Punta Europa
Madrid, febrero 1956
número 2
páginas 19-25

Vicente Marrero

Crónica española
 

España en el campo internacional

Las perspectivas españolas en este momento histórico, varían mucho vistas desde dentro y desde fuera de casa. Desde dentro, España aparece como un pequeño continente aparte, un mundo sui generis, altamente preocupado con sus problemas locales. Desde fuera, tiene una significación y, en cierto modo, un prestigio que los mismos españoles no apreciamos en su justa medida. España aparece por una ley inevitable de la geografía, de la sangre y de la historia como el puente cruce de tres mundos. Nada se repite, y no es un imperio lo que vuelve esta vez, sino una realidad a la luz del nuevo proceso de la historia.

Empecemos por donde se debe empezar: por nuestra guerra de liberación. Más que una guerra interna, fue un encuentro entre dos voluntades extremas de Europa. Un filósofo tan débil para comprender a Cristo, pero fuerte para comprender y prever ciertas realidades, Nietzsche, observaba que el continente tiene en sus extremos dos voluntades irreductibles: la del pueblo español y la del ruso. No invadió España a Rusia, pero pasó lo contrario entre 1936 y 1939 con la victoria final española. Fue una victoria decisiva para el porvenir de Occidente, aunque poco después España se mantuviese al margen de una guerra demasiado confusa, acentuando claramente su intervención con el envío a Rusia de una expedición de voluntarios.

Luego la postguerra, con su bloqueo diplomático y diez años de recuperación interior y exterior, termina con la entrada de España en el coro de las Naciones, no todas unidas, pero con un foro internacional como hasta hoy no se ha visto en el mundo.

Por su actitud continua de veto al expansionismo soviético, España se revela, poco a poco, como un auténtico foco de [20] polarización, como un verdadero núcleo occidental de voluntades. Por los pactos hispano-americanos este núcleo moral empieza a recibir su armadura y con ello convergen dos perspectivas paradójicas: el núcleo moral de la tradición de un país de clara y noble significación histórica y el núcleo geo-político crucial en la gran unidad atlántica. No es el imperio que vuelve, sino la realidad que lo hizo posible; las realidades que se revisten de formas diferentes, con un fondo común que pertenece y que siempre surgen a su hora a la luz de la historia, hoy más que nunca mundial.

Sin ningún artificio, por un esfuerzo propio, visto muy raras veces, España ha entrado plenamente en el proceso de la Historia. Las consecuencias de esta entrada pueden ser previstas y casi geométricamente seguidas: nueva confianza en el orbe hispánico, rectificaciones en los atrasos ingleses, solución favorable para el continente europeo en África, mejor entendimiento con Francia, contribución a la inteligencia franco-alemana, consolidación estratégica del sistema atlántico, retroceso de la influencia comunista por la aceleración del saneamiento en los grandes países europeos al Este de los Pirineos...

El hecho mismo de la integración de España en el gran proceso mundial, vista su posición en el sistema atlántico, coagula de manera importante este sistema, cuya misión es la de volver a integrar el continente. En la historia los actos se influyen, no por una simple causalidad física, sino atrayéndose sucesivamente por ciclos, y el nuevo ciclo occidental estaba incompleto con la ausencia de España.

Navidades españolas

En estas Navidades, me sorprendió oír en las iglesias españolas, la canción Heilige Nacht (Noche de paz) que ya había oído por vez primera en su país de origen. No podré olvidar nunca la impresión que entonces me causó la composición del humilde párroco tirolés. Entró en mi alma con toda la intimidad y el sentimiento que los hombres del norte y del centro de Europa patéticamente introducen en su música. Durante varios años que viví en Alemania sentí su hechizo y, sin embargo, ahora, en Madrid, lo que entonces tanto me había conmovido me dejó hondamente preocupado.

No quiero poner ni el más mínimo acento de españolismo en lo que voy a decir y espero que se vea el sentido verdadero y el alcance de mis palabras. Esta canción, perfectamente encajada en su sitio, no nos va a nosotros los españoles. Hecha para ser cantada por almas volcadas hacia dentro con un pathos de la [21] introversión, muy distinto al nuestro, trasplantada a España, es planta de invernadero. Nuestras Navidades, tienen una alegría retozona, un inconfundible aire español que desentona completamente al lado del sentimentalismo de un Heilige Nacht. Lo nuestro es el villancico, las navideñas, los pitos y zambombas incluso los bailes ante el Niño-Dios, que con alegre algarabía lleva el mocerío, de visita en visita, por las casas del lugarón. Explicad a un hombre del Norte que en las Navidades españolas hay canciones que se cantan en las iglesias con un fondo indudable de baile popular, y no os creerá. Le parecerá, si no una rareza increíble, al menos una profanación. Sin embargo, en los Coros y Danzas de la Sección Femenina puede verse todavía algunos de estos bailes cuidadosamente recogidos.

Una cosa es la preocupación de las jerarquías eclesiásticas y de las autoridades civiles para que las fiestas de Navidad no se profanen por las calles entre músicas lascivas y gritos de gamberros, y algo muy distinto es el cuidado que deben poner los amantes del buen arte para conservarlo unido al auténtico sabor de la tierra.

Hemos visto que un día es la talla religiosa la que se degrada artísticamente tan bajo, que nos hace subir el color a la cara. Yo leí lo que un célebre intelectual, católico austríaco, ha escrito recientemente sobre las portadas de una de nuestras más autorizadas revistas religiosas, que, sin embargo, comparadas con los santos almibarados que vemos en algunos altares no dejan tan mal el pabellón nacional. Otro día, es la ornamentación de las Iglesias la que baja de tono. Otro, es ese arte sacro único, que en España conservamos como en ningún país del mundo, las procesiones, el que empieza a perder fuerza y a desvirtuarse... y hasta, lo que es tan fácil de conservar: las canciones de Navidad...

Se echa de menos un movimiento brioso que con profundo y sencillo sentido artístico se haga eco de todos estos problemas y hasta penetre en los seminarios. Últimamente Su Santidad Pío XII, en la única encíclica que publicó el año pasado, «Musicae Sacrae Disciplina» aboga para que el pueblo cante más y mejor en el templo, y exhorta con toda solicitud, y valiéndose de todos los medios posibles al uso de cánticos religiosos populares en todas las diócesis.

El centenario de Menéndez Pelayo

Este año han comenzado los actos conmemorativos del centenario del nacimiento de don Marcelino Menéndez Pelayo. Se [22] sucederán a lo largo de 1956 y de ellos iremos ocupándonos en números sucesivos.

No nos extrañaremos, si de Menéndez Pelayo vamos a recibir tantas imágenes como grupos, ideologías o entidades patrocinen la celebración de su homenaje. Tal riqueza de manifestaciones habla en favor de una gran personalidad y, en cierto modo, descubre los distintos matices que caracterizan a los grupos pensantes de la España actual.

Libre ya de partidismos estrechos, la figura de Menéndez Pelayo, si se tiene en cuenta el conjunto de las valoraciones y, sobre todo, las más recientes estimaciones liberales, encabeza la progresiva integración en la gran tradición española del sector más abierto y más noble de nuestra intelectualidad.

«El amplio criterio, fuerte y seguro, y más amplio cada día y siempre más de lo que piensan muchos», palabras con que Clarín, en su tiempo, rompió hábilmente el hielo de los que le combatían, terminó, al fin, abriendo muchas puertas, hasta entonces herméticamente cerradas. De tal modo, que hoy, para muchos, la figura de Menéndez Pelayo –que influye en nuestra cultura con considerable retraso–, no es tanto la piedra angular de la división espiritual de los españoles, sino el primer arquetipo de una concordia que nosotros consideramos en algunos puntos sustanciales problemática.

Hablemos, por lo tanto, del Menéndez Pelayo generoso y comprensivo. Nadie duda que poseyó estas dos virtudes en grado sumo; entre otras razones porque quien no es generoso y comprensivo no puede ser un pensador o un escritor de gran talla.

Pero cuando se acentúa este aspecto de su obra, con tanta insistencia, el comentario empieza a hacerse vidrioso. De por sí se comprende que desde el simple punto de vista natural, la llamada amplitud de espíritu, la concepción «tolerante», es simplemente el signo de una debilidad de sentimientos, de una carencia de pasión de espíritu. Este no es el caso de don Marcelino. Si hay una evolución en su espíritu, es la natural y lógica que va de la impetuosidad y el ardor juvenil de sus primeros trabajos, hasta la serenidad y equilibrio de sus últimos años. Cambio que, como ha reconocido la inmensa mayoría de sus glosadores, no afecta a lo substancial de su pensamiento. En una de sus últimas cartas a Clarín lo decía expresamente: «yo, sin profesar dogmáticamente la tolerancia, la practico mucho mejor que ellos». Ellos, en su lenguaje, tiene un significado bastante preciso. «La llamada tolerancia –decía en los 'Heterodoxos'–, es una virtud fácil; digámoslo más claro, es enfermedad de épocas de escepticismo o de fe nula». Y dos años antes de su muerte, [23] en las Advertencias preliminares a la segunda edición de esta misma obra pensaba de casi todos sus personajes lo mismo que pensaba entonces. Y eso que, entonces, el mismo Ganivet exaltaba su criterio tan amplio que hubiera sido capaz de hacer estricta justicia hasta a los herejes más empedernidos.

Es preciso ver, por lo tanto, que el humanismo de buena fe, ancho y generoso de Menéndez Pelayo no guarda relación con el liberalismo doctrinario o con lo que pudiera ser hoy una postura poco clara, equivoca y sin estilo. No es una cuestión de doctrina. Es más bien de reacción somática.

Es un proceso natural de madurez de espíritu del que no puede sacarse conclusiones que no respondan al sentido de su obra. El polemista no dejó nunca de serlo, no renegó de su pasado, ni su visión juvenil de la cultura fue tan sólo eso: juvenil o meramente casticista, memorista o nostálgica.

Por nuestra parte creemos conveniente insistir en la imagen que nuestros mayores inmediatos nos han legado, tomando su mismo ángulo de vista: el de situar el sentido de su obra total en la coyuntura histórica de la España anterior y posterior a ella.

Tanto Maeztu, como d'Ors, Sainz Rodríguez, Artigas... todos sus grandes discípulos y una gran mayoría de los que no lo son, pero que son lo suficientemente objetivos para apreciarlo, han acentuado su visión de nuestra cultura, su afán por resaltar la aportación de España a la humanidad, de tal modo, que distinguen perfectamente el sentido de su obra en la bibliografía anterior y posterior a su aparición.

Con esta perspectiva, ha podido decirse que Menéndez Pelayo es «el libertador», el «restaurador de la dignidad española» (Maeztu), que recuperó el orgullo perdido de nuestra historia, no como un pasado de glorias polvorientas, sino como una esperanza futura. O que la producción inabarcable de sus escritos está llamada a ser para los españoles lo que fueron los Discursos de Fichte a la nación alemana (Sainz Rodríguez). O que constituyen para una disciplina de luz, prólogo de una política de luz, guía permanente, razón máxima de una vitalidad triunfante (d'Ors). O que su voz era la voz de un pueblo (Farinelli)...

No es este lugar para extendernos en citas que se harían Interminables. Pero, si ahora, de manera inconcebible, se acentuara lo puramente accidental: lo de «liberal decimonónico», lo del «primero en concordia», lo de su gran espíritu, quebrando la angosta cáscara casticista... y, en cambio, se olvidase del todo aquel otro lenguaje entusiasta, pero más verdadero: del Cid que [24] ganó batallas después de muerto; del Pelayo de la nueva reconquista de España; del Bermudo del romance, que si no venció reyes moros, engendró quien los venciera... un lenguaje como aquél, tan distinto a éste mostraría que algo fundamental ha cambiado. Podríamos preguntarnos entonces: ¿ha cambiado el valor de la obra de Menéndez Pelayo, o el espíritu de quienes la comentan? Mientras no se pruebe lo contrario es de suponer sea lo último lo que ha cambiado.

El pensamiento fundamental de la obra de Menéndez Pelayo, tantas veces repetido por Maeztu, es el siguiente: un pueblo nuevo puede improvisarlo todo menos la cultura intelectual. Un pueblo viejo no puede renunciar a la suya sin extinguir la parte más noble de su vida y caer en una segunda infancia muy próxima a la imbecilidad senil. Donde no se conserve piadosamente la herencia del pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora.

No se llame nadie a engaño. Este pensamiento fundamental supone, una línea, una trayectoria, una decisión, un estilo. Al menos, un inventario luminoso del que se excluyen algunos heterodoxos que si bien salieron de nosotros, como él decía, no eran de los nuestros. «Nuestra España –que se calificó por ser un estilo, según Menéndez Pelayo–, es hoy la cosa menos estilizada del mundo», decía José Antonio en aquellos años republicanos. Y más tarde, en los años primeros de la postguerra, una voz doblemente autorizada, desde el Ministerio de Educación Nacional, sentaba las bases para reconstruir aquel plano maravilloso de nuestra patria que llevaba Menéndez Pelayo en su cerebro. Por condensar ese estilo, y realizar ese plan, Menéndez Pelayo no fue un nacionalista mezquino, ni un espíritu angosto o casticista. Fue un celoso defensor de la Tradición. Y por conservar ese estilo que condensa una gran eficacia renovadora se sacrificaron en nuestra patria muchas vidas valiosas y viven otras muchas dispuestas a no dejarse arrebatar de las manos una gran iniciativa histórica.

«El Tradicionalismo –decía d'Ors–, nadie lo ignora, constituyó el sentido fundamental de la obra, como de la vida del autor de la «Ciencia española». Conviene, con todo, recoger y consignar cuál fue la matización especial de ese tradicionalismo; nunca superficial, nunca pintoresco, nunca casticista ni anacrónico; atento a los valores universales de España, no a sus singularidades de carácter, buscando heroicamente aquello que exalta en nosotros la unidad y la intervención en la tarea ecuménica de la cultura, en la aristocracia de la europeidad; no lo [25] que puede estigmatizarnos con una condena a la dispersión, a la excepción, a la extravagancia, a sumergirnos en la africanidad, bienquista a los Keiserling o a los Unamunos».

Por algo, de Menéndez Pelayo puede decirse lo que se afirma de nuestros pensadores de significación tradicionalista, que cuando encuentran eco en Europa, lo encuentran siempre bajo un signo europeo, en contraste con lo que sucede con otras figuras de nuestros últimos tiempos, que cuando logran acogida en Europa la logran precisamente bajo el signo de su «españolismo».

Menéndez Pelayo ha sido uno de los pocos nombres que sectores bastante caracterizados de nuestra vida intelectual, no han podido silenciar. Su figura es como una roca de granito en las letras hispanas y era preciso ser ciego para negar su existencia. Las campañas de silencio contra él, no podían surtir efecto alguno; pero sí, las bombas de humo lanzadas con asombrosa habilidad desde un viejo feudo, que en nuestro país monopoliza el bulo y la cita insidiosa. Lo más grave es la capacidad de asimilación y de repetición de los que precisamente son devotos suyos. ¡Cuántas veces se ha dicho y se ha repetido, que don Marcelino fue tan sólo un erudito! Y cuán poco ha corrido lo que de él decía su gran amigo, el novelista Pereda: «es el único sabio injerto en alma de artista». Y un gran artista tenía que ser quien hizo lo que él hizo, con el ímpetu sagrado del que se han de nutrir los pueblos. «Impetus ille sacer, qui vatum pectora nutri», de que hablaba Ovidio.

 


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Vicente Marrero Suárez
Punta Europa
1950-1959
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