Punta Europa
Madrid, abril 1956
número 4
páginas 56-85

Vicente Marrero

Unamuno, clergyman

A Franz Niedermayer

Desde los primeros años del siglo hasta su muerte, Unamuno, fue una especie de vedette en la vida pública española. Procuró, o se cuidó siempre, de que se hablase de él y lo consiguió. Sus obras no fueron ni son hoy muy leídas por el gran público, pero su figura estuvo con frecuencia presente en su ánimo.

Unamuno y su grey

Antes de que Picasso y Dalí empezasen a llamar la atención con sus extravagancias y genialidades, buscadas o queridas, ya Unamuno había sido el primer español que en el mundillo intelectual, haciendo profesión de original, hablando por hablar, pagado de notoriedad, empezó a tener a los demás pendientes de su propia persona.

Pero lo que Unamuno era para el gran público –pregunta que se ha formulado varias veces en las letras españolas–, no coincide siempre con la imagen que él tenía de su obra o de su misión.

No escribe ni un libro, ni siquiera una monografía de su especialidad; más aún, hace alarde de no escribirlos. Si escribe ensayos, tan pronto como se decide por una clasificación, parece verdadera la contraria. Cuando hace novelas, son de tal modo inusitadas que él mismo prefiere [57] llamarlas nivolas. Si estrena alguna obra teatral, el público está de acuerdo que aquello no es teatro. Si se dedica a la ciencia él mismo se burla de ella. «Nunca pasaré –decía– de un pobre escritor, mirado en la república de las letras como intruso y de fuera por ciertas pretensiones de científico, y tenido en el imperio de las ciencias por un intruso también, a causa de mis pretensiones de literato. Es lo que trae consigo el querer promiscuar». Y si prestamos atención a su actuación política, sus partidarios y sus enemigos no supieron nunca a qué atenerse respecto a él.

A los cuarenta y tres años publicó su primer libro de poesías, unas versos muy raros que la gente no sabía siquiera leer. Rubén Darío, que se hace eco de las admiraciones e infinitas protestas que suscitó, habla de lo furiosos que estaban los verdugos del endecasílabo, que no ven que un hombre sirva sino para una cosa.

Para el gran público, don Miguel era un personaje raro, original y paradójico. Pero si le preguntamos para que nos hable de su misión, obtendremos de sus labios con facilidad una respuesta, porque lo que Unamuno quiso ser y fue en la vida pública española lo confesó mil veces.

«'El resorte moral' –que cada loco con su tema; y mi tema es el de la espiritualidad, el del estado íntimo de las conciencias de un país, de sus inquietudes supremas, de su situación religiosa, en fin».

«Y lo más de mi labor –decía en su otro ensayo: 'Mi religión'– ha sido siempre inquietar a mis prójimos, removerles el poso del corazón, angustiarlos, si puedo. Lo dije ya en mi 'Vida de Don Quijote y Sancho', que es mi más extensa confesión a este respecto. Yo he buscado siempre agitar, y a lo sumo, sugerir más que instruir. Si yo vendo Pan, no es pan, sino levadura o fermento».

Digámoslo ya, para ver el marco de la obra de Unamuno, hay que situarlo ante lo religioso. Sus obras capitales: «Vida de Don Quijote y Sancho», «El Sentimiento trágico de la vida», «El Cristo de Velázquez», sus libros de paisajes, de poesías... se hacen eco de modo fundamental de una [58] problemática, íntimamente enlazada con la religiosa, de tal modo, que, como su maestro Kierkegaard, podría decir de sí que no era teólogo ni filósofo sino un «escritor religioso».

Estilo de predicador

El mismo estilo de Unamuno, es un estilo de predicador. La cuestión no ofrece hoy dudas después del excelente estudio de Carlos Clavería, «Temas de Unamuno», uno de los más instructivos entre los que últimamente se le han consagrado. Concebido a la sombra de las mejores escuelas de investigación, la enumeración de los temas que estudia –al lado de algunas alusiones un poco obscuras que apuntan algunos de sus biógrafos–, nos instruyen ya mucho sobre el hondón de su alma y sobre las claves dominantes de su obra. Sobre todo, en el primer trabajo al estudiar Clavería las raíces de su estilo de predicador, remontándose a la temprana influencia de Carlyle, (autor que Unamuno tradujo al castellano), las conclusiones son significativas: «Unamuno se entusiasma con Carlyle –escribe– porque debió ver en él un gran ejemplo de lenguaje más hablado que escrito, una sintaxis de conversador o predicador... Y creyó también, sin duda, en ese ideal de estilo hablado, el de la palabra viva y humanizada que encarnó él tantas veces y defendió a lo largo de toda su obra y que resuena triunfalmente en su última lección de 1934 en la Universidad de Salamanca. Mucho de esta fe en el hablar, en el perorar, al escribir, de su «mucho diálogo» en las nivolas, nivolas o novelas posteriores, debió forjarse en los años en que Unamuno bregaba en traducir a Carlyle, y en que intuía sólo llegar a ser conciencia, gran predicador civil de España».

«Las preferencias de Unamuno, como las de Carlyle, se iban tras el lenguaje dictado y no escrito por automatismo y dictado a trozos y con tono a veces sibilítico. Es el estilo de un conversacionista, que al conversar predica. Abundante de interjecciones, interrogaciones, inversiones. De [59] expresión interrumpida, desmesurada, llena del expediente tipográfico del punto y coma, y su especial sintaxis, en que a cada momento se sacrifica el orden que llamamos lógico al de la asociación de ideas» (1. Clavería, Carlos: Temas de Unamuno. Biblioteca románica hispánica. Ed. Gredos, 1953, págs. 16 y 17.)

Juan Zorrilla de San Martín, en una larga carta escrita en Montevideo el 21 de junio de 1906, leyendo en lo más profundo del alma de Unamuno, le decía: «Veo en usted un Carlyle vasco, es decir, un Carlyle superior. En usted, el vasco acabará por absorberse al Carlyle; Don Quijote vencerá a Hamlet. Ya lo ha vencido, me dirá usted. Perdóneme; no lo creo. Y, sin embargo, son irreconciliables» (2. García Blanco, Manuel: Juan Zorrilla de San Martín y Unamuno, Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 58, octubre de 1954.) Y tan irreconciliables que esta tortura le duró hasta su muerte.

Pero el estilo a lo Carlyle, considerado como vidente y predicador, con la creyente convicción de anunciar la verdad, con la tarea santa de apresar el oyente con lo que él dice, debió aprisionar profunda y definitivamente desde muy temprano el alma de Unamuno. Su obra, vista en conjunto y a distancia, como ha dicho E. R. Curtius, no es la obra de un praeceptor, sino la de un excitator Hispaniae (3. Curtius, E, R.: Alkaloid Spaniens, en Berliner Tageblat, 30 noviembre 1934.)

Sus mismas cartas, y las de sus amigos, al iniciarse el siglo, nos proporcionan nuevos testimonios sobre sus «sermones» y su «apostolado». Este otoño, decía, publicaré en un tomo mis sermones bajo el título de «sermones laicos», o simplemente «Sermones». Y en otras muchas ocasiones se expresaba en términos parecidos: «en mis frecuentes correrías por ciudades y pueblos, cuando yo voy de sermoneo laico...» «Me llaman a Vigo, y en vez de soltar seis conferencias de economía política o de lingüística, haré una seisena, seis sermones laicos con su tinte protestante». «Sólo [60] aquí, sólo en este hermoso retiro, ha podido ocurrírseme ese Ensayo, nuevo sermón, si bien mucho más laico».

Para completar su figura de predicador, añádase su preocupación por las Escrituras, por la exégesis libre, por la abundancia de sus comentarios. En la Literatura española contemporánea ningún otro autor escribe, como él, soliloquios espirituales o da conferencias como la que pronunció en el Ateneo de Madrid, sobre «Nicodemo, el fariseo», o prepara ensayos con los títulos siguientes: «Jesús y la Samaritana», «La oración de Dimas», «San Pablo en el areópago», «El reinado social de Jesús», o un «Tratado del Amor de Dios» como rezaba el título primitivo de su «Sentimiento Trágico de la Vida». «En los trabajos –escribía– algo extensos que guardo inéditos en su mayoría, en mis Meditaciones (el Nicodemo ante todo), es donde he puesto más de mi alma. No mi cerebro sólo, sino mi corazón. En ellos he pensado integralmente, con alma y cuerpo y sangre y meollo, no sólo con el cerebro» (1. Unamuno: Carta a Jiménez Ilundain, 16-VIII-1899. Vid. Benítez, Hernán: El drama religioso de Unamuno. Univ. de Buenos Aires, 1949, pág. 300.) Unamuno no fue nunca un gozador de literatura. Leyó siempre, como ha resaltado Montesinos, a lo moralista. Recuérdese su diatriba contra Góngora:

Góngora vil, cobarde,
¡Jesuita de arte de arterías
de patronal merced!
Impura, ¡Dios bendito! sangre me arde
pero fuera de mí alcahueterías
y fuera tocamientos
de torremarfileños poetisos
selecta minoría.

(Cancionero, 521, 30-XI -28)

Estos versos, los consideraba Unamuno como «fragmento de una 'Arte poética a los Pisines' que no llegaré [61] a escribir». Y la explicación de todo su antiesteticismo es obvia. En Unamuno, había temple de moralista, y, más aún, de fundador o reformador religioso.

A lo clergyman

Y así, a un estilo de predicador corresponde un figura que predica y, además, se viste de clergyman, con lo que una vez más tenemos aquello de que el estilo es el hombre.

En la estatura aventajada de aquel vasco de raza, todo era dibujo y expresión. Erguido siempre, hasta en los años de sana vejez, añadía a su alta talla una musculosidad rara en un hombre de fama intelectual, un color moreno gilbo de íbero, curado por los soles de la meseta. Su andar firme y lento, como de hombre que pasea y medita mucho por el campo, rimaba correctamente con su figura toda, llena de respetabilidad y belleza varonil. Las manos siempre inquietas pero más inquieta todavía su cabeza, pequeña y dolicocéfala, que destacaba en su alta y recia silueta. Tenía mucho de búho, de ave de rapiña, y tan importante como sus trazos severos y férreos, era su empeño de hacerla descansar sobre un modo de vestir sencillo y un tanto inusitado, sin corbata ni abrigo.

Desde su traje y su honestidad proverbial, hasta esas cartas de director espiritual, son muchos los detalles que dieron siempre la impresión de que Unamuno fue un cura laico. El sombrero de churchman que usara hasta caer en el «sinsombrerismo»; el chaleco severamente cerrado; la austeridad del color; en suma, lo que Cándamo, prologuista de la colección póstuma de sus Ensayos, llama su indumentaria de cuáquero.

No queremos exagerar la significación de estos detalles, pero de su indumentaria, se ha hablado tanto y se ha descrito tan al pormenor que sería injusto restarle importancia. Era correcta, limpia y siempre negra, sobre todo desde sus cincuenta años. Su chaleco alto, bordeando el cabezón [62] de la blanca camisa, hacía innecesaria la corbata... Un último detalle que no pertenecía sólo a su indumentaria, sino a algo más íntimo y espiritual: llevaba siempre, pendiente del cuello, un pequeño crucifijo, que sin ostentarlo ni referirse a él en su vida social le acompañó todos los días y en la hora de la muerte (1. Romero Flores: Unamuno, Madrid, 1941, págs. 12, 17 y 18).

Nunca estuvo enfermo, ni aun en los últimos momentos de su existencia, y su salud respondía a un sentido de pureza de vida, a sus hábitos de austeridad y trabajo. No bebió alcohol, ni fumó jamás, y entró virgen en el tálamo matrimonial. Son muy sugerentes las descripciones que de su pluma tenemos sobre su noviazgo. «¡Cuántas veces –le contaba a Arzadun el 18-XII-1890– me ha reñido por lo que llama mis torpezas! Y ¡cuántas me reñirá aún!... Mira que ni sé bailar, ni tocar nada, ni cantar, ni hacer juegos de manos, ni dar conversación a personas indiferentes sobre motivos airosos y pasajeros...» Ella que le ha enseñado a saludar, a hablar con señoritas, le decía que había conseguido domesticar a su «oso cosero», a su «cuáquero» (2. Las cartas de Arzadun están publicadas en la Revista argentina «Sur», núm. 119 y 120, septiembre y octubre, 1944).

Llamaban también la atención sus rosarios en familia, con todo el espíritu austero y el color propio de los vascos. Porque Unamuno, sus oraciones, de la mañana y de la noche, no las dejó jamás en toda la vida. También solía llevar consigo un original griego del Nuevo Testamento y hasta en una ocasión, su amigo íntimo y confidente, Jiménez Ilundain, le llamó cura.

La verdadera fisonomía de Unamuno

Sin embargo, con todas estas características no queda bien perfilado el verdadero retrato de Unamuno. A sus admiradores, les ha preocupado siempre distinguir el Unamuno de carne y hueso, del otro, el literato. [63]

En la correspondencia que sostuvo con Maragall, al enviarle en una de sus cartas su propio retrato, el gran poeta catalán le contestaba, en enero de 1907, diciéndole que la fotografía se parecía a su obra, pero no al Unamuno de carne y hueso. «El que haya leído a usted y vea este retrato sentirá un acorde, una paz. Pero sí le ve a usted se desconcertará un poco; pero, más desconcertado quedaría y con dolor, el que viniera a conocer su obra después de conocer a usted personalmente» (1. Unamuno y Maragall: Epistolario. Ed. Edimar, S. A, Barcelona, 1951, pág. 52). Con este aire de sinceridad suave, pero irreductible que respira toda la correspondencia, Maragall tocaba una fibra muy sensible en la obra de Unamuno. La pregunta que se hizo Maragall se la han hecho luego otros muchos en las letras españolas, intrigados hasta qué punto el unamunismo visible respondía a una congoja real y efectiva, o el hombre de carne y hueso se identificaba con el predicador laico.

Nada tiene, pues, de extraño que una figura tan paradójica y desconcertante se le pregunte siempre por los últimos recónditos de su alma.

Pero no hay la menor duda que si Unamuno habla con la voz de un profeta, algo quiere. Si percute y ausculta el espíritu público español, si pasa su oído metafísico sobre el corazón de su pueblo, si se ha preocupado en predicar y hacer volúmenes que recojan sus sermones laicos, es lógico que nos preguntemos por el contenido de todo ello, ya que por muy interesante que nos resulte el Unamuno de carne y hueso, el otro no desaparece ni puede eludir su presencia derramada y fundida en el plomo de las linotipias.

Mas he aquí que las perplejidades en que quedaba sumido Maragall contemplando el retrato de Unamuno, nos acompañarán siempre que nos situemos ante este Unamuno difuso en los papeles impresos, en una obra extensísima, publicada en su mayor parte, en la prensa diaria. Un Unamuno al que fácilmente no le encontraremos su verdadera [64] silueta espiritual, perdida entre criterios dispares y diversidad de opiniones, la cual, sólo a medida que vaya pasando el tiempo, se irá perfilando en todo su sentido y verdadero alcance.

* * *

Podemos resumir en tres las imágenes que los españoles se han formado de la obra de Unamuno a lo largo de su presentación en la república de las letras.

I. El Unamuno de alma inquieta

En la primera imagen, la más conocida, aparece nimbado de una noble inquietud y preocupación. Un Unamuno quijotesco, batallador, independiente, celtíbero, torturado... que lucha contra las condiciones del medio ambiente, fustigando un materialismo disfrazado de practicismo y de falsa religiosidad. Es el Unamuno enemigo de la falta de espíritu, bien visto, incluso, en algunos sectores eclesiásticos. Es el Unamuno, juzgado por algunos de sus fragmentos más que por el nervio central de su obra; pronto a derretir a los beatos de la cultura, superletrados e ignorantes, las más de las veces, del verdadero fermento religioso y espiritual de los pueblos. El Unamuno preferido de ciertos católicos españoles, hipercríticos censuradores –muchas veces injustos– de la situación espiritual en que se encuentra la religión de su país. Un Unamuno de tesón indomable, defensor de puras esencias raciales que se agiganta en la atonía espiritual de los que, plumas en mano, le rodean. En realidad, muy hombre del XIX, con lo bueno y lo malo de esa centuria, tratando de remover las yertas fibras hispanas en una situación histórica muy precisa y elocuente; el 98 de nuestros desastres. Un Unamuno con arrebatos místicos y poéticos de no escaso romanticismo, con un alma subjetiva, lírica y, ante todo, independiente. Un Unamuno paradójico, contradictorio, dramático que constantemente [65] despistaba con sus declaraciones, aunque no trató nunca de disfrazar su verdadero pensamiento. Es aquel Unamuno que nos confiesa que con el afecto, el corazón y el sentimiento tiene una fuerte tendencia al cristianismo sin atenerse a dogmas especiales de esta o aquella confesión cristiana; que nos habla de su costumbre de sacar esperanza de la desesperación misma, dudando y no estando convencido de la misma existencia de Dios, pero que compone también un Padre Nuestro para ateos. Es el Unamuno tolerado más que discutido, loco, incluso simpático y, para muchos, máximo español. Es un Unamuno que casi se mira como a un niño que quiere verle las tripas a Dios, como otros se las quieren ver al osito de trapo, pero que empieza a perder puntos y a desfigurarse a los ojos de una inmensa mayoría de españoles a medida que va surgiendo esta segunda imagen:

II. El Unamuno obstinado en topar con la Iglesia

Posterior en el tiempo a la anterior, esta imagen se fila fundamentalmente en el nervio central de su obra y pasa por alto algunos fragmentos contradictorios, secundarios e incluso dignos de elogios para los que se sitúan en esta posición crítica y negativa. Es el Unamuno que desoyendo los consejos de Cervantes a su Don Quijote, se ha obstinado en topar con la Iglesia. Y lo que es más grave, se lo ha propuesto desde un principio. Es el Unamuno atacado por aquellos que se indignan e irritan de que en España se haya alimentado y aplaudido a un auténtico protestante en toda la gravedad herética de la palabra, al único en grande que ha aparecido entre nosotros en público, encontrando incomprensible que se proclame como máximo español a un hombre que traicionó la fe antigua de sus padres y prefirió guiarse por la luz de los luteranos para vivir torturado en incesante tormento vital. Es el Unamuno en manos de [66] los teólogos, en un principio no tan mal predispuestos ante su obra, pero alarmados después por la labor de zapa que con ella se ha querido hacer en España, especialmente, después de 1936. Es el Unamuno que ha hecho resucitar Catones y reaparecer viejas furias inquisitoriales silenciadas durante mucho tiempo en nuestro país, que si bien estaba, en un principio, dispuesto a hacerlo católico por español –ahora como suelen suceder las cosas entre nosotros– lo hace antiespañol por anticatólico.

Es cierto que Unamuno no hizo nunca ni el más mínimo esfuerzo intelectual posible para intentar no ser heterodoxo. Es más, se lo propuso de modo expreso y espectacular. Posiblemente, los teólogos, en un principio, hicieron lo posible para no tomar en serio sus dislates heréticos. Acaso, los acontecimientos intelectuales españoles de los últimos veinte, años, junto con los estudios que sobre su obra han ido apareciendo, han contribuido a fraguar del todo una visión que no deja lugar a dudas: Se ha visto que puestas frente a frente las afirmaciones de Unamuno y los textos, declaraciones, cánones y definiciones de la Santa Sede, toda escapatoria o argucia es imposible. Tertium non datur. Y el resultado irrefutable es que apenas hay proposición teológica importante sobre la cual Unamuno no haya dicho algo gravemente herético. Es superfluo acumular datos y bibliografías. Por duro que se nos pueda hacer, lo cierto es que el pensamiento religioso de Unamuno está frente al de la Iglesia; y lo está, como en una trinchera, frente al enemigo, haciendo fuego contra él.

Unamuno, que no hizo otra cosa en la vida sino hablar de la fe y predicarla como principio regenerador de la postrada conciencia española, fue desde su juventud acérrimo enemigo de la fe católica de sus compatriotas. En su prédica religiosa no hay equívocos. La verdadera fe, según él, habría que buscarla no aquí, sino en Dinamarca, en Kierkegaard, en la luterana Germanía, en el protestante «grupo suizo, de lo más simpático», en la «minoría protestante» de Francia, «animosa y austera minoría de nietos [67] de hugonotes, que son la sal del espíritu religioso francés» y en aquellos nobles, profundos y santos jansenistas» (1. Unamuno: Ensayos, Ed. Aguilar, vol. II, pág. LV, LIV, 1054, 1053).

Por la lectura de sus cartas a Clarín, podemos inferir cómo desde los primeros años de su juventud en la formación religiosa de Unamuno jugó un gran papel la frecuentación de teólogos luteranos, tales como Ritschl y Harnack (2. Iturrioz, P.: Crisis religiosa de Unamuno joven, «Razón y Fe», núm. 130, 1944). Incluso con ser muy castellano su vocabulario y muy castizo su misticismo, como observó Rubén, se le encontrará siempre ciertos aires nórdicos que hace, a veces, que algunos de sus poemas parezcan traducidos de poetas de ojos azules. En una ocasión, dijo que no tenía alma latina, lo que no es herético, claro está, pero sí profundamente sintomático. Y aunque Unamuno, por diversas razones, sobre todo por considerarlo imposible, terminase abandonando su afán de protestantizar a España, y se limitase en su última etapa a crear un catolicismo español frente al romano, el nervio central de su pensamiento permanece inalterable.

Sin embargo, hay escritores que dudan de la sinceridad última de la heterodoxia de Unamuno; entre ellas, Julián Marías, que la considera como un elemento de ficción, de penultimidad, suponiendo que, bajo su duda hay una creencia más honda en la que está y de la cual vive y le permite vacar a sus ejercicios dialécticos. Parecer completamente opuesto al de Aranguren, que lo considera protestante, anotando, además, que cuando combate al protestantismo lo que combate es el protestantismo endulzorado, moralizado y racionalizado, nunca el auténticamente luterano, calvinista, puritano, jansenista. Lain, en cambio, cree justificadas las dos posiciones contradictorias, y lo cree, según confiesa, no por cómodo eclecticismo, sino por fidelidad estricta a la íntegra realidad del hombre, Miguel Unamuno, que, [67] según Laín, estaba partido en dos: en un Unamuno de dimensión pública y visible, el Unamuno personaje, actor y autor de unamunismo que él vivió y cultivó en sí morosa y un poco teatralmente –el drama religioso de la modernidad–, y el otro Unamuno, intrahistórico, en quien nunca dejó de ser íntimamente eficaz la fracción naturaliter cristiana de la humana naturaleza (1. Marías, J.: Miguel de Unamuno, págs. 158-163; Aranguren J. L.: Sobre el talante religioso de Miguel de Unamuno, «Arbor», diciembre, 1948, págs. 489-501; Laín Entralgo: La memoria y la esperanza, 1954, pág. 145). Con ello, vemos, una vez más, cómo lo que Maragall se preguntaba ante su retrato físico se lo siguen preguntando ante su retrato espiritual otros muchos españoles. Todo lo cual, tratándose de Unamuno, no causa a nadie extrañeza.

Por lo demás, esta segunda imagen no puede separarse de la interpretación que Unamuno hace de España. Creía estar caracterizando al hombre español, cuando en realidad –como ha visto Aranguren en su estudio, uno de los más interesantes y densos que se han escrito sobre el tema–, estaba haciendo un retrato luterano visto a través de Kierkegaard, con ligeros retoques españolizantes. Bastaron unos años de existencialismo y de influencia de Kierkegaard sobre Europa para que el mundo se diera cuenta que aquello que Unamuno consideraba talante español era talante kierkegardiano.

III. Hacia una tercera imagen: Unamuno y la Tiefen Psychologie

Como puede observarse fácilmente, los estudios dedicados hasta la fecha a la obra de Unamuno, han llegado a tal punto de oscilación, y en algunos casos, de desconcierto, por lo inesperado o contradictorio de sus interpretaciones, que exigen, si no siempre un replanteamiento radical, al menos [69] su complemento con otros medios de Investigación. Por ello, creemos vaticinar que una tercera imagen comienza a perfilarse.

Distinta de aquella primera, a la que vagamente nos hemos referido, la cual, sin preguntarse por el nervio central de su obra, se conforma superficialmente con su espíritu de inquietud o de agitador de almas dormidas; pero distinta también de aquella segunda postura que, de modo fundamental, se fija en sus formulaciones de heretismo que estamos muy lejos de infravalorar en toda su gravedad.

Para conocer la verdadera fisonomía de figuras como la de Unamuno, no nos basta, muchas veces, lo que de ellas se dice, ni siquiera lo que ellas mismas expresamente formulan. Para descifrar su verdadero significado, no tenemos siempre necesidad de remontarnos al mundo de las ideas o fiarnos del todo de sus expresiones. Son los sujetos clásicos de la «Psicología Profunda», disciplina que, por muy amodorrante que hoy nos resulte la literatura psicopatológica que inunda las editoriales, tiene aún mucho que decir. Es éste un tema, el del subconsciente, vidrioso y casi parece una profanación meter las manos en un terreno que sólo Dios sabe lo que en él de verdad sucede. Junto con un gran caudal literario y una aguda observación clínica, sería necesario, además, los conocimientos exactos de una especialidad que aún no se ha interesado por esta singular figura.

Pocos escritores como Unamuno han repetido hasta la saciedad que para conocer el sistema filosófico de un autor, es preciso conocer su vida. Por esta razón entró a saco, con tanta frecuencia, en las vidas ajenas. Constantemente decía, además, de sí, que no era un sabio ni un pensador, sino –son sus palabras– «un sentidor». Preguntémosle, pues, por cosas concretas que le afecten de verdad, ya que en un autor de su idiosincrasia las dificultades proliferan a medida que le situemos ante temas abstractos, que, por otro lado, no fueron nunca de su agrado. Situémosle existencialmente, fijémonos en sus palabras puramente [70] situacionales, que ellas nos dirán mucho sobre su fisonomía espiritual y descubrirán, más de lo que a primera vista parece, sus hondas intenciones.

Y así, la «Psicología Profunda» que da una extraordinaria importancia, por ejemplo, en el caso de Dostoyewski, a las relaciones con su padre, en el caso de Rilke, hasta el traje de niña con que su madre lo vistió en los primeros años de su infancia, y en el caso de Kierkegaard, a la impotencia, a la joroba o a la maldición de su padre, en cualquier estudio que haga sobre Unamuno ha de considerar, en primer término, todo lo concerniente a sus relaciones con el estado sacerdotal. Con ello, como verá el lector, tomamos el hilo central de este trabajo.

Hay, sobre todo, un texto, la carta que Unamuno escribió a su confidente y amigo Jiménez Ilundain el 25 de mayo de 1898, que, junto con todos los detalles que hemos apuntado de su estilo de predicador, vestimenta, obstinación en topar con la Iglesia, carácter, &c., muy bien a los ojos de un buen psicólogo podría explicar, en no escasa medida, algo de su descontento íntimo, desesperante y torturador. El pasaje, que sobresale por sí solo, es el siguiente:

«Siempre he llevado grabado en el alma este suceso»

«¿A dónde iré a parar? No lo sé. Sólo sé que creo haber hallado por ahora mi camino y que creo cumplir un deber y una necesidad íntima de mi espíritu a la vez. Hace muchos años ya, siendo yo casi un niño, en la época en que más imbuido estaba de espíritu religioso, se me ocurrió un día, al volver de comulgar, abrir al azar un Evangelio y poner el dedo sobre algún pasaje. Y me salió éste: 'Id y predicad el Evangelio por todas las naciones'. Me produjo una impresión muy honda; lo interpreté como un mandato de que me hiciese sacerdote.
Mas, como ya entonces, a mis quince o dieciséis años, [71] estaba en relaciones con la que hoy es mi mujer, decidí tentar de nuevo y pedir aclaración. Cuando comulgué de nuevo, fui a casa, abrí otra vez, y me salió este versillo, el 27 del capítulo IX de S. Juan: 'Respondióles: Ya os lo he dicho y no habéis atendido, ¿por qué lo queréis oír otra vez'. No puedo explicarle la impresión que esto me produjo.
Hoy todavía, después de 16 ó 18 años, recuerdo aquella mañana, solo en mi gabinete. En mucho tiempo repercutió la sentencia en mi interior y el recuerdo de aquellas palabras me ha guiado siempre. Lo he contado varias veces a mis amigos, explicándolo de un modo o de otro, pero siempre he llevado grabado en el alma este suceso. Y cuando hace un año sentí como una súbita visita aquellos sobresaltos e inquietudes, resurgió con nueva fuerza en mi alma el recuerdo de esa extraña experiencia de mi juventud.
Ahora que he entrado en relativa calma es cuando creo que voy rehaciéndome interiormente, merced a la razón práctica, al corazón, que edifica sobre las ruinas que la razón teórica acumuló».

Esta carta la empieza Unamuno hablando de sus trabajos religiosos, de sus meditaciones, a las que anteriormente nos referimos. «Aún no tenemos –escribe– el cristianismo en la médula, y mientras no se haga espíritu de nuestro espíritu y sustancia de nuestra alma la verdad evangélica, no habrá verdadera paz». «Toda la labor de la civilización –continúa más adelante– es proteger la evolución del alma cristiana, ayudarla a que se vaya desprendiendo de su impura liga pagana, y si no sirve para esto, para nada humano sirve. Los sentimientos de lucha, el heroísmo militar, el patriotismo estrecho, el apego a la tierra, todo ello tiene que desvanecerse en el alma cristiana. El heroísmo cederá a la santidad, a la caridad fraternal el patriotismo» (1. A. Jiménez Ilundain, Vid. Benítez, H.: Obra citada. página 267).

El tono general, como se ve, es de un exaltado [72] sentimiento cristiano. Pemán fue el primer sorprendido por esta carta que calificó de «verdadera joya autobiográfica de valor inestimable», en un artículo de «ABC» (1. Pemán, J. M.: Unamuno y la gracia resistida, «ABC». 29 mayo 1949). Desde este ángulo de vista podemos preguntarnos si todo su atuendo de clergyman, su castidad, su puritanismo angélico, su sermoneo continuo..., no sería quizá un propósito de tomarse represalia por haber desoído la vocación de lo alto, y si no sería, en definitiva, el haber resistido a la gracia de la vocación la causa de la tristeza agónica que le acompañó siempre. Este episodio juvenil puede contener mucho de la clave del secreto unamuniano y del misterio de sus congojas. De poco sirve, a este respecto, la aclaración del P. Hernán Benítez –quien publicó por primera vez este epistolario– de que cuando no media mandato expreso de Dios, la vocación sacerdotal y religiosa es invitatio, no iusio. En un sentidor tan especial, como se definía Unamuno, y, además, tragediante, este doble aviso del cielo le recomió, como hace constar, muy adentro las entrañas, y poco podrían calmarle las reglas que la Iglesia sabiamente tiene para estos casos, cuando él, en los años que aún le dolía la espina, tan poco caso hacía de ellas.

La noche interior que sufrió Unamuno a lo largo de su vida pidiendo respuestas a sus enigmas, precisamente a toda la heterodoxia europea, a la que después abandonó; sus constantes destemplanzas sociales; sus no menos constantes gestos histriónicos, «contra esto y aquello», con los que escandalizar al burgués, aprovechando para ello los entarimados de los teatros y las tribunas universitarias; su estado constantemente fluctuante, e inestable como ave sin nido; su atmósfera de misticismo que denota un alma profundamente preocupada por la religión en su irreligiosidad; su ateísmo-místico; su escepticismo creyente; su hamletismo que le hacía sufrir bajo una consciencia escindida y [73] que lo hace incomprensible ante los demás y ante sí mismo: Es vasco y castellano; es hispano y africano, y, además, europeo ilustrado; liberal, pero socialista conservador, republicano, pero monárquico; romántico-realista, periodista y místico, filósofo y novelista; apóstol y caprichoso; corazón católico y cerebro protestante. Toda una cumbre de contradicciones, todo un pozo de oscuridades. En fin, eso que con excesiva condescendencia y tan poca discriminación llamamos los españoles unamunismo con sus excesos y sus contradicciones, en el fondo, ¿trataba de dar expresión a un descontento íntimo por el fracaso de no poder vivir un ideal ambicionado e imposible de vida auténtica?; ¿no se le ve luchando toda su vida para ser lo que no es, ni quiere ser?; ¿o es que a fuerza de no ser religioso no habló más que de religión toda la vida?; ¿es una víctima, acaso, de esa lucha entre miedo y orgullo que los psicólogos saben o intentan descifrar? ¿O es que, por debajo del caos de sus pensamientos y actitudes, su vestido y su talante a lo clergyman nos dicen mucho, algo así como si llevase dentro la espina o el resquemor de haber desoído o traicionado un llamamiento de lo alto, ese algo que él, revolviéndose entre uno y otro polo, intentaba resolver ante su conciencia?

Una explicación del unamunismo

Abundan los pasajes de su obra, y de los más fundamentales, que sólo, posiblemente, pueden explicarse desde ese descontento íntimo, sentido y vivido de modo existencial. Es el Tiefenpsychologen quien podría hacer de todo esto una buena interpretación, así como de las citas que a continuación reproducimos, las cuales, más que pensamientos, son descripciones de un estado de ánimo: «Sí, ya lo sé –escribe en su confesión 'A mis lectores'– soy antipático a muchos de mis lectores, y una de las cosas que más antipático me hacen es mi agresividad; mi agresividad tal vez morbosa, no lo niego, pero es, amigo, que esa agresividad va [74] contra mí mismo, que cuando arremeto contra otros es que estoy arremetiendo contra mí mismo, es que vivo en lucha íntima. ¿Que me imagino que me interpretan mal? ¡Claro está! Como que yo mismo no acierto a interpretarme siempre. Las ideas que de todas partes me vienen están riñendo batallas en mi mente y no logro ponerlas en paz. Y no lo logro ni lo intento siquiera. Necesito de esas batallas.»

En otra ocasión decía: «Lo más que combato en otros lo combato en mí; y de ahí la actitud en el ataque. Cuanto más agriamente regaño para refutar a otros es que me estoy refutando. Somos, como Job, hijos de contradicción».

Había algo en el fondo del alma de Unamuno, algo misterioso que con gran coraje le impulsaba a ser «el morabito máximo», el «energúmeno español», como le llamaba Ortega, que se lo explicó en una ocasión en letras de molde: «en los bailes de los pueblos castizos no suele faltar un mozo que, cerca de la media noche, se siente impulsado sin remedio a dar un trancazo sobre el candil que ilumina la danza. Entonces comienzan los golpes a ciegas y una bárbara barahúnda. El señor Unamuno acostumbra a representar este papel en nuestra república intelectual», de tal modo, que, para Ortega, «el matiz rojo y encendido de las torres salmantinas les vendrá de que las piedras venerables aquellas se ruborizan oyendo lo que Unamuno dice cuando a la tarde pasea entre ellas» (1. Ortega y Gasset: Unamuno y Europa, fábula. Obras completas, vol. I, pág. 129 y 132). Ramón Gómez de la Serna, que tan de cerca vivió los acontecimientos intelectuales que rodearon a Unamuno, habla de su «agresividad de cascarrabia y de cómo encendía de vez en cuando la rebelión española y después desaparecía en el fondo de una provincia». El mismo Unamuno se consideraba un «beduino del espíritu», que tiene plantada en medio del desierto una tienda de campaña; «allí me recojo», decía, «allí me retemplo» (2. Carta a Maragall, 15-II-1907). [75]

«Mi obra, iba a decir mi misión –resume en las páginas finales del sentimiento trágico– es quebrantar la fe de unos y de otros y de los terceros, la fe en la afirmación y la fe en la abstención, y esto por la fe en la fe misma; es combatir a todos los que se resignan sea al catolicismo, sea al racionalismo, sea al agnosticismo; es hacer que vivan todos inquietos y anhelantes».

«No, no, amigo –dice en 'A mis lectores'–; yo no soy un filántropo. Siento demasiado el hambre y la sed de Dios para amar a los hombres al modo filantrópico. Hay que sembrar en ellos gérmenes de duda, de desconfianza, de inquietud y hasta de desesperación –¿por qué no?– ¡Sí, hasta de desesperación! Y si de este modo pierde eso que llaman felicidad y que realmente no lo es, nada se ha perdido».

Fueron precisamente sus amigos más próximos, y por más señas vascos como él: Areilza, Jiménez Ilundain, Maeztu, Baroja..., quienes trazaron su etopeya más sangrienta. Recuérdese, por ejemplo, la de Areilza, a quien Jiménez Ilundain consideraba mejor dotado para la literatura que el propio Unamuno: «El hombre acaba sus dudas creyendo lo que más le conviene. Así se forma la fe interna. Había un loco que, en Madrid, presenciaba siempre el sorteo de la lotería nacional, y, al anunciarse el número premiado decía: ¡caramba, mi número! Daba un par de volteretas, marchando a su casa alegre como unas pascuas, persuadido que le había caído el premio gordo. Este es el fondo de la psicología de nuestro amigo. Su fe novísima, su odio a la ciencia positiva y su apego al funcionarismo del Estado arranca de ese hondón. No lo creo insincero; al contrario, dice siempre lo que cree. Pero es que termina por creer aquello que más le satisface, obedeciendo al proceso inconsciente que inculca y graba en el cerebro la mayor parte de nuestras ideas madres». Lo que sigue es todo por el mismo tono, no menos perspicaz y demoledor.

Hace el dúo con él Jiménez de Ilundain, con quien Unamuno tenía tantas confidencias, criticando su «monomanía [76] de la sinceridad» que le hace pensar, sin quererlo, en las cocottes que son las que más hablan de las vírgenes (1. Carta de Areilza a J. Ilundain, 13-6-1902. Vid. Benitez, H.: Obra citada, pág. 368).

La figura de Unamuno, tan deslumbradora como desmoralizadora, era llevada por un afán de considerar a la personalidad verdadera como una excepción singular, y no como una asunción de plurales existencias. Su desesperación era gesticulante y retórica. Su confusión, cómoda y radicalmente encausada por una fe antieclesiástica. La virulencia deformadora de su prestigio, dedicado a dar guerra, «como para que se vea quién soy yo», abandonado al culto egoísta, proclamado por él a todos los vientos hasta hacerlo religión, se unía a su peculiaridad estilística, no rara entre nuestros escritores, de escribir mejor cuando arremetía contra algo o contra alguien, cuando se sentía con ira o cuando demolía. En algunas de sus agarradas intelectuales, especialmente en las que despreciaba tan agriamente al prójimo, ese desprecio empieza a hacérsenos sospechoso porque todo desprecio del prójimo, en el fondo, es siempre un desprecio a Dios.

«Ah qué triste –decía a Clarín en 1900– es después de una niñez y juventud de fe sencilla haberla perdido en vida ultraterrena, y buscar en nombre, fama y vanagloria un miserable remedio de ella».

Las mil vueltas alrededor del punto

Una manía de Unamuno que seguramente guarda relación con su estado de descontento íntimo, es su actitud ante el Padre Jacinto Loyson, el carmelita que colgó sus hábitos para casarse. En la «Agonía del cristianismo», le dedica un capítulo y su caso le obsesiona desde el principio hasta el final de su obra. Confiesa haber leído tres libros sobre su vida, que considera una de las más interesantes [77] tragedias; tal vez, porque, como la suya, era también una vida angustiosa y torturada, que sentía dentro de sí dos hombres. De modo especial, insiste en su obsesión paternalista, en la agonía de su virginidad, porque Unamuno está de acuerdo con estas palabras suyas que comenta: «no se es sacerdote (prêtre) plenamente más que en el matrimonio».

Es el mismo Unamuno que descocadamente habla de Juan de la Cruz, «madrecito» y de tu «padraza», Teresa de Jesús; del culto a la Santísima Virgen como del Dios madre, como una persona más de la Santísima Trinidad, cuatro en vez de tres, exigido en virtud del proceso de antropomorfización a que somete a la divinidad. En su doctrina sobre la Trinidad, hay una cosa clara: Que la paternidad no se refiere a un verbo humanado, persona divina diferente, idéntica en naturaleza, sino al linaje humano deificado (1. Sevilla Benito, P.: La ciencia de Dios según don Miguel de Unamuno. Augustinus, 1956, 1º, pág. 86). Sobre estas manifestaciones puede decir mucho el Psicoanálisis, que hasta ahora se ha dejado llevar tan unilateralmente por un pansexualismo que sólo da importancia a los contenidos sexuales de las tendencias anímicas.

Es el mismo Unamuno que a propósito de Loisy, escribe a su amigo Jiménez Ilundain las siguientes palabras que confieso no poder leer, sin leer también otras cosas entre líneas:

«Los ejemplares de Loisy, que tuvo la bondad de enviarme, le decía, están corriendo aquí de mano en mano de curas jóvenes, entre los que tengo algunos amigos. De esto le escribiré otro día y de la revolución que he venido a traer a los espíritus de buena parte de la juventud de este, hasta hace poco, dormido ciudadón castellano. A tal punto, que hasta me acusan de haber pervertido incluso a curas. Empezó por uno que vino a mi casa a verme, cuando se hallaba en las garras de Nietzsche, nietzschenizado por completo. Le metí a leer a Sabatier, Harnack, Hatch (él sabe [78] francés, alemán e inglés, que los ha aprendido solo y los traduce bien) y en estudios religiosos. Ofrece un caso típico y trágico de lucha entre su corazón y su cabeza. Un ejemplar de cura sin fe. Y empezando por él he venido a dar en director espiritual de algunos curas jóvenes que sienten que se les va la fe católica». «Todo el elemento católico –continúa más adelante– se ha desencadenado contra mí, y el ver que hoy en la ciudad soy el gozne de la agitación espiritual –que la hay– me anima. Ya los estudiantes se han dividido en dos bandos» (1. A. Jiménez Ilundain. Vid. Benítez, H.: Ob. cit. pág. 342).

Resulta difícil concebir cómo un hombre tan convencido como Unamuno de llevar dentro una conciencia escindida, se vanaglorie de ser director espiritual y atormente a unos pobres curas jóvenes.

Sin embargo, en su libro «San Manuel Bueno y Mártir», novela un poco nebulosa, pero según el parecer del Dr. Marañón –que Unamuno reproduce en el Prólogo– una de las más características de su producción novelesca, y sin temor a equivocarnos, de lo más hondo y sentido suyo, vemos, en cierto modo, una superación de aquellas reacciones profundamente demoníacas, que antes hemos esbozado. Todo parece transformarse en un estado de ánimo diferente.

Su personaje central, un cura –dato en modo alguno accesorio–, don Manuel, párroco de Valverde, es «el varón matriarcal». En esta novela, escrita pocos años antes de su muerte, considerada por sus críticos corno la más entrañable y honda, hasta impregnada de esa áspera ternura que penetraba difícilmente en sus páginas, Unamuno tenía la conciencia de haber puesto en ella su sentimiento trágico de la vida cotidiana. Es lo que siempre había puesto en todas sus obras, pero ahora con alguna variación que hace de San Manuel Bueno su doble más curioso. Unamuno púsose un día a cavilar qué habría sido de él en el caso de haberse ordenado sacerdote, de vivir entre sus [79] parroquianos, en un poético pueblo de provincia, pero... sin poseer pizca de fe. ¿Escandalizaría a sus pobres feligreses con una asonante apostasía? Jamás. Su misión habría sido ésta, y nada más que ésta: A consolarse en consolar a los demás dándoles el consuelo de una fe que no es su consuelo. Un sacerdote que enseñe a creer a todo un pueblo, que hubiera hecho creer a todo el mundo; que, sin embargo, no cree, o no sabe si cree, o no sabe si lo que cree es o no fe. La novela es un breviario de su espíritu torturado.

La postura de Unamuno en San Manuel Bueno, comparada con las anteriores, es otra, aunque no fue la típica de Unamuno a lo largo de su vida de escritor, sino sólo en los últimos años. Pero, por distinta que sea ahora su reacción, en el fondo, está posiblemente ligada a una experiencia central e íntima. Sobre todo, muestra su afán por buscar satisfacción a un ansia inacabable.

También su actuación como político, por añadir otro ejemplo, es otro de los puntos que debe tenerse en cuenta a la luz de las consideraciones que estamos haciendo. Unamuno, cuando hizo política resultó un completo caso frustrado, y no es que vayamos ahora a plantear un tema político; sino que en sus bases, Unamuno no hacía ni siquiera Política. Eso sí, lo que hacía estaba relacionado con su tormento religioso.

«Yo pertenezco al régimen eterno», dijo alguna vez con jactancia. Piénsese en estos otros pensamientos suyos: «Nunca estaré con el vencedor, sea quien sea». «Si se funda en España el partido unamunista yo seré el primer antiunamunista». Recuérdese aquel comentario de Don Quijote, en la última página «Del sentimiento trágico»: «Si se quiere hacer a Don Quijote Rey, se retirará solo al monte, huyendo de las turbas regificientes y regicidas, como se retiró Cristo cuando, después del milagro de los peces y los panes, le quisieron proclamar Rey. Dejó el título de Rey para encima de la cruz».

Visto desde la realidad en la que tenemos sentados los pies, Unamuno, políticamente considerado, era un satélite [80] de otro planeta, de Tolstoi, por ejemplo. Por algo sentía por los espiritados rusos una gran simpatía. De tolstoyano lo trató Ganivet en «El porvenir de España». Unamuno, cuando parecía tirar por un camino que no era retorcido, se comportaba como un utopista que añoraba un Evangelio puro, metido en una sociedad de hombres hermanados por idéntica hambre de eternidad y trascendencia. Por algo su postura se ha señalado como la de un humanista místico o la de un puritano angélico, que exige un Evangelio total, sin hombre que lo vaya realizando poco a poco, sin historicidad pura. Religión toda vencida del lado de la Divinidad, con deterioro de la Humanidad.

Entre su actuación política y la religiosa no hay diferencias trascendentales y ofrece las mismas características de insatisfacción, de descontento, de revulsión y agitación, de caos, de inadaptabilidad, de frustración, de ansia inacallable.

Y, por último, su célebre temor ante la muerte, posiblemente nacido de una conciencia culpable o de una angustia expectante, reclama la atención de los expertos, de los curas de almas de la psicoterapia para que objetivice su sensación. Lo mismo decimos de su concepto de la perduración o de la inmortalidad como superación de la muerte con la pretensión de «eternizarse» en la procreación, tema, además de interesante desde el punto de vista psicológico, de por sí problemático porque no es la duración de una vida humana en el tiempo lo que determina la plenitud de su sentido. Es completamente falso que el sentido de la vida se cifre, como tantas veces se afirma, en la descendencia. O bien la vida tiene un sentido, en cuyo caso lo conservaría, ya sea larga o corta, ya se propague o no; o bien no tiene sentido alguno, y en este caso no la adquirirá tampoco por mucho que dure o se propague ilimitadamente, ya sea de modo carnal o espiritual.

En este mundo que hemos Intentado reflejar aquí, ¿hasta qué punto se puede ver a Unamuno como al paciente de una represión que cobra dentro del psicoanálisis una [81] importancia central, concretamente, en el sentido de una limitación del «yo» consciente por obra del «ello» inconsciente? Una buena terapia analítica que se esfuerce por ir rescatando del campo de lo inconsciente los contenidos vivenciales reprimidos, es quien única y científicamente podría mostrarlo.

Me atrevo a sugerir, aunque de poco sirva mi juicio en esta materia, que el sentimiento o la duda de haber traicionado una llamada divina –que en su vida y en su obra tiene un sentido más amplio que la llamada al sacerdocio– terminó presentándose en el ánimo de Unamuno en forma de una represión. Seguramente después de un período de olvido o ante una de sus frecuentes rachas de fervor religioso se gestó todo un detallado proceso de simulación para acallar, de alguna forma, su espíritu y como reacción sustitutiva ante los impulsos de su inconsciente. Pero la represión y la simulación de una vivencia central permanece intacta rodeada de un vaivén de circunstancias, de actitudes y de episodios aparentemente inexplicables como lo muestran mil detalles de su vida y de su obra.

De todos modos hay algo en la lucha cm lo divino que no anda lejos de lo que propiamente es el dominio de la psiquiatría, porque, en cierto modo, ésta pertenece también al dominio de lo sagrado, de lo divino no revelado aún.

* * *

Pero hay todavía un punto central en la obra de Unamuno que guarda relación con el enfoque de este trabajo, del cual no quiero ocuparme ahora porque pienso dedicarle un estudio aparte: el de sus relaciones con Cristo, figura central en su obra como puede verse fácilmente. Relaciones, que no han de estudiarse desde un punto de vista cristológico o de escuelas, sino en su mundo puramente situacional de afectos y repulsas, de reproches y agradecimientos, de rencor y lirismo, de fe y de incredulidad... un trabajo que no pregunta por su ortodoxia o heterodoxia [82] católica, punto sobre el que no ha existido nunca la menor duda, sino por sus sentimientos cristianos que sufrió altibajos y profundas e insospechadas deformaciones.

Notas al margen

Por lo demás, sabemos que no pueden hacerse simplificaciones con Unamuno, e igualmente debemos sospechar de las que él hizo con tanta frecuencia, sobre todo, en materia religiosa. Leyéndolo se tiene, a veces, la impresión de que identifica protestantismo y renovación espiritual, o que el protestantismo es lo único que puede salvarnos del indiferentismo. O bien identifica, según le convenga, por muy paradójico que nos parezca, el catolicismo con Voltaire o con Maurras, o a una joie de vivre o al racionalismo. En el fondo, su psicología o su exceso de idealismo o cualquier otra incógnita le vedaba comprender un catolicismo severo y varonil demasiado sano para su espíritu. También cuando habla del protestantismo ha de tenerse en cuenta la observación que ya en 1910, le hacía Maeztu: «sus juicios sobre Europa y España están viciados sustancialmente por el hecho de que conoce la cultura europea, pero no a los pueblos europeos, mientras que de España conoce, no sólo la cultura, sino los sentimientos populares» (1. Maeztu, R.: La Muerte, Nuevo Mundo, 11 agosto, 1910).

Se ha simplificado tanto la significación religiosa de Unamuno, y su postura es, en extremo, vidriosa y paradójica para simplificarse. Últimamente hemos visto en España, cómo se ha tendido elevar a Unamuno a la categoría de uno de nuestros más profundos pensadores religiosos o, por lo menos, a considerarlo como excitador, removedor o como un gran revulsivo espiritual, que ha llevado a la fe a muchos descarriados. Juicio este último que de ningún modo ponemos en tela de juicio, porque los caminos de Dios [83] son infinitos. Pero si lo pensamos bien, esta apreciación no habla bien de nuestro sentido religioso de la vida, es injusto con él, y por lo general, salvo rarísisimas excepciones, suele ser profundamente deformador.

El estadio en que espiritualmente se mueve Unamuno, no es tanto un estadio puramente religioso, sino más bien preliminar. Ya lo decía con animosidad y crueldad en la carta antes citada su amigo Areilza, que por aquellos años padecía un agudo ateísmo: «Ellos, los hondistas, caminan mirando con el microscopio el hondón del alma, y con el telescopio el hondón infinito de Dios... La religión, en cambio, no pasa de un anhelo inexpresable, personal, íntimo, que en algunas circunstancias subyuga y abisma todo el ser. Hay momentos religiosos, pero no hay vida religiosa: hay emoción religiosa, pero no puede haber creencia religiosa; se debe buscar el ambiente que vibre al unísono de sus armonías religiosas cuando llegue el momento de sus anhelos; pero es una majadería hacerse el apóstol y predicador de ellos. Es tan ridículo como pretender que todo el mundo goce o sufra porque yo haga bien la digestión o que me pisen un callo.»

Este lenguaje de un ateo, coincide en lo substancial con el de los teólogos contemporáneos, que se oponen a que se considere como un hombre eminentemente religioso a Unamuno, porque la religión no está en tener ansias de Dios o en eso que llamamos vaga y muy modernamente, sentimientos religiosos, sino en amar la dependencia de Dios. La religión está en la adoración, en la sumisión libre y voluntaria y humilde a su voluntad y en el deseo de ser cuanto naturalmente se desea ser por Dios, y no por sí mismo. Ninguno de los místicos ha sido egocéntrico, y todo eso de la angustia, de la desesperación, de la soledad, de la agonía, en buena teología vale para una descripción teológica del mismo demonio. Maeztu, hace ya algunos años, denunció el carácter irreligioso del pensamiento de Unamuno que confunde su hambre de Dios con sus ansias personales.

El mismo Unamuno habló de su relación cm una [84] auténtica vida religiosa en una carta a Maragall, del 9 de marzo de 1911. «¡Se me van los domingos!, decía, ¡aquéllos domingos de sol tras la llovizna de mi materno Bilbao! ¡Mi vida se va convirtiendo en un sábado! ¡Y Dios quiera que me alboree un día el eterno domingo, el día que no acabe del Señor!». Con estas palabras, caracterizaba plásticamente una atmósfera que domina sobre casi toda su obra. De por sí es profundamente sintomático que el padre González Arintero, una de nuestras más grandes eminencias en materia mística, se negara, como se dice en la edición de su «Evolución mística» que ha publicado la «B. A. C.» a ser su director espiritual.

Por lo general, tendemos también a considerar a Unamuno demasiado cerca de nuestro tiempo, como si fuera casi un existencialista, y esta visión no es exacta, porque Unamuno, en mucho, era un hombre del XIX, y, en el fondo, pese a su antirracionalismo, demasiado racionalista. Él mismo lo dice: «En tanto yo, el intelectual, intelectual ante todo y sobre todo, sintiéndome víctima del intelectualismo, emprendía campañas contra él, y mi antiintelectualismo resultaba lo más intelectual posible. ¡Y sufría, sufría mucho!» (1. Epistolario a Clarín, pág. 89). Unamuno odiaba a la ciencia positiva, tanto más cuanto la tenía dentro como una espina dolorosa. Areilza decía que se burlaba «de la ciencia como el jorobado podría reírse de su propia joroba, y el rey de la corona que le engrandece. En ese onanismo macabro ha encontrado consuelo a sus sufrimientos, vislumbrando alguna manera de calmar la sed de originalidad que le atormenta y alcanza sus ideas de inclasificabilidad».

También se habla demasiado del voluntarismo unamuniano, de su querer creer, y se suele olvidar que, en filosofía, el voluntarista supone siempre al idealista. De Unamuno puede decirse algo parecido, a lo que se dice de su maestro [85] Kierkegaard, que permaneció en buena medida hegeliano, a pesar de sus críticas a Hegel.

* * *

Por mucho tiempo todavía, sin embargo, continuarán pensando los españoles ante la obra de Unamuno, algo parecido de lo que pensaba Maragall frente a su retrato. Unos demasiados comprensivos, se sentirán inclinados a no condenarle, en la medida que un hombre puede, claro está, condenar, y preferirán verlo clavado por los cuatro lados en una verdadera crucifixión intelectual, con la piedad que merece todo ser humano que sufre. Otros, lo tomarán como una bandera de agitación continua, como una piedra de escándalo, como una fisura en la brecha, en el bastión de la catolicidad española que es apostólica y romana; ya de por sí es un hecho profundamente sintomático que este hombre, tan atormentado por los problemas religiosos, sea al mismo tiempo una bandera para la izquierda intelectual y política española y continúe siéndolo todavía, aunque en el extranjero la visión de nuestros problemas, de nuestras divisiones y de Unamuno mismo, diste mucho de ser parecida a la que existe dentro de nuestros horizontes.

Pero la imagen que tal vez definitivamente terminemos forjándonos de Unamuno, será aquella misma que él trazó de sí en dos versos muy característicos de su «Cancionero»; en ellos habla de una torre, pero también de una gran confusión:

«En la torre de Babel las lenguas se confundieron
Yo levanté otra torre a la lengua de mi pueblo»
(Cancionero, 415, 21-IX-1928).

¿Por qué hablaba así Unamuno? Nosotros lo ignoramos. Él también, posiblemente, lo ignoraba. Tal vez, ahondando más el sentido de este trabajo recibiríamos unos rayos, muy pocos, de luz. Pero algo es siempre algo.

 


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Vicente Marrero Suárez
Punta Europa
1950-1959
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