Revista Contemporánea
Madrid, 15 de abril de 1878
año IV, número 57
tomo XIV, volumen III, páginas 365-376

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

El viajero que después de contemplar, a la vez con asombro y espanto, las monstruosas creaciones del arte oriental, llega a las risueñas riberas de la Grecia y admira las severas cuanto preciosas líneas del Partenón o la severa belleza de las estatuas de Fídias, no goza mayor placer que el que hoy experimentamos los que, después de atravesar la negra noche del neo-romanticismo, hemos contemplado, llena el alma de entusiasmo y regocijo, esa creación admirable que se llama Consuelo. De la región sombría poblada de monstruos, si grandiosos, deformes, hemos llegado al cabo a la comarca en que reina la pura belleza de la forma; de los dominios de la inspiración abrupta y selvática, hemos arribado al imperio del buen gusto; a la siniestra pesadilla de la imaginación calenturienta ha sustituido, por fin, la visión magnífica del genio luminoso, alimentado por la eterna fuente de toda inspiración verdadera: la realidad viva y palpitante realzada por los encantos de la forma bella; a la crispatura de los nervios, torturados por el horror y el espanto, a la sublevación de la sensibilidad y de la conciencia heridas en lo vivo por la desmelenada musa romántica; a la protesta del sentido estético y del buen gusto ultrajados por la aberración del genio, ha sustituido aquella inefable y purísima emoción que en el alma despierta la contemplación de aquella inmortal belleza; fruto exquisito del arte verdadero, que por largo tiempo se había apartado de nosotros.

Consuelo ha sido una resurrección. Con ella el arte ha roto la losa que le oprimía y ha vuelto a la vida radiante y espléndido. Porque ese es el arte, y lo demás es el fruto corruptor de la imaginación desordenada, extraña a la realidad de la vida, al verdadero sentido de lo ideal y a las leyes eternas del buen gusto. [366]

No es Consuelo una concepción pavorosa, forjada por una fantasía delirante, poblada de monstruos de faz humana, y dotada de aquella grandeza sombría que a veces entraña lo deforme. Es simplemente una página arrancada a la realidad, e idealizada por el sentimiento estético del poeta, en que todo es, sencillo, natural y profundamente humano, en que no hay otros recursos que los que el arte y la naturaleza ofrecen, ni otros efectos que aquellos que espontánea y sencillamente brotan del desarrollo y choque de las pasiones. Nada hay allí que repugne a la verosimilitud, al buen gusto ni a la sensibilidad del espectador. Aquellos personajes son seres de carne y hueso, que piensan y sienten, hablan y se mueven como todos los hombres; no se han vaciado en los Moldes del absurdo, sino en la palpitante realidad de todos conocida. Viven entre nosotros; bajo otros nombres los vemos todos los días a nuestro lado; y sin embargo, con ser tan reales y verdaderos, hay en ellos la suficiente idealidad para que no puedan considerarse como simples pruebas fotográficas obtenidas en la cámara oscura del observador vulgar, sino como originales diseños libremente trazados por inspirado artista. La acción que en el drama se desarrolla, si de algo peca, es de sencilla, y no obstante interesa y conmueve más que esas concepciones extraordinarias y atrevidas que todos conocemos, porque en ella palpita la realidad de que participamos; porque cada idea, cada sentimiento, cada hecho que allí se nos representa tiene un eco en nuestra conciencia y nuestra vida; porque para sentir y entender lo que nos ofrece, no necesitamos remontarnos a la región de los monstruos y las quimeras, sino volver la vista en torno nuestro para mirar a nuestros semejantes, y dirigirla después al fondo de nosotros mismos para contemplar nuestra conciencia propia. Ni hay allí tampoco nada que disuene y repugne y perturbe la armonía de nuestra alma; las pasiones no son arrebatos de frenética locura, ni los sentimientos abortos de extraviadas imaginaciones, ni los hechos bárbaras explosiones de apetitos feroces o monstruosas y satánicas voluntades. El mal y el bien, el vicio y la virtud se ostentan allí con sus colores verdaderos, y en aquel temperamento intermedio que caracteriza a la mayoría de las personas y acciones humanas. Ni los honrados son ángeles, ni los culpables fieras del desierto, ni unos y otros aparecen presa del delirium tremens y moviéndose siempre en la esfera de lo extraordinario y excepcional. No es aquello la patología, sino la fisiología de la conciencia humana; no es el drama monstruoso del manicomio o del infierno, sino el drama conmovedor y sencillo de la vida común.

Tampoco mueven la máquina dramática desusados resortes. El lógico desarrollo de las pasiones y de los caracteres, el natural encadenamiento y prosecución de los sucesos son los únicos determinantes de la acción. Todo camina naturalmente, sin esfuerzo ni violencia, con la suave pero irresistible lógica de los hechos. Ningún efecto es [367] debido a extraordinarias circunstancias o extraños y maravillosos accidentes; ninguna fuerza no derivada de los factores de la acción interviene en ésta y la perturba y resuelve. Todo acontece porque lógicamente debía acontecer, dados los precedentes del hecho; no porque al poeta le plazca qué suceda. Todo se motiva y justifica cumplidamente sin mengua de la verosimilitud. Nada hay que conceder graciosamente al poeta para que sean posibles las situaciones de la obra; nada que sea verdadero y razonable se sacrifica a las exigencias del efecto.

¡El efecto! Fácil es conseguirlo a fuerza de monstruosidades; difícil lograrlo con sencillez y naturales recursos; más difícil todavía si se ha de encerrar en los límites de la belleza y no se le han de sacrificar los preceptos del buen gusto y la sensibilidad del espectador. El señor Ayala ha sabido vencer esta dificultad. Sin exageraciones ni delirios, ni situaciones artificiosamente preparadas, sin otros recursos que los que buenamente ofrecen la sensibilidad y la fantasía al que es verdadero poeta, ha logrado conmover al espectador sin sorprenderlo con inusitados incidentes, ni sublevarlo con repulsivas situaciones. Su drama no crispa los nervios, ni hiela de terror, ni desafía el sentido moral, ni subleva los sentimientos del que le escucha; pero arranca lágrimas dulcísimas de piedad y de ternura, causa emoción profunda en la conciencia e infunde en el alma toda delicioso y purísimo deleite. En los momentos más críticos y terribles, el esplendoroso espectáculo de la belleza templa lo que la emoción pudiera tener de ingrata, y el alma, arrebatada ante tales maravillas, juntamente experimenta el dolor y la profunda piedad que lo patético engendra, y el goce inefable que causa lo bello.

A estas perfecciones se agrega, como magnífico coronamiento, la forma más acabada y exquisita que concebirse puede. Consuelo no es solamente una obra dramática admirable, sino una producción literaria de primer orden. La forma, que es el secreto del arte, ostenta allí todas las galas que de consuno le prestan la rica fantasía y el exquisito gusto del poeta y las excelencias de la lengua castellana. Un diálogo primoroso, tan natural y fácil como elocuente e inspirado, igualmente distante de la prosaica llaneza y del enfático y artificioso lirismo, expresión fidelísima y vigorosa de los afectos de los personajes que en él se reflejan como en cristalino lago, lleno de vida, de pasión y de movimiento en ocasiones, esmaltado en otras por pensamientos profundos y felicísimos conceptos, rebosando a veces gracejo y desenfado, rico en poesía, en sonoridad y en elocuencia, vestido en esculturales y armoniosos versos, que parecen vaciados en el molde de Calderón unas veces, y en el de Tirso de Molina otras, forma la incomparable y hermosísima vestidura de esta rica joya, digna de figurar entre las más preciadas que para regocijo de las musas y gloria de la patria legó a las letras el habla castellana.

Analicemos ahora esta producción admirable, para justificar [368] nuestras afirmaciones y gozar una vez más del íntimo placer que al crítico causa la contemplación de la belleza, ya que, por desgracia, con tan poca frecuencia nos es dado disfrutarlo.

En Consuelo se plantea el mismo problema de moral social que constituía el tema de El tanto por ciento, pero bajo un punto de vista distinto. La sed del oro, el ansia de goces materiales, el amor al lujo, introduciéndose en el corazón de la mujer, secando en él las fuentes del amor puro, sacrificando la paz de la conciencia y los goces del alma, y trayendo a la postre, como justo y lógico castigo, la soledad, el desengaño, la amarga desventura: esto es Consuelo. El pensamiento no es nuevo; pero el secreto del arte consiste en rejuvenecer los asuntos viejos, merced a los primores de la forma.

Esto, que hoy se llama con impropio nombre positivismo, aparece en Consuelo envenenando de muy distinta manera la conciencia de los personajes. En ninguno de ellos (rasgo de genio merecedor de encomio) llega a la perversidad monstruosa que tanto agrada a los románticos. El mal que allí se pinta no es el mal excepcional que combaten los Códigos, sino ese otro, harto más peligroso, que se infiltra en las almas sin llegar a hacerlas paladinamente criminales, y que, por lo mismo, ni causa horror, ni produce escándalo, ni priva de la vida social al que lo lleva dentro de sí. Los personajes culpables de Consuelo son gentes que la sociedad llama honradas y decentes, cuyo trato no rehúye, y que en el fondo no son profundamente perversas ni carecen de ciertos sentimientos aceptables. No es el crimen, sino la carencia de sentido moral, hija del egoísmo, de la indiferencia hacia el bien, de la laxitud extrema de la conciencia, y, no pocas veces, de una invencible aberración del entendimiento. Cosa más temible que el descarado crimen; porque éste es la fiera salvaje a la que se combate y extermina, y el indiferentismo moral o el extravío de la conciencia son la invisible carcoma que todo lo roe y que con ningún arma se puede combatir.

Bien estudiados, los personajes culpables de Consuelo no son perversos; y lo que es más grave, en el fondo de su conciencia se tienen por buenos y honrados. Hay en ellos una ofuscación del entendimiento y un extravío del corazón más que una criminal y premeditada dirección de la voluntad; y esta circunstancia es una de las mayores pruebas del inmenso talento del poeta, no sólo porque muestra su profundo conocimiento del corazón humano y de la sociedad presente, sino porque de esta suerte la lección moral de su obra tiene mayor eficacia que si hubiera sacado a la escena monstruos cínicos y repulsivos, que sólo merecen la horca o el presidio. El gran talento del Sr. Ayala, en esta obra como en todas las suyas, consiste en poner de relieve las deformidades que, sin tener conciencia de ello, llevamos con perfecta tranquilidad dentro de nuestra conciencia, o sin grave escándalo observamos en los que nos rodean.

Consuelo no es mala en el fondo; pero padece una ceguera moral. [369] Cree de buena fe que su felicidad y la de su madre consisten en tener mucho dinero, a esta mentida ilusión lo sacrifica todo, desde el amor hasta la dignidad. Una educación mal dirigida (detalle importantísimo en que creemos que nadie se ha fijado) ha sido el punto de partida de su perdición. Educada en un colegio aristocrático, se ha despertado en ella el deseo de figurar en la misma línea que sus antiguas compañeras, y este deseo, alimentado por largos años en su alma, la lleva al cabo al fondo del abismo.

A estas aspiraciones mal dirigidas se une en Consuelo una deplorable ligereza, que oscurece con frecuencia su sentido moral. Falta de aplomo en sus ideas y de reflexión en su conducta, no repara en el daño que pueden ocasionar sus actos, que siempre son producto de una voluntad irreflexiva y caprichosa. No hace el mal por intención perversa, sino por aturdimiento y falta de juicio, de una parte, y de otra, por no poseer un conocimiento exacto del deber y del bien. Es Consuelo, en tal sentido, retrato cabal de la mujer frívola de nuestros días, que no conoce ni estima el lado serio de la vida, ni ve en ésta otra cosa que una serie continua de placeres. Consuelo, además, es profundamente egoísta, pero no a la manera que su marido, sino porque su frivolidad no la permite reconocer los deberes que la ligan con sus semejantes. Al lado de estas malas cualidades posee otras buenas; es capaz de amar con verdadera pasión y nunca deja de ser mujer honrada; pero el sentido moral está atrofiado en ella por el extravío de sus ideas y la frivolidad de su carácter. Por lo demás, creemos que esta figura es la menos perfecta de la obra, porque hay cierta falta de precisión en sus contornos, que no permite al espectador formarse clara idea del verdadero carácter y de los sentimientos de Consuelo.

Fulgencio es un hombre egoísta y de pocos escrúpulos; por lo demás, incapaz de hacer daño a nadie y muy dispuesto a servir a sus amigos, mientras no le moleste hacerlo. El sentido moral está atrofiado en él por completo; pero no hasta el extremo de llevarle al crimen. Su ideal egoísta es que no altere nadie la calma de su existencia; su ideal, respecto de los demás, es que cada cual haga lo que bien le plazca (sea o no lícito); pero sin ruido ni escándalo. Las notas desafinadas le disgustan mucho; y para él es nota desafinada todo lo que altere la paz beatífica del egoísmo, llámese abnegación, llámese crimen. Con tal de evitar un disgusto o un escándalo es capaz de favorecer una infamia; y no vacila tampoco en aconsejar y aplaudir el mal, mientras no se presente en formas demasiado escandalosas. Si su amigo Ricardo desafinara hasta el punto de maltratar groseramente a su mujer, Fulgencio se indignaría a buen seguro; pero como no hace más que engañarla con formas corteses, le parece justo favorecerle en sus torpes planes. Fulgencio es la personificación de aquellos hombres de bien, que quiso y no supo retratar el Sr. Estébanez; gentes que no son criminales por comodidad y por falta de valor, [370] y que de muy buen grado serían virtuosos, si no fuera tan molesta la virtud. La sociedad abunda en tipos de esa especie, y en todas partes pasan por personas sensatas, honradas, que tienen que perder, y a quienes nadie niega consideración y no pocas veces amistad.

Ricardo es un hombre incompleto. La naturaleza, al formarlo, se olvidó de darle conciencia y corazón. En cambio le dio tan colosal dosis de cálculo y entendimiento, que gracias a ella ha sabido resolver el problema de no gastar más que los intereses del alma y de la hacienda. Hace el mal con la mayor naturalidad del mundo y sin clara conciencia de que lo hace. El bien consiste para él en tener dinero y comodidades. Ambas cosas le sobran a su esposa; porque él, marido excelente, que tiene la complacencia de quererla como él puede querer, nunca piensa en negárselas. ¿De qué se queja Consuelo? ¿De que no es fiel, de que no la da el amor que su alma necesita? ¡Lilailas y ñoñerías! Nada de eso es necesario; ni él, hombre independiente y de férreo carácter, tiene que someterse a los pueriles caprichos de una mujer nerviosa. ¡Bueno fuera que a tales necedades se sacrificaran la paz y la independencia de la vida!

Estas figuras, trazadas de mano maestra, y admirablemente sostenidas en todo el curso de la acción, rebosan vida y realidad. Consuelo, Fulgencio y Ricardo se codean con nosotros a cada paso en el mundo; todos los conocemos, y esos personajes no son otra cosa que la personificación ideal, pero no abstracta, sino viva, original y característica, de grupos numerosísimos de nuestra especie. Ese carácter, juntamente ideal y real de tales personajes, explica el interés que inspiran; la mezcla de bien y de mal que en ellos existe, y el primor con que están pintados, justifica el hecho de que no inspiren aversión y repugnancia y que uno de ellos (Consuelo) excite, en medio de sus mayores extravíos, profunda piedad. Eso es pintar caracteres, eso es crear personajes; ese es el arte, señores neo-románticos.

Enfrente del mal presenta el Sr. Ayala el bien. La virtud tiene en Consuelo representación acabada en Fernando y Antonia; pero no esa virtud llorona, sensiblera y predicadora que nos pintan los autores de comedias cursis; no esa moral de familias, enteca y ridícula, que parece inventada por el vicio para embellecerse con la comparación; ni tampoco esa virtud de acero, rígida e inflexible, más propia de ángeles que de hombres, que el misticismo sueña; sino la virtud humana y verdadera, activa, enérgica, combatida y a veces vencida por la pasión, débil e imperfecta como todo lo humano. Antonia la personifica bajo su aspecto femenino, llena de sensibilidad y de dulzura, siempre dispuesta a la resignación y al sacrificio, prudente, modesta, dulce y callada. Figura venerable y simpática, rodeada por la doble aureola de la ancianidad y del dolor, Antonia, aunque relativamente secundaria, es una concepción bellísima que cruza la escena callada y majestuosa, envuelta en las penumbras de lo trágico, y dejando en pos de sí fragante perfume de paz y santidad. [371]

Fernando es una creación de primer orden, superior, a nuestro juicio, a todas las demás. Pocas veces se presentó en escena con más gallardía el feliz cuanto difícil concierto de la pasión y la virtud. Hay en Fernando algo de la grandeza del león. Su figura imponente achica cuantas le rodean, y al aparecer sobre las tablas se experimenta aquella admiración simpática que siempre inspira esta hermosa realidad: la virtud varonil. No es el hombre perfecto, de estática e impasible virtud, que los místicos conciben; pero es el varón fuerte, el caballero sin miedo y sin tacha, el hombre de honor que la humanidad admira y respeta. Es hombre, y como tal imperfecto; cae, pero no como los débiles y los perversos, sino como caen las almas nobles, luchando airadas contra la pasión que las arrastra. Esa pasión, pura, noble, inmensa y devoradora, es la mitad de su vida; la otra mitad es el culto de la propia dignidad y el constante respeto del honor. En él no cabe torpe pasión ni bajo pensamiento. Engañado, vendido, ni abriga rencores en su pecho, ni acaricia infames venganzas; recibe el golpe que le hiere con la dignidad del mártir y la entereza del héroe. Nueva y más infamemente engañado, no atenta contra la débil mujer que le engañó, antes piensa en castigar a quien le ofende que en vengar su propio agravio, y amansa su furor legítimo ante las lágrimas de una inerme anciana. Un escritor vulgar hubiera hecho de Fernando una virtud inflexible, y en el momento crítico de la acción hubiese reproducido la historia de José. Conocedor profundo del corazón y verdadero artista, el Sr. Ayala ha huido de tal extravío, y en vez de llevar a la escena un ángel, ha modelado su figura en barro humano, hermoso y purísimo sin duda, pero como barro, deleznable y frágil. La creación del carácter de Fernando es, sin duda, una de las más bellas y acabadas del señor Ayala, y basta para asegurar eterno renombre al gran poeta que la ha concebido.

El desarrollo de estos caracteres y la marcha de la acción en que intervienen, no son menos felices. Con inflexible lógica se desarrollan los hechos, y el desenlace es la inevitable consecuencia de las premisas sentadas por los mismos personajes. Ningún poder extraño castiga a la protagonista; la espantosa soledad en que queda al final del drama, es el resultado inevitable de su propia conducta. El mal engendra el mal; la culpa lleva en sí misma, por inexorable lógica, su castigo; he aquí la profunda lección moral que del drama se desprende.

Consuelo lo sacrificó todo a los intereses materiales, inclusa su propia ventura. Por amor al lujo, menospreció el acendrado amor de Fernando, se vendió a Ricardo y pagó con descortesía y abandono el cariño de su madre. La lógica de los hechos hace que cuando a deshora busca aquellas venturas que no estimó en tiempo oportuno, halle en el hombre a quien se vendió repulsas y traiciones, y en el amante a quien engañó merecido desprecio, y que al volver la [372] vista, como único amparo, al amor maternal, la muerte le arrebate este último consuelo y la deje privada de la noble anciana a quien abandonó en tiempos pasados. La que todo lo sacrificó a la opulencia en que veía cifrada la felicidad, vivirá desdichada en medio de las que juzgó venturas, como Midas pereció de hambre cercado de riquezas.

Pero no faltará algún moralista que diga: «Consuelo no es enteramente moral.» ¿Por qué no sufren castigo Fulgencio y Ricardo? ¿Por qué no son felices Fernando y Antonia? ¡Ah! Quien tal diga, no conoce más moral que la de las aleluyas del hombre bueno y del hombre malo. Esa perfecta justicia distributiva no existe en la vida, y el poeta, ante todo, debe representar lo que es, y no lo que debe ser. Aparte de que no tiene necesidad de informarnos sobre la suerte de todos los personajes de la obra, cosa que sólo es propia de poetas noveles, el Sr. Ayala no olvida que el teatro no es una moral en acción ad usum puerorum, en que se han de dar azotes a todos los malos y bizcochos a todos los buenos. Ni esa es la realidad (por desgracia), ni eso puede exigirse al arte. Y además, ¿cómo han de ser felices Antonia y Fernando? Su desdicha es consecuencia inevitable de la falta de Consuelo, y aumenta el efecto moral de la obra; que no sólo importa mostrar las malas consecuencias que en el pecador causa el pecado, sino hacerle doblemente odioso, poniendo de relieve el dolor y la perturbación que a todas partes lleva.

El plan y desarrollo de la acción son admirables. Ni un efecto rebuscado, ni una situación amañada se puede señalar en ella. Todo es lógico, verosímil, natural y bien trazado. Las mismas escenas en que intervienen los dos criados, con parecer inútiles a primera vista, están cumplidamente justificadas y contribuyen a la belleza del conjunto; porque sobre servir para la variedad del drama, dando entrada en él al elemento cómico, sobre ser deliciosos cuadros de género que nada tienen que envidar a los que traza Tirso de Molina, dan ocasión al poeta para presentar el contraste entre los inocentes goces del amor puro y sencillo, y las amarguras del amor interesado. Además, las figuras de los dos criados son de mano maestra, como casi todas las de la obra.

El sol tiene manchas: ¿cómo no han de tenerlas las obras humanas, por acabadas y perfectas que sean? Tres defectos hay, a nuestro juicio, en la obra del Sr. Ayala; pero son tan leves, que sólo obedeciendo a nuestro afán de cumplir con minuciosa escrupulosidad nuestro deber de crítico, nos creemos obligados a señalarlos.

En nuestra opinión, la marcha precipitada de Consuelo al final del acto primero no está justificada en el carácter del personaje. Sin duda contribuye al efecto que ha buscado el Sr. Ayala en el paralelismo de los finales de este acto y el tercero; pero creemos que Consuelo no es lo bastante perversa para cometer semejante acción. Aunque ofuscada por el amor al lujo, Consuelo abriga bellos [373] sentimientos, y no se concibe que con tal cinismo y de manera tan despiadada abandone a su madre en aquella ocasión. Ninguna hija lo haría, a no carecer por completo de amor filial.

Tampoco nos parecen bien las frases que el Sr. Ayala pone en boca de Consuelo cuando escribe, en presencia de su marido, la carta a Fernando. Por grande que sea su exaltación, hay en aquel acto y aquellas palabras cierto impudor que no cuadra a su carácter. Se concibe que escriba la carta y la deje al alcance de su marido; pero no que le dé a entender con tan escaso rebozo sus propósitos, ni que él aguante con tanta calma conducta semejante. Ni esto era necesario tampoco para el sucesivo desarrollo de la acción, ni para el logro de los propósitos de Consuelo; pues bastaba que Ricardo tuviese conocimiento de la carta, y ésta llegase después a manos de Fernando.

Creemos también que el Sr. Ayala debiera haber puesto en claro los verdaderos sentimientos de Consuelo respecto a Fernando; pues su boda con Ricardo varía en gravedad, según que amara o no a su antiguo adorador; y que debió hacer que alguna vez sintiera remordimientos de su conducta con Fernando, y en algún crítico momento reviviera en ella su pasado amor, si es que lo tuvo.

Tal es esta obra primorosa, página admirable de nuestra dramática contemporánea. ¿Representa en su autor un progreso o una decadencia? ¿Aventaja a sus anteriores producciones o es inferior a ellas? Cuestiones semejantes han dado en estos días ocasión a no pocas disputas. A nuestro juicio, no tienen razón de ser ni importancia. El Sr. Ayala de Consuelo es el mismo de El tejado de vidrio y El tanto por ciento. No hay en él decadencia ni progreso; se halla en la plenitud de sus facultades, y no es posible esperar de él en este momento de su existencia crecimientos ni caídas. A la pregunta de si Consuelo vale más o menos que sus producciones anteriores, contestaríamos con Víctor Hugo que el grande arte es la región de los iguales, y que la obra maestra es igual a la obra maestra. Cuando se llega a la suprema altura, el más y el menos desaparecen; Consuelo, El tanto por ciento, El tejado de vidrio no ofrecen, comparadas entre sí, mayores diferencias en punto a perfección y hermosura que las que pueden observarse entre los soles que pueblan el espacio. Todas son ejemplares admirables de la belleza dramática, productos similares de un genio poderoso en la plenitud de su fuerza creadora.

Dejemos, pues, a un lado vanas cuestiones, y saludemos con entusiasmo al gran poeta que en estos momentos, tristísimos para la literatura dramática, enarbola con mano firme y valerosa el lábaro salvador del arte y del buen gusto. Hora era ya de volver al buen camino y de restablecer en toda su pureza los grandes principios del arte dramático. Hora era de oponer al neo-romanticismo triunfante el realismo de buena ley que representa el Sr. Ayala. Porque ese es el realismo racional, verdadero y bello, el realismo que no excluye el [374] elemento ideal ni aspira a remedar servilmente la naturaleza, sino que, inspirándose en la realidad, la reproduce libremente, idealizándola sin falsearla, y embelleciéndola sin alterar sus verdaderas proporciones. Ese es aquel realismo bello y grandioso a que rindieron culto todos los grandes poetas, y en que fueron maestros Calderón y Shakespeare; el que cultivaron en nuestros días Hartzenbusch, García Gutiérrez en su segunda época, Tamayo, Ayala, Núñez de Arce, Ventura de la Vega y otros ilustres ingenios; el que ha de triunfar y prevalecer a la postre, mal que les pese a los que ven en el arte el fruto de la fiebre y del delirio y el falso idealismo de la imaginación extraviada; el que ha obtenido y obtendrá siempre los sólidos y duraderos triunfos que se deben, no a la sorpresa y fascinación del momento, sino a la emoción hondísima que la bella realidad engendra; el que ha de ser en toda ocasión gloria de la escena, salvación del arte, acabada fórmula del buen gusto, y exclusivo producto del verdadero genio.

Por eso nosotros, que hace tanto tiempo sostenemos ruda campaña en pro de los fueros de la razón, de la belleza y del gusto, y en contra de las extraviadas tendencias que por varios caminos conducen nuestra escena a ruina segura, nos sentimos hoy penetrados de íntimo y profundo regocijo, celebramos con entusiasmo esta hora dichosa que inaugura la regeneración de nuestro teatro, y rendimos el homenaje de nuestra admiración al gran poeta, que en medio de tanto extravío y decadencia tanta, renueva hoy nuestras gloriosas tradiciones dramáticas y es la esperanza y el orgullo de nuestras letras. ¡Quiera el cielo que a ejemplo del Sr. Ayala, salgan de su retraimiento los preclaros ingenios que con él comparten el cetro de la escena y vuelvan a lucir para ésta aquellos hermosos días de gloria, que con orgullo recordarán siempre los buenos españoles!

Los actores del teatro Español han hecho heroicos esfuerzos para interpretar con acierto la obra del Sr. Ayala, y aunque algunos no lo han conseguido por completo, la ejecución ha sido en conjunto muy aceptable.

La señorita Mendoza Tenorio, que es una excelente dama joven, ha luchado con valentía para vencer las grandes dificultades de su papel, y si no siempre ha salido airosa, ha mostrado cuando menos su indisputable talento y su buen deseo. Nacida para desempeñar papeles tiernos y sentidos, el de Consuelo no es enteramente adecuado a sus condiciones, y a esta circunstancia y a los escasos recursos físicos de que dispone, se debe el que no haya obtenido el triunfo a que le da derecho su talento; pero puede tener la satisfacción de que en la medida de sus fuerzas ha cumplido su deber.

La señora Marín ha hecho todo lo posible, dadas sus facultades, y el que hace cuanto puede no está obligado a más.

La señorita Contreras debe renunciar al género cómico. Fáltanle para ello gracejo y travesura, y en cambio le sobran ternura y sentimiento. [375] Como dama joven es notabilísima; como graciosa, nunca conseguiría aplausos, y como nadie tiene la obligación de dedicarse a aquello para lo cual no sirve, máxime si en otro terreno puede distinguirse, mucho hará en pro de su fama si se encierra en el género a que la llevan sus aptitudes. Pero mientras haga el papel de Rita, procure acordarse de que es andaluza y no hable con acento sevillano en el acto primero y sin él en los restantes.

El Sr. Vico ha alcanzado en Consuelo uno de sus más legítimos y ruidosos triunfos. En toda la obra se ha mantenido a igual altura, distinguiéndose sobremanera en el admirable monólogo del acto segundo y llegando a lo sublime en la escena con Consuelo, del acto tercero. El Sr. Vico habrá comprendido, sin duda, cuán fácil es alcanzar triunfos brillantes sin dar gritos desaforados ni hacer descompuestos ademanes, y cómo un simple gesto o movimiento basta para llevar hasta el delirio el entusiasmo del público. Haga siempre todos sus papeles el Sr. Vico como ha hecho el de Fernando, y pronto se colocará en altísimo puesto, sin poner en peligro su garganta. En Consuelo ha rivalizado con los actores más grandes; que no olvide los recursos que le han proporcionado tan merecido triunfo.

El Sr. Fernández ha interpretado con suma gracia y discreción el papel de Lorenzo. Los Sres. Rodríguez y Alisedo han contribuido por su parte al buen conjunto de la obra.

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En el teatro de la Comedia se han puesto en escena La fiesta de mi pueblo, de D. Ricardo de la Vega, e Inocencia, de D. Miguel Echegaray. La primera es un cuadro de costumbres, hecho con el gracejo y desenfado que caracterizan a todas las producciones de su autor. La segunda, evidentemente inspirada en La niña boba, de Lope de Vega, es un juguete de corte caricaturesco, cuyos innumerables y gravísimos defectos pueden excusarse hasta cierto punto por los chistes en que abunda y por la espontaneidad de su fácil y agradable versificación. En la ejecución de esta obra se ha distinguido la señora Tubau, que caracterizó con suma gracia y coquetería el papel de la protagonista, aunque recordando demasiado la Criolla del señor García Gutiérrez. El Sr. Mario estuvo menos acertado que de costumbre, porque a sus aptitudes no cuadran los papeles serios. La señora Valverde tan bien como siempre, y los demás actores regularmente.

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En el Ateneo resumió el Sr. Canalejas los debates de la sección de literatura en un discurso que no hemos tenido el gusto de oír, y del que nos ocuparemos cuando se imprima. En la sección de ciencias morales y políticas ha comenzado un tiroteo de rectificaciones entre [376] los Sres. Moreno Nieto, y Borrell, y el autor de estas líneas. En la de ciencias naturales se han inaugurado los debates, poniéndose a discusión las condiciones higiénicas que deban reunir los cementerios, tema importantísimo y de actualidad que expuso el Sr. Bosch, combatiendo con razones nada sólidas la cremación de los cadáveres, y sosteniendo el sistema de la inhumación en necrópolis edificadas en terrenos convenientes y a larga distancia de los centros de población.

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La desmesurada extensión de esta Revista nos impide ocuparnos de la nueva producción del Sr. Pérez Galdós, titulada Marianela. En el número próximo la examinaremos con el detenimiento que merece, limitándonos por ahora a recomendar a los lectores esta bellísima novela, inferior, sin duda, a otras del mismo autor, pero poseedora de las suficientes perfecciones para que su lectura ofrezca grato solaz y provechosas enseñanzas.

M. de la Revilla

10 de Abril [1878]

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