Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro V Reinado de Carlos II

Capítulo X
La Corte y el Gobierno de Carlos II
De 1691 a 1697

Influencias que quedaron rodeando al rey.– La reina y sus confidentes, la Berlips y el Cojo.– El conde de Baños y don Juan de Angulo.– Inmoralidad y degradación.– Escandalosos nombramientos para los altos empleos.– La Junta Magna.– Debilidad del rey.– Busca el acierto y se confunde más.– Lucha de rivalidades y envidias entre los palaciegos.– Privanza del duque de Montalto.– Peregrina división que hace del reino.– Monstruosa Junta de tenientes generales.– Medidas ruinosas de administración.– Contribución tiránica de sangre.– Resultados desastrosos de estas medidas.– Carencia absoluta de recursos.– Suspensión de todos los pagos.– Estado miserable de la monarquía.– Vigorosa representación del cardenal Portocarrero al rey.– Célebre consulta de una Junta sobre abusos del poder inquisitorial.–Vislúmbrase el período de su decadencia.
 

Solo momentáneamente pudo el pueblo alegrarse de la caída de Oropesa, porque tardó muy poco en conocer que si la gobernación del reino no había estado bien en las manos desgraciadas de aquel ministro, las influencias que quedaron rodeando al monarca no solo no eran más beneficiosas, sino mucho más perniciosas y fatales. Orgullosa la reina con el triunfo de la salida de Oropesa, se contempló dueña absoluta y árbitra del rey y del gobierno. Y no era ya lo peor su carácter imperioso y violento, caprichoso y avaro, sino la gente ruin de que estaba rodeada y aconsejada, y que por lo mismo tuvo influjo en la suerte del país, para desgracia del reino y mengua de este reinado.

Era una de sus confidentes la baronesa de Berlips, o Perlips (que de ambos modos la nombran los escritores y los documentos de aquel tiempo), mujer de no ilustre estirpe, pero que llevaba muchos años de estar a su servicio: habíala traído de Alemania, y el pueblo buscando un retruécano burlesco a su título la llamaba por desprecio la Perdiz. Con ella trataba con cierta intimidad un Enrique Jovier y Wiser, alemán también, pero que había servido en Portugal, y de allí había sido expulsado con ignominia: su intrepidez natural y las relaciones de paisanaje le abrieron entrada en el palacio de España, y era el que privaba con la Berlips: nombrábanle el Cojo, porque lo era en realidad, y las gentes tenían cierta fruición en designarlos por los apodos, como para mostrar que les merecían escarnio. Y en verdad no eran acreedores a otra cosa por su conducta estos dos personajes, cómplices y agentes de la reina en sus injusticias y en sus dilapidaciones. Ellos con sus malas artes lograron echar de España al jesuita confesor que la reina había traído de Alemania, porque los incomodaba y estorbaba su virtud, y en su lugar trajeron de allí un capuchino, el P. Chiusa, hombre como ellos le habían menester, y de tal conciencia que no fuera obstáculo a sus fines.

Ancha debía ser aquella para no oponerse al medio que los tres adoptaron para hacer en breve tiempo su fortuna, que era el no poner freno a su codicia ni guardar miramiento en la venta que hacían de los empleos, cargos y dignidades, civiles, judiciales o eclesiásticas, que todo se proveía de esa sola manera. Tolerábanlo de mal grado y con repugnancia los grandes, pero al cabo lo sufrían; que es una prueba de la degradación a que ellos mismos habían venido. Y aún hubo entre ellos quien, como el conde de Baños, debió a la intervención de aquellos dos favoritos su amistad con la reina, y las mercedes con que el rey le distinguió, de la grandeza de España, de primer caballerizo, y de gobernador de la caballería, cosa que asombró a todos los que conocían la buena intención del rey, y las costumbres desenvueltas del de Baños. Por empeño de la reina y de su camarilla fue también nombrado secretario del despacho un don Juan Angulo, hombre de tan corto entendimiento y de tan limitada capacidad, y tan inepto, que el rey mismo se burlaba de él llamándole su Mulo y solía decir a sus criados: Sabed que no me va mal con mi Mulo. Y para que no faltara lado feo a la elección de tales sujetos, era pública voz y fama que había comprado el Angulo su destino por bastantes miles de doblones. Tal era el cuadro inmundo y repugnante que iba presentando el palacio de los reyes de Castilla a poco tiempo de la retirada del ministro Oropesa (1691.)

Si se quitó el manejo de la hacienda al impudente Bustamante, no fue por pasarle a manos más limpias, sino por ser hechura del ministro caído, y aun con ser un concusionario público le dejaron la mitad de sus gajes. Este golpe, junto con otros desaires que se hicieron al marqués de los Vélez su padrino, obligaron a éste a hacer dimisión de la superintendencia, que a la tercera instancia le admitió el rey (3 de enero, 1692), bien que dejándole en muestra de su aprecio la presidencia de Indias. Confiose la administración de la hacienda a don Diego Espejo, que solo la tuvo hasta que por medio del confesor de la reina logró el obispado de Málaga, que era lo que apetecía. Entonces se puso en su lugar a don Pedro Núñez de Prado, a quien nadie conocía, causando general asombro que para tan importantes puestos se fuese a buscar hombres tan ignorados y oscuros: mas para que no lo fuese tanto en adelante hízosele de repente conde de Adanero.

Quitose también la presidencia de Castilla al arzobispo de Zaragoza don Antonio Ibáñez, que nunca tuvo ni méritos ni aptitud para tan elevado cargo. Hasta aquí Carlos II no había hecho sino satisfacer todos los antojos de su esposa; pero volviendo ahora en sí, y queriendo ya poner coto al imperioso predominio de la reina, se reservó la elección del sucesor de Ibáñez, y llamando secretamente a don Manuel Arias, embajador que era del gran maestre de la orden de San Juan en España, le manifestó su resolución, no admitiéndole réplica ni excusa. Dos consecuencias parecía deducirse de esta inesperada novedad que hirió vivamente la altivez de la reina; la una, que el rey había salido de su habitual apocamiento y entrado en una marcha resuelta y firme; la otra, que en lugar de las nulidades que hasta entonces habían ocupado los altos puestos se comenzaba a buscar hombres de mérito y de capacidad, que por tal se tenía al Arias por un papel que había escrito señalando los remedios para muchos de los males y desórdenes de la monarquía. Pero ambas esperanzas se vieron desvanecidas bien pronto. Carlos, que solo tenía pasajeros momentos de cierta especie de energía, cuando se los dejaban de alivio sus enfermedades, aflojaba tan pronto como le volvían a molestar aquellas, y se abandonaba a sus inexpertos o interesados consejeros; y el Arias no tardó en acreditar que sobre no exceder los límites de una medianía, tampoco padecía de escrúpulos por mantener la pureza de su honra.

Comenzó el Arias reuniendo con frecuencia y asistiendo a la Junta Magna, que se componía de los presidentes del consejo de Castilla y del de Hacienda, de dos individuos de cada uno de los dos consejos, de otros del de Estado, del confesor del rey como teólogo, y de un religioso franciscano llamado Fr. Diego Cornejo. Al cabo de muchas reuniones se expidió a consulta de la Junta Magna un real decreto para cortar el abuso y la prodigalidad que había en la provisión de los hábitos de las órdenes militares, prescribiendo que en lo sucesivo no se propusiera a nadie que no hubiera servido en la guerra, con otras condiciones que se señalaban (4 de setiembre, 1692), reservándose no obstante el rey conferirlos a sujetos de mérito especial y de calidad notoria{1}. La medida era justísima, y el abuso había hecho indispensable la reforma. ¿Mas cómo se cumplió el decreto? Los consejos le observaron los primeros meses, pero luego se fue relajando y confiriéndose hábitos a personas poco dignas, hasta venir a parar en que por influjo de la reina y de sus dos confidentes la Perdiz y el Cojo se diese, no sin costarle gran desembolso, a un tal Simón Peroa, arrendador del tabaco. La fortuna fue que el encargado de hacer sus pruebas, hombre incorruptible, e inaccesible al soborno con que le tentaron, volvió por la dignidad de la orden justificando que el Peroa había sido penitenciado por el Santo Oficio, y se suspendió su investidura.

Otro tanto aconteció con otra providencia que hubiera podido ser también muy saludable, la de abolir las mercedes de por vida. No hubo la firmeza necesaria para resistir al favor de los poderosos cuyos intereses se lastimaban: las juntas se cansaron de ver que sus informes se desvirtuaban ante la debilidad y la condescendencia del rey, y la medida quedó sin efecto. Igual resultado tuvo la propuesta que hizo el duque de Montalto para que se suprimiese lo que se llamaba el bolsillo del rey, no obstante que él cedía desde luego los ocho mil ducados que por aquel concepto percibía. Ni el rey, ni otros magnates en ello interesados consintieron en privarse de aquel pingüe recurso.

La disminución en que iban las rentas inspiró al corregidor de Madrid don Francisco Ronquillo un remedio singular y extraño, que el rey por sugestión suya adoptó, a saber, el de traer a Madrid mil quinientos hombres del ejército de Cataluña y formar con ellos un cordón para que nada pudiera entrar en la capital sin registro. Déjase discurrir la odiosidad que produciría esta medida.

Aturdido y confuso el buen Carlos sin saber qué giro dar a la administración y despacho de los negocios, y queriendo huir de entregarse al valimiento de un primer ministro, cayó en el opuesto extremo de consultar, no solo a los varios consejos y juntas, sino a personas particulares de fuera de ellas, algunas oscuras y sin nombre, y a veces pidiendo informes a los que sabía ser enemigos del que solicitaba o del que proponía un asunto, adhiriéndose al dictamen que le parecía, y sin que el interesado pudiera muchas veces saber de quién pendía su recurso, ni en qué manos estaba. Y en medio de la confusión y el laberinto que este sistema produjo viose con nuevo escándalo dar al llamado el Cojo los honores de consejero del de Flandes, con opción a ocupar la primera vacante de a número que ocurriese. Y para mayor desgracia y apuro, estando las cosas en tan miserable estado acometieron al rey tan terribles accidentes que pusieron su vida en inminente peligro (1693).

El cuidado y esmero con que le asistió en su enfermedad el conde de Monterrey por indisposición del duque del Infantado, su gentil-hombre de cámara, dejó tan agradecido a Carlos, que cobró a aquel magnate tanto cariño como repugnancia le había tenido antes, y le hizo del consejo de Estado. Pero esto mismo atrajo al de Monterrey los celos y la envidia de otros grandes, y muy especialmente del duque de Montalto, que tuvo maña, no solo para neutralizar y desvirtuar la nueva influencia, sino para alzarse con la privanza, no faltándole más que tener el nombre de valido. A poco tiempo de esto murió el marqués de los Vélez (15 de noviembre, 1693), cargado de achaques y de pesadumbres, que habían llegado a trastornarle el juicio, dejando vacante la presidencia de Indias{2}. Murió también luego el duque del Infantado, que era sumiller de Corps. Moviose con esto una viva lucha de intrigas entre los pretendientes a los dos cargos y los protectores y amigos de cada uno, tomando la parte más activa en esta guerra la reina, el confesor, el de Montalto, el de Monterrey, el de Adanero, el almirante, el condestable, el conde de Benavente y otros, recayendo al fin la presidencia de Indias en el de Montalto, y la sumillería de Corps, por ruegos y lágrimas de la reina, en el de Benavente, y quedando en alto grado quejosos y desabridos todos los demás no agraciados.

Aunque el de Montalto iba logrando cada día mayores aumentos en la gracia del rey, sin que nadie pudiera competirle en la preferencia, temía, sin embargo, cargar él solo con todo el peso del gobierno en el infeliz estado en que se encontraba la monarquía, y temía también los peligros en que podían ponerle tantos émulos y rivales. Por tanto su primer pensamiento fue retirarse; mas no resolviéndose a renunciar a las dulzuras del mando y a los halagos de la posición, inventó un medio muy peregrino para contentar a sus principales enemigos y envidiosos, que fue proponer al rey, so pretexto de compartir los trabajos del gobierno a que le era imposible acudir él solo, dividir el reino en cuatro grandes porciones o distritos, distribuyendo el mando superior de ellos entre él, el condestable, el almirante y el conde de Monterrey. El monarca estimó la propuesta, y en su virtud expidió un decreto nombrando al condestable teniente general y gobernador de Castilla la Vieja, al duque de Montalto de Castilla la Nueva, al almirante de las dos Andalucías, Alta y Baja, y de las islas Canarias, y al de Monterrey de los reinos de Aragón, Navarra, Valencia y Principado de Cataluña. Mas no permitiendo al de Monterrey su quebrantada salud el desempeño de aquel cargo, hízose nuevo repartimiento, señalando al de Montalto los reinos de Aragón, Navarra, Valencia y Principado de Cataluña, al condestable el de Galicia, el Principado de Asturias y las dos Castillas, y al almirante las Andalucías y Canarias. La autoridad de estos cargos era superior a la de todos los tribunales y consejos, y a la de todos los virreyes y capitanes generales, y era poner al rey como en tutela, y hacerse cada uno una especie de patrimonio de la parte de monarquía que se adjudicaba.

Con tan extravagante idea creyó el de Montalto recoger muchos aplausos; mas lo que sucedió fue que los consejos y tribunales protestaron, algunos generales y virreyes hicieron dimisión de sus empleos, y se movió un descontento y una irritación general. Ellos, sin embargo, entraron en el ejercicio de sus monstruosos cargos, celebrando dos reuniones por semana, y acordando en una de las primeras que se formara una junta de ministros a fin de que arbitrara los recursos necesarios para la guerra. Esta junta, en que no faltaron los dos eclesiásticos de la Junta Magna, el confesor y el franciscano Cornejo, después de muchas y frecuentes conferencias, acordó: 1.º que no se pagase merced alguna en todo el año 1694: 2.º que por el mismo año, no obstante haberse sacado en el anterior un cuantioso donativo a todos los consejos, grandes y títulos, cediesen todos los empleados del Estado, inclusos los ministros, la tercera parte de sus sueldos: 3.º que se pidiese un donativo general en todo el reino, sin excepción de personas, siendo de trescientos ducados el de cada título, de doscientos el de cada caballero de las órdenes, y contribuyendo los demás en proporción a su fortuna. Se sometió a varios ministros la cobranza de este impuesto, y fueron las únicas resoluciones que tomó aquella junta{3}.

La que se llamaba de los Tenientes, discurriendo cómo y por qué medios levantaría gente para la guerra que en Cataluña como en todas partes continuábamos sosteniendo contra la Francia, determinó que en todas las ciudades, villas y lugares del reino se pidiera y sacara un soldado por cada diez vecinos, mandando a las justicias y corregidores que tuvieran toda esta gente dispuesta para principio de marzo (1695). Levantó esta medida un clamoreo universal en el reino, llevó la congoja y la perturbación a las familias, y llovieron quejas, representaciones y protestas contra ella. Pero a todo se hicieron sordos los reyezuelos de la junta, ni atendieron a mas que a hacer ejecutar y cumplir su tiránico mandamiento. A su vez la mayor parte de aquellos a quienes tocaba la suerte se iban fugando, y para evitar este mal y no verse comprometidas las justicias metían en prisión a los que caían soldados; mas como fuese preciso mantenerlos, y acudieran los corregidores a los de la junta para que proveyeran el medio de sustentarlos, respondíanles, que le buscaran ellos.

Fueron por último enviados a las provincias los oficiales destinados a recoger la gente; pero sucedía que a Madrid, donde habían de reunirse, no llegaban la mitad de los que salían de los pueblos, y a Cataluña no llegaba la cuarta parte de los que habían salido de Madrid. En el desorden e inmoralidad a que había venido todo, se averiguó que los mismos oficiales facilitaban la fuga a los que se la pagaban bien. Y en esta malhadada conscripción se consumió, no solo todo el producto del donativo, sino además lo poco que había en las arcas del tesoro{4}.

A mayor abundamiento reinaba la discordia entre los mismos tenientes, en particular entre el almirante y el de Montalto, protegido aquél por la reina y el confesor, apoyado éste en el afecto y en la confianza del rey, y gozándose en ello el condestable, y fomentando con maña y sagacidad la mal encubierta rivalidad de sus compañeros. Por otra parte los consejos no dejaban de trabajar contra el de Montalto, autor y causa de la postergación en que se veían, y él mismo con su conducta se iba enajenando las simpatías que antes había tenido, tratando y respondiendo con severidad y aspereza a los pretendientes, dificultando y casi cerrando a todos, aún a los más amigos, el acceso al rey, y no queriendo auxiliarse de nadie para sus trabajos, como quien presumía bastar él solo para todo, siendo la verdad que todo lo tenía atrasado, con lo cual se fue haciendo tan aborrecible como había sido apreciado antes.

Consumidos los productos del donativo forzoso, y no habiendo con qué acudir a las necesidades de la guerra de Cataluña, formose a propuesta del duque otra junta de ministros y teólogos presidida por él mismo, para tratar de si convendría emplear de nuevo el propio arbitrio; y reconocida la necesidad por la mayoría, expidió el rey el decreto correspondiente. Mas en tanto que se obtenían los resultados, que no podían ser en manera alguna muy satisfactorios, llamó la junta de los Tenientes al presidente de Hacienda para ver con qué recursos podría contarse de pronto. Hiciéronle sentar en un banquillo que le tenían prevenido, de cuyo tratamiento él se quejó agriamente, diciendo que si no por su persona, por la dignidad del ministerio que ejercía, y del rey a quien representaba, merecía ser más considerado: mas ni por eso moderaron su orgullo aquellos soberbios magnates. De la conferencia no sacaron otro fruto que la ninguna esperanza de los recursos que necesitaban. Así fue que se dieron órdenes para que no se pagaran libranzas, juros, ni rentas algunas, y solamente logró cobrar alguno que se valía del favor y la influencia de la Berlips, y en verdad que no alcanzaría de balde este privilegio.

En situación tan apurada, estrecha y miserable, llegaban cada día al rey correos y despachos de Milán, de Flandes y de Cataluña (1696), dando aviso de las numerosas tropas francesas que, o se estaban esperando en aquellos dominios, o los habían invadido ya, y de las necesidades que allá se padecían, y de la imposibilidad de defenderlos si no se remediaban. Mas como esto pertenezca ya a los sucesos de la guerra, de que habremos de dar cuenta en otro capítulo, reservámoslo para el lugar a que por su naturaleza corresponde.

Sobre este infeliz estado de la monarquía había llamado ya algunas veces la atención del no menos infeliz monarca el arzobispo cardenal Portocarrero, que en enero de 1695 le había dicho entre otras cosas, que era muy conveniente salieran de Madrid los sujetos que estaban destruyendo los pueblos, «que son, decía, los que nombré a V. M. en 11 de diciembre de 1694 en el Consejo de Estado que se tuvo en su real presencia; y sería en mí culpable omisión no repetir a V. M. mi rendida súplica para que esta gente salga de los dominios de V. M., y en lo restante se dé planta conveniente para que estos reinos no se vean en el abandono que hoy se consideran, reconociéndose destruidos y arruinados, no por el servicio de V. M. sino por superfluidades y disipaciones indignas, estando atropellada y vendida la justicia y desperdiciada la gracia, debiendo ser éstas, bien dispensadas y observadas, la base fundamental con que se aliente el amor y servicio de V. M., que como tengo dicho, ambas contribuyen a la total enajenación del corazón de los vasallos, que es la mayor pérdida que V. M. puede haber; y están hoy desesperados de lo que ven, tocan y padecen, no conviniendo afligirlos más, pues públicamente y sin reserva alguna están discurriendo muchas novedades, y con el celo de mis grandes obligaciones a V. M. no puedo omitir hacer personalmente esta representación… &c.{5}»

Y como en vez de disminuir observase el prelado que crecían los desórdenes del gobierno y las calamidades públicas, dirigió al rey en 8 de diciembre de 1696 otra más extensa y más enérgica representación, en que por menor y con toda claridad le iba señalando las causas de los males. «Han nacido estos, le decía, de la candidísima conciencia de V. M., que deseando lo mejor, ha entregado su gobierno total al que la dirige y encamina.» Pasaba luego revista a sus confesores: decía de Fr. Francisco Reluz que dirigía con acierto las cosas, pero que los poderosos enemigos de la reina madre le apartaron de su lado para traer al Padre Bayona, hombre docto y resuelto, aunque excesivamente contemplativo, el cual murió luego. Que su sucesor el P. Carbonell, varón docto y santo, había encontrado ya el daño muy arraigado, y por no poderle remediar se retiró a su obispado de Sigüenza. Que luego vino el P. Matilla, causa de la ruina de S. M. y del reino: el cual, después de haber abusado como director de la conciencia del rey para derribar al ministro Oropesa, y quedado dueño absoluto del gobierno, se mantenía en él aterrando al timorato monarca con ejemplos artificiosos sacados de Dios y de Luzbel, y con sutilezas sofísticas, confundiendo lo humano con lo divino; que con mañosas artes se había granjeado la gratitud de la reina y dominádola hasta disponer a su antojo de los destinos de palacio, y pasar por su mano la provisión de todos los empleos públicos.

Que solo por antojo y por interés del confesor se había dado el escándalo de traer a la presidencia de la Hacienda a un hombre tan oscuro como don Pedro Núñez de Prado, simple comisionado de un arrendador, haciéndole luego, con general asombro, conde de Adanero y asistente de Sevilla. Que el tal Núñez de Prado había quitado a todos sus haciendas, suprimido todas las mercedes a viudas y huérfanos otorgadas por servicios hechos a S. M., negado el pago de las libranzas mas legítimas, y hecho otras tiranías que arrancaban a todos el corazón. Que en el reino no faltaban riquezas, caudales, plata, joyas y tesoros, pero que el miedo lo tenía todo escondido. Que siendo las mismas las rentas reales, pues no se había suprimido ningún tributo, por lo menos antes había una armada permanente y se mantenían ejércitos en Flandes, Milán, Cataluña, las Castillas y Galicia, y ahora todo había desaparecido, perdiéndose no solo los erarios reales, sino otro principal erario de los reyes, que es el amor de sus vasallos; todo por culpa «de ese fiero y cruel ejecutor de las tiranías del Padre Matilla.» Que no satisfecha la hidrópica ambición del confesor y de Adanero, habían elevado a los más altos cargos a sus amigos, y los ministros y consejeros votaban lo que ellos querían; que no contentos con mandar en España, disponían de todos los empleos del Nuevo Mundo; y que este género de misteriosa privanza procuraban conservarle entreteniendo a S. M. con juegos, músicas y jardines.

Finalmente, después de enumerar el cardenal varios de los otros males que nosotros hemos apuntado, concluía diciendo que el descontento y las quejas de toda la nación se desahogan en escritos, papelones e invectivas, que era urgente poner remedio a aquel estado, y oír una vez los justos lamentos de tantos y tan leales vasallos{6}.

Aquí terminaríamos la reseña que en este capítulo nos propusimos hacer de la corte y del gobierno de Carlos II en este periodo, si no nos llamara la atención un importantísimo documento sobre una de las graves materias y asuntos de Estado de aquel tiempo, del cual nos imponemos gustosos el deber de dar cuenta a nuestros lectores, porque él revela con no poco consuelo las ideas que ya germinaban en las cabezas de los hombres ilustrados, en una época que parecía toda de ignorancia, de fanatismo y de hipocresía. Es un extenso y luminosísimo informe que dio a Carlos II una junta especial que el rey formó para que emitiese su dictamen acerca de las competencias que tiempo había se venían suscitando entre el tribunal de la Inquisición y los consejos reales sobre puntos de jurisdicción, y sobre las facultades y privilegios que el Santo Oficio iba usurpando y arrogándose en todas las materias, para tomar el rey, en vista de su informe, la resolución más conveniente.

La junta, después de examinados los antecedentes que obraban en los consejos de Castilla, de Aragón, de Italia, de Indias y de las Ordenes, decía: «Reconocidos estos papeles, se halla ser muy antigua y muy universal en todos los dominios de V. M., donde hay tribunales del Santo Oficio, la turbación de las jurisdicciones, por la incesante aplicación con que los inquisidores han porfiado siempre en dilatar la suya con tan desarreglado desorden en el uso, en los casos y en las personas, que apenas han dejado ejercicio a la jurisdicción real ordinaria, ni autoridad a los que la administran. No hay especie de negocio, por ajeno que sea de su instituto y facultades, en que con cualquier flaco motivo no se arroguen el conocimiento. No hay vasallo por mas independiente que sea de su potestad, que no lo traten como a súbdito inmediato… No hay ofensa casual, ni leve descomedimiento contra sus domésticos, que no le venguen y castiguen como crimen de religión… No solamente extienden sus privilegios a sus dependientes y familiares… no les basta eximir las personas y las haciendas de los oficiales de todas las cargas y contribuciones públicas, por más privilegiadas que sean, pero aun las casas de sus habitaciones quieren que gocen la inmunidad de no poderse extraer de ellas ningunos reos… En la forma de sus procedimientos y en el estilo de sus despachos usan y afectan modos con que deprimir la estimación de los jueces reales ordinarios, y aun la autoridad de los magistrados superiores; y esto no solo en las materias judiciales y contenciosas, pero en los puntos de gobernación política y económica ostentan esta independencia y desconocen la soberanía.»

Hacía luego la junta una curiosa y erudita reseña histórica de los excesos y abusos cometidos por los inquisidores en su afán de invadir los derechos y atribuciones de la autoridad real y de la potestad civil, desde la creación del tribunal de la Fe hasta aquellos días; recordaba las competencias que en cada reinado se habían motivado en materia de jurisdicción; enumeraba las diferentes medidas que para contener aquel espíritu invasor había sido menester tomar en cada época; quejábase de la inobservancia de aquellas providencias por parte de los inquisidores; lamentábase de la frecuente extralimitación de sus facultades, de la usurpación de inmunidades y privilegios, del abuso que había hecho siempre de las censuras y de sus ilegales y tiránicos procedimientos; demostraba que no tenía la Inquisición otra jurisdicción en lo temporal que la que los reyes le habían dado y le podían retirar, y que lo que en otro tiempo había otorgado una piedad confiada podía ahora mejorarlo una experiencia advertida; y concluía diciendo:

«Señor: reconoce esta junta que a las desproporciones que ejecutasen los tribunales del Santo Oficio corresponderían bien resoluciones más vigorosas. Tiene V. M. muy presentes las noticias que de mucho tiempo a esta parte han llegado y no cesan de las novedades que en todos los dominios de V. M. intentan y ejecutan los inquisidores, y de la trabajosa agitación en que tienen a los ministros reales. ¡Qué inconvenientes no han podido producir los casos de Cartagena de las Indias, Méjico y la Puebla, y los cercanos de Barcelona y Zaragoza, si la vigilantísima atención de V. M. no hubiera ocurrido con tempestivas providencias! Y aun no desisten los inquisidores, porque están ya tan acostumbrados a gozar de la tolerancia, que se les ha olvidado la obediencia… A la junta parece, por lo que V. M. se ha servido de cometerla, que satisface a su obligación proponiendo estos cuatro puntos generales: Que la Inquisición en las causas temporales no proceda con usuras: Que si lo hiciese, usen los tribunales de V. M. para reprimirlo el remedio de las fuerzas: Que se modere el privilegio del fuero en los ministros y familiares de la Inquisición y en las familias de los inquisidores: Que se dé forma precisa a la más breve expedición de las competencias. Esto será mandar V. M. en lo que es todo suyo; restablecer sus regalías; componer el uso de las jurisdicciones; redimir de intolerables opresiones a los vasallos, y aumentar la autoridad de la Inquisición, pues nunca será más respetada que cuando se vea más contenida en su sagrado instituto, creciendo su curso con lo que ahora se derrama sobre las márgenes, y convirtiendo a los negocios de la fe su cuidado, y a los enemigos de la religión su severidad. Este será el ejercicio perpetuo del Santo Oficio; santo y saludable cauterio, que aplicado a donde hay llaga la cura, pero donde no la hay la ocasiona.{7}»

Semejante consulta hecha a un monarca tan supersticioso como Carlos II, y tales doctrinas emitidas por una junta de hombres doctos a los diez y seis años de haberse ejecutado el célebre auto de fe de la Plaza Mayor de Madrid, podían sin duda considerarse como el anuncio de que la casi- omnipotencia inquisitorial, que llevaba más de dos siglos de un predominio siempre creciente, iba a entrar en el período de su declinación y de su decadencia.




{1} «Reconociendo (decía este documento) cuanto ha descaecido la estimación de las órdenes militares de Santiago, Calatrava y Alcántara, pues cuando en otros tiempos era un hábito de ellas premio competente de heroicas proezas en la guerra, hoy no se tiene esta merced por remuneración aun de los más modernos servicios, a causa de lo común que se ha hecho este honor: y conviniendo restablecer en su primitivo y antiguo esplendor las órdenes, cuyo instituto y origen fue únicamente el de acaudillar y alistar la nobleza en defensa de la religión y de estos reinos, siendo al mismo tiempo sus insignias lustroso índice de las personas de talento y virtud: he resuelto que de aquí adelante no se me consulte hábito ninguno de las tres órdenes para quien no hubiese servido en la guerra; porque mi voluntad es que sean para los militares, y que además de esta generalidad queden reservados los de Santiago, en honor y obsequio de este santo apóstol, patrón, defensor y gloria de España, para los que sirven o sirvieren en mis ejércitos, armadas, presidios y fronteras, sin que para ello necesiten nueva declaración. Observándose las órdenes que están dadas sobre el grado y tiempo de servicios que han de concurrir precisamente en el que pretendiere el hábito, quedando solo a mi arbitrio el dispensarlos, o por la notoria calidad de las personas, o por mérito especial que los facilite; y también el conceder alguna merced de hábito de Calatrava o Alcántara a quien le mereciese en empleos políticos, o por el lustre de su sangre, sin que ningún consejo o tribunal pase a proponerlos, menos de preceder orden mía para ello: en cuyo cumplimiento se me dará cuenta del mérito y calidad de la persona, haciéndome presente esta resolución, quedando también a mi cuidado que las encomiendas que vacaren recaigan en los militares, para que se logre su más propia y natural aplicación. Tendrase entendido para observarlo puntualmente donde tocare. Madrid y setiembre 4 de 1692.»– En el Semanario Erudito de Valladares, tomo XIV.

{2} «Fue hombre (dice el autor de las Memorias contemporáneas de que tomamos estas noticias), de moderada capacidad, de grande humanidad, blandura y cortesía, aunque contra pesada con una grande ostentación, y a las veces con gran soberbia… Tan poco atento a los intereses de su casa, que en medio de ser considerable suma la que gozaba con los gajes de sus puestos y las rentas de sus estados, era necesario empeñarse por no alcanzar el desorden del gasto que tenía… Aunque su talento no fue nunca capaz para desempeñar los puestos que ocupó, como tenemos en nuestra España la mala costumbre de muchos años a esta parte, de que para los mayores empleos se haya de buscar, no la suficiencia, sino la grandeza ayudada del favor, habiendo tenido el marqués el de su madre, que se hallaba siendo aya del rey, le fue fácil obtener para principio de su carrera el gobierno de Orán, &c.»

{3} Decreto de Carlos II exigiendo la tercera parte de los sueldos de todos los empleos para atender a las necesidades de la guerra.– MS. de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, Archivo de Salazar. Est. 14.

{4} «De manera, dice un escritor contemporáneo, que a la hora presente no hay ni dinero, ni efecto pronto de que poderse servir, así como ni tampoco asiento hecho, ni para las asistencias de Milán, ni para las de Flandes, ni para las de Cataluña.»

{5} MS. de la Real Academia de la Historia, Papeles de Jesuitas.

{6} Consulta del cardenal Portocarrero; Papeles de jesuitas pertenecientes a la Real Academia de la Historia, MS. núm. 25.– Manuscrito de la Biblioteca nacional, señalado R. 54.

{7} Colección de leyes y reales cédulas; Reinado de Carlos II. MM. SS. de la Biblioteca de la Real Academia de la Historia, tomo XXX.– La consulta es de 21 de mayo de 1696.

Es tan importante este documento, y está escrito con tanta erudición y con tan abundante y provechosa copia de datos, que a pesar de su mucha extensión nos hemos decidido a darle por apéndice a la historia de este reinado, mucho más cuando no sabemos que haya sido dado hasta ahora a la estampa, y llamamos hacia él la atención de nuestros lectores.