Revista Contemporánea
Madrid, 15 de marzo de 1878
año IV, número 55
tomo XIV, volumen I, páginas 117-124

Manuel de la Revilla

< Bocetos literarios >

Don Benito Pérez Galdós

I

Malos vientos corrían hace algunos años para la novela española. En la patria de Cervantes, Quevedo y Hurtado de Mendoza no había apenas novelistas. Vanos habían sido los esfuerzos de la generación romántica para restaurar entre nosotros tan importante género literario. Las novelas históricas, escritas bajo la influencia de Walter Scott, por Larra, Espronceda, Escosura, Navarro Villoslada y algunos otros, no habían tenido el éxito necesario para fundar un nuevo género. Aquellas elegantes narraciones, más abundantes en color local que en interés dramático, no lograron excitar la atención del público, y Sancho Saldaña, El doncel de D. Enrique el Doliente, El conde de Candespina, y Doña Blanca de Navarra, nunca fueron populares y prontamente descendieron a la fosa del olvido, sin dejar huella en la memoria del público. La novela moderna; la que retrata la sociedad actual y encarna los ideales y sentimientos que a nuestro siglo animan; la que al interés dramático de los sucesos une el interés psicológico producido por la acabada pintura de los caracteres y el interés social engendrado por los [118] problemas que en ella se plantean; la que sustituye con ventaja a la antigua epopeya y representa con pasmosa verdad y brillantes colores la vida compleja y la conciencia agitada de la sociedad presente, no tenía cultivadores en España.

Inútilmente trató de importarla la insigne escritora que se ocultaba bajo el pseudónimo de Fernán Caballero. Su inimitable talento descriptivo, su poético y delicado sentimiento, su admirable mezcla de idealismo y realismo, se estrellaron ante el reaccionario propósito que la guió en todas sus producciones. Admiradora entusiasta de los antiguos ideales, trató siempre de restaurar la sociedad pasada y de combatir la nueva, y su grito de constante protesta contra el espíritu del siglo no permitió que gozaran sus obras de aquella popularidad e influencia de que disfrutan las que saben hacerse eco de los ideales y aspiraciones de la sociedad en que se producen. Saborearon los doctos las bellezas de aquellas obras; leyéronlas con deleite los que en ellas veían retratadas y enaltecidas sus aspiraciones; pero ni las novelas de Fernán Caballero tuvieron eficaz influencia en el desarrollo del género, ni lograron hacerse populares.

Los deliciosos, cuanto pueriles cuentos de Trueba, las ligeras y encantadoras novelitas de Alarcón, nada pudieron hacer tampoco en pro del género novelesco. En cambio hizo mucho por extraviarlo y corromperlo un ingenio, no menos notable por su prodigiosa inventiva y su imaginación brillante que por su fecundidad extraordinaria, que dejará tristísimos recuerdos en la historia de la novela española.

No menos funesto, ni tampoco menos inspirado que su modelo francés, D. Manuel Fernández y González ha sido el corruptor (pudiendo ser el regenerador) de nuestra novela. Gracias a él, la novela se convirtió de fiel y animada pintura de la vida en aglomeración extraña de fantásticas e imposibles aventuras que, si deleitan la fantasía, nada dicen al corazón ni a la inteligencia del lector. El fútil interés nacido de la complicación de la fábula y de la sucesión vertiginosa de inesperados y singulares sucesos, sustituyó a aquel otro, más legítimo y duradero, que proviene del desenvolvimiento de bien trazados caracteres y de la exposición de dramáticos y [119] conmovedores conflictos. El falso efectismo, obtenido a fuerza de inverosimilitudes y sorpresas, reemplazó a los legítimos efectos que engendran la lucha interesante de las pasiones y el curso natural y lógico de bien trazados y patéticos acontecimientos; y sacrificándose al movimiento y riqueza de la acción la exacta y viva pintura de los personajes, la verdad psicológica e histórica, el color local y hasta el buen trazado de la fábula y la corrección del lenguaje y estilo, la novela degeneró de tal suerte, que bien pronto su lectura, desdeñada por las personas de gusto, sólo agradó a las más incultas clases de la sociedad.

Pulularon entonces las novelas y los novelistas. Gentes sin ingenio emularon al jefe de la secta, imitándole en sus extravíos, sin seguirle en sus aciertos. Hízose el arte oficio; las entregas ilustradas llevaron por doquiera el mal gusto, y no pocas veces la inmoralidad y el escándalo; y las glorias malsanas de los Ponsón du Terrail, los Montepin, los Féval y demás menguados imitadores de Dumas, quedaron eclipsadas por los desdichados secuaces de Fernández y González.

En tal estado se hallaba la novela española cuando, apiadado sin duda Apolo de nosotros, dio el ser a un joven alto, delgado, pálido, de glacial fisonomía, insignificante expresión y desgarbado cuerpo, a quien cupo en suerte la noble empresa de poner término a tantos extravíos, dar un ejemplo que en breve siguieron insignes escritores, y llevar a cabo en suma, la regeneración de la novela española; intento meritísimo, en que muy pronto le ayudaron D. Pedro Antonio de Alarcón y D. Juan Valera, que con él comparten tamaña gloria.

Aquel joven se llamaba D. Benito Pérez Galdós.

II

¿Quién era Galdós? ¿De dónde vino? No lo sabemos. Solamente recordamos que en cierto periódico progresista que se apellidaba La Nación, en otro democrático que se tituló Las Cortes, y en la acreditada Revista de España dio a conocer su feliz ingenio con notables artículos humorísticos y con una serie de deliciosas semblanzas, que tituló, si mal no [120] recordamos, Figuras de cera. Poco después acreditóse ya como novelista de grandes esperanzas, dando a la prensa su Fontana de oro.

La Fontana de oro y El audaz, que la siguió casi inmediatamente, fueron una revelación. Viose claramente que le era posible al novelista interesar y conmover al lector con un relato sencillo y verosímil, escrito sin mengua de la gramática ni del sentido común, en el cual fueran elementos principales la pintura de los caracteres y los afectos y la descripción de los lugares, y objeto de atención preferente el drama íntimo de la conciencia, antes subordinado por completo a la estruendosa sucesión de extraños acontecimientos. Advirtióse, a la vez, cuánto más interesaba al lector el fiel retrato de la sociedad en que vive que la narración de fantásticas e imposibles aventuras, y cómo se podía crear la belleza sin dar al olvido la realidad. Reconocióse lo feliz de la combinación de la novela histórica con la de costumbres, y lo acertado de la mezcla de lo interno con lo externo, de lo psicológico con lo histórico, y se comprendió que la novela había de ser, ante todo, el drama palpitante de la vida real, en que los hechos exteriores son el producto de los íntimos hechos de la conciencia, y los personajes interesan tanto como los sucesos, y éstos como aquéllos adquieren valor moral y artístico, no por lo que tienen de extraordinarios y singulares, sino por lo que de humanos y verdaderos tienen. El realismo, embellecido por una idealidad racional y prudente, triunfó entonces en la novela, último baluarte hasta aquella época del falso idealismo romántico, y España comprendió que era la hora de recorrer el glorioso camino trazado por los cultivadores del género novelesco en Francia, Italia, Alemania e Inglaterra.

El movimiento de regeneración no se hizo esperar. Las novelas por entregas desaparecieron como por encanto, sustituyéndolas el vergonzante tomo de a peseta, vendido como a la sordina en los cafés; Alarcón rompió sus tradiciones, y dio a la estampa el delicioso cuadro realista que se llama El sombrero de tres picos y la novela psicológica, abundante en defectos, pero también en bellezas, que se apellida El escándalo; Valera ensayó su pluma en esos estudios psicológicos, tan [121] pobres de acción como ricos en primores de concepto y bellezas de estilo, que se denominan Pepita Jiménez, Las ilusiones del doctor Faustino y El comendador Mendoza, y Fernán Caballero pudo descender a la tumba, segura de que no se perdería su obra ni se olvidaría su ejemplo, como por tanto tiempo se había olvidado.

Entre tanto Pérez Galdós daba a la estampa sus Episodios nacionales, imitación felicísima de Erckmann-Chatrian, y si no siempre se mostraba en ellos a igual altura, y con frecuencia los escribía con precipitación sobrada, en todos dejaba huellas de su buen ingenio, y con casi todos lograba interesar y conmover al lector, ora relatando bellos episodios de la vida familiar, ora pintando con brillante colorido nuestras glorias nacionales, ora retratando con pasmosa verdad las tristes vicisitudes de nuestra historia política contemporánea. Lecciones valiosísimas, consoladoras unas, amargas otras, brotaban de aquellas novelas que no puede leer sin emoción y vivo interés quien de buen español y de liberal se precie.

Pero no contento con estos triunfos, y aguijoneado por las exhortaciones y consejos de la crítica, Pérez Galdós se ha decidido últimamente a cultivar la novela más adecuada a los gustos y necesidades de la época; la que pudiera llamarse psicológico social, por ser vivo retrato de la agitada y compleja conciencia contemporánea y plantear los arduos problemas de toda especie que tan hondamente perturban la vida pública y privada de nuestra sociedad. Ensayos notabilísimos en este difícil y peligroso género han sido Doña Perfecta y Gloria, producciones que han consagrado definitivamente la fama de su autor, colocándolo a la cabeza de nuestros novelistas contemporáneos.

III

Pérez Galdós no posee una de esas imaginaciones fogosas y brillantes, propias de los verdaderos poetas. Frío, reflexivo y razonador por naturaleza, el talento sustituye en él la inspiración, y logra remedarla con tal arte que fácilmente [122] consigue engañar al lector. No es este el único caso de su especie. El talento, ayudado con cierta dosis de fantasía, puede realizar estos milagros, y fingir maravillosamente lo que no concedió al poeta la naturaleza.

Tampoco se distingue por la inventiva, ni hace consistir el mérito de sus obras en la complicación del enredo, ni en lo sorprendente de las aventuras. La acción es en ellas sencilla y camina fácil, lógica y naturalmente al desenlace, sin grandes obstáculos ni sorprendentes peripecias. Para Galdós, el mérito e interés de la novela consiste, ante todo, en la belleza y verdad de los caracteres y en la acabada perfección de las descripciones. El drama íntimo de la conciencia, el conflicto dramático de las pasiones, es para él elemento principalísimo de sus novelas, importándole mucho menos la acción externa que tanto interesa a la mayor parte de nuestros novelistas.

Inspirado, a no dudarlo, en la novela inglesa, ha sabido evitar los defectos de ésta, unir sus bellezas a las que son propias de la francesa y dar a este conjunto un marcado sabor español. Gráfico, exacto, minucioso hasta el detalle en las descripciones, como Dickens, Collins y Bulver, atento observador y analizador escrupuloso de la vida psicológica como Balzac, Jorge Sand y tantos otros ilustres novelistas franceses, sabe no pocas veces unir a estos méritos el vigoroso colorido de los españoles. Dominan, sin embargo, en él el sentido descriptivo y el espíritu observador de los ingleses, siendo más diestro en pintar los caracteres que en ponerlos en acción, y ostentando como observador y psicólogo cualidades superiores a las que tiene de poeta. El lenguaje de la pasión verdadera no siempre está a sus alcance, y el interés dramático de sus obras rara vez iguala a la importancia del pensamiento que las inspira, a la pintura de los caracteres y a la perfección de las descripciones. Por regla general, no es afortunado en los desenlaces, que suelen estar mal preparados y no concordar con el carácter y tono de la novela, ni con los antecedentes de la acción. Atinado y discretísimo en el diálogo, mientras no expresa otros afectos que los más comunes y apacibles, suele pecar de frío unas veces, de exagerado otras, y de poco natural casi siempre cuando trata de expresar los supremos arranques de la [123] pasión. No faltan, sin embargo, en sus diálogos detalles delicadísimos, que muestran profundo conocimiento del corazón humano y exquisito gusto; pero los destellos luminosos de la inspiración poética rara vez se muestran en estas producciones.

Modelos de perfecto realismo son las novelas de Pérez Galdós; pero no de ese realismo que está reñido con toda belleza y todo ideal, sino de aquel otro que sin traspasar nunca los límites de la verdad, sabe idealizar discreta y delicadamente lo que la realidad nos ofrece. Sus personajes, llenos de carácter y de vida, arrancados a la realidad palpitante, tan distantes de la abstracción y de la alegoría, como de la imitación servil del modelo, interesan y conmueven sin traspasar la esfera de lo ordinario ni perderse en los limbos de la idealidad romántica. Nunca necesita apelar a lo inusitado para producir el apetecido efecto: antes sabe interesar con sencillísimos recursos y conmover sin mengua de la belleza y de la verdad, ni daño notorio de la sensibilidad del lector. Cuadros de historia o de género, trazados con realismo admirable, llenos de delicados detalles y de acabados efectos, y siempre encerrados en los infranqueables límites de la belleza y del gusto, tales son las novelas de Pérez Galdós.

No menos que sus méritos literarios, las avaloran el pensamiento y la intención que en ellas se advierten. Sin sacrificar jamás la forma a la idea, ni caer en los extravíos del arte docente, en todas ellas ha sabido encerrar su autor un pensamiento filosófico, moral o político, de tanta profundidad como transcendencia. Sus Episodios nacionales no son meros relatos históricos, destinados a perpetuar gloriosos o tristes recuerdos, o a pintar las costumbres de épocas pasadas, sino discretas e intencionadas lecciones políticas, de utilidad suma. Allí se aprende a amar la libertad y la patria, pero también a no comprometerlas con funestas exageraciones; allí se juzga, a la vez que se pinta, nuestra historia política, contemporánea; y un recto sentido, juntamente conservador y liberal, domina en aquellas páginas, deduciendo de los hechos, sin afectación ni pedantería, provechosas enseñanzas. La moral más pura, el más elevado patriotismo, la imparcialidad histórica más completa, y [124] el más acabado espíritu de justicia imperan en esas obras, que instruyen a la par que deleitan, y sin pecar de necia mojigatería ni sacrificar la verdad y el arte a nimios escrúpulos, son, no obstante, tan irreprochables bajo el punto de vista de la moral y del decoro, que pueden ponerse sin reparo en manos del adolescente o de la doncella, que sólo aprenderán en ellas a amar la virtud, respetar la moral y la justicia, defender la patria, y adorar, sin fanatismo ni idolatría, la libertad.

En sus últimas obras (Doña Perfecta y Gloria), ha planteado Pérez Galdós el más terrible de los problemas de nuestro siglo: el problema religioso. Amante sincero de la libertad del pensamiento, con el criterio de la libertad ha resuelto el problema; pero lo ha hecho con tanta discreción y delicadeza y con tal respeto a los sentimientos religiosos, que nada hay en tales obras que pueda ofender en lo más mínimo a los verdaderos creyentes, por más que haya mucho que disguste y amargue a los fanáticos.

Tal es Pérez Galdós. Pintor admirable de la vida humana, observador minucioso y reflexivo, pensador de notables alcances, escritor fácil, correcto, y elegante en ocasiones, más rico en ingenio que en imaginación y en imaginación que en sentimiento, es, sin duda, uno de los más notables novelistas contemporáneos, y en España el primero de los que hoy viven. Modesto hasta la exageración, trabajador infatigable, apacible en su trato, sencillo en sus costumbres, el hombre vale en él tanto o más que el escritor. Tan imposible es tratarle y no quererle, como leer sin interés y deleite sus bellas producciones, de las cuales arranca el movimiento de regeneración de la novela española, antes tan abatida y miserable, hoy en vías de prosperidad y progreso, merced al discreto ingenio de Pérez Galdós.

M. de la Revilla

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