Revista Contemporánea
Madrid, 15 de octubre de 1876
año II, número 21
tomo VI, volumen I, páginas 110-114

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Terminó el período de descanso que a nuestra actividad intelectual impusieron los rigores del estío, y las corporaciones sabias y los teatros tornan a nueva vida, a la par que salen de su pasajero letargo los escritores. Alguno que otro libro recién publicado, la apertura de la mayor parte de los teatros, la reciente inauguración del curso académico y la próxima del Ateneo anuncian que, terminada ya la más antiliteraria y anticientífica de todas las estaciones, renacemos nuevamente a la vida de la inteligencia.

Si a juzgar fuéramos de lo que el año próximo nos prepara por los síntomas con que se anuncia, motivos tendríamos para felicitarnos y abrigar lisonjeras esperanzas. Dícese que no escasearán obras notables de peregrinos ingenios; anúnciase que muy en breve el reputado autor de los Gritos del combate dará a la estampa un nuevo tomo de poesías, al que seguirá otro del Sr. Alcalá Galiano, tan ventajosamente conocido en la república de las letras; se asegura que eminentes dramaturgos darán a la escena sazonados frutos de su inspiración, teniendo ya en cartera nada menos que tres obras el infatigable señor Echegaray, y disponiéndose a volver al teatro de sus glorias, tanto tiempo por él abandonado, el Sr. López de Ayala; y, por último, hasta se sabe que escritores que jamás se aventuraron en las tablas, lo harán este año, siendo uno de ellos el discreto autor de Pepita Jiménez, que, no contento con ser uno de nuestros mejores y más elegantes críticos, a la vez que uno de nuestros novelistas más amenos quiere probar sus fuerzas en el teatro, especie de sirena que a todo literato atrae y que tanto tiene de peligrosa como de seductora.

Tres teatros líricos y tres de verso tendremos este año. Prescindamos de los primeros, que no caen bajo nuestra jurisdicción, y reduzcamos a dos los segundos, ya que el teatro del Circo, reducido al campo, tan fructífero como poco artístico, de la magia y del espectáculo, poco o nada ha de dar que hacer a la crítica. El teatro Español y el de la Comedia; he aquí los únicos templos de que el arte dramático habrá de disponer el año presente. El género cómico será cultivado en el segundo de ambos coliseos por la misma compañía que [111] en él actuó en la pasada temporada cómica, reforzada con una bella y simpática artista, la señora Álvarez de Hernando, que con buen acuerdo abandona el género dramático para cultivar el cómico, que habrá de reportarla mayores aplausos que aquel. Mario, la Valverde y Zamacois, harán este año, como el anterior, las delicias del público y seguirán atrayendo gente a aquel coliseo, sin duda el más cómodo y elegante de Madrid (exceptuando el Real). Por desgracia, es de esperar que el género cómico siga por los mismos caminos que de tiempo atrás recorre, en cuyo caso de poco servirá el ingenio de los actores de la Comedia.

El teatro Español, libre ya del poder del Sr. Catalina y convertido de nuevo en templo del arte, después de la triste caída del año pasado, abrirá en breve sus puertas. Cuéntase que insignes poetas habrán de contribuir a su regeneración (como antes hemos dicho) y espérase mucho y bueno de la nueva compañía que en él ha de actuar. Al frente de ella figuran Antonio Vico, el más inspirado de nuestros actores y quizá el que mayor flexibilidad posee para adaptarse al carácter de los personajes que interpreta; y Elisa Boldun, la que ya podemos llamar, sin vacilaciones ni rodeos, la primera de nuestras actrices. Otros artistas ventajosamente conocidos completan el cuadro de la compañía, que podrá hacer mucho en favor del arte, si su director tiene acierto en la elección de obras, prescinde de ciertos exclusivismos que en estos años han reinado en nuestros teatros y se muestra dispuesto a admitir lo bueno y rechazar lo malo, vengan de donde vinieren, sin fijarse en escuelas ni personas.

Si del terreno literario volvemos la vista al científico, nos encontraremos con promesas no menos halagüeñas. El Ateneo, verdadero centro intelectual de nuestro país, mal que pese a indigestos eruditos y rabiosos ultramontanos, continuará este año las buenas tradiciones de los anteriores y seguirá ahondando los más arduos problemas de la ciencia. No cederán en importancia sus sesiones a las que el año anterior se verificaron, con no poco provecho de la pública cultura, y es de creer que no falten en sus cátedras autorizados y elocuentes profesores. Desde luego se puede asegurar que la apertura de sus trabajos será un acontecimiento, porque del discurso inaugural está encargado su digno presidente Sr. Moreno Nieto, el cual se propone estudiar en él a grandes rasgos las direcciones fundamentales del pensamiento filosófico contemporáneo, tarea tan brillante como difícil, que desempeñará sin duda con el lucimiento a que acostumbrado nos tiene su ingenio peregrino.

La Universidad central inauguró sus tareas, pronunciando el discurso de apertura el docto catedrático de la facultad de Derecho, D. Benito Gutiérrez Fernández. Versó dicho trabajo sobre la influencia del principio democrático en el derecho privado, y en él supo mostrar su autor sus no vulgares conocimientos, especialmente en la parte histórica del discurso. Tratándose de un acto público de la Universidad, de cuyo claustro tiene la honra de formar parte el que suscribe, no nos es lícito entrar en el examen de este discurso, con cuyas afirmaciones distamos mucho de estar conformes; por esta razón nos abstenemos de dar juicio acerca de él, limitándonos a manifestar nuestra creencia de que el principio democrático no ha ejercido en el derecho privado una [112] influencia tan funesta como supone el Sr. Gutiérrez, no ser que por funesto se entienda todo lo que se encamina a enaltecer al individuo, a restablecer los legítimos derechos de la persona humana, a concluir con los privilegios, a reducir la autoridad del Estado y de la familia a sus justos y racionales límites, y a asaltar sobre bases sólidas el reinado de la razón y de la justicia, que es en suma la obra del principio democrático, o mejor dicho, del principio liberal.

Por caminos semejantes a los del Sr. Gutiérrez (aunque en muy diversa esfera) anda el catedrático D. Cayetano Vidal y Valenciano, autor del discurso inaugural pronunciado en la apertura de los estudios de la Universidad de Barcelona. Trátase en este trabajo de exponer el concepto, extensión y relaciones de la geografía, tarea que el autor desempeña no sin lucimiento, por más que su estilo peque de pomposo y enfático en no pocas ocasiones; pero ganoso el Sr. Vidal de cooperar a la empresa (hoy muy aplaudida entre nosotros) de hacer cruda guerra a la ciencia moderna, hace una intempestiva excursión al campo en que sostienen rudo combate la ciencia y la fe, y con tal motivo dirige furibundos ataques a la primera, acusándola de grosero materialismo y repugnante panteísmo, diciendo sabrosos chistes apropósito de la escuela de Darwin, y todo para venir, en suma, a dejar mal parados y descontentos a los dos adversarios que pretende reconciliar. ¡Qué triste idea formarán de la ciencia española los extranjeros que lean semejantes documentos! ¿Estaremos eternamente destinados a marchar a la zaga de la civilización, y será misión inmutable de nuestra raza ser la perenne protesta contra el progreso humano? ¿Seremos siempre una excepción en Europa y seguirá siendo nuestra historia científica la más triste página de nuestra existencia? Tentados estamos a creerlo, al ver que salvo un puñado de tan escasas como honrosas excepciones, nuestra ciencia sólo está representada por eruditos indigestos y atrabiliarios, por rebuscadores de noticias raras, por almacenistas de hechos y datos, faltos todos de ciencia y de criterio, y que sólo se distinguen por su apego a las preocupaciones más rancias y por su odio inextinguible a todo lo que signifique progreso y civilización.

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Dos traducciones del francés: he aquí todas las producciones literarias que tenemos a la vista. Son las primeras La Montaña, de Michelet, traducida por D. Mariano Blanch, y el folleto de monseñor Dupanloup: Mujeres sabias y mujeres estudiosas, cuya versión es debida a la elegante pluma de una distinguida y discreta dama que oculta su aristocrático nombre bajo el pseudónimo de María de la Peña.

La Montaña es un libro de amenísima lectura. Como El Pájaro, El Insecto y El Mar, del mismo autor, pertenece al número de aquellas producciones ligeras y brillantes en que Michelet trató de popularizar los conocimientos científicos, revistiéndolos con las galas de su mágico estilo y penetrándolos de aquel sentido naturalista que en él domina, que da tanto encanto y [113] atractivo a sus obras; y que es debido a un profundo amor hacia la naturaleza y a un panteísmo semimítico, semivoluptuoso, que tiene más de un punto de semejanza con el que inspira a los grandes poetas de la India. Relación de viaje en parte, en parte también estudio geográfico, salpicado de ingeniosidades filosóficas, el libro de Michelet se lee con gusto y no sin provecho, por más que el deleite aventaje en él a la enseñanza.

Agradable y bien escrito es también el folleto del fogoso y elocuente obispo de Orleans. Trátase en él de enaltecer las ventajas que la cultura intelectual reporta a las mujeres y de librar de la censura y del ridículo a las mujeres estudiosas.

Este folleto está discretamente pensado y admirablemente escrito; en el fondo tiene razón en lo que dice; pero, por más que su autor hace, la tendencia que hay en él es algo peligrosa y las reglas que traza carecen de la precisión necesaria para ser verdaderamente prácticas.

Con efecto, trazar el límite exacto entre la mujer instruida y la insufrible marisabidilla es dificilísimo; conciliar los estudios y la actividad intelectual que de la mujer exige monseñor Dupanloup con su verdadera misión en el mundo y sus más importantes deberes, no lo es menos; y de aquí resulta que, estando muy distante del ánimo del elocuente obispo hacer la apología de las marisabidillas y servir la causa de la emancipación de la mujer, en realidad los resultados de su obra se acercan mucho a lo uno y a lo otro.

Por regla general, la inteligencia femenina se perfecciona a costa del corazón de la mujer y no pocas veces de su virtud; e indudablemente, en la mayoría de los casos, a costa de faltar a los deberes que la vida de familia la inspire. La cultura del espíritu perjudica no pocas veces a la mujer y en raras ocasiones la favorece. Difícilmente se libra la mujer culta, la mujer que Dupanloup llama sabia, de ser vana, orgullosa, poco sensible y poco amante, y con frecuencia los hábitos varoniles que su sabiduría le presta, ponen a su virtud en grave riesgo. Pocas son las mujeres sabias que han dejado fama de buenas madres o buenas esposas. O bien se han condenado al celibato o a la vida monástica o bien han escandalizado al mundo con la liviandad de sus costumbres, o al menos con el menosprecio de sus deberes domésticos, aunque su virtud no haya sufrido menoscabo. Es muy difícil, por no decir imposible, que las vulgares faenas del hogar cuadren a la que se mueve en la misma esfera de los hombres; es muy difícil que la mujer abandone de buen grado los libros de filosofía o teología para hacer un par de calcetines o limpiar los muebles de su cuarto. Ni es cierto tampoco que la refinada cultura de la madre aproveche a sus hijos; antes suele distinguirse por lo descuidada e imperfecta la educación que a los suyos dan las mujeres sabias. No lo es que para inspirarles el amor a la virtud o el sentimiento religioso, sirva de mucho la ciencia de sus madres; que no es la virtud cuestión de ciencia, ni la piedad es más viva allí donde se confunde con la especulación teológica. El corazón puro y el honrado ejemplo de una madre amante, valen más para conseguir estos resultados que toda la ciencia de una de esas mujeres que conocen a Aristóteles y sostienen polémicas teológicas con las racionalistas.

La cultura artística, sobre todo en la música, que es el arte femenino por [114] excelencia; la cultura literaria, limitada al desarrollo del gusto, nunca a la producción de obras; las elementales nociones de ciencias naturales que la mujer debe poseer para no decir desatinos en sociedad; el conocimiento de la ley moral, fundada, no en empalagosas metafísicas, sino en los nobles e instintivos impulsos del sentimiento y de la piedad religiosa: he aquí lo que, unido a aquel minimum de conocimientos comprendidos en la enseñanza primaria, y exigibles a todo ser humano, debe constituir la educación de la mujer. Cuanto exceda de esto, sólo contribuye a despojarle de sus naturales encantos y atractivos, a extraviar su inteligencia y, a veces, a corromper su corazón, y a convertirla con gran facilidad en ese ente antipático y repulsivo que la sociedad designa con el denigrante mote de marisabidilla. Creer, sentir, amar: he aquí la ciencia necesaria para la mujer.

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Las novedades teatrales habidas hasta ahora, se limitan a una comedia del Sr. D. Miguel Echegaray, titulada: El número 3, y a otra titulada: El Hotel Ruiz, ambas estrenadas en el teatro de la Comedia. La nueva obra del señor Echegaray no aumentará en nada su reputación, pues, salvo algunos chistes, ninguna cualidad recomendable ofrece. Esperamos que en otra será más afortunado.

De El Hotel Ruiz más vale no hablar.

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Y aquí ponemos fin a la presente revista, en la cual acaso echará de menos el lector la réplica a cierto artículo de un erudito de nuevo cuño, con quien hemos sostenido una polémica que no pensamos continuar, resueltos como estamos a no discutir con los que no saben ventilar con mesura y cortesía las cuestiones científicas, y a no contribuir inocentemente a que, a costa nuestra, se fabriquen reputaciones que distan mucho de ser legítimas.

M. de la Revilla

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