Revista Contemporánea
Madrid, 29 de febrero de 1876
año II, número 6
tomo II, volumen II, páginas 249-254

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Atentos siempre en estas revistas a dedicar especial interés a aquellas publicaciones que mayor relación tengan con los graves problemas político sociales que tanto preocupan a la sociedad presente, y singularmente a nuestra patria, vamos a examinar con algún detenimiento un importante folleto recién publicado, que lleva por título La fuerza armada, y es debido a la discreta pluma del distinguido publicista D. Luis Vidart, tan versado en materias filosóficas y literarias como experto en asuntos militares.

La organización del ejército es una de las cuestiones que más preocupan actualmente a políticos y publicistas. En perpetuo conflicto las razas diversas que pueblan la Europa; no resuelto aún el problema pavoroso de la constitución de las nacionalidades; constantemente amenazada la paz pública en cada país por la tenacidad de los partidarios de lo pasado y la impaciencia de los apóstoles de lo porvenir; trabajada la sociedad por laboriosa crisis, que pone en tela de juicio sus fundamentos; chocando por doquiera intereses con intereses, pasiones con pasiones, ideas con ideas; – solo a espíritus sobrado cándidos y optimistas puede ocurrir la idea de que la época de las guerras toca a su fin y de que los ejércitos permanentes dejarán de ser pronto una necesidad. Los hechos desmienten cada día tan bellas ilusiones; si en la paz se piensa ha de ser la paz armada, y cada nación se va trasformando en un inmenso campamento, merced a la adopción de un gran principio y de una gran institución: el armamento nacional. En tales circunstancias, hablar de congresos y ligas de la paz tiene tanto de ridículo como de generoso; estudiar el sistema más racional y práctico de organizar la fuerza armada es en cambio señal evidente de sano juicio y de sentido político.

El Sr. Vidart que, a pesar de sus opiniones avanzadas, jamás ha participado de singular optimismo de que en esta como en otras cuestiones ha solido hacer gala la democracia europea, dedícase con afán hace mucho tiempo al [250] estudio de esta cuestión importantísima, y buena prueba de su actividad y celo son sus obras político militares (Discurso inaugural del Ateneo militar; Discurso conmemorativo de la fundación de dicho Ateneo; La instrucción militar obligatoria; Ejército permanente y armamento nacional), a las cuales deben agregarse la que vamos a examinar aquí y las notables conferencias que sobre ciencia de la fuerza está dando en el Ateneo con aplauso de cuantos le escuchan.

Tres sistemas principales (sin contar las combinaciones que de ellos pueden hacerse) se ofrecen para la organización de la fuerza armada, a saber: la quinta, el reclutamiento voluntario y el armamento forzoso de todos los ciudadanos. El Sr. Vidart rechaza en absoluto el primero y combina los dos últimos en una fórmula especial que constituye la verdadera novedad de su último trabajo.

Para ello el Sr. Vidart acepta desde luego los dos órdenes de razonamientos que aducen los partidarios exclusivos de las dos soluciones extremas: el alistamiento voluntario y el armamento forzoso. Fundándose los primeros en que el servicio militar es una profesión especial e invocando el principio de libertad de vocación, creen injusto el reclutamiento forzoso, proclamando los segundos la necesidad de que todos los ciudadanos sin excepción cumplan el sagrado e ineludible deber de defender la patria con las armas, y alegando valiosas razones de carácter práctico, condenan por ineficaz el alistamiento voluntario: el señor Vidart reconoce la verdad relativa que hay en ambas opiniones y propone una tercera fórmula que puede armonizar las dos que dejamos expuestas. Esta fórmula se define teóricamente de este modo: La fuerza armada constituye una profesión de toda su vida para algunos ciudadanos (los militares) y una prestación personal de tiempo limitado por las condiciones propias de la instrucción militar para todos los demás ciudadanos. O lo que es igual: en el ejército hay dos cosas: una profesión y un servicio: la primera ha de ser perpetua y voluntaria; el segundo temporal y forzoso.

Para aclarar más su pensamiento, distingue el Sr. Vidart dentro de la fuerza armada dos elementos diferentes. El primero tiene por objeto hacer efectivo el cumplimiento del derecho reprimiendo las violaciones individuales de la ley, y constituye lo que se llama instituciones de seguridad pública (Guardia civil, Carabineros, Policía, Agente provinciales y municipales de orden público, &c.); el segundo tiene por objeto defender la ley y la patria de agresiones colectivas exteriores o interiores (guerras extranjeras y civiles, rebeliones, motines, &c.) y constituye el cuerpo de tropas militarmente organizadas a que se da el genuino nombre de ejército.

No hay que decir que el primero de estos elementos de fuerza presta un servicio especial que ha de confiarse a voluntarios, como actualmente sucede en todos los países.

El servicio en el ejército, propiamente dicho, puede ser una profesión de por vida para los que a ella gusten dedicarse; pero es además una obligación de todos los ciudadanos. Cierto que el concurso de todos estos no es necesario en circunstancias normales; pero como la guerra es una ciencia y un arte, como el soldado no se improvisa, es indispensable que la instrucción militar sea obligatoria, y siendo esta instrucción eminentemente práctica, obligatoria [251] ha de ser también para todos los ciudadanos, por un tiempo dado, la permanencia en el ejército activo.

De esta manera tan sencilla y racional resuelve el Sr. Vidart este grave problema que ha dado tantas controversias y dificultades, merced a las exageraciones y apasionamientos de los partidarios. Veamos ahora cuál es la solución práctica en que traduce el Sr. Vidart su fórmula teórica.

En concepto del Sr. Vidart el armamento nacional o ejército se ha de componer de tres partes, a saber: base profesional del ejército, ejército en instrucción y reservas. La base profesional se compondrá del Estado mayor general, cuerpo de Estado mayor, jefes y oficiales que formen los cuadros del ejército en instrucción y de la primera reserva, cuerpos político militares y sargentos, cabos y soldados voluntarios de todas las armas.

El servicio en el ejército en instrucción y en las reservas (Milicia Nacional y Milicia Sedentaria) será obligatorio para todos los ciudadanos.

A estas bases generales acompañan otros detalles de menos importancia, que no exponemos aquí por no pecar de prolijos.

Conformes con este proyecto en sus lineamentos generales ocúrrennos, sin embargo, algunas leves objeciones. Ante todo ¿está justificada la división entre la base profesional y el ejército en instrucción, o sería más sencillo reunir muchos grupos en uno solo, llamado ejército activo y compuesto de soldados forzosos y de voluntarios? ¿Cree el Sr. Vidart que bastará con estos últimos para llenar los cuadros de las armas especiales (caballería, artillería e ingenieros)? Mucho lo dudamos, y siendo así, nos parece que el servicio de los soldados forzosos debiera prolongarse más de lo que piensa el Sr. Vidart.

Parécenos que nuestro distinguido amigo conserva una cierta afición y tiene ciertas esperanzas en el reclutamiento voluntario; creemos que se equivoca. Los ejércitos voluntarios son los peores y los más caros, y en países como el nuestro nunca han dado buenos resultados. El servicio obligatorio para todos los ciudadanos tiene en cambio grandísimas ventajas; nivela las clases sociales, da a la juventud hábitos de disciplina, mejora sus costumbres y robustece sus fuerzas; impide el pretorianismo y precave los motines; es, en suma, el más liberal, el más justo, el más conveniente y el más conservador de todos los sistemas de reemplazo. Se dirá que es un obstáculo para que los jóvenes de familias acomodadas se dediquen a carreras literarias; no es exacto. Admitiendo como voluntarios de un año a los que se costeen su equipo, armamento y manutención, este inconveniente se evita con gran facilidad y en cambio se mejora notablemente las condiciones físicas y morales de esas clases. Es fácil, por otra parte, hacer compatible el servicio militar con los estudios literarios, y en todo caso aunque las carreras se retrasen un año, poco se pierde con suprimir la raza de los doctores de veinte abriles, que por lo general no sirven para nada.

Creemos, pues, que es de la mayor importancia el folleto del Sr. Vidart. Conveniente será que en él fijen su atención los políticos serios, tanto liberales como conservadores. Unos y otros deben convencerse de que es hora de sustituir el sistema de quintas con el armamento nacional, único medio de acabar con el cesarismo, pesadilla constante de los primeros, y con las [252] perturbaciones del orden público, eterno fantasma de los segundos. Cuando ejército y nación sean términos sinónimos, el orden bien entendido y la libertad nacional podrán imperar sin temor a trastornos; de otra manera, nunca se establecerá la paz pública sobre sólidas bases. Ha sido hasta ahora anhelo constante de los partidos conservadores mantener un ejército poderoso, aislado de la nación y siempre dispuesto a convertirse en cohorte de pretorianos; ha sido en cambio funesta política de los partidos liberales mirar con desconfianza o aborrecimiento al ejército y fiar la defensa de la libertad a las turbas armadas. Pueblo contra ejército; ejército contra pueblo; pretorianos o demagogos, he aquí el círculo en que han hecho girar a la política los partidos militantes en los países latinos. Más prudentes los germanos, han identificado esos términos antagónicos y han fundado el orden sólido y la libertad verdadera. Hora es ya de seguir su ejemplo, y puesto que el folleto del Sr. Vidart parece un síntoma dichoso de que la democracia va abandonando sus añejos errores y sus inveteradas preocupaciones en este punto, bueno será que por su parte hagan otro tanto los partidos conservadores, obligados de hoy más a buscar su modelo, no en el mezquino doctrinarismo de la escuela francesa, sino en las provechosas enseñanzas de la Alemania.

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Entre las restantes publicaciones que han visto la luz en estos días, merecen mención un curioso folleto del Sr. D. Zoel García de Galdeano sobre Literatura científica contemporánea, en que se ocupa con sano criterio y ameno estilo de las principales producciones dedicadas a vulgarizar la ciencia, como son las obras de Verne, Mayne Reid, Figuier, Flammarion y otros escritores; una interesante novelita de D. Teodoro Guerrero, titulada El escabel de la fortuna, cuyo fin moral es poner de relieve los males que a la paz del alma acarrean la posición, la riqueza y los honores alcanzados por medios ilícitos, y una importante colección de los escritos del Sr. Alonso Martínez sobre diversos puntos de filosofía del Derecho (los derechos individuales, la noción del Estado, la familia y la propiedad), en que discute estas gravísimas cuestiones con criterio eminentemente conservador y combatiendo con verdadero encarnizamiento las doctrinas jurídicas de la escuela de Krause. Publicados en diversas épocas estos trabajos del Sr. Alonso Martínez y ya juzgados por la opinión y por la crítica, no creemos necesario entrar en su examen, para lo cual, por otra parte, no tenemos tiempo ni espacio suficiente.

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En el Ateneo continúan los debates pendientes con animación no escasa. De los discursos pronunciados en la Sección de ciencias morales y políticas nos queda ocuparnos la misma razón que nos impuso silencio en el número [253] anterior de esta Revista. La Sección de literatura y Bellas artes pronto inaugurará sus trabajos. El tema elegido versa sobre la decadencia actual de la escena española y sobre los medios que pueden adoptarse para remediarla. El Sr. Alcalá Galiano, poeta inspirado y escritor ingenioso y discreto, expondrá el tema en una disertación escrita, de que nos ocuparemos en nuestra próxima Revista.

En la sección de ciencias naturales se ha presentado un nuevo orador, el Sr. Vincent.

Muy versado en ese género de conocimientos, razonador y persuasivo, el Sr. Vincent ha combatido las doctrinas positivistas, y con especialidad las teorías atmosféricas, mecánicas y dinámicas, afirmando como verdadera realidad el éter, cuyas dos propiedades permanentes, la continuidad de la extensión y la constancia en la actividad, y cuyos estados de trabajo (manifestaciones o concreciones en tiempo y espacio) bastan, a juicio del Sr. Vincent, para explicar todos los fenómenos naturales. Como se ve, la teoría del nuevo orador es una hipótesis metafísica, cuya realidad objetiva no creemos pueda comprobar la experiencia y que por lo tanto carece de valor científico. La hipótesis es ingeniosa, sin duda, pero hay en ella un fondo de idealismo difícil de admitir y que recuerda demasiado las fantásticas creaciones cosmológicas de cierta escuela muy vulgarizada en España, y con la cual creemos que tiene el Sr. Vincent algunas afinidades. De todos modos, los discursos del nuevo orador han sido verdaderamente notables y pueden dar mucho interés a los debates, por cuanto traen a estos un factor nuevo y poco conocido: la filosofía de la naturaleza de la escuela krausista.

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La temporada teatral toca a su fin. Apolo ha cerrado sus puertas, después de una campaña desastrosa, y el Circo, según el rumor público, hará en breve otro tanto; el Español arrastra una lánguida y mísera existencia, y solo la Comedia se libra del naufragio general. ¡Véase cuánta razón teníamos al poner de relieve la decadencia de nuestra escena y al reclamar del Gobierno medidas extremas para salvarla!

Varias obras se han representado desde la fecha de nuestra última Revista; una sola ha logrado despertar el interés del público. Una boda en palacio, producción ligera e insignificante de los Sres. Echevarria y Santibáñez, y Batalla de amor, arreglo del francés muerto a manos del público la noche de su estreno, son las novedades que ha ofrecido el teatro Español, ese teatro, antes modelo, ese teatro que tan gloriosas tradiciones tuvo, y que hoy, convertido en émulo de los teatrillos de hora, agoniza en manos del Sr. Catalina. Otra pieza insignificante, de autor anónimo: María, un gracioso juguete del señor Ramos Carrión, titulado La careta verde, y un arreglo del Procés Voradieux, de Delacourt y Hennequin, obra que alcanzó éxito extraordinario en París, llena de movimiento y de gracia, pero inverosímil, caricaturesca y poco adecuada a nuestras costumbres, a las cuales han pretendido inútilmente acomodarla [254] los Sres. Navarrete y Avial en su traducción; he aquí las novedades que hemos presenciado en el teatro de la Comedia.

Un drama del Sr. Velázquez y Sánchez, titulado La legión de la Muerte, retirado por su autor, después de la primera representación; una pieza en un acto de D. Miguel Echegaray, El último ejemplar, no exenta de algún gracejo; y un drama de D. José María Díaz, que lleva por título La muerte de César, resurrección poco afortunada del antiguo clasicismo, han sido también los últimos signos de vitalidad del teatro de Apolo. Ninguno de ellos ha bastado para librar de su ruina a aquella malaventurada empresa.

En cambio, el teatro del Circo va a concluir gloriosamente su no muy afortunada carrera. La última producción allí representada ha sido un verdadero acontecimiento literario que ha dado nueva vida a aquel coliseo. Rienzi el tribuno, drama romántico, mejor sentido y escrito que pensado, lleno de inexperiencia, pero rebosando inspiración, con personajes vigorosamente acentuados, recursos atrevidos y de grande efecto, verificación robusta y levantada, abundante en bellas imágenes y hermosos pensamientos, es el primer vagido de un verdadero poeta, inexperto sin duda, pero que ha de dar días de gloria a las letras. Vese poeta inspirado, vigoroso, enérgico, cuyos versos respiran amor a la libertad, ese poeta de acentos varoniles y alma de fuego, es una delicada y bella niña, la señorita doña Rosario Acuña, en quien saludamos con gusto una hermosa esperanza para el arte. Juzguen nuestros lectores cuál habrá sido el asombro del público al encontrarse con hallazgo semejante, cuál habrá sido la gloria que ha coronado a la simpática poetisa, y cuál también la íntima satisfacción que experimentará su ánimo juvenil al verse colocada a tamaña altura.

M. de la Revilla

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