Revista de las Españas
Madrid, marzo-abril de 1927
2ª época, número 7-8
páginas 172-174

Antonio Espina

La cultura universalista
y su modalidad hispano-americana

Durante muchos años, casi desde que las últimas derivaciones del movimiento romántico alemán se liquidaron en Europa, han existido, entre los grandes núcleos intelectuales europeos, dos tendencias culturales, dos tipos de cultura, si no verdaderamente antagónicos, por lo menos inicialmente disyuntivos. El de la cultura universitaria y el de la cultura extrauniversitaria. La que podríamos llamar cultura oficial, adquirida en las disciplinas didácticas y ordenadas de las Universidades, y la cultura libre, adquirida autodidácticamente en el trato, muchas veces heterogéneo y diverso, de los libros.

Las dos culturas mantenían una distancia notable. Entre ambas, rara vez se encontraban coincidencias de grupo, aunque en el espíritu individual, fuese frecuente la unificación. La cultura de los hombres universitarios proclamaba constantemente, y no siempre sin razón, la superioridad de su disciplina, la rigurosidad formativa de su organización, las fructíferas ventajas que la sistematización y el método no podían menos de producir en ulterior actividad creadora... Incluso los más apegados a la tradicional vanidad de los títulos oficiales, establecían una desdeñosa diferencia jerárquica entre los cultos sin nominación académica –los «ingenios legos», como se decía en España– y los licenciados y doctores, profesores y bachilleres, que podían ostentar un diploma bien sellado y rubricado, aunque su ciencia efectiva fuese rudimentaria y, en ocasiones, nula. (De aquí la graciosa distinción quevedesca entre «docto» y «doctor».)

Por su parte, la cultura libre se mostraba orgullosa de la libérrima extensión de sus dominios, de la falta de toda clase de amaneramientos y estrecheces «de escuela», y, por último –y sobre todo lo demás–, de los grandes espíritus que había [173] producido en la Historia de la civilización. El reproche más justificado que los universitarios lanzaban a los libres era el de su «literatismo». A ello respondían los libres achacándoles a los otros el «doctrinarismo». El formulismo, la pedantería, la sequedad escolástica, &c., &c.

Verdaderamente, en los tiempos anteriores a la ciencia determinista, que es en realidad la única ciencia, pues antes no existían sino vagas teorizaciones aparatosas, exentas de todo control y material verificación –salvo las Matemáticas, principios elementales de las fisicoquímicas, y la también elemental descriptiva, de las Naturales– no cabía separar la sabiduría oficial de la libre, sino por la débil frontera de los documentos de aptitud y los trajes de ceremonia, que unos podían lucir en los señoriales paraninfos, y los otros podían sólo envidiar desde la calle. Pero al constituirse la ciencia moderna, el caudal de la cultura entera, la general y la especial, la científica y la literaria, era tan enorme y se hallaba contenida desde hacía tanto tiempo, que desbordó todas las medidas y saltó a la vida desde los antiguos colegios profesionales. Se multiplicó la gran Prensa. Libros y periódicos llevaron a todos los rincones la apetencia de saber y la estimulación honda y creciente entre toda clase de personas y categorías sociales, para la creación de esos grandes núcleos de enseñanza que hoy advertimos, en su inmensa mayoría, al margen de la didáctica oficial.

El peligro de confusionismo, que a cambio de otras ventajas, hubo de traer tanta promiscuidad en la vida del pensamiento, culmina, como he dicho antes, en la época de liquidación en Europa del triple romanticismo alemán: político, científico y artístico. Hacia mediados del pasado siglo, Europa se llena de teorías fantásticas sobre todas las teorías divinas y humanas. Atruenan desde las tribunas discursos de variadísima condición y responsabilidad, y la ideología de todas estas manifestaciones inclasificables se traduce para los hombres de acción en impulsos efectivos de mayor o menor transcendencia social.

Es entonces cuando por encima de la excesiva libertad –o mejor dicho libertinaje, pues la libertad por sí misma nunca es excesiva– teorizante se yergue la Universidad alemana y la cultura alemana, centrando escrupulosamente la investigación y la crítica. E imponiendo una gran disciplina al pensamiento universal. La doble corriente de ambas culturas, la universitaria y la libre, llegan entonces al punto moderno de su bifurcación. La primera, tiene su base en Alemania, como hemos dicho. La segunda, principalmente en Francia. La Alemania de los filósofos, y los biólogos, y los químicos, y los técnicos –metódicos de las diversas especialidades–, secundada por la Alemania puramente literaria, contrasta con la Francia de los literatos y de los artistas. Claro es que Francia no se limita a tales manifestaciones de la cultura, pero no cabe duda que su genio, esencialmente literario y artístico, se impone al mundo, en primer término por esas cualidades. Ambas naciones, a la cabeza de la vida intelectual de Europa, nos ofrecen curiosos tipos de afluencia de las dos espiritualidades genuinas. Un tipo de filósofo-literato, en Nietzsche. Un tipo de economista-lírico, en Marx. Un tipo de artista-científico, en Wagner. Francia, por su parte, exhibe sus tipos, semejantes y paralelos en Renán, en Comte, en Renoir..., por no citar más que los ejemplos de mayor relieve. Casi todas las personalidades brillantes del siglo XIX puede decirse que son tipos de afluencia. La infiltración cultural de ambos países, en los restantes de Europa y América, crean esos ambientes que todavía subsisten, y contra los cuales lucha el espíritu recién nacido del siglo XX. ¿Cuál deviene, con tan vario sedimento, el tipo de cultura-genérica-poruenirista, que trata de establecerse y dominar en nuestros días? Un tipo, también afluente, pero ya no de simple derivación, sino de origen propio, educado en el deportismo, el maquinismo, el agnosticismo actual. Un tipo que sabe encogerse de hombros ante la literatura del «boulevard» y que evita el contagio maníaco del hipertecnicismo germano. En suma, un tipo de cultura que supera lo racial para alcanzar lo específico y toma los elementos estrictos de las sabidurías y las instrumentaciones nacionalistas para universalizarse.

La cultura universalista, a la vez infinita en horizontes y reducidamente organizada en rigurosas disciplinas, amanece. Surge en el viejo continente y se extiende con extraordinaria rapidez en el nuevo, [174] América dio siempre, de manera bien clara, el reflejo de las dos culturaciones olvidadas. Norteamérica, la anglosajona. Suramérica, la latina. Por eso, mientras la primera se llenó de fábricas e ingenieros, la segunda se pobló de ateneos y literatos. Hasta el momento presente el desequilibrio no ha podido evitarse en cada uno de los dos enormes bloques geográficos americanos. Ahora, quizás, al flotar sobre el planeta entero la atmósfera de esa cultura totalista, que pudiéramos calificar –con máximas licencias– de integral, la modalidad espiritual de hispanoamérica cobra un supremo interés. En efecto, ¿qué aporte suyo, original acarrearán al progreso humano esos pueblos adolescentes, de alma tensa, como la cuerda del arco, antes de lanzar la flecha? En religión, en arte, en ciencia, en política, su palabra será la de más acuciada universalidad, puesto que no tienen, como los provectos pueblos de Europa, el lastre enorme de una aplastante tradición.

Un distinguido escritor chileno, Joaquín Edwards Bello, planteando toda suerte de problemas americanos en su libro «Nacionalismo Continental», ha enfocado certeramente este del universalismo cultural en los países hispanoamericanos. El universalismo cultural suele traducirse –viene a decir Edwards Bello– en una preponderante sugestión por Europa. La transcendencia que este hecho puede tener en la educación íntima de aquellas juventudes es enorme. Pretensión noble resulta la de querer continuar la «nominación» de nuestra vieja historia libresca, de tipo conceptual y muchas veces puramente lírico, pero este anhelo pudiera también llevar al fracaso a cierto tipo de hombre, indispensable en la lucha moderna: el hombre de «relaciones» –no sólo el hombre de acción, en el sentido egoísta otorgado a la consabida frase–, el hombre ejecutivo.

Los Estados Unidos del Norte, se han adelantado a las Repúblicas del Sur, lanzando al mundo ese nuevo producto humano, que es el técnico, el inventor, el especulador de realidades, en suma. Pero los Estados Unidos tropezarán, quizás en breve plazo, con las limitaciones que les impone su concepto casi exclusivista de la vida. No toda la civilización es industria. No toda la civilización actual desemboca únicamente en un vasto y complicado sistema industrial. La cultura científico-industrial, monstruosamente hipertrofiada en la gran República norteamericana, no se halla, como debiera, equilibrada y compensada –recompensada– con los otros valores espirituales que se albergan en la cultura filosófico-universitaria, oficial o extraoficial, precisamente desbordante en los pueblos hispánicos. Al Norte le falta lo que al Sur le sobra, y viceversa.

Pero si a la mejor cultura integral ha de llegarse, es indudable que a la América española corresponde el pronóstico más halagüeño. Porque, al fin, las virtudes generadoras del gran industrialismo, disciplina y técnica, son más fáciles de adquirir en el tiempo que las virtudes hondas y abstractas del pensamiento, las teoréticas ciencistas y las sensibilizaciones del arte... No estorban, pues, los Ateneos y los literatos, si sabe equilibrarse su acción con la de las fábricas y los ingenieros. He aquí el tipo de cultura que podría sintetizar el esfuerzo didáctico de nuestra raza. Un tipo de cultura mixta, el cual, como antes apuntamos, rebasaría lo racial para alcanzar lo específico, con las distintas instrumentaciones nacionales, naturalmente. El tipo de cultura que constituiría en el futuro la espléndida modalidad hispanoamericana.

 

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