Revista Contemporánea
Madrid, 15 de agosto de 1878
año IV, número 65
tomo XVI, volumen III, páginas 345-357

Manuel de la Revilla

< Bocetos literarios >

Don José Zorrilla

I

Un estético francés contemporáneo divide las artes en decorativas y expresivas según que, fijándose en la belleza de las formas, aspiran sólo a causar en el espíritu purísimo deleite, o sirviéndose de la forma como de vestidura de la idea, cifran su objeto en la expresión de ésta, poniendo el arte al servicio de altos ideales. Ambos géneros del arte son igualmente legítimos, sin duda; pero el segundo aventaja al primero, y es característico de nuestros tiempos.

Aceptando esta clasificación del estético francés, pudiéramos decir que el más insigne representante de la poesía decorativa contemporánea es el autor de los Cantos del Trovador, de Granada y de D. Juan Tenorio, es el popular poeta D. José Zorrilla.

Si el arte no es más que combinación perfecta y gratísima de líneas, colores o sonidos, el arte poético español puede decirse que ha tomado carne y se ha hecho hombre en la persona de D. José Zorrilla. Porque no hay más allá: es vana empresa buscar en la poesía antigua y moderna algo que se [346] parezca a la prodigiosa creación del ilustre vate; la palabra humana ha llegado en sus labios al punto más alto a que se puede llegar.

Fundir en la palabra todos los elementos, efectos y recursos de la música y de las artes plásticas; hacer del lenguaje una sinfonía y un cuadro; convertir el sonido articulado en línea, color y movimiento; trazar en la fantasía imágenes llenas de verdad, prescindiendo de la retina y utilizando como pincel la vibración del nervio acústico, y diseñando y colocando paisajes y escenas, y esculpiendo figuras, más vivas, verdaderas e indestructibles que las creadas por el cincel o por la brocha; aprisionar en la fugaz cárcel del sonido todas las maravillas de la naturaleza, todos los encantos de la leyenda y todas las grandezas de la historia; trocar el lenguaje en eco fidelísimo de todas las armonías, haciéndole unas veces tan dulce como

     el ruido de las hojas
movidas por las auras del oloroso Abril,

y otras tan terribles como

el ruido con que rueda la ronca tempestad;

hallar acentos adecuados y sonoros para todo cuanto vibra y palpita en el seno de la naturaleza o en el fondo del alma humana; reemplazar, en suma, todas las artes por una sola, sustituyendo todos sus procedimientos con la palabra; tal ha sido la inconcebible y titánica empresa llevada a cabo por D. José Zorrilla.

Valióse para ello de aquella lengua admirable, con la que ninguna otra de las que hoy se hablan puede competir; de aquella que, siendo grave como la alemana, enérgica como la inglesa, dulce y sonora como la italiana, fácil y flexible como la francesa, reúne las cualidades de todas y carece de sus defectos, porque ni es tan áspera como las dos primeras, ni tan afeminada como la tercera, ni tan falta de sonoridad como la cuarta; de aquella lengua, en fin, que sólo halla dignas rivales en la griega y en la latina.

Manejádola habían con dulce estilo Garcilaso, con severa solemnidad Fray Luis de León, con exuberante riqueza [347] Herrera, con elegante sencillez Rioja y Caro; pero nadie había puesto de relieve sus cualidades musicales y pictóricas como Zorrilla; nadie había logrado reflejar en ella con igual encanto las armonías y los colores que el mundo exterior ofrece al poeta. En aquellos vates manteníase el lenguaje en sus propios límites; más osado en éste, lanzábase a invadir ajenos dominios, robando sus acentos al músico y su paleta al pintor.

Y esto no ha sido en Zorrilla fruto del estudio, y estamos por decir que ni siquiera producción consciente de su ingenio, sino espontáneo, fácil y natural movimiento de su propio ser. Es Zorrilla a la manera de aquellas arpas eolias que, sin que mano alguna las pulsase, vibraban por sí solas a impulsos de exteriores vibraciones a que ellas espontáneamente respondían. El organismo de Zorrilla vibra al unísono con todo aquello que le transmite vibraciones, es eco de todos los ruidos que hasta él llegan, reflejo de todas las impresiones que recibe y que dócilmente devuelve aumentadas con nuevas perfecciones. Por eso puede decirse que cuando Zorrilla canta, no canta él sino la naturaleza misma cuyo eco es.

De aquí que Zorrilla no sea ni pueda ser poeta subjetivo. Su personalidad, con ser poderosa, está completamente fundida con la realidad exterior, y sus cánticos antes son acciones reflejas que actos espontáneos. Pero a la manera que el prisma devuelve convertido en brillante espectro el rayo de blanca luz que recibió, y el cristalino lago convierte en suavísimo e ideal diseño las imágenes que en él pintan los objetos que le rodean, el alma de Zorrilla transfigura y sublima todo lo que recibe y lo devuelve al mundo exterior idealizado por los resplandores de la belleza y del genio. Pero esto es lo único suyo que en su obra pone; inútil es que busquéis en ella algo exclusivamente original y propio, extraído de las profundidades de su ser.

Por eso es siempre poeta épico o descriptivo; por eso sólo concibe y representa la forma de las cosas; por eso prefiere a todo lo pintoresco; por eso cuando habla por cuenta propia es desacertado y cuando refleja lo que le es extraño es inimitable; por eso su poesía, con ser un prodigio, no es ni puede ser la poesía de nuestro siglo. [348]

Zorrilla, con efecto, es un poeta arcaico, una figura de otros tiempos. Verdadero trovador, debió nacer en épocas pasadas. Hoy la poesía no responde a las aptitudes ni a las aspiraciones de Zorrilla. Nuestro siglo no vive de recuerdos, sino de esperanzas, ni se satisface con los encantos de la forma poética. Profundamente racionalista y utilitario (acaso más de lo conveniente), en todo quiere hallar idea y provecho; eminentemente humano, sólo la humanidad le interesa, y el cuadro descriptivo no llama mucho su atención. Por otra parte, ha hallado la fórmula más perfecta y acabada del arte de la forma pura en la música instrumental, que es su creación más original en materia artística; y poseyendo en ella el medio más adecuado de satisfacer el amor de la forma, quiere hallar en la poesía algo más que la armonía y el color. La poesía decorativa no le satisface por tanto; la pintura enérgica y expresiva de la humanidad bajo el aspecto objetivo o subjetivo, la expresión acentuada, en forma de idea o sentimiento, de la personalidad del poeta, todo aquello, en suma, que existe poderosamente, por ser humano y simpático, la sensibilidad del contemplador, es lo que anhela la sociedad presente. Si la poesía no es más que color y sonido, la sociedad la mira con completa indiferencia; y si por ventura, seducida por su encanto irresistible, goza ante ella por un momento, la impresión que siente nunca es duradera ni profunda.

¿Es este juicio enteramente justo? Creemos que no. El arte decorativo es tan legítimo como el expresivo. La forma pura es indudable origen del placer estético.

Hay combinaciones de líneas, de colores, de sonidos que hacen gozar sin que digan nada. La idea, el pensamiento no son elementos indispensables de la belleza artística, y para que una obra de arte sea bella no es preciso que enseñe algo. Pero este estado de la conciencia estética de nuestra sociedad es un hecho evidente y como tal hay que reconocerlo y respetarlo.

Zorrilla y su escuela pertenecen, por estas razones, a la historia. Zorrilla ha sobrevivido al género en que fue maestro, a la poesía descriptiva y legendaria, basada en los primores de la forma pura. Cuando le oímos, nos parece escuchar a un hombre de otros días, vuelto a la vida por mágicas artes. Sus [349] cantos, que entusiasmaron a otras generaciones, no dejan en nuestra alma huella más profunda que la causada por el ala de un pájaro en la superficie de los mares. Acostumbrados a la enérgica y profunda poesía de nuestros tiempos, en que siempre palpitan el alma del poeta y el espíritu del siglo, apenas comprendemos esa poesía en que el vate no es más que el eco pasivo del mundo exterior y el cantor de creencias, instituciones y sentimientos de otros tiempos que no hacen vibrar en nosotros ninguna fibra. Esa poesía no tiene para nosotros más importancia que las notas que lanza el pájaro en la selva. Quizás acuse esto un defecto en nuestro sentido estético; quizá demuestre un excesivo predominio de la vida intelectual sobre la sentimental e imaginativa; pero ello es que así sucede, y es vano empeño rebelarse contra la fatalidad.

II

Pudiera definirse a Zorrilla, imitando una frase muy conocida, y diciendo que es una imaginación servida por órganos. En Zorrilla, con efecto, todo es imaginación. Hay en la humanidad organizaciones que todo lo convierten en pensamiento, otras que todo lo truecan en sentimiento, y otras que todo lo transforman en imagen; Zorrilla es de estas últimas. Difícil será que halléis entre sus obras una que verdaderamente haga pensar o sentir; cualquier poeta contemporáneo en esto le aventaja; pero no hallareis una sola que no cause impresión profundísima en la imaginación. Hallar el elemento pictórico de todas las cosas y traducirlo en el lenguaje rítmico por maravillosa manera, es el talento característico de Zorrilla.

Es Zorrilla un poeta espontáneo que nada debe a la educación y al estudio. Canta con la naturalidad del pájaro, porque nació para cantar y no por otra cosa, y canta sin objeto determinado, sin propósito preconcebido, sin idea concreta que lo inspire. Nunca se ha tomado el trabajo de preguntarse cuáles son sus ideas en ninguna materia, y si ha aparecido puesto al servicio de alguna, ha sido únicamente por considerarla un buen tema para sus cantos. Cuando intenta otra cosa, desbarra lastimosamente por lo general, y nada está más lejos de sus [350] aptitudes que lo que hoy se llama poesía docente o transcendental.

Nació Zorrilla en pleno romanticismo, es decir, en la época más adecuada para el desenvolvimiento de sus facultades. Libre la inspiración poética del yugo de los clásicos, lanzóse entonces por el ilimitado campo de la fantasía, sin límites ni freno, y cifró todos sus esfuerzos en rivalizar con la pintura en colores y con la música en armonías. Coincidió además la revolución romántica con el renacimiento de la Edad Media, que seguía al del mundo clásico y precedió al del Oriente, y creyó que en aquella época se cifraban las mayores bellezas que concebirse pueden. Un lirismo desenfrenado, una orgía del ritmo por una parte, una exageración extraordinaria de la poesía del recuerdo por otra, fueron los caracteres de aquel singular período.

Hubo entonces una verdadera explosión de la fuerza poética, por largo tiempo contenida. Se cantaba por cantar, y se cantaba todo y en todas las formas. Agotábanse las combinaciones métricas, y la palabra hacía prodigiosos esfuerzos por rivalizar con la música en todos conceptos. No se preguntaba al poeta qué pensaba o qué sentía; pedíansele sólo ritmo, armonía, sonoridad, imágenes pintorescas, descripciones llenas de animación y vida. Condiciones eran éstas las más adecuadas para que adquiriera gigantescas proporciones el genio de Zorrilla.

Todo el mundo conoce la historia de su aparición. Él ha dicho con injusticia notoria que brotó

     como una planta maldecida
al borde de la tumba de un malvado.

Apareció, con efecto, al pié de la tumba de aquel príncipe de la crítica que se llamó Fígaro, cuya temprana y desastrosa muerte aún lloran las letras españolas. Surgió como una aparición luminosa, llevando impreso en su genio y en su figura el extraño carácter de la época. Pálido, de luenga melena, de penetrante mirada, adornado con la característica barba y el singular traje de los románticos, cantó la muerte del gran crítico con inspirados acentos, que fueron para aquella generación literaria una revelación. El romanticismo español había hallado su personificación y su fórmula. [351]

Resucitó entonces, evocado por la musa del poeta, el mundo de tradiciones y recuerdos que constituye el tesoro poético del pueblo español. Reproducidos por la fantasía lozana de Zorrilla, diseñados por su mágica palabra en cuadros llenos de verdad y colorido, cantados con armoniosos acentos y arrebatadora melodía, tornaron a la vida por un momento los hombres y las cosas de las pasadas edades. Pudo creerse por un instante que otra vez retemblaban las salas de los arruinados castillos bajo los pasos de los hombres de armas; chocaban las lanzas de los paladines en justas y torneos; centelleaban los aceros de moros y cristianos; silbaban las flechas y rechinaban las ballestas en los campos de batalla; vibraba el laúd del trovador bajo las rejas del castillo y resonaba la morisca guzla en los jardines del Generalife; escuchábanse de nuevo los religiosos cantos bajo las bóvedas del derruido santuario y recorrían los monjes los claustros solitarios del viejo monasterio; buscaba aventuras el andante caballero; acudía a la cita amorosa la recatada dama cubierta bajo el manto protector: el honor, la gentileza, la caballería, las galantes intrigas, las medrosas aventuras, llenaban otra vez la poética y agitada vida de los españoles; y las sobrenaturales potencias que en tiempos de fe trastornaban a su placer el mundo físico, ¿llenando de prodigios y milagros, de espantos y temores la naturaleza, volvían a recobrar su perdido imperio. Era aquel un verdadero renacimiento de lo pasado, debido a la iniciativa de un genio poético de primera fuerza.

Aquello pasó, sin embargo. Ninguna reacción es permanente. La sociedad comprendió que su papel no es el de la mujer de Lot, que era preciso mirar adelante y no hacia atrás. Reconocióse bien pronto que la poesía retrospectiva no satisface las aspiraciones de la época, y que el himno del porvenir y del progreso vale e interesa más que la elegía de lo pasado. Había llegado la hora de que los trovadores enmudecieran, y Zorrilla enmudeció, dejando el campo libre a la terrible plaga de imitadores que con torpe paso pretendieron seguir sus huellas.

Zorrilla marchó a América, como García Gutiérrez. No le seguimos en aquel período de su vida. Poeta de la corte de aquel noble e infortunado príncipe que haciéndose [352] instrumento del aventurero del 2 de Diciembre, intentó en mal hora representar en Méjico el papel de José Bonaparte, Zorrilla hubo de experimentar aquella deplorable transformación del ingenio que experimenta todo poeta cortesano. Al abandonar su libre musa el aura popular por la atmósfera cargada de los palacios, perdió sus alas de águila y trocó en afectado artificio su antigua espontaneidad, en verbosidad desordenada su facilidad primitiva, en defectos sus cualidades. Abusando de las combinaciones métricas y exagerando el predominio de la forma pura, violentando la imagen, forzando la metáfora, dislocando el ritmo, Zorrilla cayó en una especie de gongorismo de nuevo género. Quiso convertir la poesía en música pura, despojándola por completo de idea y sentimiento, y haciendo de ella un arabesco de imágenes, un calidoscopio de sonidos, una especie de sinfonía que deleita el oído sin llegar al alma. Perdió su musa la virilidad castellana para entregarse a la lánguida molicie de la América y adquirir esa dulzura algo empalagosa y femenina que parece que a todo espíritu depara el contacto de la hamaca y la sombra del plátano. Cuando terminó la aventura imperialista, Zorrilla volvió al antiguo teatro de sus triunfos. La decepción del público fue inmensa. El inmortal poeta volvía de su expedición completamente mareado.

Él, por su parte, no reconoció en aquella sociedad la que en otro tiempo le aplaudiera. De la escuela romántica ya no quedaba ni memoria. Las melenas habían desaparecido; los hombres gastaban otra vez corbata y cuello de camisa y las mujeres no bebían vinagre para palidecer, ni ceñían al talle los cordones de la sensibilidad, ni llevaban oculto el veneno en la sortija para librarse del padre tirano o el marido fatal. Nadie se curaba de la Edad Media; nadie creía en leyendas ni prodigios; todos veían en los antiguos paladines unos bárbaros de marca mayor, en las costumbres caballerescas una serie de atrocidades y de absurdos, y en la sociedad de la Edad Media una especie de tribu de antropófagos. Las gentes se ocupaban de títulos del consolidado, de acciones de carreteras, de ferrocarriles y telégrafos, de democracia y de filosofía alemana. Los dramáticos llevaban al teatro los arduos problemas de la vida [353] moderna y preferían a las caballerescas aventuras y al romántico lirismo, la exacta pintura de los caracteres y pasiones humanas y el lenguaje de la verdad; los mismos adalides del romanticismo habían adoptado nuevos rumbos. La lírica reaparecía bajo la inspiración anglo germánica, expresando los múltiples aspectos, las dudas, los dolores, las angustias de la agitada conciencia contemporánea. La leyenda de lo pasado no interesaba ni conmovía a nadie.

Oyóse de nuevo a Zorrilla con el deleite con que se escuchan los armoniosos acentos del pájaro que regala nuestros oídos desde su dorada jaula; pero nadie se conmovió como en otros tiempos, ni eco alguno respondió a sus cantos. La hora del romanticismo había pasado. La poesía decorativa dejaba el puesto a la expresiva. La idea y el sentimiento avasallaban a la fantasía y sujetaban a su dominio la forma pura. La leyenda se desvanecía ante la historia; el prodigio desaparecía bajo los golpes de la crítica, y la poesía humana, social y progresiva, reemplazaba al romanticismo moribundo.

Zorrilla enmudeció otra vez y no volvió a la vida activa hasta hace poco tiempo. Su nueva reaparición fue muy distinta de la anterior. De su segundo retraimiento traía una creación admirable, digna de sus mejores tiempos: el Legendario del Cid. Aquel poema ofrecía lo mejor de la musa romántica, sin sus exageraciones. Era el canto de la patria que nunca envejece, porque la patria no muere jamás. Era el recuerdo de nuestras glorias más puras y legítimas, representadas en aquel legendario caudillo, que personifica los tres grandes sentimientos del pueblo español: el religioso, el patriótico y el democrático. El público, que no sólo no es ya romántico, sino que se va haciendo positivista y realista, aplaudió con entusiasmo la obra del poeta. Había en aquel aplauso, no sólo el tributo debido al genio, sino la expresión inconsciente de aquel sentimiento natural que hace al viejo recordar con júbilo las generosas ilusiones y los felices días de su juventud.

Por extraño contraste Zorrilla, que sigue siendo el primero de los poetas legendarios, muestra ya, como dramático, notorios signos de decadencia. El respeto que su nombre nos impone no nos permite insistir en este punto. Con harto dolor [354] recuerdan sus admiradores y amigos las desdichadas tentativas que ha hecho en el teatro, pretendiendo en vano volver sobre sus pasos, torcer el rumbo que su naturaleza le traza, tantear derroteros en que se perderá siempre, y renovar glorias que ya no le concede la fortuna.

III

Este boceto va tomando las proporciones de cuadro, y es hora ya de concluirlo. Fáltanos para ello solamente apreciar, bajo sus particulares aspectos, el genio de Zorrilla, que en conjunto ya lo hemos hecho anteriormente.

Zorrilla es, ante todo, como hemos dicho, un poeta épico, o lo que es igual, objetivo, siendo fiel en esto a la tradición literaria española. La esfera en que impera soberanamente es la poesía descriptiva en su más lata acepción. Pintor ante todo, nadie como él sabe reproducir en forma poética el aspecto exterior de las cosas y de los hombres. Con cuatro pinceladas traza, o mejor esculpe, de un modo indeleble, una figura o un paisaje. Narrador inimitable y maestro en descripciones, flaquea siempre que intenta profundizar, y rara vez desarrolla un carácter, expresa un sentimiento o expone una idea. Dominado por una fantasía que no reconoce límites, soberano absoluto de la lengua y del ritmo, a la imagen y a la sonoridad lo sacrifica todo, y si siempre sabe hablar con elocuencia a la imaginación, rara vez llega a herir el sentimiento ni a despertar una idea en quien lo escucha. De su obra inmensa es imposible deducir una enseñanza, y no es muy fácil conocer sus ideas y sentimientos por la simple lectura de sus obras. Alma abierta a todas las impresiones, todo lo ha sentido y cantado sucesivamente, y ha podido con razón decir de sí mismo:

Porque yo, bardo errante,
     Cosmopolita,
Canto al par en el templo
     Y en la mezquita;
     Y risa y llanto
Dícenme a un tiempo mismo:
     Cántame y canto.

Dicho está con esto que, por más que haya usado y abusado de lo que vulgarmente se llama lirismo, Zorrilla no es poeta [355] lírico en la acepción científica de la palabra. Sus poesías líricas no son más que descripciones en que el objeto exterior se impone al poeta, que se confunde con él y en él disuelve su personalidad.

La poesía descriptiva y la legendaria son el verdadero terreno de Zorrilla. Mientras haya lengua castellana, vivirán sus leyendas y sus descripciones. Granada y los Cantos del Trovador serán eternos. En una y en otros la fantasía ha llegado a sus más extremos límites, la descripción ha agotado sus recursos, y la lengua y poesía castellanas han tocado en los linderos de la perfección. Producciones son esas que rivalizan en verdad, efecto y colorido con las más acabadas pinturas, y en armonía y sonoridad con las más bellas composiciones musicales. Ninguna literatura antigua ni moderna ofrece nada que con esas obras maestras pueda compararse. La poesía decorativa, la poesía de la forma pura no puede hacer más. La poesía legendaria, la reproducción bella de lo pasado, tampoco llegará fácilmente a punto más alto de perfección.

Zorrilla ha cultivado con éxito la poesía dramática; pero en este terreno sus méritos no igualan a los que en el género legendario ostenta. Los dramas de Zorrilla, como todos los de la escuela romántica, están edificados en falso. El romanticismo lo sacrificó todo al efecto escénico y al lirismo, y cuidó poco o nada de la verdad dramática. Forjando personajes y sucesos en los moldes de la imaginación más calenturienta; dando a todos los elementos escénicos exageradas proporciones; cuidando más del movimiento de la acción que de la lógica de su desarrollo; prefiriendo lo objetivo a lo subjetivo, la acción al alma, la acumulación de los sucesos al estudio de los caracteres, la escuela romántica no supo hallar la forma definitiva del teatro moderno. Aquellos dramas ruidosos y extraordinarios, en que todo es inverosímil y violento, en que nadie piensa ni obra, habla ni siente como el común de los humanos, si pudieron deslumbrar por un instante con su fastuosa y atrevida inspiración y su armonioso lenguaje, no realizaron el fin verdadero del teatro, que es presentar el cuadro verdadero y bello de la vida de la humanidad.

Inferior el teatro de Zorrilla por la grandeza de concepción, [356] por la fuerza dramática y por la trágica pintura de las pasiones, no sólo al teatro del siglo XVII, sino a García Gutiérrez, el Duque de Rivas, Hartzenbusch y demás jefes del romanticismo, compite con los primeros y aventaja a los segundos por los primores de la forma, no menos abundosa y rica que de las poesías legendarias del ilustre vate. Hábil en trazar enredos tan interesantes como fáciles; diestro en la pintura de las pasiones, aunque sin profundizarlas ni comprenderlas por lo general, pues sólo ve en ellas su aspecto pictórico; feliz en las situaciones y los efectos; poco afortunado en la concepción y trazado de los caracteres; extraño a toda tendencia transcendental o docente; no muy escrupuloso en materia de moral escénica; maestro en el manejo del diálogo, aunque extremado en el lirismo; Zorrilla deja buen número de obras populares y reputadísimas, que sin ser modelos, pueden contarse entre las buenas. Su desordenada y rica fantasía juega en ellas el papel principal y simulando un sentimiento, casi siempre ausente, oculta no pocas veces bajo sus galas las imperfecciones del fondo y hace pasar por oro finísimo lo que no suele ser más que oropel. El D. Juan Tenorio, desnaturalización completa del tipo legendario del calavera sevillano, tejido incomprensible de inverosimilitudes y contradicciones, fastuoso edificio erigido sobre arena, es buena prueba de ello. Su forma maravillosa, arrojada cual manto de púrpura sobre las enormidades de la concepción, fascina todavía y deslumbra al público que, arrastrado por aquel torrente de inspiración y de poesía, no advierte que aquel drama no resiste al más leve empuje de la crítica.

Por lo demás, el teatro de Zorrilla no es más que la reproducción escénica de sus leyendas y tanto tiene de épico copio éstas. Es el drama objetivo, exterior, suministrado por la historia o la leyenda; no el drama que se desenvuelve en el fondo de la conciencia humana. Es algo parecido (por extraño que parezca el paralelo) a lo que fue la tragedia griega en sus primeros tiempos, cuando apenas desprendida de la epopeya, la acción lo era en ella todo y el elemento psicológico quedaba oscurecido constantemente ante los hechos. No es el drama transcendental que se dirige a la inteligencia, ni el drama [357] psicológico que afecta al sentimiento, sino el drama de movimiento y acción que tiende en primer término al deleite de la fantasía; drama que fascina y arrebata, pero que deja secos los ojos y vacío el pensamiento.

Resumamos. Zorrilla es una naturaleza privilegiada, en quien la fantasía, se ha desarrollado a expensas de las demás facultades, simulando y sustituyendo a todas, y en quien la palabra ha llegado al más alto punto de armonía y belleza que puede concebirse. Realista e idealista a la vez, por extraña paradoja, si de un lado reproduce y pinta con pasmosa verdad y colorido el aspecto exterior y plástico de las cosas, por otro fantasea a su manera, y sin cuidarse de la realidad para nada, siempre que de la descripción se aparta. Colorista de la poesía y músico de la palabra, trovador legendario perdido en medio del siglo XIX, más rico en imaginación que en sentimiento y más en sentimiento que en idea; cantor de lo pasado, con amor a lo presente y aspiración a lo futuro; original y personalísimo sin ser subjetivo; versificador inimitable que ha hecho de la lengua castellana lo que nadie hizo ni probablemente hará, Zorrilla es una de esas personalidades singularísimas, únicas en su género, que no pasan por el mundo sin dejar en pos de sí huella luminosa y que parecen creadas por la naturaleza para dicha, orgullo y gloria de la humanidad.

La poesía, encaminada hoy por rumbos apartados del que siguió Zorrilla, no volverá probablemente a recorrer los caminos por él trazados; cambiarán los gustos del público y llegará un día en que la obra de Zorrilla parezca curiosidad arqueológica; pero así como todavía no se ha extinguido, a pesar de la diferencia de ideas y de gustos, de instituciones y costumbres, la gloriosa aureola que circunda las frentes de Homero, de Virgilio, del Dante y de tantos otros preclaros poetas, tampoco se oscurecerá jamás la fama de Zorrilla. Mientras exista la lengua española, el ánimo hallará solaz infinito en esos armoniosos cantos que parecen arrancados por mano divina a las arpas celestes y son el mayor esfuerzo hecho por la palabra humana para rivalizar con las armonías y los colores de la bella naturaleza.

M. de la Revilla

< >

www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2006 www.filosofia.org
Revista Contemporánea 1870-1879
Hemeroteca