!… A ese español de aspecto flemático no hay quien le saque las palabras de la boca… ¿Es que todo esto no ha sido más que una combinación con el gobernador para poder después presentar como un gran favor aquello a lo cual tenía derecho desde un principio? O… o… ¿no será que quiere una propina? Me quedo, pues, hasta el 30… ¿No será una astucia policíaca?
Resultó que el barco no había salido a causa de la niebla. ¿Y si, entretanto, llegan las instrucciones? Incluso la niebla está en contra de mí. No tengo ya a quién telegrafiar. No me queda otro remedio que esperar noticias… En realidad, todo está envuelto en niebla.
Recorro las librerías de Cádiz, en compañía del polizonte y del jefe. Es dudoso que la ciencia florezca en esta ciudad histórica. Quería comprar una carta del océano Atlántico, un diccionario inglés-francés y otro español-alemán.
¿Nueva York? ¿La Habana? En todas las librerías, ancianos decrépitos. Primeramente expresan su descontento por haberles turbado la tranquilidad; después se animan y empiezan a revolver sus riquezas, lenta, tranquilamente, volviendo cada libro a su estante. En fin de cuentas, no encuentran lo que necesito, con excepción de una carta marítima descolorida del año 1846. En compensación, el polizonte llama mi atención sobre un libro español consagrado a la voluntad. Un trabajo semejante, en opinión suya, no puede dejar de interesarme.
—¡Filosofía! –repite varias veces, levantando al aire sus brazos de ocioso.
La niebla, afortunadamente, se ha disipado y el barco ha salido para su destino.
A las tres, el polizonte se ha ido a comer, después de solicitar, por decirlo así, mi autorización.
Resulta, pues, que tendré que detenerme en la “etapa” gaditana. Durante la cena, el polizonte se ha sentado a mi lado, como si fuera mi ayo (en el restaurante, excepto nosotros, no había nadie más); me propone uno u otro plato; da palmadas para llamar al camarero.
Cuando fui a ver al agente de seguros Lallemand, francés españolizado, por cuyo intermedio estaba en relación con Després en Madrid, el polizonte entró conmigo en la casa, como la cosa más natural del mundo.
Se mete en la conversación cuando el dueño del hotel, patriota español ofendido, declara que el Gobierno no vale para nada.
—Es verdad –confirma el polizonte.
Hay que decir que, en general, los polizontes y los empleados de la cárcel son los elementos de oposición más declarados de España.
—Por culpa de los gobiernos incapaces –prosigue el republicano– nos quitaron Bélgica (¡hace tanto tiempo de esto!), nos echaron de todas partes y nos redujeron a la situación de potencia de tercer orden. ¿Por qué? Porque hace ya tres siglos que nos hallamos sujetos a gobiernos que no sirven para nada. ¡Lo que nos conviene es la república!
Con esto el polizonte no está de acuerdo: él es partidario de Maura.
Es difícil formarse una idea de un tipo más imbécil y más bajo que este sujeto. Apenas sabe leer, habla de un modo inarticulado, fuma y escupe por el colmillo, guiña los ojos, agita los brazos y no me deja ni un momento en paz. Su aspecto exterior: traje gris, cuello almidonado de pajarita, alfiler de corbata con una cabeza de caballo, dijes en el chaleco y manos enormes, que cuelgan de las mangas. No me sigue por detrás, como correspondería a un polizonte que se respetase; ni siquiera a mi lado, sino que se pega a mí, cuando no me sujeta por la manga, no por celo profesional, sino por amistad. Cuando pasa un soldado me llama la atención: el soldado. Cuando un perro se para bajo un farol, dice: el perro, y me tira de la manga. Cuando viene a mi encuentro por las mañanas, me pregunta invariablemente: ¿Cómo ha dormido usted? Para hacerse comprender mejor, se recuesta sobre mí. Fuma sin parar tabaco fuerte, y sin parar escupe. ¿Adónde desea usted ir? –me pregunta en cada bocacalle–. Cuando tomo café o cerveza, me veo obligado a invitarle. Indica al camarero cuánto café y cuánta leche debe echarme, aunque nunca le he explicado cuáles son mis gustos sobre este particular. Para distraerme, me cuenta que Poincaré (no pronuncia Puancaré, sino Poincaré, tal como se escribe) es el presidente de la República francesa. No le hago ninguna objeción. Me pide mi opinión sobre el zar. Declino la respuesta. Pasa a la política española, y dice que Maura (obscurantista notorio, ídolo de la policía) es un hombre de ciencia, un en-ci-clo-pe-dis-ta. Esta última palabra la pronuncia en tres golpes, respirando con fuerza, como si se abriera una puerta pesada. Para corregir la impresión producida, intenta repetir la palabra endiablada, pero le resulta enclopecidista. Para tranquilizarle, muevo la cabeza y el incidente se considera cerrado. De Dato y sobre todo de Romanones, liberal, habla con un desprecio completo, y vuelve siempre a Maura, hombre de ciencia. Irresistiblemente fatigado de este paseo, me lanzo a mi cuarto.
Su compañero es más inteligente, más fino y malicioso. Toma sus medidas contra una posible fuga y anota en su carnet los nombres de los destinatarios de mis telegramas, cuyas direcciones lee por encima del hombro. Pero me molesta menos.
El jefe de policía ha comunicado que la respuesta de Madrid es satisfactoria: esperar hasta el día 30 el barco para Nueva York. Me explicó que esto era el resultado de sus gestiones; me invitó a ir a verle y a ser su “amigo”. Dudo de que deba nada a su intervención; lo que ha contribuido a arreglar la cosa ha sido, evidentemente, mis telegramas, las gestiones de Després, etcétera, &c. Pero ¿por qué en el jefe de policía de Cádiz he hallado a un amigo? A decir verdad, uno no sabe dónde puede hallar un amigo y dónde perderlo. Mi “amigo” me ha pedido que no escribiera nada en los periódicos. Lo he prometido. En fin de cuentas, mis relaciones con esa gente en este país son apolíticas; tomo café con el polizonte, el jefe de policía se considera mi amigo, el vicecónsul alemán es mi traductor voluntario.
El periódico La Acción, de Madrid, que exigía que no me sacaran de la cárcel, es un órgano conservador; es decir, pertenece al partido de Maura, a quien mi polizonte recomienda como hombre de ciencia y enciclopedista. Los mauristas son, en esencia, germanófilos; pero se pronuncian por la neutralidad, contra los republicanos, que son partidarios de la intervención, y contra los liberales, que, bajo la bandera de la neutralidad, se inclinan del lado de Francia.
Siendo, como soy, un “pacifista” expulsado de Francia, parece que los mauristas deberían guardar respecto de mí una actitud neutral; pero nada de esto: su prensa ha visto en mí, ante todo, un enemigo “interior”. Me han defendido los socialistas y, en parte, los republicanos de izquierda –Castrovido ha hecho una interpelación en el Parlamento–, y los unos y los otros son aliadófilos acérrimos. Así, pues, las consideraciones de política interior han desempeñado también un papel dominante entre los izquierdistas, tal como corresponde a la España neutral y asaz provinciana.
He regresado con el polizonte. En el camino me ha llamado la atención sobre varias cosas que hemos hallado a nuestro paso y, después, me ha comunicado con júbilo que se pueden ya mandar telegramas por telégrafo sin hilos: los telegramas van a su destino sencillamente por el espacio celeste. He apoyado esta idea con un movimiento de cabeza.
—Esto lo ha hecho Marconi –ha seguido diciendo–. ¡Esa sí que es una cabeza! –y se ha golpeado su cráneo de imbécil–. No es extranjero, sino nuestro, español.
—No; Marconi es italiano.
—¿Italiano? –se esfuerza en recordar–. No; español – ha repetido, sin gran convicción, más bien por dignidad nacional.
Por la noche, después de las ocho, he paseado solo por Cádiz. Nadie va a mi lado, nadie me sigue. Excelente… Calles mal cuidadas, olores de España (aceite, comidas picantes), balcones, ancianos dormitando en los bancos, gran número de barberos y limpiabotas, mujeres en el umbral de la puerta, mujeres en los balcones, soldados, guitarras, juego de dominó en los talleres, mucha pobretería indolente –aplastada por el calor–, muchos colores, mucho ruido.
He recorrido –¡solo!– el barrio antiguo de la ciudad, con calles estrechas, con un olor que os persigue por todas partes, de aceite, vino, ajo y pobreza humana; después he vuelto a casa, a fin de tranquilizar a los polizontes; pero no había nadie. Busqué un café inglés, indicado en la guía y… allí estaba mi amigo el jefe de policía. Desde la mesa en que estaba sentado empezó a hacerme signos con la mano. En un principio no le conocí. Vino a mi encuentro; me preguntó con interés si quería tomar café o cerveza, y –¡gracias al Destino!– no pudo invitarme a sentarme en su mesa, ocupada por algunos españoles. En el café había música. Un español, con doble papada y una raya mezquina, trazada penosamente a través de su calva, tocaba el violín, y con un movimiento tranquilo de sus manos regordetas dirigía una orquesta de cuatro músicos. Otro tocaba la guitarra, otro un instrumento indefinible. Una española pesada, con pendientes macizos en las orejas, bailaba de vez en cuando y pasaba la bandeja. En una mesa estaba sentado yo; en otra el jefe de policía con sus compañeros. No había nadie más. Deposité una moneda de cobre en la bandeja; los españoles no dieron nada. La música era brusca, el ritmo convulsivo.
¡Con qué satisfacción regresé de la cervecería inglesa a casa, sin acompañantes! Unos faroles ternos mantienen la ciudad en penumbra. La brisa del mar os acaricia suavemente. Los transeúntes solitarios vuelven a sus casas. Aquí y allá siluetas de serenos con un farol en la mano. Decorado de ópera antigua. Silencio, sobre todo en mi calle… Sólo un vendedor de periódicos, ciego, anda por el centro de la calle, apoyado en un muchachuelo, y vocea su mercancía. Pero en la calle no hay nadie. Sólo el silencio y la niebla responden al vendedor de periódicos… Y en lo profundo de las calles, estrechas y sombrías, resuena de pronto el rebuzno estentóreo de un asno.
Mi patrono, recién afeitado y un poco bebido –digamos de paso que se halla siempre como embriagado por su antipatía poco aguda, pero profunda hacia los gobernantes, lo cual no le impide presentar cuentas cargadas– me muestra, con indignación, un telegrama de La Correspondencia de España, donde se dice que el pseudo-anarquista (¡así es como se me llama ahora!) ha llegado a Cádiz; se halla libre y vive en el Hotel de Cuba.
—¡Libre! –aúlla el mesonero republicano–. Todo esto se hace para impedir la interpelación de Castrovido. Ya, va os conocemos…
Anatematiza al Gobierno español con las expresiones más violentas; de camino carga contra el zar, da golpes sobre la mesa, se echa la gorra al cogote, después hacia los ojos, de nuevo hacia atrás y me tira convulsivamente de la manga, sin dejarme comer con tranquilidad. En la mesa vecina, un anciano de ochenta años, ciego, expone las ideas republicanas a la patrona del hotel, la cual, sin hacerle caso, sigue cosiendo imperturbablemente una toalla.
15 de noviembre.
El polizonte no apareció en toda la mañana. ¿Significación? ¿Borrachera? ¿Informarme de si los polizontes españoles padecen accesos de embriaguez? No existe, por desgracia, un Baedecker que trate de esto. Ayer, el polizonte me dijo que vendría a las nueve de la mañana. Le esperé hasta las diez, y me fui. Hasta debo preocuparme de que no se me pierda el polizonte. Todo al revés.
Calle del Duque de Tetuán. Una buena calle, donde se ven muchos establecimientos un tanto extraños. Por las anchas ventanas se observa el sólido moblaje, tapizado de cuero, mesitas con periódicos, escupideras al lado de cada butaca y, a través de la llamativa puerta de la primera habitación, abierta de par en par, la sala contigua, con mesas de tapete verde. No hay rótulos; pero la puerta se halla hospitalariamente abierta. No hay menos de diez de estos establecimientos, tan pomposamente instalados, en dicha calle. Sin duda, son distinguidos garitos de juego. Pero no se ven jugadores. ¿Será por la noche?
Voy solo por la ciudad. ¡Qué bien! Un templo. El sacristán me invita a visitar las catacumbas. No tengo ganas de dejar el hermoso sol gaditano. Mar, luz, frescura, palmeras.
¡No faltaba ya más que eso! Resulta que no sólo fue “ilegal” mi paseo de esta mañana, sino que también lo ha sido el de ayer tarde. El polizonte me dijo hoy, con semblante sombrío y tono imponente, que si yo deseaba salir de paseo después de la cena, él vendría también, si bien me hizo notar que él era, propiamente hablando, un hombre como los demás, y que nada humano le era extraño. Parece ser que él esperaba que yo me estuviese metidito en mi agujero hasta la noche. No; aquí no estamos en París. Allí he dilapidado bastantes energías durante los últimos dos meses para despistar a los agentes: salía en automóvil, iba a los cinematógrafos obscuros, saltaba en el último momento a un vagón del Metropolitano, y otras cosas más. Ellos tampoco se dormían: agarraban, escapados, un automóvil, o bien lanzábanse, como bombas, de los tranvías y del metro, con indignación de los conductores, ejercitándose en seguirme la pista. Todo esto se parecía a una lucha que, en todo caso, a mí no me imponía “obligación” alguna respecto de los agentes.
Aquí, el policía me indica que vuelve a tal hora, y yo debo esperarle obedientemente. A su vez, enérgica, casi furiosamente, defiende mis intereses. Presta gran atención a que yo no tropiece o me manche las botas y, a tal fin, me avisa, mostrándome los desniveles de las aceras. Cuando un vendedor ambulante me pidió dos reales por una docena de camarones, el polizonte montó en cólera y, apostrofándole, empezó a hacer aspavientos en actitud amenazadora. Cuando el vendedor había ganado ya el umbral de la puerta, salió en su persecución. alcanzándole frente a una ventana del café, y armando tal tremolina, que la gente se agolpó. Lo mismo hizo ayer por la mañana con un limpiabotas que, en su opinión, no le había sacado a uno de mis zapatos el brillo debido.
Y la guerra continúa allá, en otras partes, del otro lado de los Pirineos. En París hojeaba yo diariamente cerca de 20 periódicos franceses y extranjeros. Aquí, casi no leo nada. He ahí lo que es la archineutral Cádiz, con su sol y su mar.
Ayer el caballero Casero, a pesar de mi respuesta, vino a verme con el secretario del Consulado alemán. Resulta que el ingenioso periodista se había presentado ya en casa de Lallemand, de mi parte; pero éste no quiso, o no pudo venir con él.
El secretario del Consulado, un alemán rechoncho, empezó por decir que quería deshacer todo equívoco. En alguna parte se dice ya que yo he recibido dinero del Consulado alemán. ¿Es posible?… Sí, sí; el dueño del Hotel de la Cubana, descontento porque he abandonado su republicana covacha, hace correr la versión de que un alemán, sin duda el del Consulado, me ha traído dinero. La verdad es que el dinero que me fue enviado de Madrid me lo trajo un español, oriundo de Francia, y francófilo entusiasta, llamado Lallemand, que en francés significa “el alemán”.
El hijo del dueño del Hotel de la Cubana es, para acabarlo de arreglar, colaborador del diario republicano El País, y muy bien puede ocurrir que El País, que hasta ahora me defendió, abra el fuego contra mí. Extraño lío de cuentas de hotel y retazos de bandera republicana…, si se ha de creer al secretario del Consulado alemán.
El caballero Casero, redactor de un semanario de título rebuscado, se llevó alguna que otra información referente a mi expulsión de Francia. Al marcharse me dijo que volvería al día siguiente, con el fotógrafo, para enviar mi retrato a Madrid. Espera que, como resultado de su intervención como publicista, quede anulada mi expulsión. La vista del germanófilo español, en compañía del alemán, me dejó la impresión de algo misterioso…
Esta mañana vino Lallemand, y me comunicó que Casero, con su semanario, no tiene la menor influencia, y que es capaz de todo, incluso de un timo. Quiere, sin duda, que yo le “alargue” 100 pesetas por la entrevista y la fotografía. En este caso, al tal caballero le fallan cruelmente sus cálculos. Habrá olido la tostada o no, pero lo cierto es que hoy no se presentó, si bien me amenazó con otra entrevista aún, para interrogarme sobre las finanzas francesas, la independencia de Polonia y otros asuntos de “altura”…
A propósito: Lallemand ha visto mi “ficha”, enviada desde Madrid, en la cual se hace un atestado satisfactorio para mí en sumo grado. Ni que decir tiene que la policía española está compuesta en su totalidad por “amigos”…
Por la noche, jugaban al ajedrez en el vestíbulo del hotel dos oficiales del ejército. La disposición de las figuras parecía ser extraordinariamente interesante. Exprimían el magín los contrincantes. Al fin, los blancos hacen avanzar a su rey hacia el peón negro. Diciendo “jaque mate”, los negros le echaron la zarpa al rey enemigo y quedó terminada la partida. Está visto que los árabes, antiguos dominadores de España y maestros del ajedrez, no han legado su arte a estos dos bravos guerreros de Alfonso.
El polizonte me ha comunicado durante el paseo que su abuelo era grande de España, que tenía mucho oro y que su padre vivió a partir un piñón con Alfonso XII; pero que él –¡oh dolor!– es “pobre”. Cobra mil pesetas al año (el dijo cuatro mil reales –suena mejor), y el inspector nueve mil reales. Como yo no mostrara gran interés por la conversación, él arreciaba. Luego, sacudiendo la cabeza, indignadamente y haciendo sobresalir su labio inferior, decía, como dirigiéndose al Gobierno: “¡Ochenta y siete pesetas con setenta y cinco céntimos al mes al hijo de un padre que ha sido tan amigo de Alfonso XII!” Sí, el salario no es grande; pero por este precio está dispuesto a morderle la nuez a cualquier obrero español que gana, aproximadamente, lo mismo.
La estatua de Moret. “Patriotismo”, lee el policía en el frontis del pedestal, lanzándome después una mirada imponente. “Libertad” –lee luego en la parte trasera de Moret, apuntando hacia arriba con el índice.
Hay también en Cádiz una estatua de Castelar el “republicano” que, según parece, hizo perfectamente las paces con la Monarquía de su tiempo.
Cristóbal Colón. ¿Quién fue éste? ¡Ah, sí, ya! No hace falta romperse la cabeza para descifrarlo.
Tiempo templado. Sol y verdor. Y desde París escriben: “Es, ya la segunda semana de frío, lluvias y nieves, brumas y fango.”
Delante del Gobierno civil, en una amplísima plaza que se halla cerca del muelle, están levantando un enorme y complicado monumento a las Cortes de Cádiz, que dirigieron la lucha contra los franceses. El pedestal se halla ya a gran altura. Las figuras alegóricas, de piedra, están, en gran número, por el suelo. El policía, en forma embrollada y pertinaz, me explica su significado.
—¿No hay entre ellas alguna que represente a los patriotas a quienes Fernando VII aniquiló, después que le hubieron reconquistado el trono?
El polizonte abre desmesuradamente los ojos. Sus conocimientos históricos no van más allá de Alfonso XII, bajo cuyo reinado su padre medía por fanegas los reales y las pesetas.
Un poco de estadística social: durante media hora que he pasado en el café, los chicos me han ofrecido doce veces el ABC, diario madrileño ilustrado; cuatro individuos me asediaron con billetes de lotería; tres pordioseros me pidieron limosna; tres vendedores ambulantes pasaron ofreciéndome cangrejos cocidos; dos trataron de venderme dulces misteriosos, y si los limpiabotas no vinieron a ofrecerme sus servicios, fue porque uno de ellos ya estaba lustrándome los zapatos desde que entré en el establecimiento.
IX
Conversaciones
Un viejo poema castellano narra cómo los infieles sarracenos derrotaron a los piadosos españoles:
Vinieron los sarracenos
y nos molieron a palos,
que Dios protege a los malos
cuando son más que los buenos.
Esto está perfectamente bien dicho. El Papa, que no tiene pocos hijos en cada uno de los campos beligerantes, se inspirará, es de creer, en esta sabia táctica. En todo caso, el conocido aforismo de Napoleón: “Dios se pone siempre de parte de los ejércitos más numerosos”, resulta un plagio, por cuanto esta misma idea ha sido expresada en forma mucho más rutilante por don Gerardo Lobo, ya en tiempos de Felipe V.
Un joven español que ha aprendido algunas cosas, que ha viajado algo, seco, descontento y muy locuaz, me ha saludado en el muelle y, desde entonces, nos encontramos casi todos los días. Dícese escéptico –tendrá, acaso, solamente veintidós años–, y habla de su patria en tonos de completa desesperación.
—Nosotros –dice– debemos desaparecer de la faz de la tierra. España se ha quedado atrás en todo. Estamos en completa decadencia. Hemos dominado el mundo. Ahora somos un Estado de tercer orden. No hay industria. Ignorancia horrible. Nuestros estudiantes no aprenden. Nadie hace nada. Si los Ayuntamientos gastan algún dinero, lo emplean en Plazas de toros; pero no en puertos y escuelas. En Andalucía hay un 90 por 100 de analfabetos. Tenemos un proverbio que dice: “Pasar más hambre que un maestro de escuela.” De esta situación sólo podrá sacarnos la República, y ésta sólo podrá venir con la guerra. La guerra sería la salvación de España. Nos sacaría del anquilosamiento. Pero no estamos preparados para la guerra. No queremos cubrirnos de vergüenza. He ahí por qué yo digo: estamos per-di-dos. Usted nos alaba. Todos los extranjeros que vienen nos alaban. Somos hospitalarios, sociables. Esto nos viene, por herencia, de nuestro pasado esplendor. Cuando éramos poderosos, nos hicimos unas cuantas maneras pomposas, generosas. Ahora sólo nos quedan estas maneras. Lo peor de todo esto es que no tenemos fe en nuestra propia salvación. No creemos en idea alguna. Nosotros, los españoles, somos escépticos. Todos los partidos, uno a uno, nos han engañado. Dinero. No hay ideas: todo se hace por el dinero. Toda nuestra política está basada en esto (movimiento de dedos como para contar dinero). ¿Las elecciones? A base de pesetas. El conde de Romanones es uno de los hombres más ricos de España. Hasta al rey le facilita dinero. Solamente de este modo se mantiene en el Poder. ¿La Prensa? En nuestro país nadie cree en la Prensa. Hay buenos periodistas, que saben; pero los honrados, los que creen, esos no cuentan para nada. Todo el mundo se halla convencido de que la Prensa, como la política, está basada en esto (movimiento de dedos). El trabajo científico se lleva a cabo de cualquier manera. Los estudiantes declaran huelgas todos los años, por fútiles motivos, con el objeto de acelerar la temporada de vacaciones. La reivindicación más importante es la relacionada con el cambio de las obras de texto. La lucha en torno a esta cuestión caracteriza mucho el estado de nuestras Universidades. Un catedrático neófito prepara inmediatamente “sus” libros de texto; es decir, de diez muy malos prepara un undécimo, completamente inservible, cuya adquisición es obligatoria para los estudiantes. Ninguno de los profesores se preocupa de que su obra sea de utilidad a todo el país. Trátase, simplemente, de un impuesto sobre la ciencia y el saber. ¿Quién es nuestro héroe nacional? Juan Belmonte, un torero. Yo le conozco desde hace algunos años, cuando trabajaba de peón y vendía naranjas picadas. Ahora está rico, es célebre, es el ídolo: ya no se le conoce por otro nombre que por el de “fenómeno”. Pregúntele usted en la calle a un español cualquiera quién es hoy el presidente del Congreso o el ministro de la Guerra. Lo más probable será que le dé la callada por respuesta. Pero pregúntele usted, en cambio, quién es Belmonte al primero que tenga a mano y le hará inmediatamente su biografía, con todo género de detalles.
—A propósito, ¿quién es ahora el ministro de la Guerra?
—¿El ministro de la Guerra? Creo… que el ministro de la Guerra, es el general Luque, sí, naturalmente, él debe ser… ¡Juan Belmonte! ¡Qué planta tiene! (Detalles.) Es un torero que puede rematar escupiéndole al toro en el hocico. ¿Por qué? ¿Para qué? ¡Para demostrar que el miedo no le ha secado la garganta: un rasgo supremo de sangre fría! ¡Sombreros Belmonte! ¡Corbatas Belmonte! Los españoles se cortan el pelo al estilo de sus toreros favoritos. Esto lo hacen los “aficionados”. Hay un torero calvo, casi negro, y sus partidarios se rasuran la cabeza. Esto, en vez de disminuir, aumenta durante los últimos tiempos. El rey detiene su automóvil para saludar al torero. Los ricachones le protegen. Belmonte, a su vez, es un protector. Se utiliza su influencia. Un secretario de ministro ya está dispuesto a darle la mano de su hija. Si en España hay hoy asomos de justicia es para los toreros. A veces, los partidarios de un torero determinado le silban si no “se luce”, y aplauden al rival… No comen, no beben y empeñan todas sus prendas de vestir para ir a las corridas. ¡Qué lástima que no estemos en temporada y que usted no pueda ver a Belmonte! Yo no estoy contaminado de esta pasión nacional; pero, la verdad, Belmonte es, realmente, un fenómeno. Entre nosotros se abriga la creencia de que después de la guerra ha de haber grandes cambios. ¿En qué? En todo. Y puesto que España habrá de cambiar, en sentido de mejora –peor ya no puede ser–, los españoles tienen fe en estos cambios y los esperan. Es posible que los fuertes se vuelvan débiles y los débiles fuertes; mas yo no participo de estas esperanzas: YO SOY UN ESCÉPTICO.
X
Lecturas sobre España
Se llegaron a suprimir los Autos de Fe; pero se conservaron las corridas de toros. Sin embargo, entre la barbarie de las corridas de toros y la de quemar a una bruja, la diferencia no es grande. La lucha por la supresión de las corridas de toros data ya de algunos siglos. A principios del siglo XIX, durante la guerra contra Napoleón, Carlos IV suprimió, “al fin”, esta fiesta. El autor francés Bourgoing escribía en este tiempo, refiriéndose a la supresión: “Esta viril reforma hace honor al gobierno de Carlos IV y atestigua la prudencia de su primer ministro. Todos ganarán, sin duda alguna, con esto: la industria, la agricultura y las costumbres.”{2} Pero el huracán de la gran revolución amainó, y las corridas de toros hallaron su restauración con el retorno de los bueyes coronados a los tronos de Europa. Y ahora, a los ciento once años, ya no queda ni rastro siquiera de la “viril reforma”.
¡Cómo los filisteos se inclinan a creer en el progreso metafísico! ¡Y cuán despacio se arrastró su carreta reseca, durante los pasados siglos! Hubo individuos y grupos que se elevaron a alturas asombrosas ya en los tiempos más antiguos. Pero ¿las masas?…
Los niños de Murillo, harapientos, descalzos, buscadores de parásitos, son los mismos de hoy: harapos, hocicos sucios, piojos en las cabelleras negras. En 1680 se efectuó el último Auto de Fe en la plaza Mayor de Madrid. Veníanse abajo los balcones, atestados de espectadores ansiosos. Cien años más tarde –1780– y, por consiguiente, nueve años antes de la Gran Revolución francesa, en la piadosa Sevilla fue quemada viva una mujer.
Despacito, muy despacito camina la rechinante carreta del progreso, especialmente en España, que, más que ningún otro país, vive en el pasado. El catolicismo fue durante largo tiempo el estandarte tremolado en las guerras contra los sarracenos y echó fuertes raíces en las costumbres. Ya no hay Inquisición, ya no se quema en las hogueras; pero en Cádiz existe un periódico, El Correo de Cádiz, que aparece con censura eclesiástica.
El piadoso periódico publica un artículo sobre la vida cara, en el que se reprocha a los queridos ciudadanos que se preocupen más del precio del kilo de carnero que de la “salvación de nuestra alma”. Este reproche suena admirablemente en los días de la gran guerra fratricida, cuando en los pueblos más católicos el precio de la carne humana es considerablemente inferior al de la de carnero. ¡Pobre alma católica, a la que le obligan a oler el humo de los explosivos o le echan encima obuses de 800 kilos! Inútilmente se buscarán noticias sobre esto en la Prensa española. Los periódicos de Cádiz saben salir del paso fácilmente: no hablan de la guerra; como si no existiese. En fin de cuentas, se están batiendo muy lejos, allende el Pirineo, y el eco de las descargas francesas no acalla el tintineo de la campanilla del sacristán. Cuando hacía ver a los gaditanos con quienes conversaba la ausencia total de noticias sobre la guerra, en el periódico de la localidad más difundido, El Correo de Cádiz, contestábanme con extrañeza:
—Pero, ¿es posible? No puede ser…
—Sí, sí, efectivamente, es exacto.
Hasta entonces no se habían dado cuenta.
En 1777, el futuro ministro plenipotenciario en Madrid, Bourgoing, hizo su entrada en España en seis mulas, en calidad de secretario de Embajada. Bourgoing escribió un gran trabajo sobre este país. La obra tuvo cuatro ediciones; la primera vio la luz el año de la gran revolución francesa. No carece de espíritu de observación el embajador de la vieja Francia. Aun hoy su trabajo está muy por encima de lo que escriben sobre España los lustrosos académicos franceses. En todo caso, Bourgoing se lee con interés, especialmente si, por casualidad, se halla uno en Cádiz, esperando la salida de un barco para Nueva York.
“Desde que Europa se ha civilizado de uno a otro confín –leemos en el segundo tomo–, sus habitantes pueden dividirse en profesiones antes que en nacionalidades. Así, no todos los franceses, no todos los ingleses, no todos los españoles se parecen unos a otros, sino solamente a aquellos que en cada uno de estos países reciben una misma educación, hacen una misma vida. Todos sus juristas se parecen por su devoción por la forma, su pasión por el subterfugio; todos sus eruditos se parecen por su pedantería; los comerciantes, por su avaricia; los marinos, por su rudeza; los cortesanos, por su flexibilidad.”
Con estas palabras Bourgoing quiere rechazar la idea corriente de que España es un país particularmente fantástico. Pero Bourgoing sabe hallar las verdaderas particularidades nacionales, buscando sus raíces en la Historia. “En la época –dice– en que España desempeñaba tan gran papel, cuando descubrió y conquistó el Nuevo Mundo, o bien cuando, no conforme con dominar una gran parte de Europa, excitaba y ponía en conmoción a la otra parte de sus intrigas y empresas guerreras, los españoles estaban embebidos en un orgullo nacional que se traslucía en sus costumbres, en sus gestos, en sus palabras.”
Los tiempos de la pujanza y grandeza de España se conjugaban ya también en pretérito para Bourgoing; pero habían dejado sus huellas en el carácter del país.
“El español del siglo XVI ha desaparecido; pero ha quedado su mascarilla. De aquí estos rasgos de orgullo y suficiencia que le distinguen aún en nuestros días.”
El embajador francés rechaza la idea de que la holgazanería es un rasgo distintivo de todo el pueblo español. Para esto se apoya en la viva actividad que reina en el litoral de Cataluña, en el reino de Valencia, en las ciudades de Vizcaya, y “en todas partes donde la industria halla protección y apoyo.”
Viene a mi memoria las palabras de Després, cuando decía que quince españoles que trabajan en la oficina que él dirige hacen el mismo trabajo que quince franceses; pero mientras a éstos últimos les basta con la disciplina del trabajo, a los españoles hay que saber interesarles, saber darles un trato adecuado.
XI
Siguen las lecturas
Cádiz pertenece completamente al pasado en mayor grado aún que España entera. Esto no se nota tanto, tal vez, en el puerto y en las calles –la guerra trajo tiempos excepcionales para esta ciudad también–, como en las librerías o en la Biblioteca Central. Un viejo edificio de fríos y mohosos escalones, entarimados, deslustrados y sin sol ni lectores. El único bibliotecario y el único guardián no cuentan menos de ciento cincuenta años entre los dos. La historia de la Biblioteca parece que terminó con el primer cuarto del siglo pasado. El número de los libros más recientes es insignificante. No hay casi nada de los últimos diez o veinte años, excepción hecha del Boletín Oficial de Estadística; y éste no está completo. En cambio, hay bastantes infolios antiguos, libros del siglo XVIII y anteriores. En todos los estantes sólo hay un libro alemán, dos docenas de franceses; pero muchos latinos.
El bibliotecario va trayendo libro por libro, y solamente su exterior atestigua que ya hace mucho tiempo que no han sido hollados por la mano del hombre. Trátase, especialmente, de viejos trabajos de historia de España y, en parte, de Cádiz. Fue aquí donde, por vez primera tuve el placer de convencerme de que la polilla no es un animalito imaginario. La mayoría de los grandes volúmenes, editados en excelente y antiguo papel de hilo, están metódicamente trabajados por la polilla erudita, a quien los habitantes de Cádiz le han dejado un plazo de tiempo bastante largo para su labor. ¡Qué trabajo de arte, qué perfección, qué pedantismo! Las huellas cilíndricas, dibujando líneas quebradas, ya suben, ya descienden. En relación con la dirección de las huellas, los agujeritos van tomando en las páginas formas elípticas o circunferenciales. Este trabajo calienta los cascos del lector con enigmas, especialmente cuando la polilla se ha llevado un guarismo o una parte de un nombre propio.
En la biblioteca reina el silencio. Casi no llega el rumor del exterior a través de los espesos muros del edificio. El reloj está parado. ¿Desde cuándo? ¿Habráse detenido a mediados del siglo pasado? El policía está sentado a la misma mesa y, reconcentradamente, escupe de vez en cuando. Al fin, no puede soportar más el tedio erudito. En la habitación contigua runrunean: el policía habla con el viejo guardián. El runruneo aparta mi atención de los libros y oigo: “Hombre de ciencia… en-ci-clo-pe-dis-ta”. ¿De quién se trata esta vez? ¿Refiérese la conversación al custodiado o al Maura de marras?
Pero el policía no tarda en salir a fumar al descansillo de la escalera, y se hace el más profundo silencio. En este sepulcral silencio bibliotecario el oído percibe el trabajo de la polilla.
“Pero lo que le da a Cádiz excepcional importancia –leo en un libro viejo–, lo que la coloca a la altura de las ciudades más populosas del mundo, es su comercio, su enorme comercio. En 1795 existían más de 100 armadores y cerca de 670 casas comerciales, sin contar las tiendas y vendedores al detalle… Durante el año de 1676 entraron en el puerto de Cádiz 949 barcos. Quienes tenían mayor número de empresas comerciales eran los irlandeses, flamencos, genoveses y alemanes, entre los cuales los hamburgueses ocupaban el primer puesto. El contrabando, cuya sola palabra hacía temblar al Gobierno español, no hallaba campo de operaciones más fértil que Cádiz.” Cádiz contaba entonces con 75.000 habitantes. “Cádiz, punto donde vienen a encontrarse las riquezas de dos mundos, dispone casi de todo en abundancia.” En 1792 Cádiz envió a las dos Indias mercancías por valor de 270 millones de reales, recibiendo de vuelta géneros cuyo importe se elevó a 700 millones.
He aquí de qué pasado espléndido nos habla la Biblioteca de Cádiz.
Ayer –22 del mes corriente– me asombró en el cinematógrafo la pasión del público español. En la pantalla, una caja de caudales con revólver automático. La heroína se aproxima inadvertidamente a la caja y el público irrumpe en gritos de prevención. La escena se repite, cuando el respetable padre se acerca también a la caja. Pero he aquí que el enemigo de la familia cae, inopinadamente, bajo el cañón del revólver, y en todo el salón estallan exclamaciones de júbilo. ¿Qué no ocurrirá en las corridas de toros? ¡Qué lástima que no estemos en la temporada!
De retorno al hotel me encontré en el vestíbulo con danzas y juegos. Unos cuantos oficiales jóvenes, señoras y señoritas. Galanteos atrevidos o, más exacto, sobas descaradas. Ingenuas y caricaturescas costumbres provincianas, primitivas y con barniz de pequeña burguesía.
Domingo, 26 de noviembre.
El historiador inglés Adam{3}, en su Historia de España, que consta de cuatro tomos, primorosamente roídos por la polilla, nos habla de la Península Ibérica, desde su descubrimiento por los fenicios hasta la muerte de Carlos III. Resultan particularmente instructivas las consideraciones del inglés Adam en lo que se refiere al papel desempeñado por la Gran Bretaña en el hundimiento del poderío español. Durante siglos, Inglaterra fomentó el antagonismo entre Francia y España, para debilitar a ambas. Cuando hubo debilitado a España, empezó a tomar su defensa y luego le robó las colonias. En la llamada guerra de sucesión, Inglaterra dirigió la coalición de holandeses, austriacos y portugueses contra los Borbones, que habían hecho la unión de Francia y España. La guerra se hizo en nombre de los derechos de la casa de Austria al trono de España. De paso, Inglaterra se apoderó de Gibraltar (1704), cosa que le costó poquísimo: un destacamento de marinos escaló unas rocas que no estaban defendidas por nadie –se estimaban inaccesibles–, y desde donde Inglaterra domina la entrada y salida del Mediterráneo. Los métodos de rapiña de Inglaterra tienen su expresión clásica en la guerra de sucesión: 1) La alianza contra los Borbones, que unían a Francia y a España, constituía una alianza contra la primera potencia continental. 2) Creando esta alianza, Inglaterra quedaba al frente de ella. 3) Inglaterra perdió menos que los aliados en esta guerra y recibió más que ellos, no sólo con la toma de Gibraltar, sino garantizándose con la paz de Utrecht el primer puesto en el comercio de España y sus colonias. 4) Debilitando la unión entre Francia y España, es decir, consiguiendo el fin principal que se había propuesto, Inglaterra traicionó inmediatamente al pretendiente austriaco en sus derechos al trono de España, reconociendo a Felipe de Borbón, sobrino de Luis XIV, como rey de España, a condición de que renunciase a todos sus derechos a la corona de Francia. La analogía con la guerra actual salta a los ojos. A propósito: que los filósofos del social-patriotismo determinen quién atacaba y quién se defendía en la guerra hispanoinglesa…
A fines de la primera mitad del siglo XVIII el viejo Pitt estimó necesario declarar la guerra a España, en vista del pacto concertado entre las Cortes de Versalles y de Madrid; tratado secreto, llamado pacto de familia, que iba dirigido contra Inglaterra.
Vaciló, sin embargo, el Gobierno inglés, y las causas de tal vacilación nos las explica en tonos épicos el respetable historiador Adam. “Todavía –dice– no se conocían los detalles del pacto de familia; Inglaterra hallábase abrumada de deudas; España no había hecho nada que pudiese provocar a la guerra a la Gran Bretaña; debió haber respetado, por esto, el derecho internacional, los intereses del comercio, especialmente, y también la sólida fuerza de la flota española.” Estas palabras podrían parecer una ironía dirigida a la Gran Bretaña, si el mismo autor no fuese un inglés honorable. Vemos, pues, que muy anteriormente a Lloyd George los gobernantes ingleses sabían darle un puntapié al derecho internacional.
La puerta del Museo de Cádiz está cerrada. Abre el guardián; por lo que se ve, nadie visita habitualmente el Museo. Un dudoso Van Dick, un dudoso Rubens. Un auténtico Murillo. Zurbarán. Sus monjes. Sus ángeles, enseñando fuertes pantorrillas, completamente terrenas. La nueva pintura es bastante más floja. El cuadro histórico, premiado en 1867 (?) en París, es pobre y falso; no en vano ha sido premiado por las autoridades estéticas del Segundo Imperio, pobre y falso también.
Barraca cerca del puerto. Público democrático. Muchos obreros portuarios. En escena, dos cantantes con voces afónicas de falsete. Público monstruosamente despiadado. Las mismas exigencias, sin duda, que en las corridas de toros. Los hombres silban y gritan; las mujeres ríen por lo bajo. Las divas cantan con voz plañidera. Hacen falta grúas-titanes para elevar la cultura de las masas.
Juicios del portero de la oficina de la Compañía Trasatlántica: “La guerra la empezó Alemania; pero Inglaterra no quiere terminarla.” No está mal dicho.
XII
Más conversaciones y más libros
En una garita del parque de Cádiz. Cae la tarde. Brisa suave. Las palmeras están nerviosas. Casas blancas con salientes dentados y techos planos. ¡Una ciudad mora!
Mar opaco, pero casi tranquilo en este crepúsculo plomizo de diciembre. El faro centellea. Agítanse las palmeras, cimbreándose. Llega levemente el rumor de las aguas.
El mar rodea a Cádiz casi por los cuatro costados. Por cada lado se presenta diferente, según la posición del sol, la dirección del viento y la formación de las orillas. Por la derecha deslízase suavemente sobre la arena y allá, a la vuelta, estréllase con estrépito contra los roídos muros del malecón y los peñascos de la costa.
Silueta de navíos en la semioscuridad del crepúsculo. Veleros de dos y tres palos, que realizan viajes a América, reembolsando con un solo viaje su costo y obteniendo aún utilidades. Navíos austriacos y alemanes, anclados en la bahía desde los comienzos de la guerra, que sirven de domicilio a las tripulaciones. La inactividad los ha enmohecido. Hoy ha llegado de la Argentina el trasatlántico Infanta Isabel. Los negocios se ponen allí difíciles a causa de la guerra, y los españoles regresan en masa, sin dinero ni esperanzas de ganarlo. Las Compañías navieras roban despiadadamente. Para la Argentina y Nueva York existen precios todavía; pero de allá para acá cobran lo que les viene en gana: arramblan con lo que hay. ¡Cuántos negocios turbios, grandes y pequeños, se realizan a la sombra de la guerra!
¿Por qué los barcos de pasajeros arrían anclas lejos del muelle, siendo necesario tomar una canoa-automóvil para ir a bordo? Resulta que esto se hace para evitar que embarquen los polisones, que se esconden hasta pasar de las islas Canarias. Se hace de noche. Castillete con barandilla de hierro, como puente de capitán en el océano. Hierve la espuma en la obscuridad. Arrecia el viento, ruge, amenaza. Resbala sobre las aguas la luz del faro. Penumbra y olorosas gotas de agua en el espacio. Todo empapado: vestido, cabellos, bastón. Allá detrás, el mar también; pero tranquilo, como la luna de un espejo, porque está defendido por el malecón, y en él se reflejan, sin oscilar, las luces del Cádiz nocturno.
Hoy llegó un tropel de marinos de los barcos echados a pique por los alemanes. El Emilia salió a la vela de Oporto, con dirección a Las Palmas, con cargamento de madera para cajones de frutas. El que habla conmigo era capitán del Emilia, y su hijo, marinero.
A la altura de Las Palmas (islas Canarias) se presentó un submarino alemán. Señales. Se detienen. El oficial alemán llamó con la mano. Se acercaron. Cuatro alemanes saltaron a bordo del Emilia, con dinamita; agarraron el manómetro y la cartera con los documentos, y dejaron a bordo la dinamita con la mecha encendida. La tripulación del Emilia fue fotografiada en el momento de pasar a los botes de salvamento. En una palabra: se les hicieron todos los honores.
—Buen barco, capitán, buen barco –dijo el oficial alemán.
Retumbó la explosión; pero el Emilia quedó casi intacto. Entonces hiciéronle 25 disparos y lo hundieron.
Los alemanes querían llevarse prisionero al capitán; pero éste les dijo que se hallaba enfermo, y le dejaron en libertad, con el resto de la tripulación. Este percance tuvo lugar a los seis días de viaje y cuando ya veían tierra. La tripulación –17 hombres– llegó aquí de Las Palmas en el Cádiz.
Ahí mismo, en el salón del hotel, hay un grupo de marinos de un navío portugués que se fue a pique ayer. Muy cerca de Cádiz, a 70 millas, chocó con un barco italiano que, a toda máquina, huía de un submarino alemán. Todos se salvaron: españoles, negros y mulatos.
De una conversación con los marinos portugueses:
—¿Guerrean ustedes?
—Nos han obligado. Donde las dan las toman –dice un proverbio portugués–. Nosotros no queremos darlas ni tomarlas. Fuimos obligados por Francia e Inglaterra…
¡Y cómo miente la Prensa francesa, hablando del entusiasmo de los portugueses!
Los marinos cuentan que hace algunos días presenciaron en la costa septentrional de España el hundimiento de un velero colombiano, que traía ganado vacuno y caballar. La gente se salvó, pero el ganado pereció. Daba lástima ver cómo se ahogaban los bueyes y los caballos.
Y de nuevo la conversación recae sobre el Emilia.
El hijo del capitán indicó al oficial alemán dónde se encontraban el azúcar, la manteca y las galletas… Los alemanes arramblaron con todo, y el oficial le dio al español una caja de cigarrillos. El primer disparo fue hecho al aire, para dar el alto solamente. Esto calmó un tanto a los marinos que, desde el primer momento, creyeron que había sonado ya su última hora. Después del disparo viraron, lo enseñaron todo y ayudaron, por todos los medios, a destruir el Emilia.
El alemán repetía constantemente:
—Buen barco, capitán, buen barco.
—¿Se burlaba?
—No; ¿por qué? Hablada, simplemente, de marino a marino. Nuestro barco era muy bueno, realmente; completamente nuevo… Dicen que cerca de las islas Canarias navegan tres grandes submarinos; pero a las tripulaciones de dos barcos, griego uno y americano el otro, que zarparon en esa dirección, les dijeron las autoridades marítimas, para no estropear el comercio, que el Emilia había chocado contra un arrecife.
Un oficial de Marina francés, De Merlhiac, publicó en 1818 un libro con el título siguiente: De la libertad de los mares y del comercio o cuadro histórico y filosófico del Derecho Marítimo{4}. Este libro, de un autor reaccionario hasta la médula, que juzga despiadadamente no sólo a los jacobinos, sino hasta al Directorio, se lee con gran interés a la luz de la guerra actual. Tres años después que la coalición, bajo la dirección de Inglaterra, devolvió el trono a los Borbones franceses, el autor, legitimista, reconoce lo siguiente: “A los ingleses se les puede aplicar lo que Maquiavelo decía de los venecianos: “Sus tratados de paz son más funestos para sus vecinos que el avance de sus ejércitos.” Refiriéndose a que los ingleses, por todos los medios del bloqueo, impedían el envío de productos alimenticios a Francia durante la guerra contra la Revolución y contra Napoleón, De Merlhiac escribe: “Yo creo que tal azote de pestes y de hambres hállase solamente en las manos del Todopoderoso. Solamente Él puede castigar de esa manera a los pueblos. Convertir estas calamidades en armas de guerra supone conculcar todas las leyes humanas y divinas… Pretender prolongar los sufrimientos de los horrores del hambre de todo un pueblo, en un gran reino, constituye el más monstruoso de los abusos que se puede hacer de la fuerza; ello supone el desprecio del derecho internacional y de los deberes del hombre y del cristiano. Tal ha sido, sin embargo, la conducta de Inglaterra con relación a nosotros… De otra manera, ¿qué diferencia habría entre los europeos y los caníbales africanos?”
Los De Merlhiac de hoy emplean otro lenguaje sobre el bloqueo que la Gran Bretaña, con la colaboración de Francia, ha impuesto a Alemania. En cuanto a la diferencia entre los europeos y los caníbales africanos, hay que señalar que los ilustrados europeos disponen de tales medios de canibalismo como no han podido ni soñar siquiera los infelices antropófagos de África.
Me han visitado en el hotel dos sindicalistas españoles. Uno de ellos habla francés, pero muy poquito. Hemos hablado de la guerra, de la expulsión, de la policía. Los sindicalistas se lamentaban de lo reacios que son los españoles para la organización. Con esto nos separamos. No habían desaparecido aún, cuando vino hacia mí, corriendo, el policía: “¿Querían dinero?” De momento no comprendí. Entonces levantó una mano en el aire y movió rápidamente los dedos, repitiendo la pregunta. Inquietábanle dos cosas a la vez: si eran enemigos, se le habían escurrido; si venían a buscar dinero, y acaso lo habían recibido, él se había quedado haciendo cruces. Se parecía a un hombre al que le hubiesen robado. Yo le envié al diablo, diciéndole que a mí no me interesaba saber las horas de servicio que él se había comprometido a hacer, y que, en lo sucesivo, yo saldría cuando lo estimase necesario. El policía languidece ahora ante las ventanas del hotel, y cuando me acompaña, se mantiene a una prudente distancia. No me revela ya los secretos de su propia biografía, ni me habla de monumentos históricos. Ya apenas nos conocemos. Así se deshizo una amistad.
XIII
Fiestas y espectáculos
8 de diciembre.
Hoy se celebra aquí una gran fiesta, la Inmaculada. La Inmaculada es la protectora de Cádiz y del Ejército español, mejor dicho, de la Infantería, pues la Inmaculada, no sé por qué, se especializó en este Cuerpo. Con motivo de esta fiesta hubo toros, a puerta cerrada, en los cuarteles.
Habló hoy monseñor en la iglesia sobre las etapas de la historia de España, demostrando la especial intervención de la Inmaculada en todos los momentos críticos. Los resultados, sin embargo, son más que dudosos. En lo que se refiere a la fe de los españoles en la religión católica, hay que decir que la devoción no fue óbice para que Carlos III, en 1776, tratase despiadadamente a los jesuitas. Traíanlos a Cartagena, no lejos de Cádiz, de todos los extremos de España, en carretas. Durante el camino sufrieron las necesidades más horribles: nadie quería recibirlos, y muchos de ellos perecieron. Desde aquí los enviaban derechitos al Padre Santo, a los dominios del Vaticano. Los fines del muy católico Gobierno español eran robar las riquezas de la Orden. La devoción, lo mismo que la mansedumbre, termina donde empiezan los intereses.
Llegó de Fernando Poo (litoral occidental de África, este resto de las colonias españolas) el vapor Cataluña. Durante el viaje fallecieron cinco personas (¡muertos al agua!), atacadas de fiebre amarilla, quedando 42 enfermos a bordo. El barco parece, más que otra cosa, un hospital. En Fernando Poo hay ahora muchos alemanes de los Camerones. La población ha pasado de 7.000 a 10.000 habitantes. El lugar es insalubre; hay fiebre. Los soldados y los empleados reciben haberes dobles.
Las epidemias se ceban en los navíos, que ahora no se desinfectan. El tiempo es oro: es algo más preciado que los barcos. No solamente no se practican inspecciones sanitarias, sino que ni siquiera técnicas. Hundióse ayer cerca de Canarias un gran buque mercante de la Compañía Penidión. Salváronse 18 personas de la tripulación, y el resto –20 hombres– pereció sin novedad. La Compañía recibe el costo del barco –¡asegurado!–, y el personal y las mercancías son facturados con reserva. La guerra simplifica las relaciones y… las cuentas.
He visto una zarzuela en el nuevo Gran Teatro. La compañía llegó de Sevilla haciendo bolos. Muy buena compañía. La zarzuela, de la cual hablan todas las guías de viajeros como de algo particularmente español, es, simplemente, una opereta corta y un poquito ingenua, aun cuando los asuntos no lo sean tanto. La reina elige sus favoritos, a quienes, pasado un mes, les quita la vida. No es una reina egipcia, sino una reina española, vestida a la moda. Los ministros (bellísimas personas todos ellos, especialmente el ministro de la Guerra, con un gran abdomen y plumas en el sombrero de tres picos), disgustados por esos métodos de gobierno, quieren presentar la dimisión.
“Nosotros –cantan a coro– somos monárquicos; pero con cosas así, es preferible la república.” La reina elige esta vez al jardinero, y el capitán de la guardia, un tenor muy agradable, la ama desesperadamente. La reina se consume también por él en secreto. El jardinero se va a casa –¡pobrecillo, ya no las tenía todas consigo!– y la reina se las entiende con el capitán y renuncia al trono; una gran satisfacción, tanto para ella como para todos los demás, especialmente para el ministro de la Guerra, que viste uniforme rojo y tiene vientre de cocinera. Hay diálogos, poesías, romanzas, duetos, histrionadas musicales. En una palabra, una opereta más primitiva que la francesa, notablemente ejecutada y, lo más esencial, corta. En una noche se dan tres y hasta cuatro funciones –representaciones–. Se puede tomar billete para una función o para las cuatro. Se pasa una hora en el teatro y no se sale de mal humor. Si quedan o no ganas de volver, eso es ya otra cuestión.
XIV
Enseñanzas históricas
Sábado, 16 de diciembre.
Cádiz desempeñó un gran papel en la guerra contra Napoleón. Fue aquí donde se abrieron las Cortes, concentración política de la defensa nacional. El entonces representante de Prusia en Madrid, coronel Schepeler, en su Historia de la revolución española y portuguesa habla de la importancia de Cádiz en la pomposa forma siguiente: “Los destinos de Europa y, tal vez, los de todo el mundo, están relacionados con Cádiz, como lo está el sistema del mundo con Sirio… Las esperanzas de los tronos y de los pueblos de Europa hállanse cifradas en un rincón de los confines de Occidente.” Mientras las Cortes daban a la ciudad de Cádiz el nombre de San Fernando, en honor a su rey, éste complacía, por todos los medios, a Napoleón, quien le había hecho prisionero; apartábase del movimiento nacional, bebía a la salud del gran emperador y hasta pretendía emparentar con él. Al fin, Fernando, de acuerdo con la nulidad de su padre, renunció voluntariamente a la corona, sacándole a Napoleón una pensión decente. Para salvar su preciada vida, Fernando hizo un llamamiento a todos sus fieles, intimándoles a que le dejasen en paz y desistiesen de todo irreflexivo intento de resistencia y reconociesen a José Bonaparte como rey. Y este prisionero de Napoleón, este indigno pensionado, a quien las masas populares constitucionalistas le habían devuelto el trono, contra su propia voluntad, inicia su reinado acusando a las Cortes de haberle usurpado sus derechos hereditarios. A su regreso de Valencia, antes de llegar a Madrid, desátase en amenazas contra los usurpadores, que tuvieron el atrevimiento de llamar nacionales al ejército y a las instituciones del Estado, cuando debían llamarse reales. Se niega a aceptar la Constitución de 1812, y emprende la cruzada contra los liberales que le habían preparado el trono. Los historiadores monárquicos hallan una justificación verdaderamente magnífica de esta política. “¡Cómo! –exclaman, dirigiéndose a los liberales–. ¿Vosotros queréis limitar la soberanía del monarca, por quien el país ha derramado tanta sangre, bajo la dirección de las Cortes?” Señalemos de paso que las circunstancias que en la época de Napoleón reservaron a Cádiz un papel excepcional, contribuyeron, al mismo tiempo, a acelerar su declive. Bajo la influencia de la revolución empezaron a separarse de España sus dominios de América del Sur. La importancia económica de Cádiz se apoyaba en la potencia colonial de la vieja España.
La continuación de la historia de Fernando no es menos instructiva. Fue rey absoluto hasta 1820, cuando en el ejército español estalló la insurrección, que halló apoyo en el pueblo, y se extendió hasta la guarnición de Madrid. A la Corte y a los ministros, como es de rigor en tales casos, se les cayó el alma a los pies. Lo primero que hizo Fernando fue lanzar un manifiesto, en el cual ofrece al pueblo la disminución de los impuestos y le pide su opinión sobre las necesidades y las exigencias de la patria, y al mismo tiempo desencadena una represión furiosa contra los insurgentes: lo que hizo nuestro Romanov en 1905, punto por punto. Esto ocurría el 3 de marzo de 1820. Pero el manifiesto se retrasó, el movimiento progresaba, y, ya con fecha 6 de marzo, Fernando ordena convocar las Cortes en el plazo más breve posible, sin determinar, sin embargo, cuáles Cortes, con qué representantes y en qué plazo. Finalmente, al día siguiente, lanza un nuevo manifiesto, en el cual se dice, textualmente, lo siguiente: “Puesto que la voluntad del pueblo se ha pronunciado en todas partes, me he decidido a jurar la Constitución votada por las Cortes extraordinarias de Cádiz en 1812.” Es decir, estas mismas Cortes que le habían conseguido a Fernando el trono, contra su propia voluntad, y las cuales él mismo disolvió por haberle usurpado sus derechos hereditarios.
¿No es, pues, justo que el respetable autor español de la historia de Fernando –en dos tomos– que, dicho sea de paso, oculta su nombre, se lamente y se indigne de que los revolucionarios hayan “manifestado una desconfianza grosera hacia las intenciones del monarca en el preciso momento en que Su Majestad daba las pruebas más palmarias de su buen deseo”?
En suma, el embuste y la maldad de los gobernantes presentan rasgos bastante uniformes. Aunque solamente considerásemos el papel de Inglaterra en la guerra de sucesión o el de la monarquía española –y de la burguesía liberal también– en la lucha contra Napoleón, diríase que teníamos ejemplos clásicos que deberían enseñar a los pueblos a no dejarse guiar por una credulidad ingenua. A pesar de que estos latrocinios, engaños, violaciones y traiciones están gastados de puro usados y han sido puestos al descubierto, se repiten, sin embargo, cada vez en mayores proporciones. Los pueblos sacan muy pocas enseñanzas de la Historia, por el simple hecho de que la ignoran. Llega a ellos –si, en general, llega– en forma de leyendas escolares, que desfiguran los hechos, fiestas religiosas y nacionales y embustes de la Prensa oficial. Los hechos históricos que deberían ilustrar a los pueblos se convierten en instrumento de mistificación y engaño. Mientras tanto, la Historia se va haciendo empíricamente. Al contrario de lo que ocurre con la técnica, en este terreno no existe una fuerte acumulación de experiencias. El marxismo constituye una gran tentativa de utilizar las lecciones de la Historia para dirigirla conscientemente; pero el marxismo es, por ahora, un arma del futuro.
La historia de Fernando no queda terminada con lo expuesto. El capítulo de más colorido, quizá, se desarrolla más adelante. Fernando ensalzaba el régimen constitucional en llamamientos oficiales, mientras que, con la ayuda de Luis XVIII, organizaba en el Norte bandas absolutistas. Sin embargo, las fuerzas del Gobierno constitucionalista derrotaron a los realistas. Pero la Santa Alianza no dormía, y encomendó a Francia, a fines de 1820, la pacificación de España. Rusia, Francia, Austria y Prusia dirigiéronse al Gobierno español con notas amenazadoras. Inglaterra se sacudió las moscas, y a cambio de este gesto recibió de España beneficios materiales enormes. La intervención de la Santa Alianza fue tanto más abominable cuanto que la revolución de 1820 no hizo otra cosa que restablecer la Constitución de 1812, la cual había sido reconocida por todos los Estados, entre ellos nuestra bendita Rusia. Pero entonces, en 1812, España era necesaria contra Napoleón… El 6 de abril inició la campaña el ejército francés, y el 23 de mayo un grupo de grandes de España entregaba ya al duque de Angulema, que hizo su entrada en la capital de España al frente de las tropas francesas, un mensaje de agradecimiento. Fernando hallábase entonces en Sevilla con las Cortes. En todos los momentos críticos, cuando era necesario tomar decisiones o responder a cuestiones concretas, este gran cobarde se descubría “terribles ataques de gota”. Esto le dio resultado durante la primera revolución; pero en Sevilla no le fue posible rehuir: se vio obligado a firmar el manifiesto contra la intervención extranjera. “Ellos –dice el manifiesto sobre la Santa Alianza– llaman insurrección militar a la restauración del sistema constitucional en el Imperio Español; al libre reconocimiento llámanle imposición por la violencia y mi consentimiento lo califican de forzado.” De Sevilla hubieron de pasar las Cortes a Cádiz, como punto que ofrecía mayor seguridad por su situación geográfica. Empero, el 28 de septiembre, Cádiz estaba ya ocupado por el ejército francés. El organizador de la revolución, general Riego, batióse hasta el fin, yendo de ciudad en ciudad; pero fue derrotado y apresado por los campesinos. Después se le condujo a Madrid, donde fue ahorcado. Fernando VII respiró a pulmón lleno. El ya mencionado historiador español escribe a este propósito: “Las leyes inmutables de la Providencia se cumplieron y Fernando VII entró en completa posesión de sus derechos.” Estos quince años de historia política de España –1809-1823– están llenos de enseñanzas. Mas los pueblos, y especialmente España, aprenden muy lentamente y necesitan que el pasado se repita de tiempo en tiempo. La guerra imperialista actual dará a los pueblos, esperémoslo, una lección inolvidable. En cualquier caso, todo el pasado palidece ante el presente.
El historiador de la revolución española habla de los políticos que cinco minutos antes de la victoria del movimiento popular le acusaban de loco y criminal, y después le alentaban. “Estos señores acomodaticios –continúa el historiador– aparecieron en todas las revoluciones sucesivas, y gritaban más que nadie.” Los españoles llaman a tales gentes PANCISTAS, palabra derivada de PANZA. De esta misma palabra procede el nombre de nuestro viejo amigo Sancho Panza. Este nombre es difícil de traducir.{5}
XV
A Barcelona y en Barcelona
En Cádiz se preparan para las fiestas de Navidad. Tentadores escaparates en las tiendas, al lado de cuyas puertas se instalan los limpiabotas descalzos. Los campesinos llegan de todas partes con sus jumentos cargados de pavos cebados, que se balancean sobre los lomos de los asnos dentro de unas jaulas parecidas a sombreros de paja boca arriba.
El barco para Nueva York sale de Barcelona el 25 de diciembre. Vendrá haciendo escala, durante algunos días, en todos los puertos españoles de Levante y del Sur, entre ellos Cádiz. ¿Qué sentido tiene que la familia venga a Cádiz por ferrocarril, si podemos tomar el barco juntos? Pero para esto yo debo irme a Barcelona. ¿Me lo permitirán? Barcelona no es solamente un puerto de mar, sino también un centro del movimiento obrero. Nueva serie de gestiones, cartas, telegramas y conferencias telefónicas con Madrid. Mis gestiones fueron hechas sin contar con el jefe de policía y tuvieron un éxito inesperado: las autoridades madrileñas me permitieron ir a Barcelona.
El jefe de policía, que de “amigo” se convirtió en enemigo, me envió, por mediación del polizonte, una cuenta de 17,50 pesetas por un telegrama que decía haber enviado, relacionado con mis gestiones. Después del naufragio de sus esperanzas de recibir una propina superior, el “amigo” decidió sacar siquiera fuese una utilidad mínima de este dudoso negocio. Yo pagué sin regateos. El 20 de diciembre salí para Barcelona con dos policías: “A gran señor, gran honor.”
El viaje lo haré por Madrid. Conozco el camino.
El 21 de diciembre, por la mañana, a las ocho, llegamos a Madrid. Salió a nuestro encuentro a la estación el polizonte tuerto. ¡Caramba, yo que no pensaba verle más! Por lo temprano de la hora, estaba mustio y no manifestó ningún entusiasmo. Mis agentes –gaditanos– deseaban mucho quedarse un día en Madrid. Yo convine en ello, con la esperanza de poder verme con Després; pero éste ya se había ido a París. El día resultó casi inútil. Madrid estaba completamente hecho una sopa. Los enormes cafés estaban abarrotados de gente, mezcla de vagos y negociantes. Calles conocidas. El Parlamento. ¿Iré a dar las gracias a los republicanos? ¡Oh, no, podrían asustarse! El Palacio de las Cortes, con seis columnas corintias, dos leones de bronce y una escultura alegórica triangular sobre la entrada, fue construido a mediados del siglo pasado. En aquel tiempo podría parecer imponente, por lo menos en Madrid. Ahora, aun aquí, parece un edificio provinciano. ¡Dónde va a compararse con los edificios de los Bancos! De nuevo, por mu seos y galerías; de nuevo contemplo con interés no exento de admiración, los soldados de la Fe de Cristo, en hábitos de monje, de Zurbarán. En la Academia (Alcalá, 13), el retrato del Prince de la Paix, el célebre favorito, de Goya, arrellenado, gran señor, de muy buen año, del tipo de Potiemkin, metido en un uniforme bordado. En el Museo del Prado, un retrato de Fernando VII, hecho también por Goya. Execrable original, indigno de semejante pincel. Echo una rápida ojeada por el Museo de Arte Moderno. Los policías gaditanos taconean detrás de mí.
La estación. Nueva ruta. Madrid-Zaragoza-Barcelona. Nuevos polizontes en Zaragoza. ¡La ciudad de dos célebres sitios, durante la guerra contra Napoleón! El general revolucionario Palafox. Con las ciudades célebres suele pasar lo que con los hombres notables: se sufre un desencanto cuando se les ve de cerca. Muy mal café en la estación. Cuando se sale a la puerta de la estación, al romper el alba, suciedad, carros cargados de sacos, ruido, humo en los tejados, voces carraspeantes y nubarrones arrebolados en el cielo detrás de las espadañas de las torres de las iglesias. Esto es Zaragoza, es decir, ésta la impresión que se recibe en un vistazo superficial. “La heroica Zaragoza –leemos en un libro viejo– nos ha demostrado que las masas de granito que constituyen nuestras ciudades son el mejor de los fuertes y que pueden ser defendidas más mortíferamente aún.” Esto deben tenerlo en cuenta los revolucionarios.
“Zaragoza ha escrito una página sublime e inmortal en la Historia… Si la retirada de Moscou fue grande a la manera escita, la defensa de Zaragoza la sobrepasa en heroísmo, en la misma medida que la batalla sobrepasa en nobleza a la huida y al incendio, bien que estos últimos medios hayan obtenido algunas veces, fines más importantes.” Que el incendio de Moscou fue un heroísmo a lo escita es exacto; pero los juicios sobre la superioridad moral de unos medios con relación a otros, en lo que a la guerra se refiere, suenan a puro quijotismo para las generaciones aleccionadas en la presente carnicería.
Estepa árida. Desierto. Lomas. Arcilla roja, arena, piedra, guijarro. Pueblos: piedra y arcilla sobre arcilla y piedra, y el mismo color ocre.
21, cerca del mediodía.
El Ebro es muy interesante; mucho más que el Guadalquivir. Corriente rápida de aguas turbias, formando pequeños remolinos que se entretejen unos con otros.
Cada vez más cerca del Mediterráneo. Más vida. Campos de olivos. Las huertas verdean. ¡22 de diciembre!
Barcelona, la capital de Cataluña. Gran ciudad de tipo hispanofrancés. Niza en un infierno de fábricas. Humo y llamaradas, por un lado; muchas flores y frutas, por otro. Visita obligatoria a la Jefatura, donde me entretienen de un modo tan absurdo como en la de Madrid. Pasé unas cuantas horas de hambre y de enervante espera. Cuando, después de aclarado el asunto y visto que nada tenía que hacer en la Jefatura, me dieron libertad, para “descargar el alma”, me dirigí a Telégrafos, acompañado de dos atletas de la “brigada de socialismo y anarquismo”, y le envié el siguiente telegrama al conde de Romanones: “A mi llegada a Barcelona me tuvieron tres horas en la Jefatura de Policía, sin darme la posibilidad de comer ni de lavarme. Dígame qué es lo que quiere de mí su Policía.” Romanones, naturalmente, no me contestó. Bien es cierto que la pregunta tenía un carácter retórico.
El viejo diplomático Bourgoing, a quien ya conocemos, caracteriza a los catalanes de la forma siguiente: “Ahí huele a plata.” Estas son las palabras que ponen al catalán en movimiento. El espíritu comercial domina en esta región, sin debilitar, sin embargo, su perseverancia… Los catalanes son los contrabandistas privilegiados de España: todo lo que sus fábricas no pueden producir lo compran en el extranjero y lo introducen en su país bajo su marca… “Ese es un catalán”, dice el español, cuando quiere caracterizar al individuo que no se para ante ningún medio, siempre que se trate de hacer dinero… Los catalanes no han olvidado aún sus viejas costumbres. El recuerdo de la libertad de los tiempos antiguos vive en su imaginación.”
Cataluña sigue siendo hoy la región más emprendedora de España. Barcelona es una ciudad industrial de tipo moderno. Al mismo tiempo, Cataluña ha conservado hasta hoy sus tendencias separatistas. Tradiciones históricas difíciles de borrar, y no simplemente a consecuencia de una mentalidad conservadora, sino porque, conservando su forma habitual, renuevan imperceptiblemente su contenido.
La orden de mi detención, según resulta, se había dado aceleradamente a todos las ciudades de España. Por lo menos, en el carnet de uno de los policías de Barcelona, perteneciente a la “brigada de socialismo y anarquismo”, he visto mi nombre entre los reclamados. De tal manera estaba desfigurado mi nombre, que no había modo de descifrarle.
Llegó la familia. Dimos un vistazo a la ciudad. A los chicos les gusta el mar y la fruta. Salimos el 25, o sea el día de Navidad.
XVI
La expulsión a América
Conversación con el jefe de la “brigada anarquista” (él aclara la cuestión con dignidad: “y socialista”, bien que esto no figure en el título).
—Espero que usted no desembarcará en ningún puerto español, ¿no es eso?
—¡Cómo! ¡Vaya si desembarcaré! Tengo que recoger correspondencia.
—Bien, bien; solamente que irá usted vigilado.
—Eso ya es cosa suya.
En Valencia no me permitieron desembarcar. Tres policías, uno con pañuelo al cuello, plantáronseme en la pasarela:
—No se puede desembarcar; tenemos esa orden.
Yo llamé al jefe. Este, muy respetuosamente, con el sombrero en la mano, me repitió lo mismo:
—Tenemos esa orden.
Yo contesté, como debe hacerse, que sólo por la fuerza cedería, y entré en la pasarela, donde los policías, casi afablemente, me echaron atrás. Envié telegramas al jefe de la policía de Barcelona, del cual partía la orden; al jefe de la “brigada”, a la redacción del periódico Solidaridad Obrera, al ministro de la Gobernación, al diario El Liberal y a El Socialista, protestando contra el escándalo organizado a bordo por la policía. El jefe de la “brigada” me dijo en Barcelona: “Nadie sabrá nada en el barco”. Sin embargo, todos los pasajeros estaban intrigados, chismorreaban, me seguían, pasándome de unos a otros con un guiño de ojos. Hubo necesidad de aclarar de qué se trataba y Zimmerwald anduvo de boca en boca.
En Málaga se repitió la historia. Un policía joven, cuya presencia me había sido ya anunciada por uno de los camareros de a bordo con una seña, me declaró que había orden de no dejarme desembarcar. Yo le exigí los documentos y anoté su nombre, “en todo caso”. Difícil me sería decir para qué “caso” especial.
En cubierta, a la luz mortecina de los faroles, un doctor español examinaba, sin lavarse las manos, los ojos a los pasajeros de tercera, volviéndoles los párpados. Uno de los pasajeros fue vuelto a tierra inmediatamente. ¡Tracoma! Nueva York no admite a esos enfermos. América necesita ganado obrero robusto y sano.
31 de diciembre de 1916.
El domingo, a las siete de la mañana, entre Málaga y Cádiz, detúvose el barco, inopinadamente, frente a una montaña. No me di cuenta de lo que era cuando miré a través del reflector. Resultó ser Gibraltar. Una simple montaña, rodeada de edificios y enguirnaldada con cañones. Entramos en la bahía de Algeciras. Uno de los pasajeros, pintor francés, extraordinariamente curioso, contó 65 navíos de guerra ingleses. Un excelente carbonero italiano esperaba, como nosotros, la inspección. Aproximóse por el costado una lancha con tres oficiales ingleses y un marinero descalzo que, olvidándose de la dignidad de la Gran Bretaña, hurgábase la nariz con el dedo. Echáronles la escala de gato por la borda y los oficiales ingleses saltaron a bordo, estrechándole la mano al primer oficial del barco, y entraron en el departamento del capitán para efectuar la inspección. Al cabo de diez minutos, durante los cuales el marino tuvo tiempo para ponerse las botas, fuéronse tranquilamente. Nosotros continuamos en la bahía de Algeciras dos horas más. Nuestro barco, que no había arriado anclas, se balanceaba de un lado a otro, como un borracho. Por un lado, la montaña; por el otro los blancos edificios de la ciudad de Algeciras. Se tenía la impresión de debatirse en una prensa de acero. Los cañones de los fuertes de Gibraltar y los barcos de guerra prensaban a nuestro armatoste español, como una tenaza. Detrás de nosotros, envuelto en la niebla matinal, el Atlas. ¡África!
El Montserrat, nuestro barco, una terrible calamidad, viejo y mal acondicionado para la navegación transatlántica. Pero el pabellón español es un pabellón neutral, es decir, disminuye el porcentaje de posibilidades de un hundimiento. Por esto la Compañía española cobra caro, aloja mal y da peor de comer.
El público de a bordo se compone completamente de gentes “cansadas de Europa”. No siendo un caso de extrema necesidad, nadie embarca ahora.
Un pintor francés con su mujer, su hija Alicia y su padre anciano. Estos fueron los primeros, incluso el viejo, que, sin saber por qué, se interesaron por Zimmerwald. Un joven servio, su mujer y un amigo se van a América hasta que termine la guerra. Hablan solamente el servio. Tres americanos, dos de ellos jóvenes y el tercero entrado en años: algo así entre gentlemen y carteristas. En el salón de fumar, las piernas encima de la mesa, o una en cada silla, exhalando un vaho alcohólico; conversan sobre el ministerio de Hacienda, las pesetas, Méjico, los precios, Portugal. Hacen alusiones y se ríen fuertemente; pero a boca medio cerrada. ¡Trío excepcionalmente abominable!
Un francés, mediocre jugador de ajedrez –este juego hace furor a bordo–; pero que es el “mejor billarista” de Francia; ganaba en París cien francos al día jugando al billar. Lo que será en Nueva York, aún está por ver. ¿Para qué va él allí? ¿Para qué? Las condiciones… esta maldita guerra… ¡Ah, comprendo, comprendo: desertor! El público de las dos primeras clases preséntase inmediatamente a mis ojos con claridad palmaria; son, en su mayoría, patriotas que gustan vivir a cuenta de su patria; pero que no están dispuestos a morir por ella. ¡Un barco de desertores! De ahí su particular interés por Zimmerwald…
El “maestro” billarista cuenta historias fantásticas sobre el juego del billar. Un paraíso de emociones y de lucro. Fulano, que ganaba trescientos francos al día; Zutano, que había llegado a reunir, y la había “echado a rodar”, una fortuna de ocho millones… Sí, sí; ocho millones. Un ingeniero español, políglota, hízose amigo de un oficial emigrante ruso en América. Aprende el ruso y se vuelve a Filadelfia. Otro ingeniero, judío ruso, pero afrancesado, es decir, nacionalizado francés e intoxicado con los más venenosos gases de la civilización francesa; es rico, tonto y grosero con el personal de servicio de a bordo. Se ve que deserta de su segunda patria. Un belga que escribió un libro sobre la producción azucarera y que conoce un poco el chino. Tiene cara de pastor protestante, pero depravado. Se ve que es flamenco de procedencia, pero por su cultura y simpatías es valón.
—Cuando tenga necesidad de trabajar para vivir –dice– me pondré a inventar una nueva lengua.
El esperanto no le satisface. Se impone una nueva lengua. En ningún país ha podido hallar bastantes lectores para sus libros. La división de Bélgica, según él, sería conveniente para todos y podría acelerar la terminación de la guerra. Es desertor, indudablemente. Uno de los pasajeros, un buen padre de familia, sin duda, se extiende sobre el tema de que él “quería”, a todo precio, ir a prestar servicio militar; pero su mujer no se lo permitió, y ahora siente remordimientos de conciencia. Hay muchos de éstos a quienes sus mujeres y mamás no les han permitido servir y que sienten remordimientos de conciencia a la hora de comer.
Una dama española que, desde su aparición a bordo, es cortejada por todos los gentlemen desocupados de la primera clase y por algunos de la de segunda. Una sirvienta luxemburguesa de una familia francesa, la única persona verdaderamente atrayente. Un griego joven, que fuma puro y lleva sortijas. Una institutriz española que cuida de una jovencita enfermiza. Cinco o seis frailes y frailecitos de todos los calibres. Uno de ellos, francés, más fino; el resto, españoles, simples, al parecer. Hacen propaganda entre los pequeños. Al mayorcito le dieron una estampa piadosa, después que hubo jugado con ellos a las damas. “A los niños –decía uno de ellos– les es muy útil aprender el inglés durante la travesía, para facilitarles la estancia en América durante los primeros días.” Y los benditos padres se lo enseñan a los niños por medio de textos sagrados.
Lo difícil es darse exacta cuenta de la situación de los pasajeros de tercera. Duermen apretados, muévense poco, casi no hablan, pues comen muy mal. Taciturnos, peregrinando de unas necesidades y fatigas a otras, veladas por lo desconocido. América trabaja para la Europa que lucha, y necesita mano de obra fresca, pero sin tracoma, sin anarquismo y otras enfermedades. ¡Y cuántos miles de españoles han emigrado para trabajar en la despoblada Francia!…
XVII
Aquí termina España
Los niños están excitados:
—¿Sabes? Hay aquí un fogonero muy buen chico. Es republicano. (A consecuencia del continuo viajar de uno a otro país y del cambio de escuelas, hablan una especie de lengua convencional.)
—¿Republicano? Pues ¿cómo es eso; cómo le habéis comprendido?
—Nos lo explicó muy bien todo. Dijo ALFONSO. Y después hizo así (como si tirasen del gatillo de un revólver): ¡Paf, paf, paf!
—¡Ah, si es así, es republicano, no cabe duda!
Los pequeños esconden las uvas pasas y otras golosinas y corren con ellas para dárselas al fogonero. Después nos hicieron la presentación. El republicano tiene unos veinte años, y, en lo que al rey se refiere, tiene, por lo que se ve, ya ideas bien definidas.
El barco, abarrotado de pasajeros, abre a los pequeños un extraordinario campo de observaciones. Me hacen copartícipe de sus impresiones, varias veces al día, y con frecuencia me admiran sus ideas y su lenguaje.
—Está casada, y, sin embargo, hace carantoñas a todos –me dice el mayor, aludiendo a la española, que luego resultó ser una austríaca, casada con un francés, con la cual tropiezan los niños en todos los escondrijos del barco.
Preguntan sobre el pintor francés:
—¿Por qué tiene dos sortijas? Una será de nupcias, pero la otra, ¿de qué?
De la dama francesa:
—No hace otra cosa que “ensortijarse” y “empulserarse”.
Estas expresiones pueden parecer inventadas, pero están tomadas al pie de la letra. Los niños juegan con los frailes a las damas; pero oponen enérgica resistencia a los embates religiosos. Viven mano a mano con el republicano en el rancho de los fogoneros.
1 de enero de 1917.
Todos se han felicitado unos a otros con motivo del Año Nuevo, haciendo juicios sobre el Nuevo Mundo, al otro lado del océano.
Como resultado del telegrama que envié desde Málaga, o por lo que fuere, se me permitió saltar a tierra en Cádiz. El barquero, joven, resultó ser un alemán, carnicero de oficio, con dos años de permanencia en Cádiz. Trató varias veces de embarcar de matute. Ofreció hasta cincuenta pesetas por esconderlo, pero nada logró. No quieren llevarse a América a un alemán, no faltaba más: tienen miedo a la vigilancia inglesa.
En el muelle, antiguos amigos. En primera fila, el descendiente del grande de España y admirador del enciclopedista Maura. Última visita a Cádiz. Las avenidas del antepuerto. Calle del Duque de Tetuán, con las ventanas de los clubs de juego. La estatua de Moret. La Cervecería Inglesa. La Biblioteca, donde silenciosamente trabaja la polilla. El edificio de Telégrafos, desde donde han sido enviados tantos telegramas y cartas.
Regresamos por la noche en un tajamar, a la vela. Hubo marejada durante media hora. Las aguas saltaban por ambos costados y mojaban la espalda y empapaban el calzado. Después de esto, el Montserrat nos parecía algo conocido y seguro.
A la mañana siguiente.
Dentro de una hora abandonamos el último puerto español. Los vaporcitos trajeron a bordo un nuevo grupo de pasajeros. En cubierta, las personas que vienen a despedirlos. El sol calienta admirablemente. Empleados de la Compañía con papeles. El policía revolotea por el muelle. ¡Adiós, Europa!… Pero no del todo aún: el barco español es una parte de Europa, su población una parte de Europa: los residuos, principalmente.
Nuevos pasajeros. Un inglés gigante, ancho de hombros y de semblante joven y bastante agradable. Anda –tambaléase– en enormes zapatillas. Desvívense por él dos admiradores. Propaga ideas nietzscheanas. Un sobrino de Oscar Wilde. Hace observaciones que no están fuera de lugar. ¿Profesión? Es boxeador, pero con nombre cambiado. En parte es también escritor francés, pues su procedencia, por línea materna, es francesa. Habla de sus compatriotas por línea materna en tonos despreciativos; no son capaces de dar un segundo Napoleón. Su héroe, Joffre, una honorable mediocridad. Han caído en un americanismo vetusto. América suena con Luis XIV. El boxeador viene, directamente, de Barcelona, donde se batió con Johnson, siendo vencido por éste. Llegó a Cádiz por ferrocarril para evitar el paso por Gibraltar; quería escaparse de la inspección inglesa. Por lo menos, con esto se declara ya, abiertamente, desertor: él ha nacido para luchar en la arena de los circos; pero no en los campos de batalla.
—¿Ve usted ese pintor francés, con falsa cabeza de Jesús? Es mi colega. Es también desertor; ahora que él tiene un padre millonario.
El atleta sabe inglés, francés, alemán, italiano, griego antiguo –¡y cómo lo sabe!–. Está estudiando el español y se ocupa de música. Habla con gran optimismo de la posibilidad de “trabajar” en América con el billarista francés, quien resulta, además, un campeón de esgrima.
Veo por primera vez a este hombre alegre y jovial, embutido en estrecho uniforme, que pone de relieve las redondeces del cuerpo, con un gorrito morado, inclinado sobre la cara mofletuda y afeitada, con el pitillo en los labios y las manos en los bolsillos; es el capellán de a bordo. Da la impresión de un jefe de cocina, buen catador de vinos, tabaco y otras cosas. Los domingos y los días de fiesta se pone la casulla y dice misa. El cura francés mira, con visos de espanto, el cigarrillo y el abdomen, oscilante de risa.
De Barcelona a Cádiz y de Cádiz en adelante tuvimos un tiempo magnífico, durante los primeros nueve días. Continuamente sol. Noches sofocantes, a pesar de dejar abierto el tragaluz del camarote. Estamos a fines de diciembre. Es el sol español, el Gulfstream. Los viajeros experimentados profetizaban para mañana, y después para pasado mañana, un cambio brusco en la temperatura de las aguas y del viento. Pero “mañana” y “pasado mañana” el tiempo era mejor que el de ayer y los pasajeros prácticos, apoyándose en la opinión del primer oficial y del jefe de cocina, aseguraban que esto no era normal y que el Gulfstream había abarcado una zona más amplia de lo que se pensaba… Sin embargo, los marineros empezaron a colocar en las barandillas de la cubierta superior las lonas de protección, con gran asombro de los pasajeros. Cuando hubimos pasado Terra Nova, el tiempo cambió de repente: viento, después lluvia. El barco empezó a cabecear y a balancearse en serio y alguien faltó ya a la comida. Luego la cosa se puso peor. El Montserrat cruje, bucea y traga agua. En cubierta se encuentran algunos solitarios. El boxeador se balancea, haciendo aforismos geniales:
—¿Qué es el océano? Un vacío esférico, lleno de agua salada, embravecida… Un poeta francés llamaba al mar “viejo solterón”. ¡Sea; pero lo cierto es que impone, marea y hace vomitar!
Los pasajeros, en su mayoría, están tumbados.
Domingo, 13 de enero de 1917.
Entramos en Nueva York. Diana a las tres de la madrugada. Nos levantamos. Está obscuro. Frío, viento, lluvia. Atraca un vaporcito postal al nuestro. Se rompen las amarras y por poco no se deshace contra el Montserrat. Gritos. Amanece. En el puerto, holgado durante la guerra, hay aún muchos navíos. Cielo gris sobre el agua verde-gris. Gotas de lluvia. El barco se pone de nuevo en movimiento. Orillas veladas por la niebla. Arboledas de invierno. Edificios de puerto. Todo predice la gigantesca mole que por ahora se oculta aún en el amanecer brumoso.
Aquí termina España.
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{1} Hay aquí un juego de palabras intraducible (N. del T.)
{2} Tableau de l'Espagne moderne, par I. Fr. Bourgoing. París, 1807, 4.º, edition. (V. 2., pág. 417.)
{3} Histoire d’Espagne depuis la decouverte qui en a été faite par les phenicies jusqu’à la mort de Charles III, traduite de l’anglais d’Adam par P. Briand, Paris, 1808, 4 vol.
{4} De la liberté de mers et du commerce, ou tableau historique et philosophique du Droit Maritime, par M. Gilbert de Merlhiac, lieutenant de vaisseau, membre de la Société des Sciences de Paris. París, 1818.
{5} Aquí el autor trata de explicar al lector ruso, poniendo en duda la pureza de la traducción, el significado de la palabra “pancista”. Pero aquí la dificultad es de orden lingüístico y no político. El tipo en sí es completamente internacional. (N. T.)