Revista Contemporánea
Madrid, 30 de abril de 1878
año IV, número 58
tomo XIV, volumen IV, páginas 505-510

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Si alguna justificación pudieran tener el dolor y el mal, sería que sin ellos no habría poesía en el mundo. La poesía del placer es de suyo frívola y se agota pronto: el himno báquico, la risueña anacreóntica rara vez producen en el alma aquella deliciosa mezcla de goce y de dolor que causan la triste elegía o el sombrío drama. Ni la belleza tendría valor alguno si no contrastara con las sombras de lo feo, ni el placer y la dicha alcanzarían tan alto precio, si no fueran logrados tras rudo combate con el dolor y el mal. Por eso la obra de arte que hace llorar vale más que las que sólo inspiran regocijado sentimiento; por eso el dolor es la fuente inagotable de la poesía verdadera. Pero ¡ah! de qué buen grado renunciara el hombre a toda poesía, si a trueque de perderla pudiera librarse del imperio del mal!

Entre las múltiples e ingeniosas formas que el dolor reviste, quizá no hay otra más horrible que la que ha inspirado al Sr. Pérez Galdós su bella novela Marianela. La combinación de un espíritu hermoso y un cuerpo feo en una mujer y la reunión del abandono y la desventura con la inocencia infantil, constituyen la forma más [505] refinada de sufrimiento que pudo inventar la imaginación, del más implacable de los demonios. Dotar al ser únicamente nacido para amar y ser amado, de un corazón amante y una elevada inteligencia y encerrar tales tesoros en mezquina forma, es el mayor tormento que concebirse puede; porque, digan lo que quieran los platónicos, el amor de las almas no existe sin apoyarse en el de los cuerpos, y el más elevado espíritu femenino nunca recabará los goces amorosos, si no se presenta bajo la forma de un hermoso cuerpo. Salvo contadas excepciones, para la mujer fea no hay más porvenir que la eterna soledad.

Pero si a tanta desgracia se unen la miseria, y el abandono, la desventura adquiere las proporciones de lo trágico; y si todas estas desdichas recaen sobre la infancia inocente, el horror de situación semejante excede a todo límite. La naturaleza y la sociedad aparecen entonces asociadas, para llevar a cabo la eterna desgracia de la inocencia, y el alma se siente penetrada de indignación ante tan desgarrador espectáculo.

El niño abandonado y miserable es lo más horrible que puede concebirse. En estas sociedades despiadadas e infames, todos pasamos indiferentes al lado de tanta desventura... ¡Todos no! que algunos sentimos hervir la sangre en nuestras venas ante un espectáculo que es la condenación de esta sociedad sin entrañas. Sin padres, o con padres peores que fieras, sin Dios y sin hogar, sin inocencia y sin virtud, sin pan para el cuerpo ni para el alma, hambrientos, desnudos, ignorantes y corrompidos, codéanse con nosotros a cada paso niños infelices, condenados por ley inexorable del destino a la miseria y al crimen. Un día la sociedad los castigará por delitos de que no son responsables, porque nunca fueron libres, y todos aplaudirán la sentencia y denostarán al malhechor, sin notar que la sociedad entera es responsable de su falta. En esas turbas de abandonados reclutan sus huestes la prostitución y el crimen; ¿quién es el culpable sino el que por respeto a una mal entendida libertad, los dejó huérfanos y abandonados en el áspero camino de la vida?

Aunque de pasada, este grave problema está indicado en la novela del Sr. Galdós, siempre atento a encerrar graves cuestiones bajo la ligera vestidura de sus fábulas. Marianela, abandonada a sí misma, es una especie de salvaje. ¿Qué hubiera sido si los hermosos y [507] fecundos gérmenes que encerraba su alma, hubiéranse vivificado y robustecido por una educación amante y previsora? Marianela es fea e ignorante. Huérfana y abandonada, vive a merced de almas egoístas; que la desprecian y creen hacer demasiado con arrojarle un pedazo de pan y darle un mezquino albergue. Todos la desprecian y burlan, porque es fea, pobre y desgraciada; y ella misma participa de tales sentimientos. Y, sin embargo, bajo su rústica corteza se ocultan un corazón apasionado y un alma sublime. ¿Por qué la suerte enemiga la ha hecho fea para que nadie la ame, y miserable y débil para que todos la desprecien?

La fortuna, sin embargo, la otorga un día un fugaz momento de felicidad. Un hombre siente por ella intenso cariño; ha adivinado los tesoros de su alma, y, por dicha, no conoce los defectos de su cuerpo, porque es ciego. ¡Ay, se necesita serlo para amar a la pobre Marianela! Él, que no tiene idea de la forma, cree que la hermosura del cuerpo debe corresponder a la del alma, e ignora en qué consiste la belleza. Quiere concebirla a priori, por medio de la idea pura, y no sabe que la belleza es forma sensible, y que sólo la experiencia puede concebirla. ¡Profundo problema estético, gallardamente expuesto por el Sr. Galdós, de acuerdo con la estética realista de nuestros días!

Tampoco sabe Pablo, por desgracia, que el amor rinde culto en primer término a la hermosura, y no se deja avasallar solamente por las dotes del alma. Pero Marianela no lo ignora; ferviente adoradora de la belleza, cree, no sin razón, que todos deben pensar como ella, y profesa aversión invencible a todo lo que es feo, y a sí misma, por tanto. Harto sabe que el idealismo de su amado se desvanecerá cuando la experiencia desmienta las ilusiones de la idea, y por eso, antes que exponerse a tan rudo desengaño, resuelve morir, y muere, en efecto, si no por su mano, herida en el corazón por el desden previsto y justificado de su amante. El problema se resuelve por una catástrofe: la mujer fea no tiene derecho al amor, y la mujer sin amor no tiene más esperanza ni destino que la muerte.

Tal es esta concepción, a la vez idilio y tragedia, en que el señor Galdós ha revelado una cualidad que hasta ahora no había mostrado tanto como fuera apetecible: la ternura y la delicadeza del sentimiento. Nada más bello y conmovedor que esta producción deliciosa; nada más profundo que la emoción que causa en el lector la trágica [508] historia de aquella niña desdichada, víctima inocente de la ley inexorable del destino; nada más tierno y poético que aquellos amores de Pablo y Marianela, ni más trágico y doloroso que aquel final, trazado con una sencillez verdaderamente sublime. En sus obras anteriores había mostrado el Sr. Galdós que es novelista; en ésta demuestra que es poeta.

Y sin embargo, fuerza es reconocer que Marianela no es la mejor obra de Pérez Galdós. Aventájala en transcendencia Gloria; en verdad Doña Perfecta y El audaz, y todas la superan en originalidad. Marianela no es una creación nueva. Su protagonista ofrece muchos puntos de semejanza con Mignon, Cuasimodo, Gwymplaine y Gilliatt; los amores de la fea con el ciego recuerdan demasiado los de la ciega Dea y el hombre que ríe. Además, Marianela no es un personaje real, sino un bello fantasma soñado por el Sr. Galdós. Por mucho que se quiera conceder a la naturaleza, no es posible que en la condición social en que Marianela vive se despierten tan elevadas ideas ni se manifiesten en tan acabado y poético lenguaje. En Marianela puede haber maravillosas, pero confusas intuiciones, y nobilísimos, pero mal dirigidos sentimientos; pero no es posible que piense y hable como una doctora. La talla de esa figuras es exagerada, y excede de los límites de lo real. El Sr. Galdós, al pintarla, se ha acordado más de Víctor Hugo que de sus modelos ingleses.

Parécenos también algo injustificado el olvido en que Pablo tiene a Marianela desde que contempla la hermosura de su prima. No se explica que amor tan acendrado se borre tan pronto, antes de llegar el desengaño. Lejos de ser así, la contemplación de su prima debe avivar en Pablo el amor a Marianela, porque, dado su idealismo, ha de figurársela infinitamente más hermosa que aquella. Aquel rápido olvido de su amor, de sus ilusiones y hasta de sus promesas, no se explica satisfactoriamente.

Las demás figuras están trazadas de mano maestra. ¡Lástima grande que el Sr. Galdós haya concedido atención tan escasa a La familia de piedra y no haya ahondado el problema social y moral que entraña aquella acabada pintura! Las descripciones son de primer orden, singularmente la de las minas. El lenguaje, poético, sentido, lleno de vida, aunque no exento a veces de alguna incorrección.

En resumen: Marianela es un idilio delicioso, que señala una nueva y fecunda dirección en el ingenio del Sr. Galdós y que [509] constituye, a pesar de sus defectos, un legítimo triunfo del insigne novelista, que si en otras novelas sabe hacer pensar, en ésta ha conseguido hacer sentir, por tan delicado modo que pocos poetas pueden envidiarle.

* * *

Aparte de Marianela, la única producción de que debemos ocuparnos es un libro titulado Antiguos manuscritos de historia, ciencia y arte militar, medicina y literarios, existentes en la biblioteca del Escorial, por el distinguido médico militar D. Augusto Llacayo y Santamaría. Es un importante trabajo bibliográfico, de suma utilidad, en que su autor discurre sobre materias muy diversas, casi siempre con acierto y haciendo oportuno alarde de su erudición y cultura. Digno es de aplauso el Sr. Llacayo, y digno de mención el hecho de que con tanto fruto se dediquen a las letras multitud de distinguidos individuos de nuestro ejército, que cada día dan gallarda muestra del feliz consorcio que puede y debe existir entre las letras y las armas.

La sección de Literatura del Ateneo ha puesto a discusión La novela. Expuso tan importante tema el Sr. Sánchez Moguel, desarrollando las cuestiones que entraña, generalmente con acierto, y mostrando, como de costumbre, su erudición. Confesamos, sin embargo, que el Sr. Moguel nos gusta más escribiendo que hablando, porque la naturaleza no le ha concedido condiciones de orador. El Sr. Vidart, a quien le acontece lo mismo, dijo con razón que el tema comprende estas tres cuestiones: ¿A qué género literario pertenece la novela? ¿Por qué ha adquirido tan extraordinario desarrollo en nuestra época? ¿Hasta dónde alcanza y hasta qué punto es provechosa su influencia? Contestando a la primera cuestión, sostuvo que la novela es un género épico; error notorio que nace de no ver el elemento dramático que forma su verdadera esencia, reduciéndose en ella lo épico a la forma.

En la sección de Ciencias naturales contestó el Sr. Cortezo al señor Bosch, manifestándose favorable a la cremación de los cadáveres, pero con cierta timidez impropia de pensador tan radical y atrevido; combatiendo el embalsamamiento y afirmando (no sin razón) que hay problemas de higiene pública más importantes que el de los cementerios. [510]

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Los teatros no han ofrecido novedad alguna. En la prensa se ha agitado de nuevo la cuestión a que dio lugar el drama del Sr. Selles, con motivo de un comunicado dirigido por el actor D. José Valero al Sr. Nakens, redactor de El Globo. El Sr. Valero ha pretendido vindicarse de las justas censuras a que él y sus compañeros se han hecho acreedores por la interpretación de Maldades que son justicias. Tarea inútil. El público ha dictado su inapelable fallo, y la opinión sabe a qué atenerse respecto a la conducta de los que, sin méritos suficientes para ello, pretenden erigirse en dictadores de la escena, sin tener en cuenta que antes debían aprender a ser tan eminentes como se creen, sin razón fundada para creerlo.

M. de la Revilla

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