Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1949
Vol. 1, número 4
páginas 9-13

Máximo Castro Turbiano

Varona y el positivismo

1. Declinación del positivismo en la época del centenario

Por una de esas curiosas ironías del destino, al cumplirse el primer centenario del nacimiento de Enrique José Varona, el más ilustre filósofo cubano y uno de los más eminentes pensadores de América, el positivismo, la doctrina de la que él fue tan preclaro portavoz, se encuentra en franca decadencia, al paso que la especulación metafísica, renaciendo vigorosamente, vuelve a ocupar el primer plano, al menos en los medios académicos.

Conviene, sin embargo, precisar en qué sentido el positivismo, después de haberse enseñoreado del pensamiento occidental, comenzó rápidamente a declinar, hasta llegar a ser, a juicio de muchos pensadores de nuestros días, una doctrina definitivamente superada.

Debemos tener en cuenta, en primer término, que la filosofía, desde su origen y en el curso de los 26 siglos de su accidentada historia, se ha caracterizado siempre por no haber avanzado en línea recta sino siguiendo un movimiento oscilatorio entre doctrinas opuestas. Religión y ciencia; dogmatismo y escepticismo; empirismo y racionalismo; idealismo y realismo, han sido en todo tiempo los hitos polarmente opuestos entre sí hacia los que se ha dirigido el pensamiento filosófico de la humanidad, ya alternativamente, ya desdoblándose en una misma época entre escuelas y sistemas contrapuestos.

Es verdad que a lo largo de los siglos, en tres o cuatro ocasiones, han surgido pensadores geniales que han tratado de reunir las tendencias antagónicas en un sistema coherente. En estos casos la humanidad alborozada ha vivido la ilusión de creer que la verdad definitiva había sido hallada. Pero tras un período más o menos largo de optimismo, esos sistemas definitivos se han deshecho como los globos de luz de los fuegos artificiales que después de brillar breves instantes en el firmamento, dando la impresión de estrellas perennes, se deshacen súbitamente en un millar de chispas.

Estas reflexiones están encaminadas a mostrar que aunque es indudable que en los momentos actuales el péndulo de la opinión pública ilustrada se encuentra en el punto de mayor alejamiento del positivismo, nada nos garantiza que no vuelva a él. No debemos olvidar que a pesar de todo el ruido que se hace en torno de la metafísica, ésta no es actualmente más que una hermosa perspectiva. Hasta el presente nadie ha elaborado un sistema de Metafísica que se libre de la crítica y ostente un carácter convincente, capaz de producir la convergencia de las opiniones.

Por otra parte, en filosofía no se conoce ninguna época en la cual una determinada escuela o doctrina haya monopolizado totalmente el campo de la especulación, logrando una aquiescencia universal. Lo más que han logrado los más célebres sistemas es hacerse predominantes conquistando la adhesión de la mayoría de los estudiosos, pero nunca ese asentimiento casi unánime de que han disfrutado determinadas teorías científicas. Esto puede afirmarse de todas las épocas, incluso de la Edad Media. La humanidad docta no ha aceptado nunca unánimemente ni el platonismo, ni el aristotelismo, ni el tomismo, ni el kantismo, a la manera como ha aceptado la geometría de Euclides, la astronomía de Copérnico o la física de Newton. Así cuando se habla de una filosofía superada o caduca (suponiendo, desde luego, que se hace referencia a un sistema ideológico sustentado por investigadores eminentes) debe entenderse siempre que se trata de una filosofía que ha dejado de ser aceptada por la mayoría de los estudiosos, pero no que carezca de notables cultivadores y adeptos, y mucho menos que haya sido refutada total y definitivamente. Un ejemplo elocuente nos lo ofrece la Escolástica. Desde Bacon y Descartes hasta nuestros días se ha venido afirmando insistentemente en los más autorizados círculos intelectuales que el escolasticismo había muerto para siempre, sepultado entre los escombros de la cultura medieval, conservando únicamente desde los albores de la Edad Moderna una existencia artificial, alimentado por el oxígeno que le insuflaba la Iglesia. Sin embargo, la filosofía aristotélico-tomista, que atravesó con un débil hilo de pensamiento las densas mallas de la filosofía moderna, ha adquirido recientemente insospechado vigor, y, reapareciendo en la palestra intelectual considerablemente remozada, se apresta a combatir contra los más recios paladines de la hora: el existencialismo y el materialismo dialéctico.

En lo que al positivismo respecta, conviene señalar que si es indiscutible que entre los filósofos sus doctrinas han experimentado una progresiva declinación, aumentando cada vez más el número de los que abandonan sus filas, todavía continúa siendo una poderosa corriente ideológica dentro del pensamiento contemporáneo. Pero hay más, y esto es precisamente lo significativo: la posición de los hombres de ciencia que filosofan. Pues bien, entre los científicos que gustan de filosofar, el positivismo, revistiendo nuevas formas e hincando sus raíces en los más recientes progresos de la ciencia de la naturaleza, levanta su voz, forma escuela, y bajo los auspicios del famoso «Círculo de Viena» proclama la bancarrota de la filosofía clásica [10] y el triunfo del neo-positivismo como forma representativa del pensamiento científico-filosófico.

Y no está de más indicar al llegar a este punto, que no es el objetivo de las anteriores consideraciones defender el positivismo, y mucho menos proclamar mi adhesión a sus ideas. Personalmente me encuentro en muchos puntos (aunque no en todos) en las antípodas de esta secuela. Pero me parece muy necesario, teniendo en cuenta las tendencias exclusivistas y unilaterales del espíritu humano, principalmente entre los jóvenes, atemperar con las anteriores reflexiones el juicio crítico que con respecto al positivismo puede inducirnos a emitir la literatura filosófica contemporánea que parece querer contrapesar con un desdén exagerado la simpatía y adhesión excesivas que hace 50 años inspiró esta doctrina.

2. Origen del positivismo

A partir del año 1850, el pensamiento metafísico, que había alcanzado su mayor esplendor en los grandes sistemas del idealismo alemán personificado por Fichte, Schelling, Hegel y Schopenhauer, experimentó un súbito colapso. Numerosos factores concurrieron a producir esta catástrofe, entre los cuales fueron los dos principales: el poderoso impulso y desarrollo de las ciencias particulares cuyos descubrimientos pusieron en evidencia incontables errores en la interpretación metafísica de la naturaleza, y la irreconciliable disparidad de criterio entre los metafísicos, cuyas estériles disputas habían conducido a la filosofía a un inextricable laberinto.

Surgió así en Europa una generación de pensadores decepcionados de la Metafísica cuyas investigaciones dieron origen a un grupo de posiciones ideológicas que en la segunda mitad del siglo pasado se disputaron el favor de los estudiosos, entre las cuales se destacaron el materialismo, el neokantismo y el positivismo.

El materialismo floreció en un amplio círculo de estudiosos dotados de una considerable dosis de instrucción científica, pero carentes de una sólida formación filosófica que los hubiese librado de recaer en un candoroso dogmatismo. Pero en aquellos días la decepción metafísica se había trocado en un desdén general por la filosofía clásica, lo que nos explica que los corifeos del materialismo se presentasen al público como espíritus liberados de los prejuicios del pasado y expusiesen sus ideas como el fruto más sazonado del saber moderno, desconociendo, por falta de penetración en los problemas del conocimiento, que la filosofía materialista, no sólo era en el fondo metafísica, sino también la más dogmática y acrítica de las filosofías. Este materialismo que pasaba de lado las más graves cuestiones gnoseológicas que puso sobre el tapete la filosofía moderna desde Descartes hasta Kant, tuvo por principales exponentes a Luis Büchner y Carlos Vogt, y gozó de extraordinaria popularidad entre lectores de mediana ilustración debido a su continuada apelación al sentido común y su conformidad con el realismo, actitud que asume natural y espontáneamente todo aquel que no haya penetrado por la reflexión en los arduos problemas del conocimiento.

Otro grupo de pensadores que conocían a fondo la historia de la filosofía y estaban familiarizados con las conquistas de la filosofía crítica, volvieron los ojos a Kant, cuyas obras estudiaron afanosamente, y habiendo llegado a la conclusión de que el fracaso de la metafísica postkantiana se originaba de haber desatendido los luminosos descubrimientos del autor de la «Crítica de la Razón Pura», fundaron las escuelas neo-kantianas, llevando tan lejos su actitud antimetafísica que negaron «la cosa en sí», último vestigio de la metafísica del ser que conservaba el kantismo. A la inversa del materialismo, que era una presunta filosofía para profanos, el neokantismo, engendrado en las universidades alemanas donde se mantenía muy vivo el culto a Kant y aún ardía con intensa llamarada el fuego de la tradición filosófica, era una doctrina destinada a los doctos. A ella se adhirieron no pocas de las más selectas inteligencias de la época.

La otra gran manifestación del pensamiento filosófico antimetafísico, de la que fue nuestro gran Varona excelso abanderado, es el positivismo. El positivismo comparte con el neokantismo su aislamiento de la metafísica del ser y su plena comprensión de los hallazgos de la filosofía moderna en lógica y teoría del conocimiento, pero en vez de limitarse como éste a ser una mera teoría de la ciencia, aspira a la unificación del conocimiento, esforzándose por coordinar los resultados de las diferentes ramas del saber en una ciencia integral de la totalidad cósmica, aunque renunciando a penetrar en la esencia de las cosas. Por otra parte, mientras el neo-kantismo, a pesar de la diferencia de matices o de objetivos que distingue a los pensadores que se mueven dentro del ámbito de esta escuela, tiene por base un grupo uniforme de postulados fundamentales, el positivismo presenta la mayor diversidad de principios en la base misma de la doctrina. Esto se debe a que el positivismo no se nutre como el neokantismo en una sola fuente, sino que tiene por antecedentes diversos factores conjugados, cuya diferente dosificación origina múltiples direcciones divergentes que no pocas veces se trueca en palmaria oposición. Para comprender hasta qué punto es cierta nuestra afirmación, basta comparar a los dos pensadores que la crítica autorizada reconoce como máximos representantes del positivismo: Comte y Spencer. Pues bien, cuando en la Revue des deux Mondes un crítico competente y sagaz hizo una exposición resumida de las opiniones de Spencer, presentándolo a los lectores franceses como discípulo de Comte, [11] el pensador inglés replicó enérgicamente negando la filiación que se le había atribuido, y en un escrito que posteriormente incluyó entre sus ensayos, bajo el epígrafe «mis razones para disentir de la filosofía del Sr. Comte» fue contraponiendo sus opiniones a cada una de las tesis capitales del filósofo francés, para demostrar que en todo estaban en desacuerdo «salvo en preferir los hechos a las supersticiones».

3. El positivismo personal de Varona

Hemos señalado que bajo el nombre de positivismo se agrupan numerosas doctrinas cuyo contenido y solidez filosófica es en extremo variado. Ello nos permitirá comprender desde el primer momento cómo es posible, sin negar en lo absoluto la filiación positivista de Varona, atribuir a su pensamiento un grado apreciable de originalidad y considerar su obra como una de las formas filosóficas más depuradas y críticas que el positivismo fue capaz de forjar.

Cuando en 1880, a los 31 años de edad, después de haberse dado a conocer por una seriede trabajos magistrales, comenzó Varona a pronunciar sus famosas «Conferencias filosóficas» se produjo en Cuba el acontecimiento intelectual más destacado que registra la historia intelectual de Hispanoamérica en el siglo XIX. Desde la primera conferencia, ante el asombro de sus oyentes, demostró Varona una maravillosa formación intelectual que no se circunscribía estrictamente a lo filosófico, sino que, desbordando sus cauces, se extendía por todos los sectores de la cultura. Su erudición era a la vez extensa, profunda y organizada. A poco de oírlo se adquiría la impresión de que aquel copioso saber, tan armónicamente estructurado, era como un árbol gigantesco, en que las ideas jerárquicamente ordenadas por grados de generalidad, convergían y se encontraban en el robusto tronco de los principios fundamentales y directrices. Bajo los hilos de aquella inmensa red de conceptos se revelaba la presencia de una inteligencia aguda, cautelosa, crítica, que perforando la superficie de las cosas penetraba como una saeta en el corazón de los problemas.

Varona no advino al positivismo por haberse formado exclusivamente en el estudio de las obras de los pensadores de esta escuela, como sucedió a muchos de sus contemporáneos. Lejos de eso, no sólo estaba perfectamente familiarizado con la temática de la filosofía clásica, sino también con las ideas de su tiempo, pudiendo decirse que conoció y estudió a fondo todas las grandes corrientes ideológicas que aparecieron en Europa durante el siglo XIX, incluso aquellas que iniciaban su vida intelectual en la década en que fueron pronunciadas las conferencias. Puede decirse que Varona, aunque residió físicamente en Cuba, radicaba intelectualmente en Europa, pues estaba al día, completamente al día, en la marcha del pensamiento europeo. Aun puede añadirse que en cierto sentido se adelantó al ritmo intelectual del Viejo Mundo, pues su agudo sentido crítico le permitió aquilatar certeramente el valor de muchas obras y autores que únicamente después de 15 ó 20 años de haber sido reconocidas por Varona, recibieron en Europa el espaldarazo de la consagración.

Varona, pues, se hizo positivista por libre elección, después de haber examinado cuidadosamente todas las escuelas de pensamiento que en el siglo XIX aparecieron en Francia, Inglaterra, Alemania e Italia. Por eso en su primera conferencia de Lógica, que es un capítulo condensado de su biografía intelectual, después de exponer las ideas y tendencias de los principales pensadores de su tiempo, pone de relieve su adhesión al positivismo, nacido de una profunda meditación atinente a la naturaleza y límites del conocimiento humano.

Así, habiendo llegado a los 30 años a una cabal madurez intelectual, Varona acepta y defiende sin dudas ni titubeos la filosofía positivista, pero elabora una forma personal de positivismo que en lo que sigue trataremos de señalar a grandes rasgos.

Ostentando toda la obra filosófica de Varona el sello de la más acendrada independencia intelectual, sólo una interpretación parcial e inexacta de la misma puede llevarnos a clasificarlo como sectario de Comte, Spencer, Mill, Taine o Bain. Varona acepta, ciertamente, de estos pensadores lo que de cada uno de ellos le parece concluyente y sólidamente establecido, pero rechaza todo lo demás. Es así que impugna la clasificación comteana de las ciencias, haciendo ver, en contra de la opinión del positivista francés que las ciencias más generales son influidas en su desenvolvimiento por las menos generales, estableciendo por contraposición la tesis del influjo y penetración recíprocas de las distintas ramas del saber{1}. En igual sentido se opone a Comte, en el problema de la investigación de las causas, alegando contra éste lo que sigue: «Un reflejo de la teoría del célebre escocés ha sido en nuestro siglo la de Comte, para quien la investigación de las causas está fuera del alcance de las facultades humanas que sólo pueden llegar a las leyes o relaciones de sucesión o similaridad. Aquí el fundador del positivismo, aunque no las ha mencionado, se ha referido a las que el lenguaje de la vieja metafísica llama causas últimas; pues las que llama leyes de sucesión son, precisamente, esas causas próximas o secundarias cuya investigación constituye todo el empeño de las ciencias»{2}. A Spencer, cuya teoría de la evolución lo seduce, se niega a seguirlo en sus especulaciones sobre lo incognoscible, parte esencial del sistema del pensador inglés, para quien lo relativo y condicionado necesita como complemento lo incondicionado y absoluto. A Stuart Mill, [12] cuya concepción de la Lógica como ciencia de la prueba hace suya, se le enfrenta en numerosas ocasiones, como, por ejemplo, en lo que se refiere a la vinculación entre los nombres, las ideas y los objetos. Veamos este fragmento del párrafo en que establece su discrepancia: «Este eminente pensador (Hobbes) y con él toda la escuela sensualista, establece que las palabras son los nombres no de las cosas sino de nuestras ideas de las cosas. Stuart Mill y con él Bain, pretende lo contrario. Entiendo que Hobbes, en este caso, está más cerca de la verdad. Nosotros no tenemos noticias de los objetos sino por nuestros estados de conciencia; estos son los que designamos con determinados nombres; de modo, que no habrá inconveniente en decir que las palabras son los nombres de las cosas, siempre que se añada: tales como nos las representamos»{3}. En el importante problema lógico de la clasificación de las proposiciones se opone tanto a Mill como a Bain, como se advierte en lo que sigue: «En este punto creo con el traductor francés de Bain –G. Compayré– que la reducción de éste puede aceptarse en parte, y en parte no. Considera el docto profesor de Aberdeen que la existencia no es sino una forma abstracta de otros predicados, ya de coexistencia, ya de sucesión. Así por ejemplo, el éter existe, no es más que una forma elíptica de esta hipótesis: el calor y la luz se propagan en un medio etéreo esparcido en el espacio. Hasta aquí lleva razón, pero cuando quiere reducir la causalidad a una mera forma de sucesión, no es consecuente, ni con la extraordinaria importancia de esta relación, ni con su mismo parecer, cuando afirma que la causalidad comprende algo más que las simples sucesiones, pues supone un lazo, una energía, un poder determinado, en virtud del cual un fenómeno da nacimiento a otro»{4}. Veamos otro caso de oposición a Bain, el pensador con el que tiene mayor afinidad, en este caso nada menos que en la fundamentación del principio de identidad. «Es evidente, dice Bain, que sin esta ley de identidad no podría haber comunicación inteligente entre un espíritu humano y otro. ¿Cómo entender a un hombre que no mantuviera el mismo pensamiento en las diferentes expresiones que le da? Varona riposta. «Es evidente. Pero las necesidades o conveniencias de la comunicación verbal entre dos o más espíritus no explican por qué en el mío –que es el único de que tengo conciencia inmediata– la ley de identidad es tal ley. Esto es más un rodeo que una explicación, no porque carezca de verdad, sino porque no es toda la verdad. No se ha ido al fondo»{5}.

Estos pocos ejemplos, que podrían multiplicarse fácilmente y extenderse a otros positivistas como Taine, Littré, &c., testimonian claramente su independencia intelectual.

Varona aceptó únicamente de los grandes positivistas aquellas tesis que después de madura reflexión le parecieron convincentes. A ellas adicionó sus propios descubrimientos e ideas, articulando una filosofía que a la vez era tributaria del pasado y se proyectaba victoriosamente hacia el porvenir. En esto consiste su originalidad, que algunos han osado discutirle sin razón.

En filosofía, cuyo objeto es la investigación de la verdad, la conquista del conocimiento, no puede aspirarse al tipo de originalidad que caracteriza al arte genuino y superior.

Si se tiene en cuenta que por muchas que sean las diferencias personales, en lo esencial la estructura del espíritu humano es muy semejante en todos los individuos, parecerá absurdo pretender que después de tantos siglos de especulación, ejercitada afanosamente por las inteligencias más lúcidas, la humanidad no haya conquistado un caudal de saber filosófico que represente el sedimento de verdad legado a la posteridad por el esfuerzo de innumerables mentes y generaciones, el cual ha de ser, sin duda alguna, incomparablemente mayor que el tributo que un hombre solo pueda ofrecerle.

Claro está que no tuvo Varona, como Hegel, la pretensión de haber sido destinado por Dios para escribir las páginas de una filosofía definitiva y eterna, dejando a las generaciones posteriores la única misión de admirarlo y leerlo. Por el contrario, consideró la ciencia y la filosofía como organismos conceptuales que crecen y se desarrollan sin cesar. Por eso recomendó a los jóvenes el libre examen y el ejercicio del pensamiento crítico, instándolos a que viesen las conquistas del pasado como un tesoro común de la especie humana que cada cual estaba en el deber de incrementar en la medida de sus fuerzas.

4. Antecedentes y esencia del positivismo de Varona

En el positivismo de Varona, intervienen como influjos o antecedentes principales:

a) Un conocimiento cabal de la ciencia, tal como ésta se encontraba hacia 1880, en que la biología y la psicología adquirieron un gran desarrollo. Especialmente en psicología y lógica. Varona no se limitó a asimilar lo mejor del saber de su tiempo, sino que con sus penetrantes análisis y proféticos atisbos contribuyó notablemente al desarrollo de estas disciplinas.

b) Una perfecta comprensión de la filosofía kantiana que estudió de primera mano y cuyas conclusiones aceptó en parte y en parte rechazó. Su familiaridad con los hallazgos de la filosofía crítica le permitió eludir fácilmente, tanto la atractiva, pero desviada senda del naturalismo materialista, como el dogmatismo espiritualista del alma-sustancia que prevalecía en los libros de texto de la mayoría de los centros de enseñanza de Iberoamérica. [13] ¡No deja de ser asombroso ver cómo Le Dantec, en los albores del siglo XX defendía desde su cátedra de La Sorbona un tipo de monismo materialista que Varona había refutado cumplidamente 20 años antes!

c) Un dominio absoluto de la filosofía inglesa, tanto en la rama psico-gnoseológica que va de Locke a Hume, como en la lógico-metodológica que se inicia en Bacon y adquiere madurez en Stuart Mill.

Fundiendo en el crisol de su intelecto el oro puro que supo extraer de estas riquísimas vetas, forjó Varona un tipo peculiar de positivismo que debemos calificar de crítico por su recia fundamentación epistemológica, en oposición al positivismo dogmático proclive al materialismo.

Partiendo de la ley de relatividad del conocimiento, que es su principio metódico más general, y manteniendo a lo largo de todas sus investigaciones una pulcra fidelidad a la experiencia, la filosofía de Varona se desenvuelve con admirable rigor y coherencia, manteniéndose alejado del sensualismo y del racionalismo; de aquél, porque no concede al espíritu la espontaneidad y el dinamismo que le son propios, de éste, porque perdiendo el contacto con la experiencia se extravía en vanas e inverificables especulaciones.

Con admirable sencillez, hace resaltar las funciones capitales del intelecto que reduce a tres: distinguir, asemejar, retener. Mediante ellas el espíritu, trabajando sobre los múltiples datos de los sentidos, construye el mundo del conocimiento.

Formidable adversario del formalismo lógico, defiende la lógica inductiva con poderosos argumentos y mantiene la tesis de que toda deducción que no sea meramente nominal reposa en premisas inductivas. No ignora como Bacon el gran problema de la inducción a cuyo estudio consagra varias páginas, y en el que, separándose en muchos puntos de Mill y de Bain, forja una teoría propia que da como fundamento de la inducción la ley psicobiológica del esfuerzo mínimo, que popularizada años más tarde por Avenarius y Mach constituiría bajo el nombre de economía del pensamiento uno de los principios fundamentales del empiriocriticismo.

Su apego a la experiencia y su planteamiento del problema del conocimiento sobre bases estrictamente psicológicas, lo llevan a negar insistentemente la existencia de toda clase de nociones a priori, aunque reconoce que si por elementos a priori «entendemos algo que se nos revela en el primer acto de experiencia y que hasta aquí no hemos podido explicar como un efecto de la experiencia, afirmo que hay en el sujeto una propiedad que tiene todas esas condiciones: la propiedad de distinguirse y de identificarse»{6}.

Partiendo de estos antecedentes se comprende perfectamente la radical actitud antimetafísica de Varona, de la que se deriva su laicismo, la ausencia total de todo influjo religioso en su filosofía.

El es el único pensador cubano de primera fila que llegando a las últimas consecuencias del empirismo se mantiene en un fenomenalismo estricto y excluye de la órbita de su filosofía el más ligero rastro de teología, separándose en esto de sus tres grandes predecesores en la tradición filosófica cubana: Caballero, Varela y Luz, que como es sabido, fueron espíritus eminentemente religiosos, a pesar de que, sobre todo los dos últimos, hicieron de la experiencia sensible la fuente y fundamento de su filosofía.

Esta actitud radical antimetafísica, esta heroica admisión de todas las consecuencias de un empirismo coherente, muestran la proximidad del pensamiento de Varona con las formas más depuradas del positivismo actual que en manos de hombres como Mach, Frank, Carnap, &c., se ha ido desarrollando mediante un proceso de eliminación de los residuos metafísicos que estaban latentes en las obras de los primeros positivistas. Por eso la filosofía de Varona, aunque representa una de las formas del positivismo que de manera más tajante se opone a los intentos actuales de restauración metafísica, es no obstante, de las que más ha resistido los embates del tiempo y de la crítica, representando actualmente una escuela de pensamiento que, aunque minoritaria, cuenta todavía con brillantes defensores.

5. Observación final

Analizando las obras de Varona a la luz de los conocimientos actuales, fácil sería descubrir en ellas numerosos conceptos y aseveraciones que el progreso de la ciencia ha desterrado. Pero hay en ellas también, junto a muchas teorías en debate, numerosas opiniones que la investigación posterior ha confirmado, conservando en su espíritu y en sus principios generales un aporte valioso que habrá de servir de materia prima a la formación de una genuina filosofía iberoamericana, entendiendo por ella únicamente filosofía genuina, hecha por iberoamericanos.

Pero aquellos que quieran ser fieles al pensamiento del maestro, no deben olvidar que los verdaderos discípulos de Varona no serán los que se obstinen en defender sus puntos de vista particulares en Lógica, Psicología o Moral, sino los que superen sus doctrinas con absoluta independencia de criterio, pues más allá de la ley de relatividad, del empirismo y de todos sus postulados, el principio fundamental que alienta y vivifica todo su pensamiento es el del progreso y desarrollo incesante del saber humano, premisa que exige, si queremos ser leales a la misma, que sustituyamos sus conclusiones con aquellas que el movimiento ascendente del conocimiento y el amor a la verdad nos impongan. Para ser fieles el espíritu de Varona, hay que negar su letra.

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{1} Véase Conferencias Filosóficas. Lógica, lección 2ª, pág. 33.

{2} Obra citada, lección 6ª, pág. 115.

{3} Obra citada, lección 5ª, pág. 76.

{4} Obra citada, lección 5ª, pág. 90.

{5} Obra citada, lección 4ª, pág. 61.

{6} Curso de Psicología, ed. 1905, pág. 430.

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