Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro VII ❦ Reinado de Fernando VI
España en los reinados de los dos primeros Borbones
I
Gran mudanza ha sufrido la monarquía española en su condición material, política, moral, económica y literaria en la primera mitad del siglo XVIII, durante los reinados de los dos primeros príncipes de la casa de Borbón. Casi siempre varía la condición social de un pueblo al advenimiento de una nueva dinastía. ¿Fue en bien, o en mal de España esta sustitución de una a otra familia reinante? ¿Cuál era la misión que parecía estar llamados a desempeñar los soberanos de la raza Borbónica al tomar posesión de esta herencia, pingüe y dilatada en otro tiempo, vasta todavía, aunque pobre a la sazón por lo desmedrada? Igual pregunta nos hicimos a nosotros mismos en otro lugar, al apreciar la situación de España en el siglo XVI bajo los reinados de los primeros príncipes de la casa de Austria. Examinamos allí cómo habían llenado aquellos soberanos su misión. Igual tarea nos imponemos ahora, según nuestro sistema.
Al considerar que cuando el nieto de Luis XIV de Francia vino a sentarse en el trono de Castilla, esta nación, aunque desfallecida y extenuada por la ambición desmedida de los príncipes austriacos del siglo XVI, por la indolencia, el fanatismo y la ineptitud de los del siglo XVII, aún conservaba a los principios del XVIII dominios considerables en Europa, importantes restos de su colosal grandeza pasada: y al tender la vista a mediados de ese mismo siglo por la carta europea, y ver que aquellas posesiones habían dejado de pertenecer a la corona de Castilla; que Flandes no existía ya para nosotros; que Nápoles, que Sicilia, que Milán, que Cerdeña, que Menorca habían pasado a otros poseedores; que en el continente mismo de la península ibérica el cañón inglés tronaba desde la formidable roca de Gibraltar amenazando los mares y las tierras españolas, diríase que los Borbones habían venido a consumar el desmoronamiento y a completar la ruina de esta monarquía gigante, cuyos brazos parecía querer abarcar el mundo en tiempo de los primeros monarcas austriacos.
Si de la extensión material del reino pasamos a considerar su condición política; si reflexionamos que después de tan funestos golpes como dieron los soberanos de la casa de Austria a las libertades españolas, todavía una gran porción de España mantenía con orgullo precioso restos de sus antiguas franquicias; que Aragón, que Valencia, que Cataluña aun conservaban inapreciables reliquias del tesoro de sus fueros: y contemplamos luego que antes de mediar el reinado del primer Borbón en España aquellas libertades habían acabado ya de desaparecer; que los fueros, los privilegios, las constituciones, los buenos usos porque Aragón, Valencia y Cataluña se gobernaban y regían, habían sido ya segados por la niveladora segur de la autoridad absoluta de un rey, diríase también que la raza coronada de los hijos de San Luis parecía no haber venido a España sino a acabar de derruir el antiguo edificio de sus libertades, como a acabar de perder todas las posesiones exteriores agregadas por sus antecesores al patrimonio de la corona de Castilla.
Y sin embargo estos dos culminantes sucesos que señalaron el cambio de dinastía necesitan ser examinados por el historiador a la luz de una crítica imparcial y desapasionada, para poder juzgar de la influencia perniciosa o saludable que ejercieron en la vida social de España, y si fueron deliberadamente ocasionados, o fueron consecuencias precisas e inevitables de otra política anterior, si habían de convenir o habían de dañar al porvenir de nuestro pueblo. Procedamos al examen de estos dos puntos por el orden en que los hemos enunciado.
Más de una vez en el curso de nuestra historia hemos emitido la idea, idea que constituye uno de nuestros principios históricos, de que no es la posesión de extensos dominios lo que hace el bienestar de un pueblo, ni lo que forma su verdadera grandeza. Hemos dicho que no nos fascina el brillo de las magníficas conquistas, ni el ostentoso aparato de las empresas gigantescas, y que más que a los grandes revolvedores del mundo apreciamos nosotros a los gobernadores prudentes de los estados. ¿De qué nos sirvió tener un rey de España emperador de Alemania y señor de la mitad de Europa, si por el orgullo de pasear los estandartes españoles por aquella mitad de Europa y por el imperio alemán, gastaba España su vida propia, la savia interior que había de robustecerla, la sangre de sus hijos y la sustancia de su suelo que habían de alimentarla? ¿De qué sirvió que la España de Felipe II fuera un imperio que se derramaba por la haz del globo, que se conquistaran países remotos, y se ganaran glorias militares sin cuento? Aquel nombre, aquellas glorias, aquellas conquistas, dijimos ya entonces, costaron a España sacrificios que no había de poder soportar, consumiéronse los tesoros del reino y los tesoros de un Nuevo Mundo por el loco empeño de sujetar regiones apartadas que sobre no poder conservarse habían de constituir un gravísimo censo para España en tanto que las poseyera; y aquel aparente engrandecimiento encerraba en su seno el virus de su decadencia, y preparó cerca de dos siglos de calamidades y de humillaciones. Vinieron estas humillaciones y aquellas calamidades. En los severos fallos de nuestro tribunal histórico, sin eximir a los sucesores de Carlos I y de Felipe II de la responsabilidad que les alcanza en la desastrosa situación a que vino en su tiempo esta monarquía, nos sentimos por otra parte inclinados a atenuar su culpa. Porque los consideramos como a los desgraciados herederos de una familia ilustre, que habiendo disipado su patrimonio sacrificándole al loco afán de ostentar las armas y blasones de su linaje en dispersas pertenencias, o improductivas o ruinosas, deja a los que le suceden, en medio de una opulencia facticia, una pobreza real, aunque disfrazada, con la triste obligación de mantener el lustre y esplendor de la casa sin consumar su ruina.
No reclamamos mérito alguno para un juicio que ha podido hacerse por el conocimiento de hechos consumados. Pero creemos que sin este conocimiento habríamos augurado lo mismo, porque es la consecuencia lógica y natural de otro principio que hemos sentado y que nos sirve de guía para juzgar de lo conocido y de lo desconocido, del pasado y del porvenir de los imperios y de las naciones, a saber; que no en vano el dedo de Dios delineó ese compuesto sistemático de territorios, esas divisiones geográficas que parecen hechas y concertadas para que dentro de cada una de ellas pueda encontrar cada sociedad las condiciones necesarias para una existencia propia. Y hablando de nuestra España dijimos: «¿Quién no ve en este cuartel occidental de Europa, encerrado por la naturaleza entre los Pirineos y los mares, un territorio que parece fabricado para que dentro de él viva una sociedad, una nación que corresponda a los grandes límites que geográficamente la separan del resto de las otras grandes localidades europeas?»
Tenía pues que cumplirse esta ley providencial que la geografía nos está enseñando desde el principio del mundo, que tenemos siempre delante de los ojos, y en que sin embargo los hombres han tardado muchos siglos en reparar. De tiempo en tiempo, los pueblos traspasan sus naturales límites, salen fuera de sí mismos, invaden, conquistan, dominan, se derraman por otras regiones y por otras zonas. Así es necesario para el comercio de la vida social de la humanidad; así se trasmiten recíproca y alternativamente las naciones, aunque a costa todavía de grandes calamidades, hasta que la civilización les inspire medios más suaves de trasmisión, su religión o su cultura, su vigor o sus costumbres, sus adelantos o sus instintos, sus descubrimientos o sus tradiciones. Cumplida esta misión providencial, los pueblos así desbordados vuelven a reconcentrarse dentro de sus naturales términos, al modo que vuelven a su cauce los ríos después de haber en su desbordamiento arrasado unas tierras y fecundado otras.
La España del primer Felipe de Borbón no podía ser conquistadora como la España del primer Carlos de Austria. Cuadrábale a la España del siglo XVI ser invasora; correspondíale ser conservadora a la España del siglo XVIII. Carlos de Austria encontró una nación robusta, vigorosa, llena de vida, que después de haber estado encerrada en sí misma por espacio de ocho siglos cumpliendo su misión de resistencia y de unidad, no teniendo ya dentro enemigos que combatir, necesitaba ejercitar fuera el espíritu bélico encarnado en sus entrañas; invadida antes por las razas del Oriente, del Norte y del Mediodía, sentía una necesidad de derramarse a su vez por el Oriente, por el Norte y por el Occidente: por la invasión había recibido las diversas civilizaciones de otros pueblos y conservado su religión; por la conquista aspiraba a llevar a otras regiones aquella religión que había conservado, y a recoger a su vez los adelantos de otros pueblos con quienes había estado casi incomunicada. Todas las circunstancias favorecieron a Carlos de Austria para dar impulso a esta tendencia de los españoles: su genio belicoso y emprendedor, sus pingües herencias en el centro de Europa, la situación de otras potencias, la reforma religiosa que nacía en el corazón de su imperio y se infiltraba en otras naciones, el desconocimiento de la conveniencia del equilibrio europeo, que él mismo puso a los soberanos en la necesidad de discurrir.
Felipe de Borbón por el contrario, encontró una nación enflaquecida, casi exánime, por lo mismo que había gastado su vitalidad en aquellas expediciones lejanas; las cuestiones religiosas habían cesado; España mantenía su fe, y se había hecho imposible imponer la creencia única a otros pueblos: el equilibrio europeo era ya un principio reconocido y aceptado; la monarquía universal de Carlos V y de Luis XIV había pasado a la clase de los delirios humanos; antes de morir Carlos V había comenzado para España el movimiento de reconcentración en sí misma; Felipe II ya no heredó el imperio de Alemania, y cuando murió había dejado de ser señor directo de los Países Bajos; en los tres reinados siguientes cesan de pertenecer a España Portugal, el Franco-Condado y el Rosellón. Con Felipe V no hace sino continuar esta marcha de retroceso; a nadie podía sorprender la pérdida de Flandes, dado que más que pérdida no fuese ganancia para España; y si después de desmembrados los dominios españoles de Italia logró todavía Felipe al fin de sus días ver establecidos en ellos como soberanos a dos de sus hijos, ya no fueron ni estados ni príncipes sujetos a la corona de Castilla; eran estados y príncipes independientes; y los hijos de Felipe V el Animoso de Castilla quedaron en Nápoles y en Parma, como quedó el hijo de Alfonso V el Magnánimo de Aragón, primer rey español de Nápoles, y como el derecho hereditario y la conveniencia aconsejaban que hubieran quedado aquellos dominios desde antes de mediado el siglo XV.
Si en este período de retrogradación dominadores extraños ponen el pie dentro de nuestra propia península, transitoriamente en el centro y en una gran parte de su territorio, de un modo al parecer permanente y estable en algunos de sus extremos, no hay en ello nada que deba maravillarnos; ley es casi constante de las grandes reacciones. Si todavía partes integrantes de la península ibérica continúan como destacadas de este recinto geográfico, cosa es que si puede apenarnos, no debe hacernos desesperanzar. Aun no se ha cumplido el destino de esta nación; si no puede ser condición de su vida propia y especial ser dominadora de naciones, tampoco puede serlo de otras dominar dentro de las cordilleras y de los mares que ciñen su suelo. Tenemos fe, ya que no podamos tener evidencia de este principio histórico.
Fernando VI ni aún quiso recobrar a Mahón y a Gibraltar, por más que franceses e ingleses le convidaban a su vez con cada una de estas posesiones. Monarca prudente y modesto, prefirió poseer menos con noble independencia y discreta seguridad, a dominar más, a riesgo de esta seguridad y de aquella independencia. Fuese carácter personal, o cálculo político, o todo juntamente, el segundo Borbón de España, con mucha menos capacidad que el segundo Felipe de Austria, obró en este punto como si hubiera tenido más talento que él, como si hubiera conocido que el espíritu de conquista convertido en sed hidrópica de abarcar dominios, y que el espíritu religioso trocado en fanatismo intolerante y rudo, nos habían traído la pobreza, la despoblación y el aislamiento; comprendió que la primera necesidad de España era reparar sus gastadas fuerzas, y que más convenía gobernar con buenas leyes que enredarse en guerras por mezclarse en extrañas rivalidades, levantar templos a las letras que recobrar plazas fuertes.
Los dos primeros soberanos de la casa de Austria ensancharon inmensamente los dominios españoles: fue una insigne locura, gloriosa para ellos y para España. Legaron a los tres últimos monarcas de su familia una herencia que no habían de poder conservar: la torpeza de los príncipes y de los gobiernos vino en ayuda de la consecuencia lógica e irresistible de aquella brillante extralimitación, y España retrocedió, y los términos se estrecharon, y se iba cumpliendo la ley geográfica que la Providencia impuso a los grupos sociales de la humanidad. Los dos primeros austriacos extenuaron a España por extenderla fuera: los dos primeros Borbones dieron principio a un sistema de regeneración interior. Lo primero da brillantes glorias que enorgullecen; lo segundo conduce más al verdadero bienestar de los pueblos.
Es cierto que en esta regeneración interior no mejoró la situación política de España, y hay quien haga un grave cargo a Felipe V por haber acabado de ahogar las libertades de Valencia, Aragón y Cataluña, aboliendo lo que les quedaba de sus fueros. Es nuestro segundo punto.- Que el joven nieto de Luis XIV trajese ideas de libertad popular a España no podía esperarlo nadie que conociera, y cosa era de todos conocida, el reino, la corte, la escuela y la familia en que había sido educado. El nieto del que había entronizado en Francia el más puro absolutismo; del que había hecho enmudecer al parlamento, avasallado la nobleza, tiranizado el clero, excluido la clase media de las distinciones honoríficas, hecho desaparecer el pueblo, y atrevídose a proclamar como principio la célebre máxima: El estado soy yo: el que se había criado en aquella corte, donde un gobernador, enseñando al joven Luis XV la muchedumbre agrupada debajo de los balcones de su palacio, le decía: «Señor, todo ese pueblo es vuestro:» el que desde la cuna estaba acostumbrado a ver un soberano que ni siquiera imaginaba que hubiera un vasallo cuya libertad, cuya propiedad y cuya vida dejaran de pertenecerle, no era posible que trajese a España ideas de libertad que no conocía, y de que ni siquiera había podido oír hablar.
¿Las necesitaba para gobernar a los españoles de su tiempo? Si exceptuamos los escasos restos de las que en la corona de Aragón no habían sido poderosos a acabar de extinguir los despóticos soberanos de la casa de Austria, apenas en casi toda la nación quedaba un débil recuerdo de las que en otros tiempos había gozado: recuerdo que ni atormentaba, ni casi asaltaba ya nunca a las masas populares, y solo existía en el entendimiento y en la memoria de algunos hombres de talento y de instrucción histórica. El pueblo en general, al advenimiento de la nueva dinastía, se hallaba tan avezado a la servidumbre del poder ilimitado de los reyes y del poder formidable de la Inquisición, que ya había llegado a formarse un hábito de ciega sumisión que sin duda le parecía el estado natural de los pueblos. Cuando algunos hombres ilustrados le proponían y aconsejaban que convocara las antiguas Cortes con las facultades que antes tenían de deliberar en los negocios públicos, otros consejeros en mayor número se lo disuadían, representándolo como una innovación peligrosa; y dado que Felipe hubiera tenido, que no tenía, opiniones favorables a la intervención de aquellas asambleas en asuntos de la gobernación y administración del Estado, devolviendo a los españoles el ejercicio de sus derechos políticos habría obrado contra las ideas generales de sus consejeros y de sus súbditos. Y aún así estuvo muy lejos de ser Felipe V un déspota como Luis XIV; y era que el nieto tenía otros sentimientos de justicia, otras intenciones patrióticas, otro amor a su pueblo, otras virtudes privadas, otra moralidad que su abuelo. Y si Felipe de Anjou no reconoció como Guillermo de Holanda los privilegios del pueblo que le había llamado, tampoco tomó de su abuelo el tiránico despotismo, y solo adoptó aquel absolutismo ilustrado, cuya ilustración había de servir de base a las futuras libertades políticas.
Hubiéramos querido que no arrebatara a una parte del pueblo español lo que sus antecesores no habían podido arrancarle. Pero recordemos que fue en castigo de una rebelión armada, injustificable a sus ojos, e injusta también a los ojos de todo el resto de la nación. ¿Habría Felipe V atentado a los fueros de Aragón y Cataluña, si estas provincias no se hubieran levantado para arrancar la corona de sus sienes y ceñir con ella las de otro monarca? Nos inclinamos a pensar que no, considerado el carácter y las prendas personales de Felipe, y lo evidente es que no se hallan indicios de que hubiera pensado en la pena hasta después de consumado el delito. Verificada y vencida la rebelión, y supuesta la necesidad de un castigo, hubiera sido una notoria injusticia real dejar a los pueblos rebeldes en mejores condiciones políticas que los leales y fieles castellanos que tan heroicos sacrificios habían hecho por conservarle el cetro, y con cuyo auxilio sofocó las insurrecciones aragonesa y catalana. O era menester premiar la lealtad castellana, dotando a Castilla de instituciones políticas y civiles más amplias y privilegiadas que las de Aragón, y esto ni lo alcanzaba entonces el rey, ni lo reclamaba a la sazón el pueblo, o de lo contrario, si el crimen político no había de gozar de impunidad política, era necesario imponer privaciones de derechos políticos a los que políticamente habían delinquido. Y dado el merecimiento de una pena, no podía un soberano ofendido y vencedor imponerla con formas más suaves y templadas que las que empleó Felipe V con los valencianos y aragoneses. «Siendo mi voluntad, decía, que estos fueros y privilegios se reduzcan a las leyes de Castilla, y al uso, práctica y forma de gobierno que se tiene y ha tenido en ella y en sus tribunales, sin diferencia alguna en nada…» De manera que más parecía Alfonso X uniformando la legislación política y civil de su reino, que Felipe II aterrando con patíbulos, arrasando casas y encendiendo hogueras para abolir fueros: Felipe V no ahorcó ningún Lanuza, ni quemó en estatua ningún ministro como Antonio Pérez.
Los catalanes no se levantaron esta vez, como otras, en defensa y vindicación de sus fueros hollados o lastimados, porque Felipe V no había atentado contra ellos como Felipe IV, ni las cortes de Barcelona de 1702 quedaron agraviadas del monarca como las de 1626, ni ahora como entonces tuvieron los catalanes un conde-duque que los escarneciera, ni un marqués de los Balbases que los atropellara. Por eso ni hemos podido justificar ni podemos considerar la rebelión del Principado del siglo XVIII, como la revolución de Cataluña del siglo XVII. ¿Podían prometerse con razón y con justicia los proclamadores de Carlos III de Austria, los que por más de trece años derramaron en su holocausto tanta sangre suya y tanta sangre castellana, y maravillaron al mundo con la heroica y sangrienta defensa de Barcelona, que vencidos y domeñados por Felipe V de Borbón, para ellos nunca más que simple duque de Anjou, habían de ser respetados sus fueros populares por el mismo a quien tan obstinadamente habían negado los fueros de monarca?
Que pugnaran por el mantenimiento de sus privilegios y libertades, que murieran asidos al asta de la bandera de sus constituciones, nada más loable, nada más digno de un pueblo valeroso y libre, nada más honroso para los esforzados hijos de los Berengueres, de los Jaimes y de los Alfonsos. Que bramaran de ira al verse abandonados por los ingleses y por la soberana de Inglaterra, que habían estipulado solemnemente en Utrecht interceder por la conservación de los fueros de los catalanes, propio era de pechos nobles, de gente guardadora de palabra, y justa la indignación de quienes no sufrían que plenipotenciarios y testas coronadas faltaran a sus empeños y a su fe. Todo les asistía, menos el derecho a esperar que el monarca ofendido les pagara el agravio con mercedes. Aun como merced y favor y como asimilación beneficiosa al gobierno y las leyes de Castilla quiso disfrazar Felipe la más sensible de las expiaciones que imponía al pueblo catalán. Quiso encubrir la pena con cierto velo de templanza, y la envolvió en un manto de hipocresía.
Si la unidad política, civil y administrativa es una condición de los grupos sociales que llamamos naciones, y condición más necesaria en las monarquías, este elemento de los pueblos monárquicos recibió casi un total complemento en España al advenimiento de la dinastía borbónica. La unidad política era indispensable, y había de venir necesariamente. El destino de España era ser la monarquía española, no la agregación de los reinos de Castilla, de Aragón y de Navarra. La unidad bajo un cetro se había realizado; hacíase esperar la unidad bajo la ley política. Sensible es que esta unidad no se verificara dotando de instituciones más amplias, así a los pueblos que aún mantenían una parte de las que antes gozaron, como a los que habían tenido la desgracia de perderlas del todo. Las ideas del tiempo no consentían entonces este bien, y sucesos lamentables vinieron a apresurar la unidad nacional en opuesto sentido. Era el resultado inevitable de las opiniones y de las costumbres que dominaban todavía en la época. En todas partes, a excepción de Inglaterra, se consolidaban las monarquías absolutas, y se consideraba como una providencia el poder real. Y sin embargo, cuando las trasformaciones sociales, resultado lógico de los progresos de la civilización, vengan a aconsejar el que se otorguen a los pueblos instituciones más libres, será una ventaja encontrar ya establecida una unidad política, para que todos reciban sin queja y como un beneficio común las libertades que sean comunes a todos.
II
La política de Felipe V en lo exterior, durante la guerra de sucesión, fue sencilla y una; después hubo de variar según las diversas fases y vicisitudes que presentaban las guerras, los tratados, las relaciones de las potencias europeas entre sí durante su largo reinado; y varió también según las influencias de que se dejó dominar dentro de su propia cámara.
A nadie pudo sorprender la guerra de sucesión desde que se supo la aceptación del testamento de Carlos II por Luis XIV. Ni este monarca podía engañar por mucho tiempo a las naciones que logró atraer en un principio, ni obró con el tacto y la cordura que eran de esperar de su grande experiencia para conservarlas o adictas o neutrales, y no tornarlas en enemigas y contrarias. ¡Cosa digna de reparo! En la lucha gigantesca de la sucesión española el anciano monarca francés, veterano en armas, práctico en las guerras, versado en las artes diplomáticas, cometió muchas imprudencias, que le acarrearon gravísimos compromisos, y se condujo en ocasiones como un joven arrebatado, o como un mancebo inexperto. El joven monarca español, corto en años, no educado en campamentos, y nuevo en el arte de gobernar, condújose desde el principio hasta el fin de la guerra con la sensatez de un varón experto, con el valor de un hombre avezado a lides, y con el juicio de un príncipe maduro: no cometió ligerezas, y más de una vez el nieto, tratado como un educando, dio lecciones de dignidad y de tesón al abuelo, su mentor y pedadogo.
El monarca francés con sus cartas patentes solivió todas las potencias; con la invasión en los Países Bajos alarmó y se enajenó la Holanda; con la protección al caballero de San Jorge, que así llamaban al hijo de Jacobo II, irritó a Inglaterra y sublevó contra Francia la nacionalidad del pueblo inglés; prestándose a los planes de los duques de Borgoña, de la Maintenon y de Chamillard, fue causa de la pérdida de Flandes, de los desastres de Nápoles, y faltó poco para que se perdiera España; y cuando aquellos errores le obligaron a entablar negociaciones de paz, se sometía a condiciones humillantes y vergonzosas, que se hubieran realizado a no rechazarlas Felipe de España con indignación y entereza, volviendo por la honra de su reino, de la nación francesa y del nombre de Borbón. Felipe, sin ninguna de aquellas imprudencias o de aquellas debilidades, hizo siempre un papel noble; como político, no cuidó de penetrar en las combinaciones secretas de los gabinetes; limitose, e hizo bien, a defender su reino, y es menester convenir en que lo hizo con un valor heroico. Esforzado en los combates casi hasta la temeridad, modesto en el triunfo, resignado y magnánimo en los reveses, era entonces, dice un escritor ni español ni francés, un príncipe casi perfecto.
De indolente le acusan los mismos que le apellidan el Animoso. Distingan por lo menos de tiempos. Guarden el primer dictado para aplicársele en ocasiones después de la guerra de sucesión. Mas no le nieguen el segundo durante aquella lucha. ¿Pudo dar más pruebas de animoso que salir por siete veces de propia voluntad a pelear a la cabeza de su ejército, en Milán, en Portugal, en Castilla, en Extremadura, en Aragón y en Cataluña; que responder, cuando le preguntaban qué puesto debía ocupar el rey en las batallas: El primero, como en todas partes; y que subir por la montaña de Monjuich erizada de cañones enemigos, diciendo: ¡Donde suben los soldados a hacer el servicio, bien puede también subir el rey!
Menester es confesar también que si Felipe V desplegó en la guerra toda la energía de un joven, a quien le iba en el triunfo la conservación de un gran reino, Luis XIV mostró una actividad y un vigor que fueron para maravillar en sus muchos años. Aquel monarca, que había revelado a la Francia el secreto de su fuerza, que le había enseñado que podía pelear sola contra toda la Europa confederada, que había sabido poner sobre las armas ochocientos mil soldados, y hacer cruzar por los mares ciento noventa y ocho navíos franceses de sesenta cañones, todavía en sus últimos años, cuando la Providencia había enviado sobre la Francia la penuria más espantosa y horrible, en el calamitoso invierno de 1709, encontró cinco grandes ejércitos que enviar a Flandes, a Alemania, al Delfinado, al Rosellón y a Cataluña, y cinco generales que hicieran el prodigio de sostener el honor de las armas francesas, sin dinero, sin pagas, sin almacenes, sin vestido, sin pan, sin cebada, sin avena, sin forraje, sin mantenimiento para soldados y caballos, al frente de cinco más numerosos ejércitos enemigos, de todo abastecidos con abundancia y holgura. Verdad es que desde dos tronos, casi a un tiempo, la ancianidad y la juventud enseñaban a los pueblos a hacer sacrificios con ejemplos personales de real desprendimiento. El viejo y ostentoso rey de Francia enviaba su vajilla a la casa de la moneda; y la joven y modesta reina de España María Luisa de Saboya ofreció en caso semejante sus joyas y dinero a los españoles para levantar y mantener soldados y hacer frente al enemigo.
Pero también es verdad que jamás pueblo alguno correspondió a un real ejemplo con más largueza, ni respondió al llamamiento de sus soberanos con más generosidad que respondieron Francia y España a la voz de sus reyes en la guerra de los trece años. Al fin la Francia, aunque accidentalmente pobre, tenía restos que sacrificar de su reciente grandeza: España, pobre de más de un siglo, tenía que crear los recursos de que había de hacer sacrificio. Al fin la Francia era una gran familia que obedecía entera y compacta a un padre anciano y severo a quien había hecho hábito de respetar: la España era una familia desacorde, de la cual una parte había buscado un soberano más de su gusto, la otra solamente seguía por amor la voz de un monarca joven, venido de fuera y a quien acababa de conocer. Al fin la Francia se ofrecía en holocausto a un monarca que le había dado medio siglo de glorias; la España se ofrecía en sacrificio a un príncipe en quien no registraba antecedentes, y en quien solo columbraba esperanzas. Por eso no hay palabras que basten a ensalzar los heroicos y espontáneos esfuerzos con que los pueblos de la corona de Castilla, saliendo como milagrosamente de su abatimiento, y sacudiendo el marasmo en que yacían, todas las clases a competencia ofrecieron sus haberes, buscaron recursos, improvisaron ejércitos, vistieron hombres, dieron caballos, aprontaron armas, construyeron naves, lucharon con ardor contra toda la Europa coligada, contra ejércitos extranjeros y nacionales apoderados ya de su suelo, siempre leales, siempre vigorosos, constantes siempre, fatigados nunca y nunca desalentados, hasta dejar firmemente asegurado el cetro español en las manos de Felipe V y de sus sucesores. Felipe V fue el primero, pero no el único Borbón por quien han vertido abundantemente su sangre los españoles y dado al mundo testimonios de amor y de heroísmo. Nunca los Borbones corresponderán con exceso a tanto heroísmo y a tanto amor.
Felipe V, dicho sea con verdad y en merecida loa suya, no les fue ingrato. Pudiendo escoger entre las coronas de Francia y España, optó sin vacilar por la española; juró morir entre sus españoles, y lo cumplió; Luis XIV dijo al despedirle: Ya no hay Pirineos; y él dijo a poco de venir: Habrá Pirineos, y los hubo. Felipe se hizo español; no necesitó más para hacerse grato a los españoles. ¿Extrañaremos que siendo francés, y necesitando del soberano y de la nación francesa hasta para poder ser español, respetara y mantuviera por algún tiempo las influencias francesas, en los consejos, en el gabinete y en los campamentos? ¿Debe maravillarnos que aún en el retiro le tentaran y asaltaran reminiscencias de su patria, a las cuales sin embargo resistió, no obstante los halagos con que le brindaban? Felipe V solo obró como francés en la alteración de la ley de sucesión a la corona de España; antojo tan injustificable como incomprensible en quien debía el trono español a la ley antigua.
Era muy diferente la situación de Francia y la de España en este tiempo, como lo era la de sus soberanos. Francia con su anciano monarca vivía del impulso de los tiempos anteriores; España con su joven soberano renacía de sus ruinas pasadas. Luis XIV era un gran planeta que después de haber alumbrado al mundo despedía ya solamente aquella luz del crepúsculo que anuncia la proximidad al ocaso; Felipe V era un astro de menos disco y destinado a girar en órbita más estrecha, pero que asomaba entonces al Oriente. Luis XIV había visto ya desaparecer los grandes hombres que heredó de las anteriores revoluciones; y de los buenos generales que aún le quedaban, Villars, Buflers, Harcourt, Crequi, Berwick, Villeroy, Noailles, Vendôme, vio desgraciarse y perecer los mejores; Felipe V no heredó los hombres que le sirvieron, y los generales españoles, Aguilar, Valdecañas, Lede, Montemar, Gages, Castelar, Navarro, nacieron sin conocer antecesores a quienes imitar. La una era una nación que decaía con grandeza; la otra era una nación que renacía con dignidad.
Comprendemos bien la conjuración de Europa contra Francia y España en la guerra de sucesión. Eran precisamente las dos potencias que habían aspirado al predominio universal, la una en el siglo XVI, la otra en el siglo XVII; y alarmada ya antes con Luis XIV, que parecía haberse erigido el Carlos V y el Felipe II de su tiempo, no podía mirar sin sobresalto ni consentir con tranquilidad la unión formidable de dos naciones que representaban la grandeza presente y la grandeza pasada.
No se comprende tanto la rebelión obstinada y tenaz de provincias españolas contra Felipe de Anjou y en favor de Carlos de Austria, en pugna también con la mayoría de la nación. Solo en parte y diminutamente puede explicarse por la influencia que en el espíritu de aquellos pueblos ejerciera la memoria y el hábito de dos siglos de enemistad con Francia, y de dos siglos de obediencia a príncipes de la casa de Austria. Por lo demás ni Aragón podía conservar gratos recuerdos de Felipe II, ni Cataluña los podía tener agradables de Felipe IV, soberanos ambos de aquella familia. Lo que a nuestros ojos puede disculpar aquel levantamiento y aquella resistencia es la convicción que de buena fe unos y por arte de intriga otros llegaron a formar en los ánimos de aquellas gentes de que asistía mejor derecho a la corona de España al príncipe austriaco que al duque de Anjou. Y una vez persuadidas aquellas provincias de que sostenían una causa justa, la defendieron con todo el ardor, con toda la valentía, con toda la perseverancia que es de antiguo proverbial en aragoneses y catalanes. Fuerza es confesar que fueron unos heroicos rebeldes, especialmente estos últimos.
La paz de Utrecht, más bien que un tratado de paz general, fue una colección de tratados particulares, o más bien de contratos mercantiles entre naciones, puesto que casi todo se estipuló y ajustó por tarifas, y los plenipotenciarios parecían representantes de grandes casas de comercio encargados de hacer transacciones para repartirse las ganancias del mercado del mundo. Hiciéronse distribuciones de territorios, pero no se hizo nada en favor de los pueblos; nada se consagró a sus derechos e instituciones; todo se sacrificó a la riqueza y al engrandecimiento material. En aquella nueva distribución de Europa, para conservar el equilibrio se agregaron posesiones a los estados pequeños a fin de tener más en respeto a los grandes entre sí. En el repartimiento salió la más aventajada la Inglaterra, que quedó árbitra del continente, dueña del comercio marítimo, aseguró la sucesión de la línea protestante, estrechó los límites de la Francia, y logró la separación de las coronas de Francia y España. También era la que había dirigido la guerra y la paz. Francia hizo cesiones importantes, pero dejó sentada en el trono de España su familia real. España, quedando sin la Flandes, sin Sicilia, sin Nápoles y sin Cerdeña, fue borrada de la lista de las potencias de primer orden; pero se rejuveneció en lo interior, y conservó su rey y su nacionalidad, aunque amenazada por Inglaterra con las cadenas de Gibraltar y Mahón. Se engrandeció la Saboya para equilibrarla a sus vecinos. Holanda se aseguró con un recinto de fortalezas, pero decayó en poder, se encontró dependiente de Inglaterra por enlaces y alianzas de familia, y conoció lo que en la guerra y en la paz perdía en mezclarse en las cuestiones de las grandes potencias europeas. Y por último en los tratados de Utrecht, con ser tantos, quedó sin decidir la cuestión de sucesión entre Austria y España, objeto de treinta años de intrigas y de trece de guerra. El emperador todavía no quiso renunciar a la sucesión española, ni al estéril y vanidoso placer de seguir titulándose rey de España.
III
Desde la paz de Utrecht es otra la política de Felipe V; ni tan digna, ni tan patriótica, ni tan noble. Cambia la escena totalmente, y se coloca España en situación bien diversa con otras naciones. La causa de esta mudanza no es una sola; son varias que se suceden tan rápidamente, que casi se alcanzan y se agolpan. La muerte de la reina María Luisa, la venida de Isabel Farnesio, la marcha de la princesa de los Ursinos, el fallecimiento de Luis XIV, la regencia del duque de Orleans, la muerte de Ana de Inglaterra, la privanza de Alberoni. Cada una de ellas habría bastado para dar otro giro a la política española; fortuna fue que ninguna viniera sino después de asegurada la corona en las sienes de Felipe.
La muerte prematura de la joven María Luisa de Saboya fue un verdadero infortunio para España, y una verdadera desgracia para el rey. España perdió una gran reina, los pueblos una madre solícita, el rey una buena esposa, una compañera dulce, una consejera prudente. Desde Isabel la Católica, la figura más digna y más interesante que encontramos en España es María Luisa de Saboya. No sabemos lo que habría llegado a ser en la tierra, si Dios no hubiera querido llevarla al cielo en edad tan temprana. Luis XIV la admiró muchas veces; algunos años antes habría tenido hasta envidia de su nieto. No lo extrañamos; aquella reina niña asombró a fuerza de discreción al viejo y desconfiado monarca. «No consejos, le decía Luis, sino elogios tengo que daros siempre.» Con razón lloró su falta Felipe como esposo y como rey.
Su temperamento y su moral le hacían necesaria una esposa; su carácter le hacía necesaria una reina. Fácil era el reemplazo en el tálamo; muy difícil en el trono. Sin embargo, Isabel Farnesio de Parma no ejerció menos influencia ni tomó menos predominio en el ánimo del rey que María Luisa de Saboya. Fue sin duda una deplorable flaqueza de Felipe V haberse dejado dominar igualmente de la una que de la otra mujer, y haber seguido tan ciegamente la política interesada y personal de la una como los patrióticos y desinteresados consejos de la otra. Tanto, que no sin alguna razón suelen dividir los políticos el reinado de Felipe en dos períodos compartidos por los dos matrimonios. Pero esta flaqueza, funesta como fue, tuvo su parte de mérito y de virtud. Vamos a hacer una observación, que no hemos visto hecha por otro, y que nos cumple hacer como españoles. En tanto que los Borbones de Francia, Luis XIV y Luis XV, corrompían la corte con su ejemplo, y escandalizaban el reino con sus vicios, entregados a mancebas y queridas; en tanto que se veía a un Bossuet ocupado en reconciliar a Luis XIV con madama de Montespan, a la Maintenon casi asociada al trono de Luis el Grande, a éste declarar por instigación de aquella dama hábiles para suceder en el trono francés a sus hijos adulterinos; en tanto que se veía la disipación y el libertinaje sentados con el duque de Orleans en el sillón de la regencia, y a Luis XV degradando el trono y la nación sometidos a sus liviandades y a los caprichos de la Pompadour y de la Dubarry; los primeros Borbones de España, Felipe V y Fernando VI, se guiaban por la influencia y la política, saludable o funesta, de Luisa de Saboya, de Isabel Farnesio y de Bárbara de Braganza, todas esposas legítimas, ninguna favorita, que reyes y reinas eran modelo de fidelidad conyugal. Diferencia era esta que trascendía, como acontece siempre, a las costumbres públicas de cada corte y de cada reino. Allá corrían desenfrenadas, y acá se iban morigerando. Débiles unos y otros soberanos en cuanto a dejarse dominar de mujeres, por lo menos la de los Borbones de España, era una debilidad decorosa.
La misma princesa de los Ursinos, única favorita y privada de los reyes españoles de aquel tiempo, estuvo muy lejos de ser una Montespan, ni una Maintenon, y mucho menos una Pompadour. Aún más querida de la virtuosa María Luisa que del mismo Felipe V, y confidente de ambos, nadie, mientras vivió la reina, se atrevió a decir de esta confianza y de esta intimidad cosa que ofendiera o lastimara, ni la moralidad, ni el decoro, ni la dignidad de la regia cámara. En la corta viudedad del rey, cuando Felipe pareció más entregado a la influencia de la princesa, solo vagamente se indicó que pasó por su pensamiento la idea de elevarla hasta el tálamo y el trono regio; y esto, añaden, por temperamento y por conciencia. Pero ella misma se encargó de desvanecer este pensamiento, si existió, buscando una nueva esposa para el rey. No debió pues la de los Ursinos la elevada posición política que alcanzó a los encantos y a las flaquezas de mujer; debiósela a su gran talento, a su ilustración y a su habilidad y destreza. A la dulzura y al atractivo de su sexo unía las dotes de un gran ministro. Con tanta disposición para el gobierno de un estado como Cristina de Suecia y como Isabel de Inglaterra, les llevó la ventaja de haberse labrado ella misma su posición. Extranjera, y enviada por un rey extranjero, obró casi siempre en interés de España y como si fuese española. Tal vez por consagrarse demasiado a los intereses de los reyes de Castilla y mantenerlos en una digna independencia, disgustó a Luis XIV que la había traído a su lado. Luis la hizo salir varias veces de España, y siempre la ilustre proscripta volvía más favorecida y recomendada del mismo que la había desterrado. Tenía el arte de desbaratar todas las intrigas y conjuraciones que contra ella se formaban, y de persuadir lo que quería al soberano más sagaz, más político y más suspicaz de su tiempo. Cuando fue a Versalles, no podía ser mayor el enojo que contra ella tenía Luis XIV. A muy poco tiempo Luis XIV era un apasionado ciego de la princesa de los Ursinos: no había para él criatura en el mundo de más mérito, de más virtud y de mejor consejo, y la volvió a enviar a España poco menos que con diploma de directora exclusiva de los reyes, y con recomendación para que fuese recibida y tratada casi con honores de reina. En sus muchas luchas con embajadores, ministros y príncipes, todos sucumbían ante la superior inteligencia y extraordinario genio de esta mujer singular.
Isabel Farnesio, apenas puso el pié en territorio español, arrojó de España con grosera brusquedad a la princesa de los Ursinos, y Felipe V mostrándose indiferente y glacialmente impasible a aquel primer rasgo de rudo e incivil despotismo de su segunda mujer, pagó con injustificable ingratitud los largos servicios de su antigua confidente, y antes de conocer personalmente a su nueva consorte se confesaba apocadamente sometido a todos los caprichos de su orgullo. En efecto, desde aquel momento la influencia y la política de Isabel de Parma y del abate Alberoni, su compatricio, reemplazan en el corazón del rey y en la marcha del gobierno la influencia y la política de Luisa de Saboya y de la princesa de los Ursinos. Ni a la reina ni al abate faltaban ingenio, viveza, travesura, audacia, tesón y flexibilidad a un tiempo. Ambiciosos ambos, en sus proyectos no dejaba de haber atrevimiento y grandeza: pensamientos que parecían tan elevados que asombraba mirar a la cúspide, mas si se bajaban los ojos a su base hallábaselos cimentados sobre el interés personal o de familia. Lo patriótico, lo nacional no se encontraba. Tras la misteriosa expedición a Cerdeña se ve el capelo de Alberoni; tras la asombrosa empresa de Sicilia se ve el patrimonio de los hijos de Isabel.
Alberoni pareció haberse propuesto ser el Richelieu de España, ya que no pudiera ser el Cisneros. Negarle gran capacidad sería una gran injusticia. Tampoco puede desconocerse que reanimó y regeneró la España, levantándola a un grado de esplendor y de grandeza en que nunca se había vuelto a ver desde los mejores tiempos de Felipe II. La muerte de Luis XIV había dejado a Felipe V en aptitud de seguir una política más independiente y más libre, y a Alberoni en franquía de dirigirla a su gusto. Este hombre, que había llevado en su cabeza el bonete de sacristán y tuvo habilidad para ceñir la corona de conde, la mitra de arzobispo y el birrete de cardenal, que engañaba reyes para ganar al papa, y engañaba al papa para ganar el capelo, parecía poseer el arte mágico de crear recursos, de improvisar ejércitos y de producir escuadras. Flotas formidables se veían brotar como por encanto de los puertos españoles y surcar los mares. La conquista de Cerdeña sorprendió a Europa; la de Sicilia la asombró y asustó. Todas las naciones europeas se conmueven y agitan a la voz del clérigo italiano, ministro sin título de Felipe V; porque el antiguo campanero de Plasencia aspira nada menos que a dar un rey de su gusto a Italia, otro a Polonia, otro a Francia y otro a Inglaterra; revuelve el Norte, el Mediodía y el Occidente; intenta arrojar al gran Carlos XII de Suecia, y a Pedro el Grande de Rusia, contra Jorge I de Inglaterra; agita imperios y repúblicas; intriga con turcos y cristianos, con católicos y protestantes, y hace a España sostener sola una guerra contra cuatro grandes potencias como en los tiempos de Carlos V y de Felipe II.
¿Cuál fue el móvil de esta política turbulenta, cuál el resultado de este galvanismo en que ha hecho entrar a España el purpurado agitador? El móvil de tan gigantescas empresas, de tan eléctrico y general sacudimiento es la ambición personal de una mujer, halagada por un favorito a cuya imaginación viene estrecho un reino solo; es el afán de Isabel Farnesio por hacer en Italia un patrimonio para sus hijos. El resultado fue provocar una guerra de cuatro poderosas naciones contra España; el pabellón español tremoló con orgullo en Sicilia como en los tiempos de Alfonso el Magnánimo y de Fernando el Católico; pero nuestras naves fueron destruidas en las aguas de Siracusa; la expedición naval contra Escocia sufrió un desastre semejante al de la invencible armada de Felipe II; una flota inglesa se apoderaba de Vigo y quemaba su arsenal y almacenes; Francia, nuestra amiga pocos años antes, trocada en enemiga por Alberoni, nos arrebataba por un lado a Fuenterrabía, San Sebastián y Santoña, y por otro nos tomaba a Urgel y apretaba a Rosas. Quiso Alberoni galvanizar al rey como había galvanizado a la nación, y sacole por última vez a campaña. Pero Felipe V supo la pérdida de Fuenterrabía, y el Animoso de otros tiempos se volvió melancólico a Madrid, y enojado con Alberoni, que había engrandecido a España y perdía el reino. Y sin embargo, para resolverse a decretar su caída fue menester que la cuádruple alianza se lo exigiera como condición de la paz. La voz de cuatro grandes naciones dijo al mundo que la guerra o la paz de Europa dependía de que un clérigo sin carácter de ministro saliera de España, o continuara en el palacio de sus reyes. De esta manera la caída de Alberoni fue aún más notable que su encumbramiento. Entonces el rey le despidió secamente, y la misma a quien había hecho reina se negó a darle una audiencia. Esto a nadie sorprendió: el último capítulo de la historia de los favoritos es casi siempre el mismo.
La salida de Alberoni produce otro cambio en la política española. Felipe se adhiere a la cuádruple alianza, y se hace amigo de Francia e Inglaterra; mas todo lo que pudo sacar de esta amistad y del congreso de Cambray, fue que Austria reconociera el derecho de sucesión de los hijos de Isabel Farnesio a los ducados de Parma y Plasencia, y tres desdichados contratos matrimoniales; el del infante don Carlos, hijo de Isabel, con una hija del de Orleans, fue el menos desgraciado, porque no se verificó; una hija de los monarcas españoles fue enviada a Francia a ser esposa de Luis XV para pasar después por la ignominia de que se la devolvieran soltera a sus padres; y la princesa de Montpensier que vino a desposarse con Luis, príncipe de Asturias entonces, y rey de España luego, valiera más que se hubiera quedado allá que no que viniera a ser con sus ligerezas el tormento de su joven esposo, y el escándalo y la murmuración de la corte española. El jesuita Daubenton, confesor de Felipe, negociador de estos desventurados matrimonios, no había sido más feliz como consejero de alianzas políticas que como confeccionador de enlaces conyugales.
En poco tiempo desaparecen del mundo los principales personajes de la nación francesa que más han influido en la política y en la suerte de España, Luis el Grande, el regente Orleans, el cardenal Dubois. Dos palabras sobre estos ilustres contemporáneos del primer Borbón español y de sus confidentes y consejeros.
Aquel Luis XIV que había dado tanta grandeza y tantas glorias a la Francia, aquel soberano que se había visto aplaudido de su pueblo hasta cuando se presentaba en el ejército entre una esposa y dos queridas, aquel dominador absoluto a quien la nación había perdonado su despotismo de rey y sus vicios de hombre en gracia de sus triunfos de conquistador y de los laureles con que había orlado las frentes de las ilustraciones literarias, acabó sus días aborrecido de aquel mismo pueblo y abandonado de todos, hasta de la misma Maintenon que se retiró a Saint-Cyr dejándole en el lecho del dolor entregado a manos mercenarias; en Roma le negaron las exequias, y el pueblo de París ultrajó su nombre y su tumba, e insultó su féretro, levantando tiendas en que bebía y se regocijaba como en una fiesta popular. Obró impresionado por los últimos infortunios del reino y por las últimas flaquezas del rey; y como Luis había concentrado en su persona todo el poder y toda la autoridad sin querer compartirla con nadie, el pueblo en su disgusto concentró y descargó todo su enojo contra él, porque no halló otro con quien compartirle y desahogarle. Luis quiso el gobierno de uno solo, y sufrió él solo toda la odiosidad de su gobierno. Lección grande para los príncipes absolutos.
Quedó Felipe, duque de Orleans, rigiendo el reino y protegiendo la cuna del niño Luis XV rodeada de catafalcos. El parlamento protestó contra la inmoralidad del último monarca anulando su testamento y despojando del derecho de príncipes de la sangre a los bastardos legitimados. Providencia justa, pero con la cual enseñó a la nación a desobedecer la última voluntad de los reyes, y la preparó a otras desobediencias. El pueblo francés creyó hallar más moralidad en la regencia, y vio que sobre la corrupción antigua se respiraba el aire infestado de una corrupción nueva, en medio de cuya atmósfera crecía raquíticamente el que había de ser su rey. El duque de Orleans fue recibido con aplauso, y en efecto, debía a la naturaleza cualidades muy apreciables: pero se entregó descaradamente a la licencia, e hizo gala de vivir como un libertino. Así no es extraño que cuando Alberoni conspiró contra el regente para dar la regencia al rey de España, los Estados generales se ofrecieran a Felipe V y le aseguraran las simpatías del ejército, del pueblo y de la nobleza de Francia, y la conjuración española habría acabado por derribar al de Orleans a no haber sido descubierta por las imprudencias de Cellamare. A ejemplo del regente se introdujo en la sociedad francesa un desarreglo sistematizado, y la disolución se hizo de moda. Aquel príncipe licencioso, que había aspirado a suplantar a Felipe V en el trono de San Fernando y a Luis XV en el de San Luis, murió de repente en los brazos de una mujer, dejando a la Francia una deuda de cuatro mil millones, y a Voltaire y Montesquieu preparando con sus escritos un cambio en las ideas, en la religión y en las leyes.
Había sido el de Orleans educado por el abate Dubois, que le había enseñado a considerar la religión como una invención humana y la moral como una preocupación del vulgo. Aquel mal eclesiástico, cómplice de sus desórdenes, y a quien hizo su primer ministro, hijo de padres poco menos humildes que los de Alberoni, fue también, como éste, arzobispo y cardenal, y además príncipe del imperio. Aquel indigno sucesor del gran Fenelón llegó a acumular tantos empleos y pensiones, que le producían una renta de millón y medio de francos. Ya que hemos sido severos con el ministro de Felipe V por la manera como negoció la púrpura, justo es decir que el ministro de la regencia hizo gastar a la Francia muchos millones para obtener el capelo, y al decir de un erudito escritor, el papa que se le otorgó debió arrojarle del santuario. Dubois conspiró a su vez contra Alberoni. Aquel corrompido purpurado murió dejando una inmensa fortuna, que acumuló a expensas del Estado.
Al de Orleans sucedió en el primer ministerio del desgraciado Luis XV su mortal enemigo el duque de Borbón, de menos talento y de no más puras costumbres que su antecesor. Favoritos y mujeres constituían su corte, y madama de Prie, que era la que más le dominaba, dícese que se le había entregado por motivos menos nobles todavía que el amor y que la ambición. Este ministro fue el que calculando sobre la probabilidad de la corta vida de su monarca Luis XV, y a fin de que no pasara la sucesión a la familia de Orleans que aborrecía, envió a Madrid al mariscal de Tessé a convidar a Felipe V con la corona de Francia que suponía pronto vacante, no obstante las renuncias solemnes. El embajador francés encontró a Felipe entregado al servicio de Dios y dedicado a la oración y al retiro en el templo de San Ildefonso, después de haber renunciado la corona de España. ¡Qué contraste de costumbres!
IV
¡Cuán diversos juicios se han hecho sobre la abdicación de Felipe V y su retiro en las soledades de la Granja! Para unos fue un acto de refinada hipocresía, un cálculo político, un medio disimulado de habilitarse para otro trono más poderoso que el que renunciaba. Para otros fue un rasgo sublime de abnegación y humildad cristiana, una vocación apostólica, un golpe de gracia eficaz que le movió a desprenderse de las grandezas de la tierra para pensar exclusivamente en ganar el cielo.
No nos maravillan versiones tan encontradas, porque sobre ser difícil penetrar los pensamientos y las intenciones de los hombres, la abdicación de Felipe V sorprendió a todos por las circunstancias de la época, del reino y de la persona, porque no se parecía ni a la de Alfonso IV de León, ni a la de Amadeo I de Saboya, ni a la de Cristina de Suecia, ni a la de Augusto de Polonia, ni a la del mismo Carlos V de Austria y I de España. Seguro estaba Felipe V en el trono; hallábase en la mejor edad para manejar el cetro; con el amor del pueblo contaba. ¿Qué le pudo inducir a trocar voluntariamente el brillo del solio por el silencio de la soledad, el fausto de la corte por la modestia del retiro, los salones del palacio por el coro de San Ildefonso? ¿No eran causas bastante naturales, sin dar tortura al discurso para buscar otras, el cansancio de tantas contrariedades, la fatiga de un reinar siempre intranquilo, las enfermedades que habían trabajado su cuerpo, cierta tendencia al misticismo, y sobre todo la honda melancolía que de muchos años antes se había ido apoderando de su ánimo? ¿Sería sincera la abdicación? Si alguna duda abrigáramos de su sinceridad, nos la desvanecería el verle más adelante, después de haber vuelto a tomar la corona, acometido de la misma tentación de abdicar y volverse a su predilecto retiro de Valsaín, insistir una y otra vez en el propio pensamiento, escribirle con resolución de solemnizarle, intentar hasta la fuga clandestina de palacio para restituirse a su querida Granja, a su templo y a sus oraciones. Tanta insistencia posterior disipa toda sospecha de falta de sinceridad en su resolución primera.
Cosa es también que no puede fundadamente contradecirse, que brindado repetidamente y con empeño el duque de Borbón y el embajador Tessé a que se declarara heredero del trono de Francia, entre otras dignas respuestas dio siempre la de que apreciaba más la corona de la gloria en el cielo que todas las coronas de la tierra, dando gracias a Dios de que le hubiera permitido descargarse del peso de una que había llevado.
También nosotros confesamos que Felipe en el retiro ni estuvo apartado de los negocios del gobierno, ni dejó de intervenir en la política del Estado, antes bien la corte de Madrid no obraba sino por las inspiraciones de la de la Granja, ni los ministros de Luis I ejecutaban nada sin la consulta y sin la venia de los solitarios de Valsaín. Esta conducta de Felipe, junto con haber vuelto a empuñar el cetro tan pronto como murió su hijo a quien le había trasmitido, es sin duda lo que a muchos persuadió entonces y hace sospechar aun ahora, de que en la renuncia hubiese más de designio político que de desprendimiento y abnegación, y los induce a buscar el móvil oculto, el quid ignotum de aquel acto extraordinario, sin encontrar explicación que a ellos mismos satisfaga. ¿A qué atormentarse en inventar arcanos, en crear enigmas, y en forjar misterios de lo que puede resolverse por la lógica sencilla de los afectos humanos? ¿Tan peregrino era este manejo que no tuviera ejemplar en los anales de los príncipes dimisionarios dentro de nuestra misma España? Como tipo de las pocas abdicaciones sinceras se ha citado siempre la del emperador Carlos V; y sin embargo, el solitario de Yuste no dejó de seguir una correspondencia viva sobre negocios públicos con el rey de España su hijo, con su hija la gobernadora del reino, con los príncipes y ministros de otras naciones, y de intervenir en las negociaciones diplomáticas, en las paces y en las guerras, y apenas se resolvía nada sin su consulta y beneplácito, y mandaba y decidía muchas veces como emperador y como rey. No hacía más el solitario de San Ildefonso. Si Felipe II hubiera muerto viviendo su padre, como Luis I, ¿quién sabe si el cenobita del monasterio de Yuste habría vuelto a ceñir la corona, como el anacoreta de la colegiata de la Granja?
No olvidemos tampoco que Felipe de Borbón no estuvo solo en la soledad. Acompañábale, o por virtud o por cálculo, la reina Isabel Farnesio, que dominaba su corazón y su voluntad, no desnuda como él de ambición, ni desapegada como él al mando, madre de hijos para quienes soñaba tronos, y que si una vez no había sido bastante fuerte para contrariar y detener un acceso de misantropía de su marido, no era mujer que renunciase a la idea ni desaprovechase ocasión de volver a ocupar el solio de donde por su voluntad no habría descendido. Deparose esta ocasión, asiola Isabel, y Felipe no contradecía a la reina sino cuando le embargaba todos los afectos la melancolía.
Menos parecía concertarse aquel desprendimiento de las cosas y de las grandezas humanas, aquel amor al retiro, aquella austeridad religiosa, aquellas protestas de querer pensar solo en el cielo, con los dispendiosos gastos para hacerse una fastuosa vivienda, una mansión de recreo exornada con todo lo que la naturaleza, el arte y el más refinado gusto pudieran ofrecer de más halagüeño a los sentidos, siquiera se invirtiesen en ello enormes sumas. Buscábase al ermitaño entre rocas y grutas, y se encontraba al príncipe entre templetes y flores. Parecía haber querido hacer otro Escorial, e hizo un Versalles. Pensó imitar la vida cenobítica de Felipe II, y demostró que había sido educado en la fastuosa corte de Luis XIV.
Tampoco podemos dejar de observar que ni para el acto de la abdicación ni para el de volver a tomar la corona pidiera el beneplácito, ni siquiera el parecer de las Cortes del reino, ni aun las convocara para participarles resolución tan grave. Lo primero lo hizo de propia cuenta, para lo segundo consultó solamente con consejeros y teólogos. Extraña y censurable omisión en quien había reconocido la necesidad de congregar el reino para hacer ante la asamblea de la nación la renuncia de la corona de Francia, y para variar la ley de sucesión a la corona de Castilla. El que había sido llamado a ser rey de España por el solo testamento de Carlos II volvió a serlo por el solo testamento de Luis I. La nación calló y consintió en uno y otro caso. Tales eran ya nuestras costumbres políticas.
V
Pasa el brevísimo reinado de Luis I de Borbón, tan fugaz como el de Felipe I de Austria. La poca huella que aquellos dos príncipes dejaron se manifiesta bien en el hecho de entendernos truncando la cronología.
En este segundo reinado de Felipe V su política exterior, o mejor dicho, la política de Isabel Farnesio es la política de una agenciosa madre de familias. Con tal que asegure una hijuela para sus hijos en Italia, eso le importa aliarse con los príncipes enemigos como enemistarse con los aliados. Nadie se imaginaba que abierto un congreso europeo y contando con potencias amigas y mediadoras, hubiera de negociar secreta y privadamente la paz con el emperador, el enemigo irreconciliable de España y de la dinastía hacia veinte y cinco años. Solo pudieron hacer esto una reina como Isabel de Parma, y un negociador como el que le deparó la suerte en el barón de Riperdá, aquel famoso holandés, que profesó todas las religiones sin creer en ninguna, fabricante de manufacturas y de enredos diplomáticos, confidente y espía de tres naciones a un tiempo, uno de los embaidores de más ingenio y travesura, pero también el más arrogante y jactancioso, y el más imprudente, ligero y voluble que ha venido al mundo. Este insigne cabalista ajustó en Viena el tratado de paz entre España y el Imperio, con el cual tuvo el don de enojar a Francia, a Inglaterra, a Holanda, a Cerdeña, a las repúblicas italianas, a los príncipes del imperio germánico, al pontífice y al turco, pero que valió a Orendáin el título de marqués de la Paz, y a él el de duque y grande de España.
¿Qué importaban a Isabel Farnesio las indiscretas, peligrosas y comprometidas condiciones de los tres tratados de Viena, si se estipulaba que su hijo don Carlos podía ir a tomar posesión de los ducados de Parma y Plasencia, si la halagaban con la esperanza de casarle con la princesa archiduquesa de Austria, y si al decir de Riperdá iban España y Austria a ser otra vez señoras del mundo, aunque el mundo todo fuera contra ellas? ¿Qué le importaba que Francia ofendida hiciese a España el afrentoso desaire de devolverle la infanta que había ido a ser esposa de su rey? ¿Que Inglaterra, indignada de lo estipulado contra ella en los artículos secretos, aparejara escuadras contra España, y las enviara al Mediterráneo y a las Indias? ¿Que la república holandesa, resentida de la cláusula concerniente a la compañía de Ostende, se alarmara y protestara contra los tratados? ¿Que Prusia entrara en celos, que se conjurara Europa, y que contra la alianza de Viena se formara la confederación de Hannover? ¿Qué paz era aquella que provocaba una guerra universal?
Y sin embargo el funesto negociador venia a Madrid, y era saludado con plácemes y recibido con hosannas como un salvador providencial de reyes y de reinos, y llevábanle a habitar dentro de la mansión regia, y hacíanle primer ministro, y le iban agregando ministerios, despojando a otros hasta hacerle ministro universal. Íbase descubriendo que el gran pacificador no era sino un gran tramoyista, que el hábil diplomático no era sino un fecundo fabricador de embustes, que el ingenioso concertador de alianzas políticas y de contratos matrimoniales no era sino un zurcidor de grandes enredos y un desconcertador de amistades y de enlaces. Con la venida del embajador imperial descubriose que el ponderado reconciliador de las dos cortes había sido un engañador solemne de ambas, asegurando a la de Madrid lo que la de Viena no había prometido realizar, y ofreciendo a la de Austria lo que la de España no podía cumplir. Estrechado por los embajadores de las potencias lastimadas, envolviose en una red de contradicciones, que más parecían desconcertadas evasivas de un joven atolondrado cogido en un delito que su aturdimiento no acierta a disculpar, que respuestas y explicaciones de un hombre serio, cuanto más de un hombre de estado. Las potencias ofendidas se admiraron de haber tenido que confederarse formalmente para deshacer la trama forjada por un desjuiciado: el emperador se asombró de haber variado su política de veinte y cinco años por arte de un embaucador, y Felipe V de España se avergonzó de haber puesto en manos de un loco la suerte de su reino. Y aunque Isabel Farnesio todavía en su interior se felicitaba de una locura que favorecía al porvenir de sus hijos, ya no pudo evitar la caída de aquel hombre extravagante, reclamada por el interés de toda Europa y por el decoro del trono español.
El fin que tuvo Riperdá correspondió a su género de vida. Refugiado en la embajada inglesa, sacado violentamente por el rey de aquel asilo, encerrado en el alcázar de Segovia, fugado dramáticamente de la prisión, errante por Europa, repelido por todas las naciones sin encontrar un pueblo que quisiera albergarle, protestante en Holanda, católico en España, musulmán en África y apóstol de una nueva secta muslímica, allá murió, no sabemos si católico, si protestante, si mahometano.
Lo peor fue, por extraño que parezca, que su política sobrevivió a su descrédito; que el gran fascinador salió de Europa detestado y escarnecido, pero dejó la Europa conmovida con sus últimos tratados y alianzas, y dividida en dos grandes bandos; que las potencias todas continuaron adhiriéndose, las unas a la alianza de Viena, las otras a la liga de Hannover, y preparándose a una lucha gigantesca; que en España siguió prevaleciendo la influencia y la amistad del Austria; que a ella sacrificó Isabel Farnesio los hombres, los tesoros, las naves y los ejércitos de España; que por ella consintió en envolverse en una guerra marítima con Inglaterra, costosísima y fatal a ambas naciones; que por ella se emprendió el segundo sitio de Gibraltar, tan malhadado y tan desastroso como el primero. ¿Cómo hemos de dejar de aplaudir el buen deseo de la recuperación de Gibraltar? Pero el verdadero patriotismo, la política acertada y prudente de los reyes y de los gobiernos no consiste en que sus intentos sean justos, y convenientes sus empresas, sino en el tiempo y la sazón de acometerlas, y en la posibilidad de llevarlas a buen término. Con la indiscreción de un hombre presuntuoso e inexperto obró en 1727 el conde de las Torres, aconsejando el sitio, y soñando facilidades, que a todos menos a él se representaban imposibles. Con obcecación igual a la de 1705 procedió Felipe V en 1727, creyendo ahora al de las Torres como entonces al de Villadarias, más que a los consejos y al parecer unánime de todos los demás generales. En el segundo como en el primer sitio de Gibraltar se ganó la gloria del valor y la constancia; se sacaron pérdidas lamentables, y se recogieron los desengaños de la imprudencia.
El fuego de la guerra entre Inglaterra y España, cuya tea había sido puesta por la atrevida mano de Riperdá, amenazaba extenderse al Centro, al Norte y al Mediodía de Europa. Estremeció a toda Europa esta idea; viose el peligro de destruir el equilibrio europeo; un cardenal ministro, no inmoral como Dubois, ni belicoso como Alberoni, más anciano que ambos, de más talento que el uno, aunque acaso de menos capacidad que el otro, con otro género de ambición que los dos, el cardenal Fleury, ministro de Luis XV, se ofreció a ser mediador entre Austria y las potencias marítimas, y tuvo la fortuna de concertar los soberanos y los embajadores de todas hasta suscribir unidos los preliminares de la paz. Las dificultades, los reparos vinieron solamente de España, de la nación más trabajada por las guerras. Grande esfuerzo fue necesario para arrancar la conformidad y el ultimátum, no al rey, que hipocondriaco y enfermo pensaba más en la iglesia de la Granja que en Gibraltar y en las Indias, sino a la reina que lo dirigía todo, y al marqués de la Paz, su primer ministro, que por una singular contraposición el único ministro que llevaba el título de la paz era el más empeñado en la guerra. Orendáin había sido el único colaborador de Riperdá en la alianza de Viena: Orendáin era el que dirigía la corte y la política española, según la política iniciada por el funesto Riperdá. Se había anatematizado al autor, y se tomaban por texto sus obras. Al fin, aunque con repugnancia, se firmó por los representantes de las cinco potencias el Acta del Pardo, que produjo el congreso europeo de Soisons.
Otro congreso como el de Cambray. Reclamaciones y disputas, poca avenencia, muchas formalidades y reglamentos, no pocos banquetes y fiestas, y ninguna resolución. El congreso de Soisons concluyó por dispersarse los plenipotenciarios, y por no saberse si la asamblea se celebraba en Soisons, en París, o en ninguna parte. Las dos cuestiones capitales, causa también principal del desacuerdo, fueron dos cuestiones españolas; la recíproca indemnización entre Inglaterra y España de presas hechas en la guerra, la de los ducados de Parma y Toscana para el infante don Carlos, hijo de los monarcas españoles, el sueño dorado de Isabel Farnesio. Quería Isabel guarnecer inmediatamente aquellos dominios con tropas españolas; resistíalo el emperador. Bastaba esto para romper, o por lo menos sobraba para enfriar la amistad entre las cortes de Madrid y Viena, y la obra de Riperdá amenazaba deshacerse sin que España hubiera recogido de ella otro fruto que una guerra con la Gran Bretaña, ni Europa otro provecho que haberse conmovido, y vivir en una situación indefinible, ni bien de guerra, ni bien de paz, en un estado de alarmante incertidumbre.
De aquella nueva desavenencia entre España y el Imperio, de aquella insistencia de la reina española en enviar guarniciones de tropas de su reino a Parma, discurrió sacar partido el gobierno británico, habitualmente especulador, dando gusto a la reina a fin de sacar beneficios para el comercio inglés. ¿Qué importaba a la Gran Bretaña contrariar al emperador introduciendo guarniciones españolas en Italia, si de ello reportaba la nación inglesa ventajas mercantiles? ¿Y qué importaba a la reina de España dejar otra vez la alianza de Austria por la de Inglaterra, si así lograba la más pronta colocación de su hijo don Carlos en Parma y Toscana? Cada cuál iba en pos de su particular interés, y en él se basaban entonces los tratados; y en él se cimentó el de Sevilla entre Inglaterra y España; y a él se adhirió la Francia, porque el cardenal Fleury, pacífico de suyo, deseaba reanudar las amistades de las dos monarquías borbónicas, y que le dejaran vivir y ser ministro con tranquilidad. ¡Cuánto sufrió la impaciente Isabel Farnesio al ver por más de un año la inacción y la apatía de sus nuevos aliados en ayudarla a la expedición de los seis mil españoles a Italia, que habían de facilitar la posesión de aquellos ducados a su hijo! ¡Qué de zozobras no la atormentaron viendo el misterioso manejo de las cortes amigas, la inutilidad de sus reclamaciones, de sus embajadas, de sus gestiones apremiantes! Al fin, merced al interés que en ello tenía la Gran Bretaña y a su oportuna mediación con el emperador, la solicita y agenciosa madre logra que su hijo tome posesión de la ansiada y disputada herencia de Parma y Toscana. Isabel Farnesio satisfizo su ambición, y solo entonces pudo darse por terminada la cuestión y la lucha de treinta años por la sucesión española.
Por un momento la política de los reyes y del gobierno de España toma otra dirección y otro rumbo: se aparta de Europa y se endereza al África: las fuerzas navales que han quedado sin ocupación en Italia se destinan a la recuperación de Orán: empresa patriótica en que por lo menos deja de verse el egoísmo personal y el interés de familia. Un éxito feliz corona esta expedición. El pabellón español vuelve a ondear con orgullo en los torreones de Orán y en los adarves de Mazalquivir; se escarmienta al rey de Marruecos y al apóstata Riperdá, y se asegura la posesión de Ceuta. Es un brillante, aunque breve episodio del reinado del primer Borbón. ¡Ojalá se hubiera emprendido la reconquista de Argel! Más de dos siglos hacía que el inmortal Cisneros con su ejemplo y con su voz había dicho a los españoles, señalando a la costa africana: «He aquí un vasto teatro que se abre a vuestras glorias: fundada os dejo la base de un imperio inmenso: la religión, la geografía, la conveniencia os llaman a dominar y a civilizar a vuestros antiguos dominadores.» De tiempo en tiempo, desde aquel hombre extraordinario, apenas ha habido un soberano español, así de una como de otra dinastía, que no haya acometido como instintivamente alguna empresa sobre el litoral africano, pero siempre como una digresión pasajera, nunca con un gran designio ulterior y como el pensamiento de una política fija y permanente. Se han gastado constantemente las fuerzas en conquistas europeas a que nuestra posición excéntrica no nos llamaba, y se ha desatendido la parte del mundo a que nos convidaban nuestra situación, nuestra fe y nuestras tradiciones. La enseña de Cisneros no ha sido seguida; la política se ha invertido; se ha dado lugar a que una nación vecina, sin los títulos, y sin la base y sin los elementos que la española, haya buscado y encontrado su engrandecimiento donde nosotros pudimos y debimos tener nuestra grandeza. ¿Se dará lugar todavía a que absorba esas escasas posesiones que aun conservamos como los hitos que señalan un futuro y posible imperio, y a que entre dos potencias avaras de dominación nos cierren con dos llaves maestras las puertas del Mediterráneo?
Una cuestión de forma sobre la investidura de los ducados de Parma y Plasencia llama al instante de nuevo la atención de España hacia aquellos dominios, y da fundamento a recelar que se rompa otra vez la insegura reconciliación entre España y el Imperio. Sobreviene casi al mismo tiempo la ruidosa cuestión de Polonia; la Europa entera se agita y conmueve otra vez hondamente, y el ruido de aquellas novedades y turbaciones produce un efecto eléctrico en Felipe V, a quien se ve sacudir de repente el letargo en que yacía adormecido, y recobrar de improviso los ímpetus belicosos de su juventud. Hay quien atribuye esta súbita trasformación, no a la sensación de aquel estruendo, sino a la influencia magnética de la reina, que tras el loco pensamiento de pretender la corona de Polonia para su hijo, se fijó en el de hacerle rey de Nápoles y Sicilia, contando para esto con el rey de Francia, y aprovechando la ocasión de estar distraídas en otra parte las fuerzas de las potencias europeas. El consejero de este proyecto ya no era un agitador extranjero como Alberoni, ni un aventurero sin fe como Riperdá; era un ministro español tan sesudo como Patiño.
En efecto, confedéranse Francia, España y Cerdeña: Francia, porque quiere dar rey a Polonia; España, porque quiere los reinos de Nápoles y Sicilia para don Carlos; Cerdeña, porque quiere el Milanesado para sí: este triple egoísmo produce la triple alianza ajustada en el Escorial. Las potencias marítimas permanecen esta vez en una neutralidad expectante. La guerra se enciende y arde viva y sangrienta entre polacos, rusos, austriacos, saboyanos, alemanes, franceses y sardos; y entretanto el nuevo duque de Parma y de Toscana, el primogénito de Isabel Farnesio, el infante español don Carlos, emprende su expedición a Nápoles; él mismo va de generalísimo de las tropas; el pontífice le ampara y socorre a su paso, como si Roma quisiera dar a Felipe V de España una satisfacción pública del agravio que le hizo veinte y cinco años antes. Carlos entra en Nápoles en medio de populares aclamaciones; la victoria de Bitonto, obra del valor y de la inteligencia de Montemar, le asegura la posesión de todo el reino; y queda instalado y reconocido rey de las Dos Sicilias por el acta de cesión de su padre. Se renuevan al cabo de siglos los tiempos de los Alfonsos, los Fernandos y los Pedros de Aragón. Los derechos de ahora derivan de los de entonces. Ha triunfado la política perseverante de Isabel Farnesio.
¿Pero se da por satisfecha esta afanosa y diligente madre? No: ya que ha logrado un trono para su hijo primogénito, aspira a que su hijo segundo le suceda en los ducados de Parma y Toscana que aquél ha dejado vacantes. Pero el interés de las potencias europeas no se aviene con aquella hidropesía de amor materno. Las potencias marítimas, neutrales hasta ahora, temen ya el excesivo engrandecimiento de las naciones borbónicas, ven peligrar el equilibrio, aconsejan la paz, y la proponen haciendo armamentos y amenazando. Francia reflexiona ante aquella actitud; consulta sus intereses haciendo abstracción de los de España, y se ajusta silenciosamente con el emperador. El viejo cardenal Fleury, que cuatro años antes fue sorprendido y como abochornado con el tratado de Viena entre Austria, Inglaterra, y España, hecho sin contar para nada con él, vengose ahora en contratar él solo otro tratado con el Imperio, sin contar con nadie. Por este tratado (1735) Parma y Plasencia se cedían al emperador con Milán; Toscana al duque de Lorena. Gran sorpresa y pesadumbre para el ministro español Patiño, que se encuentra burlado por el anciano cardenal francés: gran sentimiento y pesar para Felipe V, que observa la ninguna atención que le ha guardado su sobrino Luis XV: dolor e indignación grande para Isabel Farnesio, que ve humillado su orgullo de reina, herido su amor de madre, disipado su sueño de oro, repartida entre enemigos y extraños la herencia paterna que adjudicaba a su segundo hijo. España se encuentra sola; reclama, y es desoída; invoca amistades, y le responden con amenazas. El tratado se cumple, pero Isabel no se resigna; es ante todo madre de su hijo, y su hijo se ha de establecer en aquellos ducados, aunque para ello fractus illabatur orbis.
Otra guerra, verdaderamente nacional, vino a interponerse entre este nuevo proyecto de la reina y su ejecución, la guerra marítima entre Inglaterra y España. La Europa que en esta ocasión se cruzó de brazos, viendo y dejando que luchasen solas estas dos naciones, no dejó de considerar injusta la agresión por parte de la Gran Bretaña. Sin que nosotros neguemos que fuese un error económico de la época el aspirar a abastecer la España sola los mercados del Nuevo Mundo, y el alejar cuanto pudiera de los puertos de América los buques de otras naciones, por lo menos nacía del laudable y patriótico fin de fomentar el comercio nacional. En cambio tampoco puede desapasionadamente negarse la insaciable codicia mercantil del gabinete británico y de la nación inglesa. Quejas exageradas y relaciones absurdas de crueldades y demasías ejecutadas por ambas partes exaltaban los ánimos de uno y otro pueblo. Pedían los ingleses la guerra a voz en grito; los dos famosos ministros que no la querían, Walpole y Keene, perdieron su popularidad; Gover hacia oír cantos belicosos; el populacho hacía procesiones, se embriagaba y entonaba groseros himnos de guerra. Era excusado todo esfuerzo por la paz: el arreglo de Londres no podía satisfacer en Madrid; la convención del Pardo era rechazada en Londres. Todas las campanas de Londres tocaron a vuelo en celebridad de la declaración de guerra. En España no hubo tanta locura, pero en cambio se aceptó con una juiciosa y completa unanimidad.
Jamás un esfuerzo nacional se hizo con más gusto por todos. Se tomó como un empeño de honra, de interés, de justicia y de dignidad nacional. Así fue el resultado. La nación británica, que se consideraba como el coloso de los mares, alcanzó pocos triunfos y muchos desastres. Cuando partió de Londres el almirante Vernon con su poderosa escuadra, dábase por seguro en Inglaterra que el Nuevo Mundo iba a dejar de pertenecer a España. Cuando regresó Vernon a Londres con unos pocos buques rotos y unos pocos soldados desfallecidos, se maldecía públicamente la guerra y sus autores. España experimentó los resultados del gran fomento y del extraordinario impulso que había dado a su marina el buen ministro Patiño. ¡Qué lástima que este excelente español no gozara del fruto de su obra! Los armadores españoles se hicieron temibles en los mares de ambos mundos. Y sin embargo en aquellas frustradas tentativas de Inglaterra sobre las posesiones españolas de Indias se encerraba el germen de grandes cambios ulteriores en aquellas inmensas y apartadísimas regiones del globo.
No tuvo paciencia Isabel Farnesio para aguardar a que el reino se desembarazara de esta guerra nacional, sin emprender otra de familia. La atención de España estaba embargada en defender un Nuevo Mundo; la de la reina la absorbían su hijo y un rincón de Italia. La muerte de Carlos VI de Austria deja vacante el trono imperial. Entre los muchos pretendientes a la corona del imperio se presenta Felipe V de Borbón como descendiente de la raza primogénita de Austria por la línea masculina; alega también derecho a los reinos de Hungría y de Bohemia por los enlaces de princesas austriacas con reyes españoles. Sobradamente comprendía Isabel que el pretendiente español a los tronos de Austria, de Bohemia y de Hungría era un pretendiente sin esperanzas, pero conveníale complicar más y más la guerra de sucesión que se veía venir, y que vino, adherirse a otros pretendientes vendiendo apoyos para negociar alianzas, distraer de Italia la atención y las fuerzas de María Teresa, y aprovechar la confusión general de Europa para adquirir Parma, Plasencia y el Milanesado para su hijo Felipe. Nuevos ejércitos y nuevas escuadras españolas en Italia. Alianza de los tres Borbones. Campaña desastrosa para los españoles, en que se indisciplina y se malogra un ejército, no por culpa de los generales, sino por envidia y rivalidad del ministro español Campillo, y por indiferencia y apatía del ministro francés Fleury. Apurada y comprometida situación para el intrépido y entendido Montemar.
El infante don Felipe es enviado a Italia con un ejército francés. Por el afán de ganar un pequeño estado para Felipe pone Isabel Farnesio a su hijo Carlos en peligro inminente de perder su reino de Nápoles. Los ejércitos austro-sardos le aprietan; la escuadra británica, le acosa; un capitán inglés le ultraja y le humilla, le obliga a jurar una neutralidad bochornosa, y le hace retirar las tropas napolitanas. Carlos no olvidará nunca aquella humillación: guardada la tendrá en su pecho; cuando sea rey de España, traerá en su corazón esta llaga y este agravio que vengar: ¡pero qué de calamidades habrá de costar a España el deseo, justó en su fondo, de satisfacer este agravio! Todo derivará de la indiscreta ambición de una madre. ¿A qué esta guerra de Italia, pendiente la lucha con Inglaterra? ¡Una guerra con la Gran Bretaña en los mares de Occidente: otra guerra con la mitad de Europa en Italia! Una escuadra franco-hispana combate y destroza en las aguas de Tolón la escuadra inglesa, y contra la triple alianza de Worms, entre Austria, Inglaterra y Cerdeña, responden los Borbones con la triple alianza de Fontainebleau entre Francia, Nápoles y España, principio de los pactos de familia; y Carlos de Nápoles rompe aquella mortificante neutralidad a que le han forzado, y sale de su reino a combatir al frente de sus napolitanos.
Los dos príncipes españoles, Carlos y Felipe, el uno con el conde de Gages, el otro con el príncipe de Conti, pelean valerosamente, el uno en el Mediodía, y el otro en el Norte de Italia. Laureles, aunque costosos, recogen los españoles en Campo-Santo: Carlos, vencedor en Velletri, asegura la posesión de un reino, cuya conquista le había valido algunos años antes la victoria de Bitonto. Felipe se arrojaba sobre el Piamonte, salvaba montañas y desfiladeros, tomaba ciudades, mantenía en respeto al rey de Cerdeña, y por entre nieves y hielos franqueaba otra vez intrépido los Alpes, y regresaba a los valles del Delfinado. Nuevos y mejor concertados planes para la campaña siguiente: nuevos esfuerzos de los Borbones: brillantes triunfos: célebres campañas: Parma y Plasencia vuelven a ser de Isabel Farnesio: su hijo don Felipe se hace dueño de Milán: regocijase la reina Isabel viendo ya en las sienes de su hijo la corona de Lombardía: hubiera muerto entonces satisfecha.
Pero la paz de Dresde cambia de improviso y por completo la situación del Norte de Europa, y deja a las potencias enemigas de los Borbones en aptitud de inundar la Italia. Tiembla y se desconcierta la corte de Versalles; se humilla a proponer un arreglo al rey de Cerdeña; se indispone con España, y se deja burlar por Carlos Manuel, a quien ella había burlado en otra ocasión. Todo se trasforma en el teatro de la guerra: Felipe se ve obligado a salir de Milán: triunfan en Trebia las armas de María Teresa de Austria; apurada situación de españoles y franceses. Ya Isabel Farnesio renuncia a lo de Milán, y se conformaría con Parma y Plasencia para su hijo. Sobreviene la muerte de Felipe V, y al cerrar sus ojos al eterno sueño envía a decir a Luis XV de Francia que le encomienda y pone en sus manos la suerte de su esposa, y la de sus dos hijos Carlos y Felipe.
VI
Felipe V deja en herencia a su hijo Fernando VI la guerra de Italia en deplorable estado. Fernando no tenía en ella ni los compromisos del rey difunto, ni el interés de la reina viuda. Mandando retirar las tropas españolas de Italia a Provenza, las sacó de una situación comprometida. Los franceses, viéndose solos, se retiraron también. Grandes ventajas habrían podido sacar los austriacos de este suceso, a no haber sido ambiciosos, injustos, imprudentes y feroces. Pero el marqués Botta, tomando a Génova y tiranizándola insolentemente, hizo revivir el antiguo valor de los hijos de aquella ciudad libre, y provocó aquella revolución popular que costó tanta sangre a los soldados imperiales, que escarmentó y humilló al soberbio y desatentado general, que asustó a María Teresa de Austria, que asombró al mundo por su heroísmo, que hizo volver en sí a los ejércitos de los Borbones, y que españoles y franceses reunidos, volvieran a invadir la Italia, conquistaran ciudades, y tomaran de nuevo la ofensiva, poniendo otra vez en aprieto a Austria y Cerdeña.
Fernando VI ha cumplido los deberes de hijo y de hermano sosteniendo la guerra con honra; pero quiere cumplir los deberes de monarca devolviendo a su pueblo la paz de que tanto necesita. Negocia con Inglaterra por mediación de Portugal: entiéndense las cortes de Londres, Madrid y Lisboa: Francia teme la separación de España, necesita igualmente de reposo para matar la enormísima deuda que la agobia, y propone también la paz. Holanda la desea, porque luchar más es exponerse a ser borrada del catálogo de las potencias de Europa. El sentimiento es unánime, y de común acuerdo se fijan los preliminares. Solo disienten María Teresa de Austria e Isabel Farnesio de España. Pero aquella cede ante la enérgica intervención de Inglaterra; ésta ante la perspectiva halagüeña de la colocación de su hijo. Fírmase, en efecto, la paz de Aquisgrán, en que se estipula la cesión de los ducados de Parma, Plasencia y Guastalla al infante don Felipe. Otra vez ha triunfado la política perseverante de Isabel Farnesio: ha extenuado la España con treinta y cuatro años de guerra, pero ha hecho dos patrimonios en Italia a sus dos hijos. Largas, sangrientas y porfiadas luchas ha costado a Europa aquel amor de madre. Las potencias reposan: no es poco, pero es lo único que cada una ha sacado de la paz, porque quedan, poco más o menos, como antes de la guerra.
Otra política se inaugura en España con Fernando VI. Es la política opuesta a la de su madrastra: la paz es su norte: se apresura a hacerla con la Gran Bretaña, la cual renuncia al Asiento, mediante una indemnización de cien mil libras esterlinas, y se renuevan los anteriores tratados de navegación y de comercio: ¡lástima grande, y omisión sensible, la de no haberse zanjado en aquella ocasión la cuestión impertinente y odiosa del derecho de visita!
Desde entonces sigue Fernando VI con inalterable perseverancia su sistema de pacífica neutralidad. Todos los historiadores han reparado en este principio, que formó la base de la política de este monarca; algunos han ensalzado su conveniencia; ninguno que sepamos ha hecho resaltar como merece la manera ingeniosa y hábil con que Fernando supo sostener el dificilísimo sistema de equilibrio que se propuso. Podría ser limitado el talento de Fernando VI, inferior al de su padre, como algunos suponen, pero al menos para esto habrán de concedernos que le tuvo especial. No bastaba ser pacífico por carácter, y ser neutral por inclinación; era menester serlo con maña y sostenerlo con dignidad; con dignidad de rey y con dignidad de la monarquía; con real entereza, y con independencia nacional. Esto hizo Fernando.
Rodeado de ministros de gran capacidad y de opuestas ideas políticas, elegidos por él con tino y de propósito porque eran así, para lo cual si no se requiere gran talento, se necesita recto y buen sentido (la primera y más apreciable cualidad en príncipes y gobernantes), fue a nuestros ojos un gran mérito el de dejar a cada uno de estos ministros funcionar dentro de su órbita, equilibrar sus influencias, mantenerlos sin ruptura, saber buscar el nivel entre la atracción y la repulsión. Tal fue su conducta con Ensenada y Carvajal. Si la muerte le privaba de la asistencia y consejo de uno de estos ministros, reemplazaba la persona, pero conservaba el pensamiento. Wall venía a ser la continuación de Carvajal. Si alguno llevaba su gestión y su parcialidad más allá del círculo trazado a su influencia, en términos de peligrar el mantenimiento de la neutralidad, Fernando con digna severidad le separaba de su lado y de su corte. Esto hizo con Ensenada. Pero sustituyendo la persona, conservó sus hechuras en las secretarías, y buscó ministros que representaran su política y su pensamiento, modificado y corregido. Tales eran Valparaíso y Eslava.
Solicitado Fernando, acosado continuamente por dos ministros extranjeros, representantes de dos naciones rivales, el uno activo, eficaz, agencioso, el otro mañoso, reservado y circunspecto; el uno para inclinarle a Francia, el otro para hacerle propender a Inglaterra, Fernando acariciaba igualmente a ambos diplomáticos sin dar motivo de queja a ninguno. Así se condujo años y años con los embajadores francés e inglés, Duras y Keene. Y cuando observó que el uno avanzaba más de lo conveniente, pidió y obtuvo su separación. Cayó Duras por la misma o semejante causa que Ensenada; por querer comprometerle en el Pacto de familia. Severo en este punto con los ministros propios, no lo fue menos con los extraños. Hostigado sin cesar por ambas naciones, halagado y mimado las más veces, algunas apretado, y amenazado otras, desairó a ambas sin ofenderlas, y no se indispuso con ninguna: las dos le respetaron, y se mantuvo independiente de las dos. Esto no podía hacerse sin habilidad.
La alianza de Aranjuez entre España, Austria y Cerdeña, fue protestada por el rey de Nápoles, y excitó reclamaciones de parte del rey de Francia. Fernando la llevó a cabo, no obstante la protesta del hermano y las reclamaciones del primo. En esto mostró la firmeza de un soberano, para quien era todo la conveniencia de su reino, poco o nada ante la conveniencia nacional los lazos y los afectos de familia. Inglaterra, por el contrario, solicita adherirse al tratado de Aranjuez: la adhesión de una potencia más, y potencia tan poderosa como la Gran Bretaña, parece que hubiera debido lisonjear e interesar a un soberano: y sin embargo, Fernando VI la rehúsa cortésmente; la respuesta del ministro Carvajal fue ingeniosa y urbana; la conducta del monarca español un rasgo de fina política.
A sostener dignamente esta difícil posición le ayudaba mucho la reina. Habilísimamente supo deshacer los artificiosos manejos de la duquesa de Duras; las respuestas de Bárbara de Braganza nos recuerdan las que solía dar en parecidos casos Luisa de Saboya. Tampoco de esta lucha diplomática habrían podido salir airosos con escaso o mediano entendimiento.
Cuando llegó el caso de romper abierta y formalmente la guerra entre Francia y la Gran Bretaña; cuando Austria, Prusia, Rusia, Suecia, casi todas las potencias de Europa tomaron parte en la lucha; cuando la gran María Teresa de Austria escribía privada y cariñosamente a la reina de España para ver de inducirla con insinuantes frases a la unión y amistad de las monarquías borbónicas; cuando se sucedieron los ofrecimientos tan halagüeños y tentadores como el del trono de Polonia para el infante don Felipe de España, como el de la devolución de Menorca y el de la restitución de Gibraltar, entonces fue cuando pudo verse hasta dónde llegaba la inquebrantable firmeza de Fernando en su sistema de neutralidad, y si ganó y mereció con justicia el dictado de Prudente con que ha sido apellidado. Si Felipe V hubiera seguido este sistema, España habría adelantado medio siglo en su regeneración. Acaso le habría adoptado si en vez de una consorte como Isabel de Farnesio hubiera tenido una esposa como Bárbara de Braganza.
No negaremos que Fernando VI tuvo la fortuna de ser aconsejado y auxiliado por ministros de gran valía; que lo fueron sin disputa Carvajal, Ensenada, Wall, Huéscar, Arriaga, Eslava y Valparaíso; distinguidos los unos por su juicio, su circunspección, su modestia y su pureza intachable; los otros por su gran talento, instrucción y capacidad; los otros por su acrisolada abnegación y desinterés; los más por su lealtad y su amor patrio. Pero también es verdad, y no deben olvidarlo los príncipes, que no faltan nunca buenos ministros a los buenos soberanos, y que el medio casi seguro de acertar a rodearse de ministros buenos es comenzar por ser buen monarca.
VII
Hay una potencia en Europa, que por el doble carácter que tiene su soberano de jefe temporal del Estado y de jefe supremo espiritual de la Iglesia universal, exige de parte de las naciones católicas unas relaciones políticas que tienen que participar también de ese doble concepto, por las muchas disidencias y disputas que ocurrir suelen, en negocios importantes a la buena gobernación de un Estado católico, que se rozan a un tiempo con las atribuciones y derechos, no fáciles de deslindar, de ambas potestades. Estas controversias han solido ser más frecuentes entre las cortes de Roma y de España, de buena fe sin duda por ambas partes sostenidas, pero que no por eso han dejado de producir sensibles conflictos y lastimosas perturbaciones. Es por tanto muy de notar la política que observaron los dos primeros Borbones de España en sus relaciones con la corte pontificia, y la dirección y la fisonomía que le imprimieron.
Como príncipe grandemente enojado, como monarca vivamente ofendido se condujo Felipe V con el papa Clemente XI al saber que este pontífice, después de haberle reconocido como legítimo rey de España, había prestado reconocimiento como monarca español al archiduque Carlos de Austria. Lastimada vio Felipe de Borbón su dignidad, vulnerados sus derechos, ultrajada su nación y vilipendiada su corona. Las protestas de los embajadores españoles en Roma, la expulsión del nuncio pontificio de Madrid, la prohibición de todo comercio con la corte romana, las circulares a los prelados para que rigieran sus iglesias como en los casos de imposibilidad de recurrir a la Santa Sede, medidas fueron estas que creyó deber tomar el monarca español, no solo como príncipe agraviado, sino como patrono y protector de la iglesia española, y que adoptó, no de su solo y propio motu, sino previa consulta y consejo de una junta de teólogos y letrados. La respuesta del rey al breve pontificio, respetuosa y reverente cuando se refería a la autoridad espiritual del jefe de la Iglesia, enérgica, severa y dura cuando le hablaba de los agravios inferidos a los derechos y regalías de su corona, a las leyes y al decoro de su reino, firme, digna y vigorosa siempre, es un documento histórico importante, y un testimonio más de la valentía con que los religiosísimos monarcas de esta nación católica han hablado constantemente a los romanos pontífices en defensa de sus reales prerrogativas cuando las han creído lastimadas o amenazadas por la corte de Roma. Si los reyes católicos Fernando e Isabel, si Carlos V, si Felipe II, si los Felipes IV y V en sus controversias con la corte pontificia se encerraron siempre en los términos de una justa entereza; de una energía respetuosa y digna; de una vigorosa y razonable firmeza; o si por acaso a las veces los excedieron, es de lo que no juzgaremos en este momento; pero nadie nunca ha podido ni puede dejar de reconocer en aquellos monarcas el catolicismo más acendrado, la fe más ardiente y pura, la veneración más sincera en todo lo espiritual y eclesiástico a la Santa Sede, de que todos fueros respetuosos, algunos decididos y robustos campeones.
Resucitan con este motivo entre Felipe V y Clemente XI las cuestiones y disputas que cerca de un siglo antes mediaron entre Felipe IV y Urbano VIII sobre jurisdicción eclesiástica y real, y se reproducen las quejas sobre usurpaciones de la curia romana, para cuya reclamación y sostenimiento fueron enviados a Roma los doctos y respetables jurisconsultos Chumacero y Pimentel. Primera reclamación formal del gobierno español a la Silla Apostólica a fin de provocar entre ambas cortes un arreglo, en que se pusiera coto a los agravios de que la nación se quejaba por parte de la curia de Roma. La concordia Facheneti no remedió sino muy diminutamente algunos de los males y abusos que se denunciaban en el famoso Memorial. Las cuestiones principales quedaron en pié, y revivieron con ocasión de los agravios hechos a Felipe de Borbón por el papa Clemente XI. Los tiempos no habían corrido en balde; las ideas sobre la necesidad de sostener las regalías de la corona de España contra las invasiones de Roma habían cundido y progresado entre teólogos, canonistas y jurisconsultos, y Felipe V de Borbón en su discordia con la Santa Sede encontró ya en los consejos y en las juntas multitud de regalistas que sostuvieron con firmeza y con tesón los derechos de su autoridad y jurisdicción regia, y las medidas por él adoptadas.
Si algunos teólogos o prelados españoles escribían o representaban en contra de aquellas doctrinas, aconsejábanle recoger a mano real sus escritos y castigar a sus autores. Si el auditor Molines ajustaba en Roma un convenio en que no salieran tan íntegras como se apetecía las prerrogativas de la corona, devolvíasele con enojo, y se le reprendía de desmayado negociador. Si el pontífice amenaza emplear contra él y contra su corte el arma terrible de las censuras, se previene a su propia defensa, consulta al Consejo de Castilla, y sale a luz el célebre pedimento fiscal de los cincuenta y cinco párrafos de don Melchor de Macanáz, reproducción ampliada del Memorial de Chumacero y Pimentel, recordado también a Felipe V por las Cortes del reino, como inspirado a Felipe IV por las Cortes de Castilla.
Desde aquel momento Macanáz, docto jurisconsulto y magistrado integérrimo, aparece y se constituye en jefe y campeón de las doctrinas regalistas. Roma se alarma al ver de aquella manera defendidas, la jurisdicción y prerrogativas del poder temporal. El inquisidor general condena el pedimento fiscal; pero los teólogos le apoyan, el Consejo le defiende, el monarca cobija a Macanáz bajo su real protección, revoca y manda arrancar el edicto inquisitorial, priva del empleo al inquisidor, y le cierra las puertas de su reino. La discordia se enardece, y los síntomas son de decidirse la cuestión en España en el sentido de los defensores de las regalías.
Pero la preponderancia que a este tiempo toma Alberoni en la corte española tuerce el giro de esta controversia, como hace variar de rumbo toda la política. A trueque de obtener la púrpura ajusta entre Clemente XI y Felipe V la mezquina convención de 1717, en que quedan sin dirimir ni conciliar las antiguas controversias sobre jurisdicción y atribuciones de ambas potestades. Así con todo, algo bueno hubiera hecho con restablecer la paz entre el monarca y el pontífice, si esta paz hubiera sido duradera y no se hubiera roto otra vez tan pronto por culpa del mismo Alberoni y por negocio personal suyo. El papa, pesaroso de haber hecho cardenal a quien había engañado la tiara santa, negole las bulas para el arzobispado de Sevilla; Alberoni, que había hecho un ajuste con Roma para alcanzar el capelo, deshizo el ajuste en despique de no haber logrado la mitra. ¡Cuánto de interés personal, cuánto de terrenal y humano, en lo que desearíamos no ver sino lo sublime, lo espiritual y lo divino!
Disidencias políticas vuelven a turbar otra vez a los pocos años la mal cimentada concordia entre Roma y España. Se controvierten y debaten puntos de jurisdicción y disciplina no dirimidos antes, y cuyos derechos reclamaba Felipe V a instancias del Consejo, de los prelados y de las Cortes del reino. Entáblanse nuevas negociaciones, que producen el Concordato de 1737 entre Felipe V y Clemente XII. Por él obtiene España concesiones importantes, pero que aun distaban mucho de las que pretendía. Felipe y su gobierno pretendían un reconocimiento explícito del regio patronato universal; Clemente deja en suspenso este importantísimo punto para arreglarle después amigablemente. Tampoco este Concordato satisface al gobierno español, a quien ofenden aquellas restricciones y suspensiones; se publica por un simple decreto y sin solemnidad; el Concordato queda desautorizado; se renuevan las pretensiones, y se reproducen las controversias.
Trascurren años cruzándose de parte a parte notas, papeles y contestaciones, más o menos comedidas y templadas, más o menos acres y duras. España pugna por sostener las regalías de su soberano: el rey trabaja por defender la dignidad y los derechos de la iglesia española: el papa y la corte romana por ensanchar su jurisdicción y cercenar las prerrogativas reales. En esta lucha, sostenida por España con más perseverancia que por otra nación alguna, muere Felipe V de Borbón. Fernando VI su hijo, príncipe pacífico y prudente, Benedicto XIV, pontífice ilustrado y dignísimo, ambos comprenden lo funesto de tales y tan prolongadas discordias, las fatales consecuencias de un nuevo rompimiento, y la necesidad de venir sin dilación al término deseado de una avenencia. Ambas potestades se entienden bien, porque siempre se entienden bien la ilustración y la prudencia. Merced a esta discreta prudencia, y a los sanos y puros deseos de ambas partes, al cabo de cuarenta y cuatro años de discordias y de ajustes, en que han intervenido cinco papas y dos monarcas españoles, se lleva a feliz y cumplido término el Concordato de 1753.
Las doctrinas y los defensores de las regalías y derechos de la corona de Castilla han alcanzado un gran triunfo, aunque no completo. Varios de los puntos controvertidos han quedado por arreglar. Pero se resolvieron otros muy importantes en favor de España, y principalmente el fundamento y base de todos ellos, el reconocimiento del regio patronato universal de las iglesias de todos los dominios españoles.
El concordato de 1753 fue una de las transacciones políticas del siglo XVIII más honrosa para España, y no se hubiera alcanzado sin la entereza y el tesón de Felipe V, y sin la firmeza y la prudencia de Fernando VI.
VIII
«El Santo Oficio, dijimos en nuestro Discurso preliminar refiriéndonos a esta época, continuaba fulminando sus sangrientos fallos con toda la actividad de los tiempos de su juventud. Algo no obstante se había adelantado. Felipe V no honraba con su real presencia los autos de fe, ni los tomaba por recreo como Carlos II.»
Ratificamos ahora lo que dijimos entonces. Es bastante general la creencia de que la Inquisición varió de sistema y mudó de carácter al advenimiento de los Borbones. No es exacta la idea, aunque tuvo su apariencia de fundamento, y necesita explicación. Es cierto que Felipe V dio el buen ejemplo de no querer solemnizar con su presencia un auto general de fe que se había preparado para agasajarle a su venida, y que aquellos terribles espectáculos cesan desde entonces de ser honrados con la asistencia de las personas reales. El desenlace que en los primeros años de su reinado tuvo el célebre proceso inquisitorial del padre Froilán Díaz, confesor de Carlos II, el destierro del inquisidor general Mendoza, la reposición de los consejeros injusta y violentamente separados, y la absolución del cándido e inocente Fray Froilán, víctima arrancada a los furores de una reina vengativa y de un inquisidor fanático, hizo esperar que hubiese llegado la hora de desaparecer la omnipotente influencia de aquel tribunal adusto ante la supremacía de la jurisdicción real, y algo en efecto se alteró el tono y colorido de aquella institución poderosa.
Ya se comenzaba a susurrar que la Inquisición, útil en España cuando estaba infestado el reino de moriscos y judíos, carecía de objeto y dejaba de ser necesaria habiendo desaparecido aquellas causas principales de su creación. Las ideas nuevas ni nacen ni triunfan de repente; y esta idea había venido difundiéndose paulatinamente desde el siglo anterior, y más desde que la Junta Magna consultada por Carlos II dio aquel luminoso informe sobre los abusos y usurpaciones de poder por parte del Santo Oficio. Había pues ya cierta predisposición en la opinión de los hombres ilustrados del país, cuando la princesa de los Ursinos, en el tiempo que tuvo en sus manos el timón de la política española, concibió el proyecto de encomendar las causas de fe a la jurisdicción natural de los ordinarios. Hay quien afirma que estuvo preparado ya el decreto cuando ocurrió la famosa cuestión del Pedimento de Macanáz. Pero la venida de Isabel Farnesio en aquella ocasión crítica, y con ella la influencia y entronización del partido ultramontano, no solo frustró aquel atrevido designio, sino que fue principio de una reacción en esta materia, como lo fue de un cambio general en todo el sistema político.
Desde la salida de la princesa de los Ursinos, ni una medida, ni una sola disposición se encuentra que tienda a moderar el poder de aquella institución terrible. Al contrario, el Santo Oficio comienza a funcionar con el rigor de los siglos anteriores. Macanáz es procesado por la Inquisición, y aunque después se evidencia que el procedimiento ha sido infundado e injusto, aquel hombre ilustre sufre mortificaciones sin cuento, y es mártir de la debilidad de un rey que no puede pasar sin sus consejos, pero que no tiene valor para detener el brazo de sus sacrificadores. En 1715 tiene Felipe la flaqueza de firmar un decreto confesando haber procedido por consejos siniestros de malos ministros, condenando implícitamente la defensa de sus regalías hecha por Macanáz. No le bastó a la Inquisición perseguir y condenar las obras y los autores que participaran de las doctrinas y de las ideas del docto jurisconsulto; se prohibió hasta la Historia Civil de España del padre Fray Nicolás de Jesús Belando, dedicada al mismo Felipe V, porque era apologista de Macanáz, aunque se daba por causa ostensible que contenía proposiciones temerarias, escandalosas, depresivas de la autoridad y jurisdicción del Santo Oficio.
Pero lo que hizo notable en esta materia el reinado del primer Borbón fueron los numerosos autos de fe que en él se celebraron. Cuéntanse hasta setecientos ochenta y dos, y sobre catorce mil personas las que en ellos sufrieron sentencias y penas más o menos leves o graves. Aunque con menos aparato escénico y con menos espectáculo que los anteriores, las penitencias y los castigos nada se suavizaron, y los pertinaces y relapsos continuaban siendo relajados y derretidos en el brasero, en persona o en estatua. De la severidad de este último y horrible suplicio no se libertaba ni la decrépita viuda de noventa y cinco años, ni la doncella de quince, ni el simple guardador de ganado, ni la humilde lavandera; que no había ni edad, ni sexo, ni estado, ni profesión, ni oficio, ni disposición intelectual, que bastara a poner a cubierto de una acusación de herejía, y de un sambenito y una sentencia de cárcel, de galera, de azotes, de confiscación o de hoguera{1}.
Solo en el reinado de Fernando VI comenzaron a aplacarse los rigores de la Inquisición. A pesar de la extensión del índice expurgatario de 1747, en cuyo largo catálogo se incluían como prohibidas varias producciones del religioso y venerable Palafox, y se anatematizaban obras que corrían con la aprobación de la Santa Sede, las ideas habían ido sufriendo una modificación favorable a la expansión del pensamiento, y opuesta a la esclavitud del rigorismo inquisitorial. El gusto literario que renacía entonces a la sombra de la protección de los monarcas, la buena crítica que comenzaba a desarrollarse, el espíritu de las obras extranjeras que se daban a conocer, todo se rebelaba ya contra el encarcelamiento y la tortura en que se había tenido al pensamiento en los siglos anteriores. Los concordatos de 1737 y 1753 descubrieron que había muchos puntos de doctrina controvertibles, y sobre los cuales cabía una discusión lícita y una libertad razonable de pensar, cuando años antes no se había podido ni escribir ni hablar de ellos sin sospecha de irreligión o sin nota de impiedad. Ya se hablaba con desembarazo y como de cosa corriente, por ejemplo, de los recursos de fuerza en las causas seguidas por jueces eclesiásticos; ya los hombres regularmente ilustrados no se asustaban de las doctrinas de Macanáz, de Chumacero o de Ramos del Manzano; y ya los inquisidores mismos se hicieron más circunspectos en perseguir y procesar por ideas u opiniones que en otro tiempo habían sido tenidas por sospechosas y semi-heréticas, y luego se encontraban como legítimas en las cláusulas de alguno de los concordatos.
Así, poquísimas personas notables fueron ya procesadas por la Inquisición en el reinado de Fernando VI; cesaron los autos generales de fe, y los particulares apenas llegarían entre todos a treinta y cuatro en los trece años que reinó aquel monarca, y entre todos los que sufrieron castigo no pasaron de diez los relajados. Hasta otro carácter tomó la Inquisición, y sus ministros tomaron otro campo en que mostrar su celo. No existiendo ya protestantes ni moriscos, y hablándose apenas de judaizantes, dio al Santo Oficio materia nueva en que ejercitarse la Francmasonería, asociación misteriosa y rara recientemente introducida en España, que se hizo sospechosa a los buenos católicos, y contra la cual había expedido Clemente XII bula de excomunión, y Felipe V una ordenanza real. Varios miembros de logias fueron presos y condenados a galeras. También los ocuparon mucho las cuestiones de Jansenismo y Molinismo. Los jesuitas daban el dictado de Jansenistas a los que no admitían la opinión de Molina en el tratado de gracia y libre albedrío, y aun a los canonistas que daban la preferencia a los cánones y concilios de los ocho primeros siglos de la Iglesia sobre las bulas pontificias, y ellos a su vez aplicaban a los jesuitas el de Molinistas o de Pelagianos, y uno y otro partido se acusaban recíprocamente de proposiciones erróneas, falsas, mal sonantes, o con sabor de herejía.
El proceso más notable de Inquisición que hubo en el reinado de Fernando VI fue el que se formó al sabio benedictino Fr. Benito Gerónimo Feijoo, delatado varias veces y a diferentes tribunales del Santo Oficio por las doctrinas vertidas en su Teatro Crítico y en sus Cartas Eruditas. El más notable, decimos, así por la calidad de la persona y las materias de las delaciones, como por el desenlace satisfactorio para él y para la humanidad que aquellas tuvieron. En efecto, el eruditísimo escritor que tan valerosamente acometió la magna empresa de desterrar la multitud de preocupaciones en que el vulgo yacía sumido a consecuencia de tantos años de fanatismo y de rigor inquisitorial; el que tan docta, pero tan desembozada y atrevidamente escribió contra el exceso de días festivos en España, contra la hipócrita devoción, los falsos milagros y las profecías supuestas, habría en otro tiempo, y no muy remoto, sufrido por cualquiera de sus muchas proposiciones todo el ceño y toda la severidad de las sentencias y de los castigos del formidable tribunal. Ahora el Consejo de Inquisición hizo justicia a la pureza del catolicismo de aquel esclarecido escritor, y le libró de las cárceles secretas. El mismo monarca de real orden impuso silencio a sus impugnadores, y mandó al Consejo no permitiera imprimir nada contra el hombre cuyos escritos le agradaban tanto.
El proceso del P. Feijoo es el verdadero término que deslinda el punto en que acaba la antigua omnipotencia del poder inquisitorial en España y el principio de la libertad del pensamiento, que comienza a entrar en ejercicio, aunque todavía trabajosamente y entre oscilaciones y luchas. Fernando VI deja en esto, como en muchas otras materias, señalado y allanado el camino a Carlos III.
IX
Al compás que la ilustración se propagaba y que se iba dando más expansión al pensamiento, iban siendo también más abiertas y más expansivas las costumbres públicas, en las cuales se refleja siempre la marcha de la civilización de un pueblo. A proporción que el adusto tribunal de la Inquisición iba desarrugando su torvo ceño, el carácter español, de suyo abierto y hasta jovial, iba deponiendo también aquella cautelosa reserva, aquel sombrío retraimiento, aquella mística exterioridad parecía a la hipocresía, a que por tanto tiempo le había forzado el temor de cometer tal acción, o de soltar, por escrito o de palabra, tal expresión o idea que pudiera ser torcidamente interpretada de sospechosa y denunciada al Santo Oficio.
No es que las costumbres públicas de España en este período adquirieran aquella soltura que se semeja a la licencia y produce el escándalo. Es que la sociedad española, sin dejar de ser religiosa como lo eran sus reyes, a cuyo ejemplo se modelan por lo común las costumbres populares, iba deponiendo aquella especie de afectación exterior de santurronería que no suele corresponder a la verdadera religiosidad, y que unas veces es el homenaje forzado que se tributa a un misticismo impuesto por ley, otras veces es el manto con que un resto de vergüenza aconseja encubrir el desbordamiento de la inmoralidad, como lo que llegó a llamarse en Francia gazmoñería real en el licencioso reinado de Luis XIV.
En nada se refleja este espíritu, este carácter de cada época tanto como en los espectáculos que para la recreación honesta de los pueblos aconsejan la necesidad, la prudencia y la política permitir, fomentar o prohibir, según el estado de la ilustración y de las costumbres. Las representaciones escénicas suelen ser un barómetro casi seguro para conocer si una nación está sometida a la tétrica influencia de un gobierno severo y tenebroso, si predomina en la corte y en las regiones del poder la libertad de la relajación, o si la ilustración y la moralidad de los príncipes y de los gobiernos consiente a los gobernados cierto ensanche en sus solaces y recreos dentro de los límites de lo decoroso y de lo lícito. A la vista tenemos tres notables documentos, sobre una misma materia, que nos revelan cuál ha sido el espíritu y la fisonomía impresa a las costumbres de nuestro pueblo en los tres últimos siglos.
A fines del siglo XVI elevó el arzobispo de Granada don Pedro de Castro una exposición el rey Felipe II, pidiéndole que prohibiera las comedias, por los graves males, decía, que de aquellas representaciones se seguían a estos reinos. S. M. la remitió en consulta a don García de Loaisa, y a los padres Fr. Diego de Yepes y Fr. Gaspar de Córdoba. Estos religiosos evacuaron su informe probando con textos de los santos padres e intérpretes de la Sagrada Escritura, San Cipriano, San Clemente de Alejandría, Tertuliano, San Agustín, Salviano, San Epifanio y otros, que las comedias eran una cosa abominable, y que debían desterrarse del reino. Según ellos, en los teatros se representan al vivo los parricidios e incestos, para que no se olviden nunca estas maldades, y sirvan de ejemplo para imitarlas. «Allí se aprende, dicen, el adulterio, las trazas y marañas y cautelas con que han de engañar al marido, y cómo se han de aprovechar del tiempo y de los criados de la casa: y lo peor es que la matrona o doncella que por ventura vino a la comedia honesta, movida de la suavidad de los conceptos y ternura de palabras vuelve deshonesta… ¿Qué otra cosa enseñan los ademanes y meneos de los representantes sino torpezas? ¿Qué hará la juventud sino inflamarse en torpe concupiscencia, viendo que se representan semejantes cosas sin empacho…? Y así San Juan Crisóstomo, abominando de las comedias, llama en diferentes lugares a estas representaciones cátedra de pestilencia, obrador de lujuria, escuela de incontinencia, horno de Babilonia, fiesta e invención del demonio para destruir el género humano, fuente y manantial de todos los males… Porque si en las iglesias, donde están los hombres con recogimiento y reverencia, muchas veces los saltea el ladrón de la concupiscencia y mal deseo, ¿cómo es posible que en la comedia, donde sin recato no se ve otra cosa sino mujeres ataviadas y descompuestas, y no se oyen sino palabras torpes, suavidad de voces y instrumentos músicos que ablandan y pervierten los corazones, se pueden escapar de tan domésticos y peligrosos enemigos?» Añaden luego, que habiendo preguntado a un lacedemonio qué pena se imponía a los adúlteros, respondió que en Lacedemonia no había adúlteros ni los podía haber, porque no iban mujeres a las comedias.
Todo el informe, que es muy largo, está en este mismo espíritu y sentido. A consecuencia de esta consulta Felipe II por decreto de 2 de mayo de 1598, último de su reinado, prohibió, bien que con la cláusula de por ahora, que se representaran comedias, ni en teatros, ni en casas particulares, ni en otro lugar alguno.
Cerca de un siglo más adelante, en 1672, en virtud de consulta hecha por el presidente del Consejo a la reina regente, madre de Carlos II, sobre el uso de las representaciones teatrales, la reina pasó la consulta, no ya a tres solos religiosos como Felipe II sino al Consejo pleno, compuesto casi todo de seglares, aunque en él entraban todavía el confesor del rey, un fraile trinitario y un jesuita. En 1672 el Consejo usó ya de otro lenguaje muy diferente del de 1598. «La junta reconoce, decía, cuán justos son los motivos políticos de divertir con algunas fiestas o entretenimientos al público, aliviándole por este medio prudente el peso de los ahogos y la melancolía de sus disgustos, y que a este fin en todas las repúblicas bien ordenadas se introdujeron fiestas, juegos y regocijos públicos, que siendo con templanza y decencia no los ha condenado nunca ni la censura más estrecha y rigorosa. Reconoce también que el uso de las comedias, considerado especulativamente, contenido solo en los términos de una representación honesta, y abstraído de las circunstancias con que se practican en España, le tiene por lícito o indiferente el sentir común de los autores, así teólogos como juristas. Pero que excediéndose, o en las palabras o en el modo, por el tiempo, por el lugar o por las personas, se hace ilícito, y toca a la obligación del buen gobierno su prohibición.
Hasta aquí nada más razonable y prudente que esta parte del informe. Examina luego el Consejo los abusos de que en aquella época adolecían las representaciones dramáticas en España, ya por las materias que solían constituir su argumento, ya por la profanidad y lujo de las galas con que dice se ataviaban los actores y actrices, y ya principalmente por la licencia con que indica vivían los que se ejercitaban en aquella profesión. Pasa después a hacer una breve reseña de las vicisitudes de estos espectáculos en España, y dice: «Comenzaron las comedias, o en los últimos años de los Reyes Católicos, o poco después en tiempo del señor emperador Carlos V; tomaron entera forma en el del señor rey don Felipe II y habiéndose empezado a reconocer en el uso de ellas los inconvenientes que hoy se experimentan, aquel gran juicio vestido de santas experiencias y desengaños en el año último de su reinado por decreto de 2 de mayo de 1598 las mandó prohibir en todos sus reinos. Alterose esto con su muerte, que habiendo sucedido a 13 de setiembre del mismo año hizo lugar a que se oyesen las instancias que se hicieron por parte de los comediantes, y de las personas que tenían por su cuenta el cuidado de los hospitales, pretextando con el socorro de estos la conveniencia de que se volviese a permitir el uso de las comedias, y en diciembre del mesmo año se mandó así, primero con que no representasen las mujeres, y después con que pudiesen representar solo las mujeres y hijas de los comediantes. Fuéronse experimentando después de esta nueva permisión los mesmos perjuicios que habían obligado antes a prohibir las comedias, y en la junta de reformación que se formó el año de 21, habiendo empezado a reinar S. M. el rey N. S. (que santa gloria haya), se hicieron varias prevenciones para moderar abusos que se habían introducido, y no habiendo bastado se volvieron a prohibir absolutamente, y lo estuvieron algunos años hasta el tiempo que refiere a V. M. en su consulta el presidente del Consejo; y habiéndose permitido desde entonces, se volvieron a mandar cesar por decreto de V. M. de 22 de setiembre del año pasado de 65, hasta que el rey N. S. (Q. D. G.) estuviese en edad de ordenar lo que conviniese. En este estado, a instancia de la villa de Madrid, con los motivos de los socorros de los hospitales, divertimiento del pueblo, y celebridad de las fiestas del Corpus, que son los mesmos con que se ha defendido siempre el uso de las comedias, se han vuelto a introducir, y cada día se acredita más el inconveniente con que se permiten.»
Fundado en estas y otras semejantes consideraciones el Consejo, fue de parecer que convenía y se debía de prohibir el uso de las comedias absolutamente. Esto, que no nos maravillaría en la tétrica dominación de Felipe II, nos parecería muy extraño en la época de la desarreglada corte de Carlos II y de la regencia de doña Mariana de Austria, de la privanza de Valenzuela y las intimidades del duende de palacio, en que el favorito de la reina y el árbitro de la nación era un autor de comedias, y en que el pueblo gozaba gratis del espectáculo cuando se representaban las comedias del favorito; si no reflexionáramos que aquella disipada corte era la misma en que se celebró el tristemente famoso auto general de fe de 1680 en la plaza de Madrid; que aquella corte era la misma en que el rey fue esclavo y mártir de hechiceras, exorcistas e inquisidores: mezcla informe de superstición y de libertinaje, de hipocresía y de escándalo, de encogimiento y de soltura. Al fin en tiempo de Felipe IV, ya que no hubo más moralidad, hubo también menos fingimiento, y el rey, y la reina, y los ministros, no solo no prohibían al pueblo esta clase de distracciones y solaces, sino que ellos mismos representaban comedias, y lo que era peor, convertían el palacio en coliseo, y hacían gala de vivir como los del oficio.
En la juiciosa corte de Fernando VI es donde se ve ya huir prudentemente de ambos extremos. Con ser el rey tan propenso a la melancolía, no condena ni para sí ni para su pueblo unas recreaciones que pueden ser indiferentes, honestas y hasta útiles. Pero morigerado sin hipocresía, ni las acepta ni las permite sino procurando depurarlas de los abusos y de los vicios que las hacían nocivas. Ni las prohíbe como Felipe II, ni las adopta con todos sus escándalos como Felipe IV, ni las condena por un fingimiento de virtud como la madre de Carlos II. Ya no se oía llamar a las representaciones escénicas invención de Satanás, cátedra de pestilencia, obrador de lujuria y horno de Babilonia: la ilustración y el buen sentido se sublevaban ya contra tan absurdas calificaciones. Fernando VI, hombre de costumbres puras, no solo no hacía escrúpulo de deleitarse con las dulces melodías del cantor Farinelli, y de honrar y distinguir públicamente al célebre artista, sino que no le tuvo tampoco en que se diesen en su propio palacio funciones líricas y coreográficas por compañías organizadas de artistas de uno y otro sexo, traídos de fuera, sin menoscabo del decoro áulico, y sin que la maledicencia o la preocupación encontraran motivo razonable de censura contra la decencia y la moral del palacio y de la corte.
Permitiendo estas diversiones al pueblo y franqueándole los teatros, lo hizo con las discretas precauciones que la ilustración y la prudencia aconsejaban, procurando corregir y remediar los abusos de que adolecían entonces estos espectáculos, y que habían dado pretexto a la intolerancia para llamarlos escuela de inmoralidad, convirtiéndolos en recreación honesta, y hasta provechosa. Las ordenanzas de Fernando VI, expedidas en 1753, con el título de Precauciones que se deben tomar para la representación de comedias, y debajo de cuya puntual observancia se permite que se ejecuten, dan una cabal idea, así de la ilustración y de la prudencia del rey, como de la índole, carácter y estado de estas fiestas en aquel tiempo, y de la marcha y progresos que iba haciendo la civilización en las costumbres públicas. Por la indicación de algunos de sus artículos se verá la manera como se comenzó a regularizarlas.
1.º Que para evitar los desórdenes que facilita la oscuridad de la noche en concurso de ambos sexos, se empezarán las representaciones en los dos Corrales (los teatros del Príncipe y la Cruz que ya entonces existían) a las cuatro en punto de la tarde desde pascua de Resurrección hasta el día último de setiembre, y a las dos y media desde 1.º de octubre hasta Carnestolendas, sin que se pueda atrasar la hora señalada con ningún pretexto ni motivo, aunque para ello se interese persona de autoridad; cuidando los autores por su parte de no hacer inútil esta providencia con entremeses y sainetes molestos y dilatados, proporcionando el festejo y ciñéndole al término de tres horas cuando más, que es el suficiente a la diversión, y a que se logre el fin de salir de día.
2.º Que la tropa que va a auxiliar al alcalde, repartida en las puertas de los Corrales, no permita que los coches se detengan después que se apeen sus dueños, y los haga salir de la calle para ponerse en carrera en los sitios acostumbrados, guardando el mismo orden al salir de la comedia, y dejando el del alcalde en la callejuela más próxima, como es estilo, para que le tenga pronto en cualquiera urgencia que se le ofreciere del real servicio.
4.º Que no deje entrar en los Corrales ni estar en ellos persona alguna embozada, con gorro, montera ni otro disfraz que le oculte el rostro, pues todos deberán tenerlos descubiertos para ser conocidos, y evitar los inconvenientes que se ocasionan de lo contrario.
7.º Que ningún hombre entre en la Cazuela con pretexto alguno, ni hablen desde las gradas y patio con las mujeres que estuvieren en ella; y a la salida de la comedia no se permitan embozados en los tránsitos de los aposentos, repartiéndose en ellos ministros y soldados que lo embaracen, y los lances que de lo contrario se pueden originar.
8.º Que en los aposentos principales (hoy palcos), segundos, terceros, ni alojeros no ha de haber celosías altas, y que la gente que los ocupe esté con la decencia que corresponde, sin capa los hombres, y sin que las mujeres se cubran los rostros con los mantos.
15.º Que respecto a no tener el vestuario del Corral de la Cruz cuarto o sitio separado para vestirse y desnudarse las cómicas, ejecutándolo a la vista de los cómicos, lo que no sucede en el del Príncipe por haber en él la separación correspondiente, se pondrá para lo sucesivo en el de la Cruz igual precaución y decencia.
18.º Que no se pueda en adelante representar en alguno de los dos Corrales comedias, entremeses, bailes o sainetes, sin que primero se presenten por los autores de las compañías al vicario eclesiástico de esta villa, o persona que a este fin destinase el arzobispo gobernador de este obispado, obteniendo su permiso, que se ejecutará sin alguna excepción, aunque antes de ahora se hubiesen representado al público sin este requisito, y estuviesen impresas con las licencias necesarias.
19.º Que en la ejecución de las representaciones, y con particularidad en las de los entremeses, bailes y sainetes, pondrán el mayor cuidado los autores de que se guarde la modestia debida, encargando a los individuos de sus Compañías en los ensayos el recato y compostura en las acciones, no permitiendo bailes ni tonadas indecentes y provocativas, y que puedan ocasionar el menor escándalo.
20.º Que igualmente serán responsables los autores a la nota que pudiere causar cualquiera cómica de su Compañía, que saliere a las tablas con indecencia en su modo de vestir, sin permitir representen vestidas de hombre sino de medio cuerpo arriba…
¡Cuánta distancia entre el espíritu de estas ordenanzas y el que dictó las consultas y los decretos de Felipe y de Carlos II! A los que juzgando por las restricciones que aun se ponían al ejercicio de estos espectáculos a mediados del siglo XVIII, a los que viéndolos todavía sometidos a una censura puramente teocrática, puedan pensar que se había adelantado poco en esta materia, nos cumple hacerles observar que era España en aquella época una de las naciones en que se hacían más esfuerzos por desterrar anteriores preocupaciones, y por regularizar estos honestos recreamientos. En Italia los eclesiásticos que predicaban la cuaresma los prohibían a los fieles: el padre Tornielli privó de la asistencia al teatro a los habitantes de Novara, y Ginebra no permitía que se estableciese teatro dentro de la ciudad.
Los que hemos alcanzado otros tiempos, estos tiempos en que los soberanos y los gobiernos de las naciones más cultas protegen, fomentan, impulsan estas diversiones que antes se proscribían como una abominación; en que se erigen magníficos y costosísimos coliseos con fondos de las arcas reales o de las rentas del Estado, y se subvencionan y sostienen por el erario público; en que los monarcas someten a la deliberación de las asambleas legislativas la organización y reglamentos teatrales como objeto de leyes de alto interés nacional; en que un actor o una actriz que alcance alguna celebridad acumula en breve tiempo la opulenta fortuna a que nunca logra arribar tras dilatada y penosa carrera ni el sabio que ilustra a la humanidad desde la cátedra de la enseñanza, ni el que encanece haciendo justicia a los hombres en la noble profesión de la magistratura, ni el mismo que por largos años gobierne con acierto la complicada máquina de un estado, tenemos más motivos que nuestros mayores para comparar tiempos con tiempos, y para admirar cómo con el trascurso de los siglos se modifican las ideas, y con ellas las costumbres sociales; cómo han llegado, de modificación en modificación, a trocarse del todo, poniéndose en contradicción las épocas. Ideas hay que una vez descubiertas por la antorcha de una crítica ilustrada se puede asegurar que estarán perpetuamente en el catálogo de las verdades: ¿pero habrá igual seguridad de que respecto de otras no se incurra en extremos opuestos, igualmente distantes de la verdad y de la justicia? ¿Podemos estar ciertos de que la civilización va siempre bien encaminada y de que no se extravía nunca? De esto podrán juzgar mejor que nosotros los que después que nosotros vengan a juzgar el presente y los anteriores siglos.
X
En algunos capítulos de la narración histórica de estos dos reinados, indicamos ya como uno de los mayores y más apreciables beneficios que España recibió del advenimiento de la dinastía borbónica la restauración literaria que comenzó a verificarse desde principios del siglo. En efecto, la España que después de haber trasmitido su resplandor literario del siglo XVI a Francia y a otras naciones, había ido quedando en una oscuridad lastimosa por las causas que en diferentes lugares hemos explicado, recibe a su vez en el siglo XVIII de aquella misma Francia la claridad que en otro tiempo ella le había comunicado, con las modificaciones y las formas que el progreso intelectual siempre creciente imprime en cada época a la ilustración literaria. Las mil lumbreras de gloria de que Luis XIV había sembrado la Francia, los laureles con que la mano de aquel soberano había coronado los ingenios, no fueron ejemplo perdido para los príncipes de su familia que vinieron a regir los destinos de la nación española. Protectores decididos de las letras los primeros Borbones de España, comenzaron bajo su amparo las ciencias y las artes a sacudir el marasmo y a salir de la esclavitud en que habían estado sumidas en los últimos tiempos. Gloria será siempre de la primera mitad del siglo XVIII y de los soberanos que en ella reinaron la creación de esos cuerpos literarios, que son al propio tiempo manantiales fecundos y depósitos perennes del saber; focos inagotables de luz, que están produciendo y alumbrando perpetuamente sin morir ni agotarse nunca a semejanza del sol.
Nacen, pues, en España bajo los dos primeros Borbones las Reales Academias de la Lengua, de la Historia y de las Nobles Artes. En Madrid, en Barcelona, en Cervera, en Sevilla, en Cádiz, en varios otros puntos de la Península, se levantan y organizan casi simultáneamente otras academias, universidades, escuelas y colegios, de medicina, de náutica, de buenas letras, de jurisprudencia, de ciencias eclesiásticas, de latinidad, de matemáticas, de casi todos los ramos de los conocimientos humanos; y casi todas nacen con una robustez que les augura larga y próspera vida. Más de un siglo ha que viven, y vivirán muchos más, estas asociaciones de hombres doctos, que comunican su actividad a todas las inteligencias, y que sin embarazar los esfuerzos individuales enriquecen las letras con aquellas obras que solo pueden ser producto de la elaboración lenta de los cuerpos colectivos, y del concurso y cooperación de muchos ingenios y de muchas inteligencias reunidas. Pensose ya entonces en establecer una academia general de Ciencias y Artes; pensamiento grandioso, que acogió gustosamente Fernando VI, y para el cual se dieron los primeros pasos, pero que no pudo tener realización, por falta de auxilios y hasta de hombres, que era todavía muy naciente la restauración literaria para que se hallaran ingenios eminentes en todos los ramos.
¡Cuán poco esfuerzo necesitan los príncipes para ganar el envidiable lauro de protectores de las letras y de la ilustración! Por lo común preexisten y germinan las ideas civilizadoras en los entendimientos destinados en cada época a servir de guía a la humanidad, los espíritus suelen estar preparados, y solo necesitan para su desarrollo aquel impulso, aquel calor, aquella forma y aquella sanción que solamente puede imprimirles la autoridad del poder. Casi todas las academias que en el tiempo a que nos referimos se erigieron tuvieron su origen y su cuna en reuniones, tertulias, y conferencias que privada y espontáneamente celebraban los hombres eruditos para discutir y dilucidar las materias literarias objeto de su respectivo estudio y particular afición. La protección del príncipe venía después, o de propio impulso, o a excitación de aquellos beneméritos varones, a darles organización y regularidad, elevándolas a la clase de instituciones reales, convirtiéndolas en corporaciones del Estado, transformándolas en órganos autorizados de verdades científicas o de mérito artístico. Gloria grande para los hombres ilustres que iniciaron la creación de tan provechosos establecimientos, y loa no pequeña para los soberanos que con su protección y autoridad les dieron desarrollo, importancia suma, vida propia y perdurable!
No podemos dejar de hacer una observación, que sin duda añadirá algunos quilates más a la gloria de Felipe V. Los que de francés y de afecto a las cosas de la Francia motejan a este príncipe, parece no haber reparado en un hecho honrosísimo, que a los ojos de todo español debe ser de un gran mérito. La primera corporación literaria que se erigió y organizó bajo la real aprobación y protección de Felipe V fue la Real Academia Española, cuyo objeto era cultivar, fijar, depurar la lengua castellana. La segunda corporación científica que fundó y protegió con su regia munificencia fue la Real Academia de la Historia, cuyo instituto era perfeccionar la historia nacional. ¿Qué mayor y más honroso testimonio podía dar el príncipe extranjero de que quería y se proponía hacerse español que comenzar creando, protegiendo y fomentando institutos especiales destinados a cultivar, depurar y perfeccionar la lengua y la historia española? ¿Qué más habría podido hacer un príncipe nacido y criado en nuestro suelo? Pero es lo notable que nadie lo hizo antes que él.
Tampoco debemos omitir el nombre de uno de los españoles que más impulsaron al monarca a marchar por aquella gloriosísima senda; del ilustre y esclarecido prócer, que después de haber servido a su patria en cinco virreinatos y desempeñado comisiones importantes en el extranjero, se propuso restaurar la literatura nacional, reunir a los más ilustrados españoles, excitar su celo y su amor a las letras, buscar, como buscó y encontró, en las propicias disposiciones del soberano el fomento que necesitaban, y dar impulso y empuje a aquel movimiento intelectual que comenzó a principios del siglo. Este ilustre magnate, descendiente de otro magnate no menos ilustre, de su mismo título, fue el marqués de Villena, duque de Escalona, don Juan Fernández Pacheco, uno de los nombres que honrarán siempre los fastos literarios de España: el mismo que concibió el proyecto, y proyectos hay en cuya sola concepción cabe gran gloria, de la creación de una Academia universal de Ciencias y Artes.
Hízose extensiva esta afición literaria a las damas de la primera nobleza, cuyos salones y tertulias eran una especie de academias amistosas y de confianza, al modo que en lo antiguo en las épocas más florecientes para las letras había sucedido en Atenas y en Roma, como aconteció en Córdoba en tiempo de la mayor ilustración de los Califas Ommiadas, como en Madrid en la regeneración literaria de los reyes Católicos, y como estaba sucediendo en Versalles y París en el reinado de Luis XIV.
La índole y espíritu de esta restauración literaria no se parece a la que se verificó en el siglo de oro de la literatura española. En el siglo XVI solo pudieron florecer y prosperar aquellos ramos del saber humano que no podían ser objeto ni de la recelosa suspicacia e intolerante severidad de adustos inquisidores, ni de la exquisita vigilancia de un soberano que no sufría la emisión de una idea favorable a la despreocupación. En el siglo XVIII el pensamiento se explaya con cierta libertad por el campo, en otro tiempo vedado, de la política, discurre con cierto desembarazo sobre las atribuciones propias de las potestades espiritual y temporal, ejerce su censura sobre los sistemas y métodos de la enseñanza pública, emplea la crítica sobre las tradiciones más arraigadas en el vulgo y que habían llegado a constituir una especie de credo popular, se ridiculizan las aberraciones y extravagancias de la oratoria del púlpito, se escribe contra la amortización eclesiástica y contra el excesivo número y la relajación de las órdenes religiosas y monásticas; y los autores de estos escritos, si bien todavía arrugaban el ceño inquisitorial y sufrían delaciones y molestias, ahora obtenían absolución, cuando en otro tiempo les habría sido imposible librarse del calabozo, del sambenito y de la hoguera.
Felipe II con la pragmática de Aranjuez de 1559 había establecido una rigurosa aduana literaria, una barrera intelectual entre España y Europa, prohibiendo a todos sus súbditos salir a enseñar ni aprender en colegios ni universidades extranjeras, incomunicando así intelectualmente a España con el resto del mundo. Felipe V y Fernando VI, a imitación de Isabel la Católica, convidan, llaman, traen a España los mejores profesores extranjeros para que enseñen las ciencias y las artes en las escuelas españolas; envían a los más ilustrados de sus súbditos a otras naciones, pensionan jóvenes aventajados, costean viajes a los ya doctos y eruditos, para que recojan de las escuelas, academias, bibliotecas y museos de Roma, de París, de Amsterdam, de Londres, de Bolonia y de otros centros literarios de Europa, los conocimientos, los adelantos, los sistemas de enseñanza, los inventos, los libros, los manuscritos, los instrumentos, todos los medios de civilización y de instrucción, para que los planteen y difundan en nuestros colegios, universidades y academias. ¡Qué diferencia de tiempos y de política!
En las épocas de regeneración, aunque sean muchos ingenios los que concurren a llevar la luz de la ciencia a los entendimientos, suele haber siempre algunos a quienes la providencia parece escoger, dotándolos de más universalidad de conocimientos, de un temple de alma y de una fuerza de espíritu inquebrantable y a prueba de contrariedades, de persecuciones y de infortunios, concediéndoles también una longevidad extraordinaria, para que sean las lumbreras perennes y constantes de todo un largo período, y como la personificación viva de la transición de una a otra época. Tales fueron Macanáz y Feijoo, que ambos sobrevivieron a los dos primeros Borbones, y alcanzaron el reinado de Carlos III, siendo como los dos grandes ejes sobre que giró aquella revolución literaria.
Dotados ambos de gran capacidad, de clarísimo ingenio, de admirable laboriosidad e incansable perseverancia, siguiendo distintos rumbos y senderos, y cultivando diferentes estudios; Macanáz dilucidando las más arduas y elevadas cuestiones de derecho público, estableciendo máximas fundamentales para la buena gobernación política y económica de los estados, disertando, fallando o proponiendo sobre materias de religión, de disciplina, de legislación, de gobierno, de historia y de diplomacia; Feijoo combatiendo errores y preocupaciones vulgares, impugnando los falsos sistemas filosóficos, criticando el atraso y los abusos de la enseñanza y proponiendo sus remedios, despertando la afición al estudio de las ciencias exactas, proclamando los fueros de la razón, atacando el escepticismo, desentrañando en fin las cuestiones de ciencias y artes de más importancia y de más útil e inmediata aplicación al uso de la vida: el hombre de estado y el fiscal del Consejo dirigiendo representaciones a los reyes, escribiendo los Auxilios para gobernar bien una monarquía católica y publicando Informes y Alegaciones jurídicas; el monje benedictino dando a luz el Teatro crítico universal y los Discursos varios de todo género de materias; el hombre del siglo enriqueciendo la historia patria con exactísimas Memorias de los sucesos en que él mismo había sido actor; el hombre del claustro desvaneciendo al pueblo las preocupaciones de un fanatismo inveterado: el uno proscrito en tierra extraña dirigiendo desde el destierro las negociaciones diplomáticas de Europa, sosteniendo con la pluma las regalías de la corona de España, derramando en volúmenes sin cuento su vasta erudición y su severa crítica sobre las doctrinas, controversias y verdades de más alto interés social, y sobre los males y daños que a España, a su iglesia y a su rey habían causado los extranjeros; el otro desde la humilde celda de un monasterio de Oviedo ridiculizando con no menos sazonada crítica las artes divinatorias, la creencia en brujas, duendes y zahoríes, declamando contra la prueba del tormento en los juicios, desterrando la falsa idea de la senectud moral del mundo, predicando contra los excesos que se cometían en romerías y peregrinaciones; mutuos admiradores uno de otro, los dos fueron astros de inagotable luz que brillaron en distintos puntos del horizonte español, ambos sufrieron con espíritu fuerte los rudos ataques y las violentas impugnaciones que les dirigió la ignorancia, la preocupación o la envidia, pero ambos libraron al pensamiento de la esclavitud en que le tenía el fanatismo, y entre los dos hicieron en favor de la vida intelectual de España lo que parecía no podrían muchos hombres en más de un siglo.
Al lado de estos dos esclarecidos ingenios ocupa también un lugar honroso y distinguido el erudito y laborioso valenciano don Gregorio Mayans y Ciscar; a cuyo mérito hicieron más justicia los extranjeros que sus compatricios y contemporáneos. Aunque su carrera había sido la jurisprudencia, enriqueció la república literaria con multitud de obras, en latín y en castellano, de gramática, de retórica, de oratoria sagrada, de filosofía moral, de derecho, de historia y de crítica literaria, y comenzó, adicionó y publicó las de otros autores que le habían precedido. En el atraso lamentable en que se hallaban las letras al principio del siglo, los que se propusieron restaurar la dignidad intelectual del país y se sentían con cierta fecundidad de genio, se dejaron llevar de cierto afán de escribir de todo, como si quisieran resucitar a un tiempo todos los ramos del saber. Entre las muchas producciones del bibliotecario Mayans, merecen sin duda especial mención sus Orígenes de la Lengua Española, obra que mereció larga crítica de los escritores del Diario de los Literatos, y de la cual tuvo que defenderse el autor: su Retórica, que aunque pesada, y no muy acomodada al espíritu de la época, tiene la ventaja de ser un almacén de buenos ejemplos sacados con tino de los mejores escritores españoles: su Examen del Concordato de 1737, y las Observaciones o Comentarios al de 1753, en que discurre sobre los más principales puntos del derecho canónico, en el espíritu regalista que era común a los hombres más ilustrados y doctos de aquel tiempo.
La ciencia del derecho recibió una grande ilustración con la obra de don Pablo de Mora y Jaraba, titulada: Teatro Crítico: Los errores del Derecho civil, y abusos de los Jurisperitos, para utilidad pública. Trata en ella, entre otras cosas, de lo mucho que sobraba entonces en el Derecho civil y de lo muchísimo que faltaba en la Jurisprudencia española, del modo de remediar los males que exponía, y de la nueva forma que convenía dar a los estudios y a los códigos de nuestras leyes: obra que el docto Sempere y Guarinos califica de más difícil y de más mérito que la que el sabio Muratori había publicado con el título de: Dei difetti della Giurisprudencia. Atribúyese también a Mora y Jaraba el célebre informe del Colegio de Abogados al Consejo, en que se prueba que el estado eclesiástico está sujeto a la suprema potestad del rey, no solo directiva sino coactivamente, como los demás vasallos: y en que se proponía el establecimiento de censores regios en las Universidades no permitir que en los ejercicios públicos se defendieran proposiciones que se atacaran las regalías de la corona.
No carecían tampoco de cultivadores otras ciencias cuyo atraso se sentía en España. Martín Martínez, citado ya por nosotros en otra parte, fue el primer reformador de los estudios de medicina, anatomía y física. El sabio médico Piquer, que en su juventud se atrevió ya a publicar su Medicina vetus et nova, en que combatía a los sistemáticos galenistas, dio a luz más adelante la Física moderna, racional y experimental; el Tratado de Calenturas según la observación y el mecanismo, y las Obras selectas de Hipócrates ilustradas por él para uso de la juventud; juntamente con otras obras y discursos sobre medicina y filosofía, que si no llenaban el vacío que en estas materias se sentía, no era poco en aquel tiempo el dejar ya el peripatetismo. Y entretanto desde el fondo de un claustro el monje cisterciense Fr. Antonio José Rodríguez, por una parte en sus Paradojas físico-teológico-legales atacaba a ejemplo de Feijoo las preocupaciones del vulgo en punto a hechicerías y otras maniobras diabólicas, por otra en su Palestra crítico-médica ilustraba al público disminuyendo el crédito de la medicina sistemática que dominaba entonces, y contribuyó mucho a preparar la revolución hacia el más recto estudio de aquella facultad tan útil al género humano.
Inmenso servicio hicieron a la ciencia astronómica, a la geografía y a la náutica los célebres marinos españoles don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa, publicando la Relación histórica de su viaje a la América Meridional, hecho de orden del rey, para medir algunos grados del Meridiano terrestre, y venir por él en conocimiento de la verdadera figura y magnitud de la tierra, con otras varias observaciones astronómicas y físicas. Ulloa acreditó en otras obras posteriores sus vastos conocimientos astronómicos y físicos, y del Examen marítimo que publicó después don Jorge Juan llegó a decir tiempos adelante el Instituto Real de Francia que era el tratado más profundo y más completo que se había escrito sobre la materia. Hubo ya entonces quién concibió el pensamiento de escribir la Historia de nuestra Marina, para la cual parece quiso sirviese como de introducción el libro que dio a la estampa con el título de Antigüedad marítima de la república de Cartago, con el periplo de su general Hannon. El autor de esta obra y de aquel pensamiento era un joven que asomaba entonces a la república de las letras y había de ser después uno de sus más brillantes ornamentos; era don Pedro Rodríguez Campomanes.
Otro español viajaba entonces por Europa de orden del gobierno con objeto de adquirir conocimientos y noticias en las ciencias naturales, y con el propósito de establecer después en España una academia consagrada a su estudio y propagación. Este español, que trajo al recién creado Seminario de Nobles una rica colección de instrumentos y máquinas, y que promovió la formación de un real Jardín de plantas en la capital, cuya dirección se le confió, era el sabio naturalista don José Ortega, farmacéutico mayor de los reales ejércitos, y subdirector del Jardín Botánico de Madrid.
Este sistema de viajes científicos adoptado por los primeros monarcas de la dinastía borbónica en España, costeados por el gobierno y encomendados con tino a los hombres que habían dado ya pruebas de capacidad y de aplicación, fue uno de los elementos más eficaces de la regeneración literaria, y produjo visibles adelantos en las ciencias y las artes. Pérez Bayer, profesor de lenguas orientales en Salamanca, bibliotecario mayor del rey y preceptor de los infantes, después de haber copiado y ordenado en Toledo las inscripciones y documentos hebraicos, pasa a Italia a visitar y estudiar las bibliotecas, traba relaciones de amistad con los más eminentes profesores de aquellas universidades, recoge monedas rarísimas, adquiere preciosidades literarias, registra los códices de la Biblioteca Vaticana, y rico con todas aquellas adquisiciones escribe su tratado de Nummis hebræo-samaritanis, que arranca los mayores elogios a los más célebres anticuarios extranjeros; y hace después un Catálogo completo de los preciosos manuscritos, castellanos, latinos y griegos de la biblioteca del Escorial, al modo que Casiri había hecho el de los Códices arábigos con el título de Biblioteca arabico-hispana Escurialensis. De este modo un docto italiano traído a España y un docto español enviado a Italia daban a conocer la riqueza literaria que encerraban los preciosos manuscritos del riquísimo depósito del monasterio de San Lorenzo. ¡Qué diferencia de estos tiempos a aquellos en que los consejeros de Estado (mediado era el siglo XVII) aconsejaban al rey «que mandara quemar todos los libros arábigos del Escorial, sin reservar ninguno, y que se ejecutara sin ruido!»
Utilísima y digna de toda alabanza fue la idea de la Comisión general para el examen y reconocimiento de los archivos del reino, y para la investigación, clasificación y copia de los documentos más importantes para la historia eclesiástica y civil de España; y habría sido más provechosa la empresa si todos los comisionados hubieran desplegado igual laboriosidad y celo, y si el gobierno hubiera correspondido con más largueza y menos desdén, y aún con menos ingratitud, a los que con recomendable afán y suma inteligencia descubrieron manuscritos preciosos, desenterraron e hicieron conocer códices raros e ignorados, y ordenaron ricas colecciones de documentos auténticos. En otra parte mencionamos ya los nombres de los literatos que fueron destinados a cada uno de los puntos de la Península, y dimos el lugar preferente que merecía al del Padre Burriel, encargado de la dirección y combinación de los trabajos de todos, y a cuya exquisita y asidua diligencia se debió, entre otros importantes descubrimientos, el de algunas actas inéditas de Concilios españoles, la copia del Código Gótico en cuatro tomos en folio, que cotejó con todos los manuscritos que de él existían, la de la Colección de los antiguos cánones de la Iglesia española, probando que la de Isidoro Mercator no había sido nunca recibida, ni aun fraguada en España, hasta la invención de la imprenta, la de algunas Biblias rarísimas, y otra multitud de documentos originales en número de cerca de dos mil que reunió en pocos años aquel laboriosísimo investigador. ¡Lástima que su comisión por causas desagradables hubiera cesado tan pronto, y lástima todavía mayor que no se hubiera realizado el gran pensamiento del ministro Carvajal de ordenar y organizar todos los archivos, así diplomáticos como judiciales del reino!
Un hombre de ilustre cuna y de la alta nobleza de España, que andaba mezclado en las empresas y viajes literarios con los religiosos de las órdenes monásticas, enriquecía la literatura española con la Relación de su viaje hecho de orden del rey, y con la Noticia de una historia general de España hasta 1516, extractada de los escritores y monumentos recogidos durante aquel viaje; publicaba los Anales de la nación española desde el tiempo más remoto hasta la entrada de los romanos; daba a luz el Ensayo sobre los alfabetos de las letras desconocidas que se encuentran en las más antiguas medallas y monumentos de España; acreditaba sus conocimientos en numismática con las Conjeturas acerca de las medallas de los reyes godos y suevos, y su fina y juiciosa crítica con los Orígenes de la poesía castellana. El fecundo autor de estas y otras producciones que la naturaleza de nuestro trabajo nos obliga a no enumerar aquí, era el erudito don Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores, regidor perpetuo de Málaga, académico de la Historia de Madrid, y de la de Inscripciones y Bellas Letras de París.
No extrañamos que Velázquez no encontrara sino dos autores de su tiempo que poner en el catálogo de los buenos poetas castellanos, a saber, don Ignacio Luzán y don Agustín Montiano. Pues, sin que pretendamos ahora juzgar del mérito respectivo entre Montiano y otros que entonces cultivaron la poesía, es lo cierto que a excepción del aragonés Luzán que con su poética fundó y creó una nueva escuela y remedió en parte el mal gusto y la decadencia de la poesía, «sujetándola a los preceptos que usaban las naciones cultas,» fueron bien efímeros y escasos en aquel período los adelantos en este ramo de la literatura, el más floreciente en los siglos XVI y XVII. Algunos ingenios habían hecho esfuerzos y tentativas desgraciadas. El deán Martí, tan docto en otras materias, estuvo lejos de ser feliz en los asuntos y en la forma de sus producciones poéticas. No lo fue más don Francisco Artigas en el Epítome de la elocuencia española, escrito en trece mil versos malos o medianos. El conde de Saldueña en su Pelayo, Moraleja en El Entretenido, Ortiz en las Noches alegres, don Pedro Silvestre en La Proserpina, don Miguel Reina en La Elocuencia del Silencio, Gerardo Lobo, Benegasi y Luxan en sus Colecciones, y otros que pudieran citarse, no sacaron las musas del abatimiento, ni mejoraron el depravado gusto que había inficionado el Parnaso español, y que duró casi toda la mitad del siglo XVIII. Y solo en tal cual ocasión aparecía alguna composición feliz, como la Sátira contra los malos escritores, que se publicó en el Diario de los Literatos con el seudónimo de Jorge Pitillas, ya fuese su verdadero autor don José Cobo de la Torre, como afirman unos, ya lo fuese don José Gerardo Hervás, como pretenden otros.
En cambio seguían progresando los estudios serios, formando el carácter de esta restauración literaria más las obras de investigación y de utilidad histórica que las de amenidad y recreo. El infatigable agustiniano Fr. Enrique Flórez con su Clave Historial, abría, como decía él, la puerta a la Historia eclesiástica y política, descifrando y fijando la cronología de los papas y emperadores, de los reyes de España, Italia y Francia, del origen de las monarquías y concilios. Recogía y publicaba, con dibujos y eruditas explicaciones, las Medallas de las Colonias, Municipios y Pueblos antiguos de España; y sin mencionar ahora otras muchas obras que después de la muerte de Fernando VI siguieron saliendo de su docta y fecunda pluma, antes del fallecimiento de aquel monarca había ya dado a luz quince volúmenes de su España Sagrada, preciosa colección y riquísimo arsenal de noticias, documentos, disertaciones críticas y opúsculos interesantes para ilustrar la historia eclesiástica de España, y aun su historia política y civil; vasto y costosísimo trabajo, destinado a no perecer nunca, y a ser consultado siempre con provecho por los curiosos y aun por los sabios.
La crítica se cultivaba ya con éxito, y las polémicas entre los literatos producían utilísimos frutos para la depuración de las verdades científicas y morales. Contra el Teatro Crítico de Feijoo se habían publicado mas de cien impugnaciones en opúsculos, folletos y papeles sueltos, bien que sin fondo y sin juicio, y llenos de improperios y de injurias, como producto de despechados autorzuelos, envidiosos de la gigantesca reputación que aquel sabio monje se había granjeado en la república literaria. Contra esta chusma de escritorzuelos, o maldicientes o fanáticos, escribió otro monje, discípulo de Feijoo y de su mismo hábito, la Demostración crítico-apologética del Teatro Crítico-universal, en dos tomos en cuarto. La defensa del Padre Sarmiento, que este era el nombre del docto discípulo de Feijoo, fue digna de la obra y de la fama de tan gran maestro.
Tras la corrupción de la poesía había venido la corrupción de la oratoria sagrada. El gusto depravado del tiempo de la decadencia había contaminado lastimosamente a los ministros del Evangelio, y aunque no faltaron en España doctos predicadores que preservados del general contagio sostuvieron con honra la dignidad de la elocuencia del púlpito, es por desgracia indudable que un gusto extravagante y ridículo se había apoderado de la mayor parte de los que en aquel tiempo ejercían el alto ministerio de predicar desde la cátedra del Espíritu Santo la palabra divina, sembrando y derramando a granel en sus sermones frases ampulosas, alambicados conceptos, hipérboles y antítesis gongorinas, metáforas huecas, textos improcedentes, latines retumbantes y a veces semi-bárbaros, alusiones grotescas, mezcla informe de sentencias sagradas y profanas, palabras bajas, chocarreras, y hasta indecentes, y todo lo que más reprueba y condena la dignidad y el decoro de la oratoria del púlpito. Contra esta plaga de malos predicadores se levantó, al modo que lo hizo Cervantes en otro tiempo contra la manía extravagante de los libros de caballerías, un genio crítico, hombre también de hábito y vida religiosa, y cuya pluma era conocida ya por su fina ironía en un libro que había publicado con el título de Día grande de Navarra, describiendo en estilo jocoso las solemnes fiestas con que la ciudad de Pamplona había celebrado la proclamación de Fernando VI. Propúsose pues el P. José Francisco de Isla, que es el jesuita de quien hablamos, combatir con el arma del ridículo aquellos profanadores de la palabra divina, y escribió su Historia del famoso predicador Fr. Gerundio de Campazas, alias Zotes, que desde luego alcanzó gran boga dentro y fuera de España, y con la que recibieron un golpe mortal aquellos malos predicadores. Acaso en toda la obra no hay un concepto más satírico que aquel epígrafe: «Deja Fr. Gerundio los estudios y se mete a predicador.» Verdad es que él solo encierra un compendio de amargas censuras.
Natural era que la ignorancia se sublevara contra una publicación de que recibía tan duro y formidable ataque; se escribieron contra ella algunos papeles, a que contestó el autor, y se apeló al recurso común de la época, a delatarla a la Inquisición como injuriosa al estado eclesiástico con ribetes de herética. Los calificadores opinaron por la prohibición, y en efecto se vedó la lectura del primer tomo, único que se publicó en vida de Fernando VI, pero vino a reducirse a una prohibición casi ilusoria, porque ya se había vendido la edición, y la popularidad que había alcanzado tenía más fuerza en la opinión pública que el edicto del Santo Oficio. Esta era la lucha de entonces. La Inquisición condenaba; el triunfo legal y material era todavía suyo; el moral era ya de la razón y de la ilustración. Los dos ejemplos más visibles de esta transición fueron el Padre Feijoo y el Padre Isla.
Otro de los medios que se emplearon para dar impulso a la restauración literaria en la época que examinamos fue la publicación de papeles periódicos. Cerca de un siglo hacía que en otras partes de Europa se daban a luz esos escritos que con el título de Diarios u otros semejantes facilitan y propagan por el pueblo cierta clase de conocimientos, que pueden ser útiles siempre, y que lo son más en épocas determinadas. Aunque en España se había hecho un mal ensayo con el Duende crítico de Madrid, atribuido a Fr. Manuel de San José, sin duda por el objeto nada laudable ni provechoso de aquella publicación, tuvo ya otra suerte, aunque no completa, el Diario de los Literatos, que se comenzó a publicar en 1737; porque sus ilustrados y juiciosos autores, Salafranca, Huerta y Ruiz, que se propusieron hacer una crítica razonada de los libros útiles extranjeros y españoles, y que gozaron ya de la protección del rey y del ministro de Hacienda, no pudieron sostener mucho tiempo su Diario, por los obstáculos que aún les oponía la ignorancia y la caterva de los malos escritores. Pero el ejemplo no fue perdido; el impulso estaba dado, y al año siguiente dio don Salvador Mañer traducido el Mercurio histórico y político, «en que se contiene el estado presente de la Europa, lo que pasa en todas sus cortes, &c.,» que continuado después por otro, concluyó por tomarlo el mismo monarca de su cuenta. Algunos años más adelante (1752) se tradujeron y dieron a conocer las Memorias de Trevoux para la historia de las ciencias y bellas artes. Tres años después comenzó don Juan Enrique Graef a publicar sus Discursos mercuriales, que eran unas Memorias sobre agricultura, marina, comercio, y artes liberales y mecánicas. Y otros tres años después don Mariano Francisco Nifo, autor de Los engaños de Madrid, y trampas de sus moradores, comenzó a publicar el Diario curioso, erudito y comercial, público y económico, en que trabajó cerca de año y medio, que pasó después a otras manos, y que suspenso algún tiempo resucitó mas adelante con nueva forma, y con artículos de curiosidades, literatura, comercio, economía y noticias particulares. Tales fueron los principios del periodismo en España.
No hemos hecho, ni nos pertenecía hacer otra cosa que apuntar las causas y los medios que dieron nacimiento e impulso a la regeneración literaria de España en la primera mitad del siglo décimo octavo y reinados de los dos primeros Borbones, los diferentes ramos y materias científicas que se cultivaron, y los nombres de los que con su erudición, laboriosidad y constancia contribuyeron más eficazmente a esta gloriosa restauración; nombres, que aunque no forman tan largo catálogo como hubiera sido de desear, no son ni tan pocos ni tan poco ilustres, aun en el reinado de Felipe V, menos abundante que el siguiente, que no nos dé derecho a impugnar lo que un moderno escritor extranjero, autor de una Historia de la Literatura española, consigna con poca razón en su obra, a saber, «que en el espacio de cerca de cuarenta y seis años que abraza aquel reinado, apenas aparece un escritor que merezca mencionarse, y muy pocos los que requieren un examen y estudio esmerado.{2}» Bastarían los nombres de Macanáz, Feijoo, Mayans y Flórez para contradecir tan aventurado aserto.
De todos modos los reinados de Felipe V y Fernando VI, así en las letras como en la política, así en la economía como en las artes, así en la marina como en la agricultura, en el comercio como en la administración, en la índole del espíritu religioso como en la tendencia de las costumbres públicas, fueron una feliz y provechosa preparación, y sentaron los cimientos y las bases, y desembarazaron y allanaron grandemente el camino para el más ilustrado y más próspero reinado de Carlos III.
{1} De intento hemos citado edades, oficios y profesiones determinadas, porque unas y otras constan literalmente y con los nombres propios de los penitenciados, con otros infinitos de la misma clase, en documentos auténticos y oficiales de la época, ya impresos, ya manuscritos, que hemos tenido proporción de examinar. A la vista tenemos un volumen, impreso de oficio y con las licencias necesarias, en la imprenta de José Serrete, librero y portero de la Congregación de San Pedro Mártir, de los señores y ministros familiares del Santo Oficio, que contiene las relaciones de los autos particulares de fe que se celebraron en el corto período de 1721 a 1727, con los nombres, sexo, naturaleza, oficio, delito y pena de los reos que salieron en cada uno. Los pueblos y las fechas en que se celebraron son los siguientes:
1 Madrid…– 18 de mayo de 1721.
2 Granada…– 30 de noviembre de 1721.
3 Sevilla…– 14 de diciembre de 1721.
4 Madrid…– 22 de febrero de 1722.
5 Sevilla…– 24 de febrero de 1722.
6 Toledo…– 15 de marzo de 1722.
7 Córdoba…– 12 de abril de 1722.
8 Murcia…– 17 de mayo de 1722.
9 Cuenca…– 29 de junio de 1722.
10 Mallorca…– 31 de mayo de 1722.
41 Sevilla…– 5 de julio de 1722.
12 Murcia…– 18 de octubre de 1722.
13 Santiago…– 21 de setiembre de 1722.
14 Cuenca…– 22 de noviembre de 1722.
15 Sevilla…– 30 de noviembre de 1722.
16 Llerena…– 30 de noviembre de 1722.
17 Granada…– 31 de enero de 1722. Hay un poema heroico a este auto dado a luz por el librero y portero del Santo Oficio, pero sin firma de autor.
18 Valencia…– 24 de febrero de 1723.
13 Toledo…– 24 de febrero de 1723.
20 Barcelona…– 31 de enero de 1723.
21 Cuenca…– 21 de febrero de 1723.
22 Coimbra…– 14 de marzo de 1723.
23 Murcia…– 13 de mayo de 1723.
24 Sevilla…– 6 de junio de 1723.
25 Valladolid…– 6 de junio de 1723.
26 Córdoba…– 13 de junio de 1723.
27 Zaragoza…– 6 de junio de 1723.
28 Granada…– 20 de junio de 1723.
29 Llerena…– 26 de julio de 1723.
30 Toledo…– 28 de octubre de 1723.
31 Sevilla…– 10 de agosto de 1723.
32 Lisboa…– 10 de octubre de 1723.
33 Granada…– 24 de octubre de 1723.
34 Valladolid…– 19 de diciembre de 1723.
35 Madrid…– 20 de febrero de 1724.
36 Valladolid…– 12 de marzo de 1724.
37 Valencia…– 2 de abril de 1724.
38 Sevilla…– 11 de junio de 1724.
39 Granada…– 25 de junio de 1724.
40 Córdoba…– 2 de julio de 1724.
41 Mallorca…– 2 de julio de 1724.
42 Cuenca…– 23 de julio de 1724.
43 Murcia…– 30 de noviembre de 1724
44 Santiago…– 9 de noviembre de 1724.
45 Sevilla…– 21 de diciembre de 1724.
46 Cuenca…– 14 de enero de 1725.
47 Llerena…– 4 de febrero de 1725.
48 Cuenca…– 4 de marzo de 1725.
49 Valladolid…– 5 de marzo de 1725.
50 Toledo…– 4 de julio de 1725.
54 Granada…– 13 de mayo de 1725.
52 Valencia…– 1 de julio de 1725.
53 Valladolid…– 8 de julio de 1725.
54 Granada…– 24 de agosto de 1725.
55 Llerena…– 26 de agosto de 1725.
56 Barcelona…– 9 de setiembre de 1725.
57 Murcia…– 21 de octubre de 1725.
58 Sevilla…– 30 de noviembre de 1725.
59 Granada…– 16 de diciembre de 1725.
60 Valladolid…– 31 de marzo de 1726.
61 Valladolid…– 31 de marzo de 1726.
62 Murcia…– 31 de marzo de 1726.
63 Córdoba…– 12 de mayo de 1726.
64 Granada…– 18 de agosto de 1726.
65 Barcelona…– 4 de setiembre de 1726.
66 Valencia…– 17 de setiembre de 1726.
67 Valladolid…– 26 de enero de 1727.
{2} Tiknor, Historia de la Literatura Española, tomo IV.