Filosofía en español 
Filosofía en español


Nicolás Ramiro Rico

La filosofía en la sociedad

Dure lo que durare estamos en la «era» de la sociología. Para unos, la era está recién inaugurada; para otros, si no comenzó con Adán, es obvio que lo hizo con Aristóteles.

Si esta torpe disputa tiene algún sentido, yo se lo encuentro en esto: la sociología, ¿para qué?: ¿para qué ha venido al mundo y qué hace en él? Si ésta es la cuestión, como yo creo, sería torpísimo darle esquinazo y llamarla bizantina –sin más clara idea de lo que sea lo bizantino–. Pues la falta de acuerdo sobre el sentido social de la sociología, tal como se manifiesta en las respuestas que a la demanda sobre ese sentido social se emiten, proviene –me parece a mí– de no haber advertido que la pregunta es fragmentaria.

La sociología, se dice, si merece la pena, habrá de tener un sentido social específico. El enunciado es correctísimo. El embrollo comienza al desplazar el acento tónico de «específico». Si no se hiciera, pronto se echaría de ver que el problema específico de la sociología es el problema genérico de cualquier logia, esto es, teoría, y, exasperando los términos, de la teoría in genere y de la teoría por excelencia: la filosofía.

Ampliar de esta manera el horizonte de la cuestión no deja de tener sus contras y merecer sus muchos peros. Indudablemente así es. La ampliación de la problemática general no puede hacerse sin daño de la [82] especial, esto es, sociológica, la cual vendría a quedar disimulada en sus líneas propias y oscurecida en su pormenor. Repito que no lo debato. Mas también creo contrarrestar ese mal suceso posible señalando su inmediato buen éxito sociológico: al preguntar no por la sociología en la sociedad, sino por la teoría y por la filosofía en la sociedad, le damos una voltereta al tema, y de un sofocante problema nacido en el seno íntimo de la sociología hacemos un problema sociológico, un problema de la sociología y para la sociología.

¿Ilegítimamente? Se dirá que sí por cuantos entienden que entre las teorías –los campos teóricos acotados que llamamos ciencias– y la filosofía imperan inequívocas y definitivas relaciones de subordinación de las primeras a la última. No discutiré, ni menos atentaré, contra la sacrosanta hegemonía de la filosofía. La discusión, para ser medianamente discreta, obligaría a decir –¡no a definir!, que eso sería demasiado grueso empeño– qué es la filosofía, lo cual me temo que nos llevaría muy lejos y no es seguro que a buen puerto. Únicamente notaré, como descargo, que con esa hegemonía filosófica, que puede llamarse hegemonía de principio objetivo, concurre otra, quizá bien denominada «funcional».

Con este último término quiero designar transitorios imperios ocasionados por la situación en que de presente se halla el saber. La problemática de cada época es la que designa y propugna no sólo el objeto preponderante de los esfuerzos teóricos, sino también el tipo de saber adecuado a la situación. Conforme a esto, hemos de contar como uno de los bienes y no de los males de nuestra época el galanteo asiduo con que se corteja a la sociología allí donde todavía hay [83] pensamiento vivo. Y no, ciertamente, porque esa actualidad y primacía de la sociología sea un bien en sí mismo. El que hoy tenga que haber sociología, mucha sociología, casi sociología a todo pasto, sólo es un bien en el sentido mismo en que la existencia de la toxicología lo es: porque hay venenos y hay que guardarse de ellos.

Pero esto quiere decir que la sociología no ha nacido ni frívola ni privadamente. La sociología no es un capricho, como tampoco es un asunto privado de unos ciertos señores. La sociología, por el contrario, es hija de la problemática situación de la sociedad y de una cierta actitud mental de los miembros de esa sociedad: el hábito teórico. Esto se dice –y no por vez primera; evidentemente ha sido ya dicho, y por los propios fundadores de la sociología– contra quienes aún se imaginan que las teorías son las que crean los problemas y que, silenciando aquéllas, se acaban éstos. Creencia más falsa y tonta que ésa hay pocas. En el presente trabajo se esboza la prueba en contrario y se manifiesta cómo toda teoría responde a necesidades preteóricas e independientes en su origen de toda teoría.

En oposición a esta tesis, hallamos una tradición que, sin gran arbitrariedad formal, puede hasta invocar a Aristóteles, y para la cual el saber teórico es un apetito natural y, si falta hace, también un placer natural. No diré rotundamente que no sea o no pueda ser así, pero sí no niego, distingo y arguyo: hay objetos sobre los cuales el puro saber teórico ni es ni probablemente podrá ser jamás un goce o inclinación natural. Contra lo que parece, antes creeré que la astronomía se ha constituido por puro apetito de saber que admitiré eso respecto a la política, a la [84] sociedad, a la economía… La razón de pensar así me parece evidente: la política, la sociedad, la economía… son actividades humanas prácticas, son vida humana que existen porque el hombre las hace y tiene que hacerlas. El pensar sobre ellas sólo tiene sentido si ese pensar ayuda a hacerlas. Nótese que sobre esas actividades no se comienza a pensar de veras sino cuando el hacerlas se ha tornado problemático. De esta suerte, puede decirse, sin demasiada hipérbole, que en este terreno el saber teórico es lo más antinatural del mundo. Históricamente es fácil comprobar cómo dos de los pueblos mejor dotados para la política –Roma e Inglaterra– han sido los dos pueblos de más tenue capacidad teórica.

A tenor de este razonamiento, el papel social y humano de la teoría se ilumina con nueva luz, apareciendo la teoría y la filosofía como una tabla salvavidas. Pero al concebirla así la hincamos en el mundo, y si, de un lado se justifica su existencia, de otro se le abruma de responsabilidades.

De este último tema –la responsabilidad de la teoría– se ha hablado y se seguirá hablando; es un tema muy de nuestra época. Entre lo mucho que ya se ha dicho, noto, sin embargo, una grave ausencia. Nada que yo sepa, se ha dicho sobre el crecimiento histórico de la responsabilidad de la teoría, de la filosofía y, claro está, de la sociología. Y, sin embargo, es así: el pensamiento teórico adquiere mayores responsabilidades con el puro curso del tiempo. Socialmente, esto significa que crecen las responsabilidades de los teóricos, obligándose éstos, entre otras cosas, a nadar y guardar la ropa, esto es, a ocuparse de su teoría y a estar muy atentos a su propia posición y acción en la sociedad. [85] Si esto se quiere manifestar en términos sociológicos se enunciará así: ha vuelto a ser evidente que el teórico no es jamás un «particular», un hombre privado, sino, al contrario, un personaje público.

Esta renovación de la condición pública del teórico, no deja de tener sus riesgos. El teórico, fácilmente, puede inclinarse a las usurpaciones, en especial al viejo sueño del filósofo gobernante. La vanidad efectiva del ensueño no quita su peligrosidad. Sobre todo, porque si no es probable que los teóricos se alcen con el poder público sí es muy hacedero que los políticos, sin hacerse teóricos, requisen la teoría. Para evitar este entuerto, el teórico sólo puede hacer una cosa: esclarecer las relaciones entre la teoría y la práctica. Ese era uno de los puntos finales de este estudio, probablemente en su futura segunda parte.

Ahora dejamos al lector con una última advertencia concerniente a las relaciones entre filosofía y sociología. Para no derramarnos sobre tan oceánico tema sólo diré, y sucintamente, que a mis ojos, la conexión de subordinación de la sociología a la filosofía se establece formal y materialmente a través de un tercer término: la antropología. Tal conexión queda fuera de nuestro presente tema, que se contrae a tratar lo que arriba queda dicho.

I

«Bueno» o «malo» no es lo último ni lo más inteligente que sobre un libro pueda decirse. Para ser precisos hablando de libros habría que especificar en qué consiste su bondad o su maldad. Si lo intentamos, pronto advertimos que hay libros cuya bondad reside en [86] la acción catalizadora que los pensamientos vertidos en sus páginas ejercen sobre la mente de quien los lee.

A este tipo de buen libro pertenece el de Alois Dempf, Selbstkritik der Philosophie und vergleichende Philosophiegeschichte im Umriss (Viena, 1947). El presente estudio, que ni es una recensión ni una glosa, se escribe, sin embargo, por acción del pensamiento de Dempf: es su ocasión y su motivo.

El corazón y la intención de este temerario libro de Alois Dempf se hallan explícitamente manifestados en el primer miembro de su título: Autocrítica de la Filosofía. En este rótulo, cada palabra –y hasta cada fragmento verbal– arrastra consigo una cadena de problemas que, al combinarse sintácticamente en el enunciado total, adquieren una grandeza y ambición espeluznantes. Pues que la filosofía es crítica –no sólo crítica, pero siempre actividad intrínsecamente crítica– es ya dato bastante para reconocer en la filosofía una actividad humana muy difícil y arriesgada. Pero que la filosofía, amén de criticar a todo bicho viviente, o no viviente, se critique a sí misma, parece demasiado, y, desde cierto ángulo de visión, tal vez superflua cosa. Porque la premisa que históricamente ha legitimado y autorizado la función social de la crítica ejercida por la filosofía es que ella no falla, que la filosofía ni engaña ni, sobre todo, se engaña.

La primera piedra y la raíz de la filosofía europea ha sido la evidencia de esta infalibilidad de la filosofía, de la razón filosófica. Porque la razón filosófica poseía esa cualidad de fuente última de toda certidumbre y verdad, pudo la filosofía constituirse en autoridad humana y social. De este modo, en nuestro occidente, la filosofía pudo llegar a ser lo que Dempf llama un [87] «reino del espíritu», y un reino en este mundo, aunque no sea de este mundo. Lo cual quiere decir que el término reino no designa sólo una esfera ideal, sino también una acción real de las ideas –y del espíritu, su asiento– en este mundo y sobre los hombres de este mundo.

Pero la filosofía como reino del espíritu no se halla sola en este mundo. El mundo en el cual el pensamiento filosófico quiere ser una potencia reinante es un mundo de estructura pluralista. En él coexisten simultáneamente una pluralidad de poderes, los cuales, aunque abstractamente posean autonomía e independencia esencial, en la realidad, sin embargo, no sólo colindan, no sólo están al lado, sino que muy fácilmente se enfrentan, y no estéticamente, como objetos inertes. Porque son poderes y porque los súbditos sobre los que aspiran a mandar son los mismos –los hombres y sus actos–, esos poderes –entre los cuales se cuenta la filosofía– no coexisten sin ocasión de querella, de conflicto y lucha.

Un esquema de la Historia nos probaría cómo una de las ordenaciones quizá más eficaces que de la vida humana pueden imaginarse, consiste en mirar hacia ella desde el punto de vista del tipo de poder que, en un tiempo y espacio dados, predomina dentro de un grupo humano determinado. Tal modo de mirar nos revelaría sorprendentes aspectos de la existencia social de los grupos humanos. Así, por ejemplo, nos manifestaría:

1) Ningún tipo de poder humano puede dominar pura y simplemente. Como, a su vez, ningún poder humano puede ser pura y simplemente dominado, sino que [88]

2) todo dominar humano es esencialmente un predominar. Nunca se ejerce un poder sino sobre otro poder o poderes;

3) cualquier predominio es históricamente efímero, transitorio. Siempre acaba por volverse la tortilla.

4) Ningún poder es, en su existencia histórica concreta, un poder puro.

Esta impureza –estructural, no axiológica– de cualquier poder real y concreto, significa que ningún tipo de poder se constituye y, sobre todo, subsiste sin coparticipar elementos de otros tipos de poder. Por ejemplo: el poder religioso medieval no predomina simplemente sobre los demás poderes de la época, sino que esa hegemonía suya sobre los otros poderes se basa en que la religiosidad medieval contiene, y embebe en sí elementos de los demás poderes. Con este «embeber» quiero señalar que no se trata de una mera utilización instrumental de poderes ya dominados, aunque por otra parte, esa utilización existe, pero establece una relación de orden distinto a la que con el término embeber queremos aludir.

Este fenómeno es posible porque, además del pluralismo ya mencionado, y que ahora calificaremos de pluralismo externo, hay otro pluralismo entrañado en el interior mismo de cada uno de los grandes poderes sociales. Junto al pluralismo de la serie Religión-Estado-Economía-Cultura…, tenemos otro pluralismo. Y si en el primero se distinguen –con la restricción anotada– y se oponen, verbigracia, Religión y Economía, Estado y Cultura…, en el segundo pluralismo la distinción y oposición es interna, y consiste en divergencias promovidas [89] en el seno mismo de cada uno de esos tipos de poder. Al contraste y conflicto entre lo heterogéneo se añade la diversidad y beligerancia en la íntima entraña de lo homogéneo. A la lucha, supongamos, entre religión y razón, sucede la lucha entre las religiones, el conflicto entre posiciones religiosas opuestas.

Puede suceder –y ha sucedido, sucede y sucederá– que ambos pluralismos se crucen y combinen, se impurifiquen con ánimo de fortalecerse. De esta suerte, si se enriquecen las posibilidades y se ensancha el horizonte de cada tipo de poder, también se complica su estructura interna y se enredan sus mutuas relaciones. En eso que se llama el tránsito de la Edad Media a la Moderna es muy fácil de seguir este complejo proceso y de advertir cómo la filosofía, de ser filosofía teológica y eclesiástica; de ser filosofía embebida e internamente articulada en la religión, va pasando a ser filosofía política.

Pero esta cualidad política del pensamiento filosófico moderno, no consiste únicamente en que ese pensamiento cultive ahora, con exacerbado afán y exquisito primor, temas específicamente políticos. Lo singular de ese espíritu político de la nueva filosofía está en otra parte. Esencialmente, ese pensamiento moderno merece la tilde de político, porque busca el apoyo externo de los poderes sustantivamente políticos para fortalecer y afianzar su propio poder social. La filosofía quiere reinar, mandar la sociedad y, negativamente, desprenderse de la religión y de la Iglesia. A este fin solicita a los poderes específicamente políticos, se ampara en ellos y, al par que los utiliza, los engrandece. De este modo puede decirse que si el pensamiento moderno no prospera sino a la sombra del poder político, [90] este, a su vez, no prepondera sin empapar su entraña con ese pensamiento. El Estado moderno es la grandiosa creación de esa flamígera combinación de poder vital y energía mental, racional y constructiva, de virtud y razón. Maquiavelo y Bodino son los máximos intelectuales de esa partnership en la que del otro lado entran incontables figuras.

Esta coyunda entre Estado y pensamiento racional filosófico hubiera sido un felicísimo idilio eterno, si a estorbarlo no viniese lo que era imposible que dejara de venir: el pluralismo interno, siempre latente, irrumpió perturbador en cada uno de los miembros enlazados. Pronto se vio que el Estado era un complejo de inestables poderes, y aún más pronto se advirtió que la filosofía apenas era algo más que una aglomeración de filosofías, de sistemas filosóficos. Y no sólo la filosofía del Estado, en cuanto que objeto singular de sus meditaciones. Toda la filosofía, en cualquier terreno, mostraba su interna condición pluralista. El saber, del cual se postulaba que era «poder», se descomponía en una pluralidad de saberes y, por ende, de poderes. El saber y pensamiento que de este amenazador escollo quisieron salvarse, recurrieron a una renuncia: se afirmaron a sí mismos, contraponiéndose al saber y pensamiento filosófico. Ese pensamiento y saber no filosófico se tituló «ciencia» –verdad y certeza averiguada– y se opuso a la filosofía, que era… no se sabía qué.

II

Para el valimiento social y humano en general de la filosofía, ese suceso fue de enorme entidad. La «ciencia» –los saberes especializados– le ganaron, desde [91] luego, la preeminencia social a la filosofía. Pero no fue esto sólo lo que sucedió. La filosofía, al manifestar lo que se tuvo por su escandaloso e irremediable pluralismo interno, fomentó el pluralismo de los grupos sociales, como, a su vez, este último actuó de agente –y no sólo provocador– del pluralismo intelectual.

Las ciencias, por su parte, no sosegaron nada por mucho tiempo. Pues si cada una de ellas, tomada particularmente, podía presumir que su coherencia íntima era mayor que la de la filosofía, no podía, sin embargo, ocultar que cuando vanas ciencias particulares operaban sobre un mismo objeto, sus conclusiones no concordaban: uno era el hombre para la historia; otro para la economía; de un modo entendía el mundo la física; de otro la biología. Y no sólo diferencia; fiera contradicción reinaba entre las ciencias, para estrago de ellas mismas y de su dignidad social.

Mas tampoco quedaba la cosa ahí. Si la economía, la historia, la jurisprudencia, la antropología y la ética –para no proseguir la enumeración– andaban de gresca cuando trataban de entender al hombre, también ocurría que el pluralismo social mismo irrumpía en la teoría y suscitaba construcciones intelectuales diversas según la posición social –que es siempre posición socio-económica– de los grupos y de los hombres. La última firmeza de todo saber y de toda aspiración a la verdad quedaba así sacudida y lisiada.

Hasta muy bien entrado el siglo XIX fue posible suavizar el creciente fastidio y desasosiego que esa situación de la sociedad y del pensamiento provocaban, pues todavía perduraba con vigencia eficiente la idea –o las reliquias– de la idea del progreso. Hasta la guerra de 1914 –fecha ésta en la que realmente [92] ingresamos en el siglo XX– aún se creía posible superar el pluralismo, tanto social como mental, teórico. Pero a partir de esa fecha tal creencia quiebra con estruendo. El mismo saber depurado que una de las ramas científicas más prósperas en el siglo XIX había acumulado, el saber histórico, sirvió para profundizar la crisis en que la idea del progreso naufragaba. La ruina de esta creencia progresista es una de las más sorprendentes peripecias de la historia europea. Pues la fe en la idea del progreso no se agostó porque no hubiera progreso, sino, al contrario, esa fe se lesionó mortalmente porque hubo efectivo progreso. Consistió esta paradoja en que el progreso genuino entraña finalmente un avance de la autoconciencia de la propia historia.

Ahora bien, tal autoconciencia aumenta y no disminuye el pluralismo teórico interno. Ocurre que por el saber, por la conciencia histórica, el pasado se actualiza, tanto extensiva como intensivamente, y tanto cuantitativa como cualitativamente. No sólo logramos saber más número de cosas, sino que las sabidas se profundizan y diversifican. La historia y la actualidad del saber van creciendo por misse en valeur e incorporación del pasado no menos que por aditamento de novedades.

III

Los resultados a que este progreso en la autoconciencia hubiera podido llevar no hubiesen sido sociológicamente muy graves de no haber mediado, como efectivamente lo hicieron, factores de índole extraintelectual. Estos factores eran poderes sociales y políticos que recogieron lo que espiritualmente sólo era [93] un inquietante problema y lo movilizaron para atizar el pluralismo, esto es, para vigorizar su propia posición de poder.

Así se llegó a que cada grupo, subgrupo o conato de grupo social tuviera su particular y exclusiva filosofía, su ciencia peculiar, su cultura indígena. Y estas filosofías, estas ciencias y culturas singulares no sólo constituían monopolios de producción, sino que el consumo estaba también reservado a sus saturnales productores. Y cualquier intento de penetrar en ajena cultura para aprehender sus contenidos, no sólo era un intento espiritualmente baldío, sino que, desde el punto de vista del interés de los grupos, tal ensayo se condenaba como un atentado contra la misma entraña vital de los grupos.

O dicho de otro modo quizá más contundente: cuando los poderes políticos y politicoides asumieron el patrocinio de la idea de la irreductible e impenetrable singularidad de las culturas, la incomunicabilidad entre ellas –que en la tesis puramente teórica era una imposibilidad empírica– se tornó, en manos de esos poderes, norma preceptiva, a cuya infracción sigue condigno y fulmíneo castigo. De un golpe, la recíproca incomprensión, de ser un deplorable hecho, pasa a ser un principio metafísico y un plausible ideal práctico, fomentado vigorosamente por todo género de medios externos de coerción.

Pero estos irreductibles e incomprensible sujetos culturales, como no sólo existen sucesivamente, sino que también coexisten contemporáneamente, y como no son unidades estáticas, sino sujetos vivientes, es decir, magnitudes dinámicas, se relacionan, entran en inevitables relaciones. [94] Y ¿cómo van a ser estas relaciones?; ¿de qué índole pueden ser ellas?

Si tiramos de la manta y sin eufemismo declaramos lo que vemos, llegamos a esto: las relaciones que entre esos sujetos pueden trabarse es muy difícil, por no decir imposible, que sean relaciones pacíficas. Entre actores dotados de comprensión, entre sujetos de la especie homo sapiens, la incomprensión recíproca tiende a convertirse en relación de hostilidad. El hombre –moderno y occidental– quizá pueda tolerar y sufrir sin odiar activamente su falta de comprensión respecto a lo infrahumano o lo suprahumano. Infierno y cielo son polos entre los cuales se mueve el codicioso Prometeo humano. Por el contrario, la incomprensión absoluta y total –no empírica e histórica– de lo humano, desencadena en los hombres furias de pasión. Si lo ininteligible e inescrutable maravilla, desconcierta y humilla, el ininteligible exaspera la truculencia de sus prójimos. Ser de otra manera, ser distinto a mí y a mi grupo y ostentar a la vez mi misma estampa y figura, es toda una señora provocación.

Pero aunque, en verdad, esto sea indudablemente así, el mecanismo de esta emoción –tan empapada de resentimiento– es, sin embargo, más complejo de lo que su mera descripción deja entrever. Por un más penetrante análisis, la base argumental de esta emoción se desenmascara, y la hostilidad que se presentó como efecto de una vivencia mixta de afán de afirmación del propio ser y de imposibilidad de comprender al otro y, por consiguiente, de convivir con él, se revelará como el verdadero agente causal: no porque el otro es distinto a mí e incomprensible para mí me resulta odioso, sino porque le odio –¡Dios sabe por qué!– me [95] obstino y finjo ser distinto a él, y porque rehúso entenderlo lo declaro ininteligible de una vez para siempre.

Con estas postreras observaciones nos aproximamos a la extraña y paradójica raíz del pluralismo vigente: el mundo de hoy se muestra tan pluralista de facto, porque cabalmente no lo es de iure. El que este mundo nuestro sea un archipiélago de contradictorias teorías y de doctrinas, concepciones y posiciones sustentadas belicosamente por diversos y hostiles sujetos políticos y politicoides, es la consecuencia de facto de su monismo de iure. Pululan y prosperan tantos ismos sociales, políticos y doctrinales, porque todos y cada uno de ellos llevan en su entraña la viciosa y arrogante presunción de encarnar la sola verdad y el solo modo de existencia que merece persistir.

A una mirada superficial y credulona por consecuencia, el remedio a tan implausible estado de cosas parece hasta fácil. Cuantos tanteos eclécticos y sincréticos se han promovido, tienen su cuna en la supina estolidez de estos casamenteros de ismos teóricos y sociológicos. La realidad, sin embargo, es muy otra. Pues la cuestión soterrada en ésa de la facilidad, dificultad o posibilidad en general de esas bodas, no es una cuestión teórica o filosófica –en el sentido de que la filosofía es la teoría por excelencia–, sino que es mucho más que eso. El escándalo del «pluralismo por mor del monismo», lo que plantea es la cuestión de la teoría y la cuestión del problema de la autocrítica de la teoría y, específica y supremamente, el problema de la autocrítica de la filosofía.

En el día de hoy, la filosofía, para salvar la razón de ser de su existencia y vigencia social, tiene que tantear la posibilidad de su autocrítica, su posibilidad de [96] ser un saber que critica porque él ya comienza por ser un saber autocrítico. La situación en que proponiendo esto colocamos a la filosofía es inaudita y, desde luego, extravagante. De la filosofía queremos hacer un martillo que antes de golpear nada, pruebe su temple y consistencia martilleándose a sí propio. A mí, por lo menos, no se me ocurre otro modo de salvar a la filosofía y de que ésta vuelva a legitimarse y autorizarse socialmente.

Pero antes de que este modo de salvación se intente, parece que debe probarse que, negativamente, al menos, no es imposible. De antemano y abstractamente no creo, sin embargo, que la cosa sea demostrable. Entiendo, además, que el planteamiento inicial ha de ir por otro lado, y que el filósofo tiene que preparar su salto mortal entretenido en volatines, menores, pero indispensablemente previos. Así hará músculos, que mucho va a necesitarlos.

IV

Entre esos eficaces, aunque menores, volatines que el filósofo, acróbata eminente, ha de iniciar –absorbiendo por sinécdoque la representación de sus compadres teóricos mayores y menores– consistirá el primero en preguntarse qué están haciendo él y la teoría en este pícaro mundo. En particular, versará su pregunta sobre la calidad social de su teorizar. ¿Es la teoría un gozo personal privadísimo? ¿Se asimilará a un hobby de nuestras horas desocupadas? ¿Será la teoría una lírica del intelecto, sólo accidental a la vida social pública? Porque la teoría, que, desde luego, la vemos ocurrir en [97] la sociedad, bien pudiera ser algo o que no ocurriese o que, de ocurrir, la sociedad bien pudiera pasarse –¡y tan ricamente!– sin ella.

Pero, ¿y si no fuera así?, si la sociedad en que ha surgido la teoría ya no pudiera prescindir de ella, entonces, ¿cuál es el papel social de la teoría? Y no lo escamoteamos del teórico. La cuestión tiene su gracia, su mucha gracia, pues el teórico ha llegado hoy a no saber qué están haciendo en este mundo él y su teoría a fuerza de creer que lo sabía. Durante muchos siglos –muchos, muchos siglos de cien años– los teóricos y esas gemas de teóricos que se llaman filósofos han estado muy seguros de lo que hacían. Pero hoy no lo estamos de que su anterior seguridad no fuera cosa muy distinta de lo que ellos se figuraban ser. Quizá podamos incluso sospechar que ha habido mucho de equívoca complacencia en el puro hacer, sin cuidado (de ahí –sine cura– «seguridad») ni responsabilidades mayores.

Y que no se diga que a veces el oficio ha traído riesgos. Los gajes de los suyos no han arredrado nunca ni a los reyes, ni a los filósofos, ni a los gourmets. Pero sus justificaciones y legitimidades, como el sentido general de su función, tampoco han estado en los peligros que escoltan a esos oficios. Hasta hay que temer que ese alarde de peligros propios sea la cortina de humo con que los teóricos quieren tapar lo mucho que ellos se divierten con sus teorías (yo, que soy teórico au petit pied, me divierto enormemente). Que en esto de divertirse y gozarla a lo grande allá se andan esos tres personajes, aunque de ellos el más transparente tal vez haya sido el rey que sin rebozo descubrió la cosa. Pero al declararnos Luis XIV que [98] «le metier de Roi est grand, noble, delicieux», no tuvo más remedio que cifrar la delicia en una como graciosa suma de datos sociales, que esos son grandeza y nobleza.

¿Y el filósofo?, ¿será en esto menos rey que gourmet?, ¿será sólo lo último? O, centrando la cuestión de otro modo –aunque todavía provisional–: le roí s'amuse; le philosophe s'amuse… bien; pero, ¿y los que no son el rey, y los que no son el señor filósofo? Cuéntese con que para que la trapisonda regia o filosófica salga mal no es menester que los otros –los que no son ni reyes ni filósofos– padezcan. Basta con que se aburran y hasta quizá sobre; pues, según la historia –la occidental, por lo menos–, en este mundo se han cometido más atrocidades por aburrimiento que por sufrimiento. Y ningún aburrimiento es más desesperado que el contrastado con el ajeno divertimiento. Las diversiones, además, del filósofo –y del teórico en general– tienen notas peculiares que enconan el enojo de los no teóricos y de los no filósofos.

Los teóricos, en efecto, aunque notoriamente constituyen una de las especies sociales más cortas de numerario, se asemejan, sin embargo, a sus opulentos antípodas humanos, los banqueros, en que, sin rebozo, especulan y de todo pretenden obtener lucros con medios ajenos. Salvo su ingenio, nada parece tener el teórico que sea privada y privativamente suyo. No lo es la materia en que trabaja, ni lo es tampoco el principal instrumento de su labor, las palabras. No obstante, la gente teórica crece y se multiplica, hasta el punto de que a dondequiera que hoy se mire allí mora un teórico, señor y plebeyo, pero siempre metido en camisa de once y aún más varas. Los teóricos de uno de los pueblos que pasa por menos teórico, según se dice, ¿no tuvieron el tupé de [99] definir –esto es, ¡limitar!– la única teoría por la que de veras se pirraban ellos, como divinarum atque humanarum rerum notitia…?

Y, sin embargo, esto, que parece descomunal exceso –y que, mirado desde la vida cotidiana, quizá lo sea–, es conducta obligada del teórico, porque es su razón de ser. Pues para eso está el teórico y, a mayor abundamiento, el filósofo: para meterse de hoz y de coz en lo divino y en lo humano. Como Don Juan, también el filósofo puede proferir:

Yo a los palacios subí,
Yo a las cabañas bajé.

Pero este subir y este bajar, este ir y este venir del filósofo, este barajar y trafagar suyos con lo divino y lo humano, si divierten al filósofo, no existen para que le diviertan. Por la teoría y por la filosofía no se escapa de la sociedad sino para volver a ella. El ocio teórico es un magno negocio social, y de la sociedad archisocial, de las comunidades públicas.

El teórico, con toda su teoría, y el filósofo, con toda su filosofía, no están solos, sino, al contrario, muy acompañados. Su compañía, sin embargo, no es la de un sindicato gremial. Las repúblicas literarias y filosóficas, entendidas como herméticas asambleas de colegas, son una tonta ficción. Si los filósofos no tuvieran más compañía que la de sus conmilitones no serían gente de la sociedad, sino constituirían una sociedad por sí, un olimpo o empíreo inhumano al que no se sabría por qué los otros hombres habrían de hacer el menor caso.

Mas si rompemos la costra, superficial, pero tenaz, que encubre a cualquier acto de los muchos en que los [100] teóricos se congregan y encierran, penetraremos la recóndita entraña de su sigiloso conclave: los teóricos buscan momentánea reclusión y secreto no porque a nadie interese –salvo a ellos– aquello de que van a tratar sino, al revés, por la opuesta y potísima razón de que van a ocuparse de lo que a todos concierne.

V

A esta condición social de la filosofía no se escapa fácilmente. En realidad, apenas hay modo de rehuirla victoriosamente. Quizá la única eficaz conducta para romper con las implicaciones sociales de la filosofía consista en que el filósofo no diga esta boca es mía. Pero esto equivale, muy probablemente, a dejar de ser filósofo. De hecho, los filósofos de la soledad y del yermo andan siempre temerosos del retiro y espantados del silencio. Ningún pensador es más blando de boca que el declarado huraño.

Tampoco es mayor la fortuna de quienes se proponen anublar la socialidad real de la filosofía y eximirse de cualquier filiación social concreta para contraer inconsumables nupcias con una sociedad que por irreal se llama ideal. Los filósofos del transmundo no son hombres encogidos de hombros ante el espectáculo mundano, sino gentes escocidas.

Lo que de cierto –genuino– y justo hay en esas escapatorias teóricas de situaciones sociales concretas es mucho y está en esto: el teórico y –a mayor abundamiento– el filósofo que no transmontan su localizaron social e histórica concreta están perdidos. Pues quienes no consiguen remontarse sobre el aquí y el ahora [101] –el hic et nunc– no alcanzarán jamás a comprender ese aquí y ahora. Pero si no se entiende ese presente es que nada se entiende. Una teoría que sólo comprendiera cuanto fue, sin entender nada de lo que es, sería una teoría tan superflua como estúpida. Gracias a Dios, tal teoría, si es necia, también es imposible. Por esencia, una teoría de lo que no es o una teoría –valga la palabra– de esencias puras es también una teoría de lo que es, de existencias, aunque esa teoría sea todo lo imperfecta y mezquina que se quiera.

La teoría, ninguna teoría, se contrae, sin embargo, a comprender el hic et nunc. Todo conocimiento teórico de lo presente –o del presente ya pasado– es una trascendencia sobre ese presente y un barrunto de lo posible. La teoría, en cuanto que mirada, lo es al modo marinero: lo que se ve no interesa sino en razón de lo que no se ve.

Por esto, el ver que la teoría intenta es tan diferente de nuestro ver en la vida cotidiana. Este es siempre un ver excesivo; en la vida cotidiana, efectivamente, se ve demasiado; se ve, a la par, demasiado mucho y demasiado poco, pues no se ve cuanto realmente es, al tiempo que damos por visto lo que nos figuramos ser. Contra la vulgar –o sea cotidiana– caracterización del teórico como visionario, la realidad de verdad es la opuesta: sólo el teórico y el filósofo entrevén la opulencia del ser.

No así el hombre en su vida cotidiana. A este le embaucan y, sobre todo, se embauca a sí mismo. Este embaucamiento no es, ciertamente, total y definitivo. Pero, aunque parcial y variable, el embaucamiento es constante. Siempre hay una región de la vida cotidiana en la que el hombre está embaucado; para soportar la [102] fracción de realidad y verdad que no se deja encubrir hay que estar un poco en Babia respecto a otras muchas verdades y realidades.

Teniendo a la vista esta situación creo yo que el joven Hegel profirió sus famosas palabras: «El mundo de la filosofía es un mundo al revés». Pues este hegeliano, al revés del mundo filosófico, no es –como suele interpretarse las más veces– un poner al mundo patas arriba. Al contrario, la empresa filosófica es la rectificación de una trabucación del mundo ya cometida en la vida cotidiana. La filosofía viene a corregir esta visión que del mundo se tiene en la vida cotidiana. Esta visión es esencialmente defectuosa porque el hombre, en la vida cotidiana, aunque vive en el mundo, no lo alcanza a ver como tal mundo, sino que lo ve como puede verlo: como su mundo. Este mundo suyo, este mundo de cada uno –el mío, el tuyo…– no es necesariamente un mundo falso. El capital embaucamiento no reside ahí, sino estriba en la condición absoluta que a la visión de cada uno, necesariamente deficiente, le atribuyen esos mismos cada unos. Estos hombres de la visión preteórica y absoluta del mundo, tanto se encierran en su mundo que ni ven al mundo ni ven los mundos de los demás. Hasta que entre sí no chocan, esos deficientes mundos coexisten sin verse.

Pero contra esos mundos no se esgrime sólo la espada de la deficiencia. No sería muy poderosa contra ellos. Se vive deficientemente y no muy mal del todo. Lo peor está en otra parte: en su radical insuficiencia objetiva. Vivir cada uno en un mundo, cada uno en el suyo, es imposible. Aunque cada uno viva desde su mundo o mundillo, cada uno está reducido, quiéralo [103] o no, a vivir en el mundo; en el mundo, sin artículo indeterminado.

En ese mundo único real, si bien puede vivirse sin saber que se vive en él, hay ocasiones en que el no saber de ese mundo resulta fatal, puesto que todo cuanto en ese mundo es, cuenta y actúa en ese mundo. Esta realidad y, sobre todo, esta dinamicidad –especie máxima de realidad– de todo aquello que es en el mundo, me parece el supuesto objetivamente necesario de esa admiración o pasmo que lleva a teorizar. De la teoría tuvieron que echar mano los hombres cuando comenzaron a pasmarse de no entender lo que pasaba en sus mundos ni lo que a esos mundos les estaba pasando.

Esta universal dinamicidad o, dicho con un término solemne –extraído de nuestro guardarropa de gala–, esa dinamicidad cósmica, es el origen de que los mundos de cada uno entren en barrena. La consecuencia de eso puede declararse muy bien con un verbo español que en su significado más vivo nos señala tanto el momento de perder pie como su acción sobre las conciencias: dislocarse. El mundo –su mundo– se le disloca a cada uno, como si repentinamente, de sólido, se le tornara fluido. En ese mismo instante, el hombre –cierto que nunca por entero– descubre el mundo.

¡Y vaya un mundo! El mundo de la preteoría, el mundo de la visión cotidiana, podía ser un mundo irreal, pero era un mundo que se entendía. Por el contrario el mundo que a la teoría se abre es un mundo que no se entiende ni pizca –por eso necesita de la teoría–, pero que es real. ¡Y tan real! ¡Como que hace pupa! La realidad del mundo, simplemente porque es, nos concierne. [104] Sin que antropomórficamente haya que imputarle hostilidad o benignidad –la realidad es indiferente a tales predicados–, el hombre se siente siempre como en dativo vel comodi vel incommodi.

VI

Para que las condiciones de la teoría, del pensamiento teórico o, mejor, en activo, del pensamiento teorizante, se completen, es menester que la incomodidad prepondere sobre la comodidad. La incomodidad será incomodidad para-teórica y para-filosófica cuando sea honda, perentoria y, en principio, total, cuando sea una tribulación.

Contra un extendido error, que ve en el pensamiento teórico una secuela del ocio holgazán (algo así como el «mal pensamiento» que a uno le viene cuando nada mejor tiene ni quiere hacer), hay que insistir y afirmar: nuestras ideas tienen por base una experiencia real –esto es, vital– del sujeto pensante y señalar con vigor que el pensamiento no piensa las ideas en estado de levitación. Al contrario; prendido, muy bien prendido y hasta oprimido por la realidad, se halla el pensamiento en sus primeros movimientos: para que yo piense es menester que se me ocurra pensar, y, para que tal se me ocurra, será menester que algo me ocurra. Un sujeto tan inmune a la dinámica de la realidad que en ningún punto o instante de su existencia fuese ésta perturbada, sería, indudablemente, un perfecto ataraktos, un tranquilo. Pero si esto último es cierto, tampoco nos cabe la menor duda de que, en cambio, ese hipotético sujeto impasible no podría pensar, aunque [105] poseyese una fabulosa facultad cogitatriz. Pues, sin nada que nos diese que pensar, nada daría de sí nuestro pensamiento. La realidad –y todo cuanto a ella se asimila subjetivamente–, al apretarnos y comprimirnos, o, en una palabra, al atribularnos, es la que nos pone en trance de tener que pensar; de tener que pensar teórica y filosóficamente.

Nicolás Ramiro Rico.