Filosofía en español 
Filosofía en español


 
Prólogo
 


 

«En este tiempo de pasiones políticas, en que es tan difícil, cuando se siente alguna actividad de espíritu, no participar de la agitación general, creo haber hallado un medio de reposo en el estudio serio de la historia.»

Son tan adecuadas a mi situación estas palabras con que el erudito Agustín Thierry encabeza su primera carta sobre la historia de Francia, que si no las hubiera hallado escritas hubiera tenido yo que inventarlas para mí. El ilustre autor de la Historia de la Conquista de Inglaterra por los Normandos me ahorró este trabajo.

En efecto, la política es la pasión dominante del siglo. Hijo y heredero de otro siglo filosófico, la filosofía y la política han puesto en tela de discusión cuáles deben ser los principios fundamentales de la gobernación de los hombres. Las pasiones han convertido la discusión en lucha sangrienta, cuyo término no se ve todavía. Se han dado grandes pasos hacia la verdadera civilización, pero he visto con dolor que el siglo de la filosofía política lleva en su seno gran parte de la levadura de los siglos de la fuerza.

Acababa de reproducirse en España esa lucha de ideas en que se había empeñado desde principio del siglo, y yo participé de la general agitación. Me sentí estrecho en la tranquila morada en que vivía consagrado a la enseñanza de la juventud, y me lancé a la vida procelosa del escritor político. No tenía que vacilar en la elección de bandera; me alisté en la que representaba los principios que había inculcado ya en las aulas a mis jóvenes alumnos. Adopté el estilo que me pareció más adecuado y más eficaz para corregir los errores o los abusos de los hombres, y tomé un seudónimo que suponía una profesión y estado a que no pertenecía, y que una ley acababa de abolir. Engaño inocente en que cayeron muchos.

Muchas veces en el largo trascurso de años que dediqué a estas tareas, tuve que pasar por las dos grandes pruebas a que se suele someter a los escritores políticos en épocas de turbaciones y de corrupción, las persecuciones y los halagos. Soporte con serenidad las primeras, y deseché con desdén los segundos. Quizá en esto último llevé el santo amor de la independencia hasta el extremo de una adusta altivez. Debo discurrir que esta cualidad, hija del temperamento, y acaso la sana intención y buen deseo del escritor que se trasluciera o revelara en sus páginas, sería la que moviera a los pueblos de España a dispensarme aquellas lisonjeras e inmerecidas manifestaciones, ni buscadas, ni esperadas, ni desagradecidas, de que es buen librar el verlas pasar sin desvanecimiento.

Perdónese a quien va a consagrar a su patria nuevos e ímprobos trabajos, el disimulable goce de poder consignar no haber recogido por toda remuneración de las tareas pasadas, sino las amarguras y las satisfacciones morales que produce la severa censura ejercida a conciencia, y en que se ha prohibido la entrada a la lisonja. La mayor de aquellas satisfacciones es haber salvado el piélago de las ambiciones en que tantos han naufragado, y haber atravesado por entre la espesa lluvia de mercedes que pródigos dispensadores han derramado desde el cielo del poder, con la fortuna de no haberse dejado humedecer con una sola gota de ese rocío tentador. No han sido ciertamente la abnegación y el desinterés ni el carácter distintivo ni las virtudes comunes de la época.

Voy a entrar en una nueva senda literaria, y reconozco por una de las primeras y más indispensables condiciones para marchar dignamente por ella, el desapasionamiento y la imparcialidad. Veinte volúmenes podrán, acaso, dar algún testimonio de no haberme sido del todo extrañas estas virtudes. ¿Pero quién puede estar seguro de ser siempre y del todo desapasionado, cuando se juzga a los contemporáneos, cuando se desempeña el triple papel de testigo, de actor y de censor simultáneamente? Bien podré, sin embargo, reclamar el derecho de presunción favorable al disponerme a juzgar los hechos y los hombres de épocas apartadas, que se examinan a la sola luz de los documentos, y en que es infinitamente más fácil despojarse de su individualidad y mantener fuera de juego las pasiones propias. Por lo menos díctamelo así mi propia conciencia.

Emprendí las tareas a que me he referido con fe religiosa y con fe política: de ambas llevaba gran dosis. Tengo la fortuna de conservar integra la primera. Hubiera vacilado la segunda al presenciar tantos desmanes, tantas miserias en los hombres, si la historia no hubiera acudido a fortalecerla, recordándome a cada paso, por un largo encadenamiento de hechos, que hay un poder más alto que dirige y encamina la marcha de las sociedades, sin que le embaracen los entorpecimientos de la flaqueza o de la perversidad humana. Titubeaba mi fe en los hombres, pero crecía mi fe en la Providencia.

Creo que nunca son más provechosas y más necesarias a los pueblos las enseñanzas históricas que cuando los conmueven e inquietan los turbulentos debates y las luchas políticas que preludian o acompañan los cambios y regeneraciones sociales. Los que dirigen los negocios públicos pueden descubrir en los hechos pasados las causas de las necesidades presentes, y por el estudio de los efectos de lo que hicieron y de lo que dejaron de hacer sus antepasados, aprender a mejorar lo existente, con energía, pero sin precipitación, con reflexión, pero sin timidez. Nunca más que en tales ocasiones necesita el pensamiento público de meditar sobre la marcha constante de la humanidad, para no desesperar por los males que experimenta, descubriendo en la ley providencial e infalible que rige sus destinos, los secretos y los consuelos de menos azaroso porvenir. Los obcecados, si alguna vez siquiera abren los ojos para leer, tienen que convencerse de su temeridad en resistir el desarrollo de la razón humana, cuyas conquistas, viniendo preparadas y como empujadas de antemano, podrán los decretos, las batallas y las revoluciones entorpecer algún tiempo, pero no evitar. No conozco nada, fuera de la religión, que disponga tanto a los hombres a la tolerancia política como la lectura histórica, ni que enseñe tanto a evaluar las mejoras que puede recibir un pueblo por sus elementos sociales y por los grados de su cultura, estableciendo un medio conveniente entre el sistema de inmovilidad o de retroceso, que intentan los desconocedores del progreso humano, y la precipitación imprudente a que se dejan arrastrar los fogosos. Me penetré, más de lo que estaba, de la utilidad de la historia, y medité si me sería dado contribuir en este terreno al bien de mis compatricios. Pareciome el más interesante estudio el de la historia nacional. Dejé de tomar parte en los apasionados debates de los vivos, y me dediqué a estudiar los ejemplos de los muertos.

Mas para que la historia haga efectivo el título de maestra de los hombres con que la definió Cicerón, para que sus lecciones puedan ser provechosas a la humanidad en el sentido indicado, necesita salir de la esfera de una vasta colección de hechos, a que, si no juzgo mal, ha estado reducida hasta ahora entre nosotros. Menester es entrar en el examen de sus causas, descubrir el enlace de los acontecimientos, revelar por medio de ellos hasta lo posible los grandes fines de la Providencia, las relaciones entre Dios y sus criaturas, la conexión de la vida social de cada pueblo con la vida universal de la humanidad, la trabazón y correspondencia entre las ideas y los hechos, entre lo moral y lo material, presentarla, en fin, como la palabra sucesiva con que Dios está perpetuamente hablando a los hombres. Necesítase que la historia sea filosófica, y no una compilación de sucesos que pasaron más o menos cerca de nosotros. ¿Tenemos en España una historia que llene estas condiciones?

Cuando yo me hacía a mí mismo esta pregunta, vino a mis manos la obra de un historiador extranjero, en cuyo prefacio, después de citar las historias de Francia, Inglaterra e Italia, escritas con crítica y a la altura del espíritu filosófico moderno, leí estas palabras: «En cuanto a España, desgraciadamente no hay ningún nombre español que citar, y solo algunos antiguos escritores han dejado obras históricas notables…… La España carece aún de una historia nacional: el genio histórico no se ha desarrollado todavía en ese grande y desventurado pueblo, que marcha con tantas angustias hacia su regeneración.»

Confieso que estas palabras, eco de las que pronuncian cada día los críticos extranjeros, acabaron de avivar en mí el sentimiento del amor patrio, y de resolverme a ensayar si podría yo llenar, siquiera en parte, este lamentable vacío de nuestra literatura. Preguntábame cómo no lo habrían intentado otros ingenios y superiores talentos, de que por fortuna no carece, antes bien abunda hoy la España; pero miré en derredor, y los hallé casi a todos engolfados en los debates y cuestiones, y hasta en las rencillas de la política palpitante.

Voy dando cuenta de las causas que pusieron la pluma histórica en mi mano. Hiciéronlo así Herodoto y Tito Livio, que lo necesitaban menos. Séame permitido imitar en esto a aquellas dos lumbreras de la historia, ya que en lo demás no pueda hacer sino admirarlos y envidiarlos.

Poseemos ciertamente en España muchas crónicas, muchos anales, abundancia de compilaciones, multitud de tablas cronológicas y genealógicas, de reyes, de príncipes y de familias ilustres. Las que gozan del nombre de historias son en lo general arsenales de noticias con más o menos arte y orden ensartadas, en que se dan puntuales y minuciosas descripciones, salpicadas tal vez con alguna máxima religiosa, o con tal cual advertimiento moral que los mismos sucesos sugieren al paso: detenidas y circunstanciadas relaciones de guerras, de paces, de alianzas, de negociaciones y tratados, de batallas y combates, de triunfos y derrotas, de marchas y contramarchas de ejércitos, de arengas y razonamientos de caudillos, hecho todo con tal individualidad, que el autor parece haber marchado con la pluma en la mano detrás de cada guerrero, y recibido la misión de trasmitir los más mínimos incidentes de cada encuentro, al modo que los taquígrafos de los tiempos modernos consignan y trasmiten, no solo las razones, sino hasta las palabras de cada orador de nuestras asambleas.

Mas a vueltas de tan minuciosos relatos, búscase en vano la influencia social que cada acontecimiento ejerció en la suerte del país, las modificaciones que produjo en el estado como cuerpo político, cómo y por qué medios se fue formando la nación española, las causas y antecedentes que prepararon cada invasión, lo que quedó o desapareció de los diversos pueblos que la dominaron, lo que ocasionó sus periodos de engrandecimiento y de decadencia, las mudanzas y alteraciones que ha sufrido en su religión, en sus costumbres, en su legislación, en su literatura, en su administración, en su industria y en su comercio: su historia en fin moral y filosófica. Hay hacinados materiales infinitos, pero el edificio está por construir.

En cuanto a los primitivos tiempos de España, no es maravilla que no tuviésemos historia; y gracias si debemos a algunos sabios de Grecia y Roma tal cual noticia del carácter y costumbres de los antiguos pobladores, y será siempre una necesidad, como ha sido una fortuna, el poder brujulear las páginas geográficas de Estrabón. Provincia de Roma después la España, hubo que recoger de los historiadores romanos lo que de ella quisieron decir; y los que más se extendieron, Tito Livio, Floro y Appiano, limitáronse a referir empresas militares, batallas, conquistas y fundaciones de colonias; muy poco dijeron del gobierno político de los pueblos. No escribían la historia de España.

Pasado el primer aturdimiento y la universal turbación ocasionada por la inundación de los bárbaros, la España se preparaba a figurar como nación aparte, y comenzó a tener escritores propios. Pero hubiera sido una injusticia pretender de aquellos hombres un trabajo histórico acabado. Eran obispos o monjes, que, o desde el pie de los altares a que estaban encadenados, o desde el severo retiro de un claustro, se semejaban, como dice un escritor erudito, a los obreros que sepultados en el fondo de las minas envían a la tierra las riquezas de que ellos no han de gozar. Riquezas históricas eran estas, pero no podían ser historias, como no pueden ser metales puros y elaborados los primeros materiales que se extraen de las entrañas de la tierra. Sin embargo, ¿qué hubiéramos podido saber de aquellos tiempos tenebrosos, sin los esfuerzos y apreciables trabajos de Idacio y Pablo Orosio, del Monje de Viclara, de los prelados Julián e Ildefonso de Toledo, de Isidoro de Sevilla, de ese portento de ingenio y de sabiduría que asombró al mundo de entonces, y admira y respeta todavía el mundo de ahora?

Otro tanto tenía que acontecer cuando la irrupción sarracena volvió a reducir lo poco que pudo salvarse de la España cristiana al estado de infancia de las sociedades. En los primeros siglos de ese esfuerzo gigantesco a que damos el nombre de reconquista, otros obispos y otros monjes, los que tenían la fortuna de vivir en algún rincón un tanto apartado del estruendo de la pelea, anotaban en breves y descarnadas crónicas los sucesos de más bulto con la rapidez y el desaliño que la rudeza y la inseguridad de los tiempos permitía. Y esto no en España solo, sino en naciones no oprimidas como la nuestra por un enemigo extraño y poderoso. Las crónicas de Fredegario, de Moissac, y de Saint Gall, los anales Petavianos, los Fuldenses y los de Metz, no revelan menos la estrechez de la época que nuestros Anales Toledanos, Compostelanos o Complutenses, y que las crónicas de los monjes de Albelda o de Silos. Algunos de estos escritos se reducen a tablas cronológicas de nacimientos y defunciones de los reyes, con la fecha de tal cual suceso notable, formando a veces un cortísimo número de páginas, que ocupan menos lugar que las notas que hoy el viajero menos curioso suele hacer con el lápiz en su cartera. La posteridad sin embargo ha tenido mucho que agradecer a aquellos anotadores de hechos, y serán siempre de un precio inestimable los trabajos de los obispos Isidoro de Beja, testigo de la gran catástrofe, de Sebastián de Salamanca, de Sampiro de Astorga, de Pelayo de Oviedo, de Lucas de Tuy, y del arzobispo don Rodrigo de Toledo.

A medida que se ensanchaba el territorio conquistado a las armas musulmanas, se desarrollaba también el genio y aun la forma histórica; y a los áridos cronicones y descarnados anales de los siglos VI hasta el XIII, reemplazaron en los XIII, XIV y XV otros anales y otras crónicas más extensas y nutridas. Desde el autor de la historia del Cid en verso hasta Hernando del Pulgar, que floreció en la época de los Reyes Católicos, se dieron grandes pasos. Los príncipes mismos se honraban con el título y ocupación de cronistas.

Multiplicáronse, como era natural, los escritos de este género desde que con la unión de Aragón y Castilla pudo decirse que la España era una nación. Viose en aquel y en el siguiente siglo ir surgiendo una serie de hombres doctos, que consagrados a ilustrar y ordenar la historia produjeron obras, si bien no exentas de preocupaciones y de errores, pero tampoco escasas de mérito y de dotes muy recomendables. No las cito, por lo mismo que es grande ya el catálogo. Contribuyeron a este desarrollo de la afición a los trabajos históricos las plazas de cronistas y de historiógrafos, ya particulares de provincias, ciudades o príncipes, ya generales del reino: feliz creación de los soberanos de aquella época, que es de lamentar haya caído en desuso. Aquellos diligentes y laboriosos investigadores desenterraron multitud de documentos útiles, que yacían cubiertos de polvo en los archivos municipales y en los sótanos de los monasterios. Débeles la historia no ser todavía un caos tenebroso e insondable.

Morales, Zurita y Garivay puede decirse que la crearon, abriendo un nuevo camino y enseñando a tratarla con dignidad y con decoro. Morales, por lo mismo que tenía ya otro criterio, no debió haber figurado como continuador de la bella colección de fábulas y cuentos que con el título de crónica había ordenado y publicado Florián de Ocampo. Debió haber deshecho la obra de éste, y levantádola él de nuevo. Garivay, escudriñador sin crítica, es todavía consultado con utilidad. No puede pronunciarse sin respeto el nombre del juicioso Gerónimo de Zurita. Este insigne historiógrafo de Felipe II, acudió a las verdaderas fuentes de la historia, a los archivos, y basó su obra sobre documentos originales. Mas ni los Anales de Zurita son una historia general de España, ni aunque lo fueran, llenarían las condiciones que hoy de la historia se exigen. Narrador minucioso y exacto, pero árido y seco en la forma, falto de elegancia como de filosofía, es un buen repertorio de los sucesos de la época que comprende, tan insoportable para ser leído por recreo, como indispensable a todo el que se ocupe de escribir historia.

Hacíase sentir ya demasiado la falta de una historia general de España. La nación que de tantos desmembrados reinos había logrado convertirse en una sola y vasta monarquía, la nación que dominaba en la mitad de Europa, y se había hecho señora de un nuevo mundo, no había tenido un ingenio, que penetrando atrevidamente en el confuso laberinto de los abundantes materiales que andaban diseminados, los reuniera y ordenara, y redujera a un cuerpo de historia, en que pudieran aprender los españoles por qué serie y encadenamiento de vicisitudes había pasado su patria para llegar a ser lo que entonces era.

Esta tarea tan importante como difícil, fue la que emprendió el padre Mariana.

He llegado a la primera historia general que se escribió en España, y con desconsuelo hay que decirlo, la única que poseemos.

Después como antes de la obra del sabio jesuita, se han escrito historias particulares de reinos o reinados, de provincias, de ciudades, de príncipes, de dinastías, de órdenes religiosas, de instituciones y de familias, memorias, sinopsis, compendios, ilustraciones, adiciones y anotaciones. Débense a algunos institutos religiosos trabajos importantísimos. Hemos tenido nuestros monjes de San Mauro: nuestros Montfaucon, nuestros Bouquet y nuestros Calmet, han sido el venerable y eruditísimo agustino Flórez, y los ilustrados continuadores de la España Sagrada. Las Memorias de la Academia de la Historia contienen discursos llenos de erudición, y elucubraciones importantes de épocas oscuras y de cuestionados puntos históricos. Son infinitas las obras de más o menos mérito, que se deben a la laboriosidad de hombres aislados; y cada día ven la luz pública colecciones de documentos que se van exhumando de los archivos, también con más o menos criterio ordenados. Materiales inmensos; ningún edificio concluido.

La Sinopsis histórica del presbítero Ferreras es una narración desnuda de todos los atavíos de la historia. Este laborioso y apreciable escritor, por ser demasiado cronologista, se hizo un seco ensartador de hechos sin ilación ni trabazón alguna, cuya lectura solo puede soportar el que tenga precisión de hacer sobre ella un estudio comparativo. Pecó Masdeu por el extremo opuesto en su Historia Crítica. Disertador difuso más que historiador razonado, dejose llevar del afán de lucir su genio crítico, su indisputable erudición, y su dicción generalmente fácil, armoniosa y correcta; y su obra, más que a historia de España, se semeja a una abundante colección de discursos académicos enderezados a refutar tradiciones recibidas u opiniones generalizadas, y sabido es hasta qué punto se dejó arrastrar del amor a las novedades y de la pasión de la singularidad. Sus veinte volúmenes no llegan a la mitad de los que hubieran debido ser según las dimensiones de su plan. El deán Ortiz, por el contrario, redujo su historia a tan cortas proporciones, que él mismo la llamó Compendio histórico-cronológico; eslabón intermedio entre las historias generales y los compendios. No es ciertamente la crítica filosófica lo que resalta en ella. El docto canónigo Sabau y Blanco, presentándose como modesto ilustrador de Mariana, tejió bajo el humilde título de Tablas Cronológicas, una nueva narración de hechos, desde los tiempos más remotos hasta la muerte de Carlos III. Ingirió, digámoslo así, una historia en otra, como quien reconoce la necesidad de reemplazar la antigua, y no tiene resolución para formar una nueva; y por timidez o por otras causas, no acierta a ponerse a la altura de su siglo, acaso con elementos para ello.

Sensible es en verdad que habiendo tenido España en los siglos XVI y XVII, historiadores que podían competir con los mejores que entonces poseían los demás pueblos de Europa; un Zurita, a quien llamaron algunos el Tácito español; un Mariana, a quien se comparaba a Tito Livio; un Mendoza, que se propuso competir con Salustio; un Solís, a quien podemos llamar el Curcio español, quedara después tan rezagada en punto a literatura histórica respecto a aquellos mismos países. Y es que precisamente empezaron a decaer en España las letras cuando en el resto de Europa comenzó a florecer la filosofía, y siguió nuestro país, como en la marcha política ha solido acontecerle, un movimiento inverso al de las demás naciones.

En el siglo presente es cuando algunos celosos e ilustrados ingenios españoles han procurado levantar de su postración este ramo de nuestra literatura, y alcanzado honroso nombre y merecida fama con historias particulares de reinos o provincias, de dominaciones o de reyes, de instituciones religiosas o políticas, de los códigos de nuestra legislación, y de otras materias y asuntos interesantes y propios para aclarar nuestra historia. Hanlo desempeñado ya con otro criterio y otra filosofía que la que pudieron alcanzar los escritores de los precedentes siglos. Capmany, Llorente, Marina, Toreno, y otros aún más modernos, cuyos luminosos escritos tendré muchas ocasiones de citar en mi obra, han hecho servicios eminentes a la historia nacional. Materiales y auxilios son de gran precio; pero es lástima que tan esclarecidos varones no hubieran acometido la empresa de dotar a su patria de una historia general.

Más cuidadosos o más arrojados los extranjeros, parece haberse propuesto o enmendar la incuria o suplir la irresolución de los ingenios nacionales que pudieran haberlo hecho con éxito. En obsequio a la imparcialidad debo decir que en algunas de sus obras he hallado erudición vasta, sensatez en sus juicios, no escasa copia de datos, método en la ordenación, y más conocimiento de las cosas de España que el que por lo general han mostrado otros extranjeros que de ella han escrito, no pocos en verdad con asombrosa y culpable ligereza. Merecen en mi dictamen no ser comprendidos en el número de estos últimos, antes con más razón ser incluidos entre los primeros, los historiadores generales de España Dunham, Romey, Roseew Saint-Hilaire, y los particulares Robertson, William Prescott, Weis, William Coxe, todos adornados de preclaras dotes y de mérito distinguido, aunque no igual. Así de estos como de nuestros autores nacionales he adoptado y tomado en ocasiones varias o palabras o pensamientos, cuando he creído que no podrían expresarse mejor, como me separo de ellos o los impugno en los puntos en que me han parecido inexactos, o en los juicios a que no me ha sido posible conformar los míos.

Resultando de este rapidísimo examen ser la obra del P. Mariana la única historia general española que poseemos, resta solo, para justificar mi ardua empresa, inquirir si aquella llena las condiciones que los progresos literarios, el gusto de la época y las nuevas necesidades intelectuales reclaman hoy en las obras de este género.

No puede negársele al sabio jesuita ni la gloria de haber sido el primer historiador general español, ni el mérito de haber recopilado, ordenado y reducido a un cuerpo de historia los infinitos materiales que andaban dispersos, ni la honra de haber borrado la nota de descuido que entonces nuestra nación padecía. Hizo en efecto Mariana con los cronistas e historiadores que le precedieron algo semejante a lo que había hecho Tito Livio con los antiguos analistas romanos, reducir a forma histórica lo que en ellos halló escrito; llevando tan adelante la imitación de su modelo, que le siguió hasta en lo de hacerse inventor de bellas arengas, dando una enojosa uniformidad a las prolijas oraciones que pone en boca de los caudillos de todos los tiempos, y sacrificando así la verdad y hasta la verosimilitud histórica al empeño de lucir la gallardía de lenguaje.

Poseía en verdad Mariana locución castiza y pura, sencillez, limpieza y dignidad en el decir; y no le faltaba ni erudición, ni talento claro, ni ideas nobles, ni discreción y rectitud de juicio. Creo además que hizo todo lo que se podía hacer en su tiempo, y sospecho que si hubiera vivido en el presente siglo, hubiera podido componer una historia capaz de satisfacer sus exigencias. Acaso hizo sin intentarlo más de lo que se había propuesto, a juzgar por lo que él mismo dijo a su amigo Lupercio de Argensola: «Yo nunca pretendí hacer una historia de España, ni examinar todos los particulares, que fuera nunca acabar, sino poner en estilo lo que otros tenían juntado como materiales de la fábrica que pensaba levantar.»

Pero Mariana no podía eximirse de participar de las ideas dominantes de su siglo. Achaque del tiempo será ciertamente, más que culpa suya, el haber admitido, fuese por credulidad propia o por timidez y respeto a aquellas mismas ideas, tantas fábulas y consejas, tantos errores vulgares y tradiciones absurdas, algunas de tal naturaleza, que él mismo se vio obligado a hacer aquella célebre confesión: plura transcribo quam credo. Y no hizo poco si dejó traslucir a veces su perplejidad en dar o no asenso a los cuentos que refiere como acreditados entre el vulgo, hablillas y patrañas que él decía. Aun así deslizáronsele en gran número, que han ido recibiendo una especie de sanción popular, por lo mismo de hallarse por tan grave autor consignadas. Lo que pudo no ser defecto en aquel tiempo, fuera un anacronismo contra las leyes del progreso intelectual pretender mantenerlo en el siglo XIX.

Hiciérase más excusable esta falta supliéndola en mucho la discreción del lector moderno, que no en todos puede suponerse, si la compensara por otra parte una apreciación filosófica de las causas de los acontecimientos y de su influjo en los progresos, declinación y alteraciones de los diferentes estados de España, de las formas y modificaciones de su sistema político, y de los pasos y trámites que fue llevando esta fraccionada monarquía hasta su unidad. Pero desgraciadamente no es en la historia de Mariana donde puede adquirirse este conocimiento, como oportunamente lo hizo notar el juicioso Capmany en su Teatro Histórico-Crítico de la Elocuencia española, y muchos después de él.

Hay un periodo en la Historia de España, el más largo, y sin duda el más fecundo en hechos brillantes y gloriosos para nuestra nación, en que evidentemente peca de manca y deja un lastimoso vacío la obra de que me ocupo. Hablo del periodo de la dominación de los árabes. Mariana estampó lo que halló escrito en los cronistas españoles, escaso por lo común y diminuto, y no pocas veces apasionado o erróneo. No alcanzó la Biblioteca arábico-hispana Escurialensis del célebre orientalista Casiri: no pudo conocer la Historia de la dominación de los Árabes de Conde, ni menos la reciente y muy posterior de Al-Makari, que debemos al erudito Gayangos. Viendo siempre a aquellos dominadores por el solo prisma de la religión, después de desfigurar lastimosamente sus nombres, que es lo menos, no les ahorra nunca el epíteto de bárbaros, aun en la época en que el imperio muslímico español era el emporio del saber y el centro de donde se derramaba por el mundo la luz de las ciencias y de las artes, precisamente entonces que no estábamos nosotros para hacer alarde en punto a conocimientos humanos. Así se fueron arraigando en las masas del pueblo español las ideas equivocadas que aún se tienen respecto a la cultura y civilización de aquellos nuestros conquistadores.

Aparte de estos capitales defectos, y considerada la más popular de nuestras historias por el lado solo de la ordenación, del método y de la claridad, bien necesita de una comprensión raramente feliz, de una intuición especial y de una retentiva privilegiada el que pueda decir con verdad y con la mano puesta sobre el corazón, que ha aprendido con sola la lectura del Mariana el orden y enlace de los sucesos y la marcha de la civilización y de la organización política y social de España.

Pienso sobre todo que una historia que no ha podido alcanzar sino a los primeros años del siglo XVI, y que por consecuencia deja en claro los últimos tres siglos, cabalmente los que pueden interesarnos más, exige ya ser reemplazada y que si ha de haber unidad en el pensamiento y en el colorido, no basta reparar la fábrica antigua e irle agregando piezas modernas, como hasta ahora se ha practicado. Menester es edificar de nuevo, sin dejar por eso de respetar lo antiguo, tan digno de veneración. Y este es ya, si no he estudiado mal la opinión, el sentimiento y la conciencia pública. Pero hoc opus, hic labor.

Reconozco toda la dificultad de la empresa. ¿Y quién hay que no la reconozca? Requiérese aliento vigoroso y mucho amor patrio. No me ha faltado este: el otro es el que ha estado muchas veces a punto de desfallecer. Y no porque me parezca exceder la obra a la capacidad del espíritu humano, como decía hablando a la Academia de la Historia en 31 de octubre de 1817 uno de los hombres más doctos que ha tenido esta ilustre corporación. Ni por que opine como el eruditísimo Chateaubriand cuando dice en el Prólogo a sus Estudios históricos, «que tenemos hoy muchos hombres que saben escribir cincuenta páginas, y algunos un tomo, no muy abultado, con singular talento; pero que hay muy pocos capaces de componer y coordinar una obra seguida, de abrazar un sistema y de sostenerlo con arte e interés durante el curso de muchos volúmenes:» añadiendo, «que el folleto y el artículo de periódico parecen el termómetro que señala la medida y el límite de nuestro espíritu.» Yo creo por el contrario, que aquí mismo en nuestra España sobran ingenios capaces de dar cumplida cima y llevar a feliz término esta misma obra; lo que ha estado para desalentarme muchas veces es precisamente el paralelo entre la capacidad de estos y la pequeñez mía. Ellos necesitarían solo de resolución, y yo necesito de arrojo: pero ellos no se resuelven, y es fuerza arrostrar la temeridad. Si en estas cosas non est satis voluisse, también es imposible que carezcan de todo merecimiento la intención, el ahínco y la laboriosidad. Abramos la senda. Otros marcharán por ella con más gloria; pero algo reflejará en el primero que trabajó por desembarazarla.

«La historia de España no está en los libros, he oído decir más de una vez en algunas reuniones de literatos: está en los archivos públicos y privados, está en pergaminos escritos en lenguas y caracteres hoy casi indescifrables; está en documentos que yacen entre el polvo de oscuros rincones, o en lápidas que cubre todavía la tierra.» Aguardad a que se desentierren y descifren todos esos documentos, útiles unos, de ignorada y problemática importancia otros; esperad a la elucidación o eventual o imposible de todos los puntos dudosos; no escribáis hasta que se pronuncie el «ya no hay más» en materia de documentos o de descubrimientos históricos; y pasareis vosotros, y vuestros hijos, y muchas generaciones sin ver mejorar la historia patria. Mariana lo dijo ya: esta tarea fuera no acabar nunca. Enriquecedla con lo descubierto y conocido, escudriñad lo posible, mejorad lo existente, ensanchad el edificio, dadle más elegancia, o más brillo, o más regularidad, y haréis un beneficio a los hombres. Detrás de vosotros vendrá otro que mejorará vuestra obra, y otro más adelante perfeccionará la de aquel. Jamás se hizo de una vez la historia de un pueblo. ¿Y cuál es el que puede decir que la tiene acabada y perfecta?

El insigne Ambrosio de Morales era menos exigente que estos optimistas de la historia. «Puede haber (dice en su Prólogo a la Crónica general de España) muchas causas y muy justas, por las cuales alguno se empeñe en escribirla, y quiera a costa de su trabajo y su fatiga aprovechar en común a muchos con su escritura. Mas entre todas, dos causas hay principales y dignas para mover a que uno escriba la historia que antes de él otros han escrito, no teniendo por acabado lo que por muchos está ya hecho. Es la una, pensar de si el que escribe de nuevo que podrá dar más certidumbre en las cosas, que la tuvieron los que antes las han contado: y la otra, que ya que en la verdad de la historia no pueda sobrepujar a los pasados, vencerlos ha a lo menos en decir más hermosamente las cosas, dándoles mayor gusto y dulzura, con la que les puede poner el buen estilo. Cualquiera de estas dos causas es bastante para escribir una historia, pues ambas a dos cosas son necesarias en ella.»

Participo de la opinión del docto cronista, si bien a las causas que señala pudieran añadirse algunas más.

He hecho para la investigación y adquisición de documentos las diligencias que caben en los esfuerzos del individuo aislado. Me he dirigido a las academias y corporaciones literarias; he solicitado el auxilio de los hombres de letras, e hice un llamamiento a todos los amantes de las glorias nacionales y de la verdad histórica que poseyesen documentos, escrituras o monumentos que pudieran contribuir a ilustrar nuestros anales. A algunos he sido deudor de interesantes manuscritos y noticias útiles. Me complazco en pagarles este tributo de gratitud. Otros han tenido por conveniente guardar un sistema de reserva y de incomunicabilidad, que no todos interpretarán del mismo modo, y al que fuera de celebrar les quedara la patria reconocida. Probablemente estos mismos serán los primeros a pregonar que la historia no sale tan enriquecida como pudiera; «pues poseen ellos un documento precioso e ignorado, de que no se hace en ella mérito.»

He visitado y examinado nuestros archivos, y principalmente los generales de las antiguas coronas de Aragón y de Castilla, establecidos el uno en Barcelona y el otro en Simancas, con las molestias, dificultades y dispendios que en nuestro país experimenta todavía el particular que tiene la vocación de consagrarse a estas ímprobas y enojosas ocupaciones, abandonado a sus recursos propios. He recogido de aquellos abundantísimos y ricos depósitos de nuestras glorias cuantas noticias y materiales me ha sido posible. Mentiría si dijera que lo había escudriñado todo: el que se lo propusiera, necesitaría dedicar a esto solo una vida más larga que la que comúnmente se concede a los hombres. Aun así, podré rectificar varios errores históricos admitidos por mis predecesores.

Con estos títulos me presento al público: él los apreciará en lo que valgan.

Diré algo acerca del plan y sistema que me propongo seguir.

«Desde la invención de la imprenta hasta nuestros días, dice el ilustre Thierry, tres escuelas históricas han florecido sucesivamente; la escuela popular de la edad media, la escuela clásica o italiana, y la escuela filosófica, cuyos jefes gozan hoy una reputación europea. Como hace doscientos años se deseaba para la Francia los Guicciardini y los Dávila, se le desea en este momento los Robertson y los Hume. ¿Es cierto que los libros de estos autores presenten el tipo real y definitivo de la historia? ¿Es cierto que el modelo a que la han reducido nos satisfaga a nosotros tan completamente como satisfacía a nuestros antepasados el plan de los historiadores de la antigüedad? No lo creo: creo, por el contrario, que esta forma enteramente filosófica tiene los mismos defectos que la forma absolutamente literaria del penúltimo siglo.»

Estoy de acuerdo con esta última observación. La historia descriptiva, en que no ha tenido competidor Mr. de Barante, y la historia puramente filosófica, al frente de cuya escuela marcha el ilustre Hegel, la una desatendiendo a la especie por ocuparse del individuo, la otra haciendo olvidar al individuo por ocuparse toda de la especie, tienen inconvenientes igualmente graves. Pienso que el lector desea que se le den a conocer ambas cosas, y el acierto estaría en maridar en lo posible ambos sistemas.

Como no me propongo escribir para los doctos, que podrían ellos mismos iluminarme con sus juicios, sino para aquellos que o necesitan de guía o no tienen tiempo para meditar sobre los hechos y deducir las consecuencias de los principios, tengo por insuficiente la historia que se limita al simple relato de los sucesos, desechando toda fórmula histórica y abandonando a la inteligencia del lector las inducciones y aplicaciones. Aun supuesta la más imparcial y exacta pintura de las acciones buenas o malas de los hombres, ¿bastaría esto para llenar los altos fines morales de la historia? Frialdad culpable parecería esta imparcialidad cuando se trata de pintar el vicio o la virtud, y así podría conducir al escepticismo en asuntos de religión, como al indiferentismo político en negocios que tocan al amor de la patria. ¡Triste y desconsoladora imparcialidad la de un Suetonio contando fríamente las torpezas del lecho imperial! Déjese, pues, al historiador, o indignarse contra los crímenes, o gozarse de ensalzar las acciones virtuosas, comparar, discurrir y hacer notar las consecuencias de unas y otros en mal o en bien de los estados.

En vista, pues, de que ninguno de los sistemas que gozan más boga satisface cumplidamente ni carece de inconvenientes y defectos, considerada la ineficacia de los preceptos y reglas que tantos autores han dado desde Luciano hasta Mably, desde D'Alembert y Voltaire hasta Mr. de Bonald, bien puedo sin vacilar seguir el consejo del elocuente autor de los Estudios Históricos cuando dice: «Si bien es útil tener principios fijos al tomar la pluma, es una cuestión ociosa preguntar cómo debe escribirse la historia: cada historiador la escribe según su propio genio…… todos los modos son buenos con tal que sean verdaderos…… Escriba, pues, cada cual como ve y como siente…»

Usando de esta justificada libertad, el orden que he adoptado es referir primero y deducir después; estudiar los hechos, y ver si los resultados de la experiencia confirman los principios y si estos explican aquellos. Como mi objeto es dar a la historia la mayor claridad posible, e imprimir en la memoria de los lectores del modo más permanente así el conocimiento de los sucesos como el de su influjo en las modificaciones políticas del país, no he querido interponer largas distancias entre la relación y las reflexiones, ni tampoco interpolarlas tan de cerca que hagan la narración truncada y falta de unidad, distrayendo continuamente la atención del lector, y haciéndole perder el hilo de la acción. Así creo conciliar las ventajas de ambas escuelas, y obviar el inconveniente que Thierry nota en este método, suponiendo que se desprecia la narración por reservar el vigor para los comentarios, «y que cuando el comentario llega no ilustra nada, porque el lector no le liga a la narración de que el escritor le ha separado.» Así sería, si los resultados morales o políticos se separaran tanto de los hechos que el lector no pudiera ligarlos sin poner en tortura su memoria, o sin obligarle a hacer una nueva lectura de los sucesos. Mas es precisamente lo que me he propuesto evitar. Mucho desearía haberlo logrado. Tengo aún por más embarazoso y fatigante ingerir en el relato histórico observaciones que a las veces tienen que ser prolijas tales como el examen más o menos analítico de un código de nuestra legislación, el de la influencia del espíritu religioso en la organización política y civil del pueblo, y otros cuadros que exigen detenidas consideraciones. Estas piden un lugar aparte. Por lo menos colocado yo en el lugar del lector, agradecería encontrarlas separadas. No es posible medir a todos por la regla propia, pero hay que seguir la que parece más natural.

En cuanto al principio que impulsa la marcha de la humanidad, no puedo conformarme con la escuela fatalista que considera todas las catástrofes como necesarias, que desvanece toda esperanza y que seca todo consuelo, aunque marchen al frente de esa escuela hombres tan ilustrados como Thiers y Mignet. Acojo gustoso la ley de la Providencia con Vico, y coloco todos los pueblos bajo la guía y el mando de Dios con Bossuet. Explicaré más este principio en el discurso preliminar.

He citado a Bossuet, y debo rectificar una idea que ha hecho formar de la historia este sabio escritor. «En la historia (dice) es donde los reyes, degradados por la mano de la muerte, comparecen sin corte y sin séquito a sufrir el juicio de todos los siglos.» Desde entonces se ha repetido cien veces que la historia es el espejo en que los reyes ven la imagen de sus defectos. No, no es esto solo la historia. No han sido solos los reyes los opresores de la humanidad. También han solido serlo a su vez los pueblos cuando han ejercido la soberanía absoluta: también lo han sido otras clases de la sociedad: todas han tenido aduladores, y todos deben comparecer en las páginas de la historia a sufrir ese juicio imparcial y severo, porque sus lecciones se dirigen a todos, y la historia condenará siempre el fanatismo, la iniquidad, la ambición, el despotismo, la licencia, las guerras injustas, ya las promueva un monarca orgulloso, ya las suscite una multitud ciega y desenfrenada, ya las fomenten los magistrados electivos de una república en nombre del pueblo. Tácito fue un acusador inexorable de los monarcas: todas las clases deben encontrar en la historia quien acuse sus excesos.

Los periodos de tiempo en que puede dividirse la historia son por lo regular tan imperfectos como las divisiones que solemos hacer del espacio, porque todo se encadena en uno y otro por gradaciones insensibles. La historia de España ofrece sin embargo periodos naturales en las invasiones que cuenta. Pero hay uno entre ellos, el de la dominación sarracena, que pienso nadie ha clasificado con exactitud y con propiedad, ni es tampoco fácil hacerlo. Designase comúnmente con el nombre de España árabe, y no lo es desde que reemplazó al imperio de los árabes el de la raza africana y mora. Tampoco es la España musulmana, ni la España bajo la dominación de los sarracenos, desde que las armas cristianas se hicieron dueñas de la mayor parte del territorio español para no volverle a perder. Ni puede decirse la España cristiana desde la época en que se declaró la victoria y la superioridad en favor de los defensores de la cruz, porque cristiana ha sido la España antes y después de la reconquista. En la dificultad de comprender bajo una misma denominación ese largo y complicado periodo, he hecho de él tres divisiones, sirviéndome de pauta aquellos acontecimientos notables que alteraron sustancial y ostensiblemente la situación de los reinos, y de base las vicisitudes esenciales de la corona de Castilla en que vinieron a fundirse las demás.

Por desgracia la cronología de nuestra historia está todavía muy lejos de haber alcanzado un grado de certidumbre tal, que baste a poder fijar de un modo inconcuso la fecha precisa de cada suceso, notándose frecuentemente tal divergencia entre los mismos autores coetáneos, que es a veces de difícil y acaso imposible logro apurar donde está la verdad, y más cuando faltan documentos auténticos que disipen toda duda. En tales casos me acomodo a lo que asientan los escritores que pasan por de más autoridad. Reconociendo la utilidad de estas investigaciones, otros son a quienes corresponde ocuparse de intento en hacerlas, y no deben servir de embarazo al historiador general. «Esas discusiones prolijas, dice el erudito Cesar Cantú, para comprobar una fecha, un lugar, un nombre, y esa erudición laboriosa…… que nos dispensa de meditar al enriquecernos con las ideas ajenas, no se hicieron para el historiador que aspira a revivir en los corazones más que en las bibliotecas.»

Refiero las batallas y hechos de armas con la posible rapidez, y solo me detengo algún tanto en aquellas que por especiales circunstancias y notables accidentes, o por su grande interés, o por el cambio que produjeran en la suerte del país, merecen conservarse en la memoria de los hombres. Harto sensible es para un historiador el tropezar con siglos enteros en que los hombres apenas se ocupaban de otra cosa que de pelear. Lectores y autores tienen que sufrir esta monotonía desconsoladora, si no han de pasarse en claro largos periodos.

Si en todas las historias son esenciales requisitos el método y la claridad, necesitase particular estudio para evitar la confusión en la de España, acaso la más complicada de cuantas se conocen, señaladamente en las épocas en que estuvo fraccionada en tantos reinos o estados independientes, regido cada cual por leyes propias y distintas, y en que eran tan frecuentes las guerras, las alianzas, los tratados, los enlaces de dinastías, que hacen sobremanera difícil la división sin faltar a la unidad, y la unidad sin caer en la confusión. Procuro, pues, referir con la separación posible las cosas de Aragón y las de Castilla, las de Navarra, Portugal o Cataluña, y las que tenían lugar en los países dominados por los árabes; aparte de los casos en que los sucesos de unos y otros estados corrían tan unidos que hacen indispensable la simultaneidad en la narración. En cuanto a la claridad, siempre he preferido a la vanidad que se disfraza bajo la brillantez de las formas, la sencillez que Horacio recomienda tanto, aconsejando a los autores que escriban no solo de manera que puedan hacerse entender, sino que no puedan menos de ser entendidos. La historia no es tampoco un discurso académico.

Siento haber de advertir que una historia general no puede comprender todos los hechos que constituyen las glorias de cada determinada población, ni todos los descubrimientos que la arqueología hace en cada comarca especial. No haría esta advertencia, que podría ofender al buen sentido de unos y parecer escusada a otros, si no tuviera algunos antecedentes para creerla necesaria.

Como español, y amante de las glorias de mi patria, permítaseme, cuando pueda sin faltar a la austera verdad histórica, hablar con complacencia en las ocasiones que encuentre virtudes o grandezas españolas que elogiar. La imparcialidad no prohíbe los sentimientos del corazón; y excusable será este justo desahogo en quien tantas veces ha pasado por la amargura de ver su patria por extranjeras plumas vulnerada. ¿Quién podrá negarme esta compensación?

No quiero molestar con más advertencias. Sea la última de todas, que en la imposibilidad de hacer una obra tan perfecta y acabada como desearía, el ojo escudriñador de la crítica podrá fácilmente encontrar en ella, no ya solo los defectos inherentes a esta clase de obras, sino otros en que todo el esmero y diligencia del autor no le hayan eximido de incurrir. Lejos de temer los juicios críticos, los agradeceré cuando la buena fe los dicte, y conduzcan o a enmendar errores, o a esclarecer hechos, o a encaminar por mejor sendero al historiador. Y si un Salustio, con haber merecido que Séneca le apellidara honor de la historia, y que Marcial le concediera el primer lugar entre los historiadores, hubo de tolerar que Aulo Gelio le reprendiera muchas, palabras, y que Assinio Pollion escribiera un libro entero contra su historia; si un Tito Livio no pudo librarse de la censura de Tácito, que le notó de duro y seco en las expresiones; si el mismo Tácito tan alabado de todos, tampoco pudo evitar que Tertuliano le llamara en su Apologético hablador de falsedades; si en nuestra misma España no faltó a Mariana un Mantuano que se cebara encarnizadamente en su obra; si ha acontecido otro tanto a todos los historiadores, y yo mismo me he creído autorizado para juzgar a los que me han precedido en esta espinosa carrera, ¿cómo he de pretender eximirme de comparecer y someterme a ese juicio a que se sujetan todos los públicos escritores?

Dichoso yo si al través de las dificultades inmensas de ejecución, de las imperfecciones anexas a la naturaleza de la obra y a las facultades intelectuales del escritor, y de los fallos inexorables de la crítica, logro hacer un trabajo menos imperfecto que los de la misma índole que poseemos, y ser de esta manera útil al país en que he nacido y a cuyo servicio he consagrado toda mi vida. Con esto solo me daría por altamente satisfecho, y mis esfuerzos y vigilias serían sobradamente recompensados.