Punta Europa
Madrid, enero 1956
número 1
páginas 71-84

Juan R. Sepich

Catedrático de Filosofía en la
Universidad de La Plata (Argentina)

Itinerario de Hispanoamérica
 

La marcha de nuestra América encuentra, en su camino, esta situación: ¿se, aleja o se acerca a Europa; se, acerca o se aleja, en particular, de España? Queremos anotar algunos pensamientos al respecto; los indispensables para que el tema de las relaciones de nuestra América con Europa y nominalmente con España, no se transforme en charla insustancial o actividad de dudosa sinceridad.

¿En qué consiste este problema? En saber si la unidad espiritual y cultural de Hispanoamérica y Europa –particularmente España– es algo sobre lo que se puede contar como base, de una convergencia de caminos o simplemente un tópico retórico más.

El proceso y sus categorías

La unidad de Europa e Hispanoamérica suele darse como asentada en la historia espiritual y cultural de ambas. Es indispensable partir de la historia sin concebirla como una fábula a la cual forzosamente le ha de seguir una moraleja. Moralizar la historia para pretender luego convertirla en una prescripción para el futuro o un deber para los tiempos que deben seguir, sobrepasa las fuerzas deductivas e inductivas de la historia. Ni es una fábula que dé [72] necesariamente de sí una moraleja; ni una ciencia pura que partiendo de principios generales puede deducir indefinidamente conclusiones de los mismos, porque ellas no son más que derivaciones de las reglas de racionalidad a que todo objeto se debe ajustar para poder entrar en relación con el saber del hombre. La historia no se rige por la mera lógica; ni la vida que se desarrolla y de la cual se hace eco la historia, es una mera derivación del pasado. Por eso decimos que la vida humana no puede vivir sólo del pasado porque es una energía o desenvolvimiento. El pasado hay que comprenderlo. Pero no constituye todo el hombre. Este es, más bien, su desarrollo, su posibilidad; es decir, su poder efectivo de ser eso mismo que tenemos delante como ideal para el cual hay en nosotros fuerzas de realización.

Semejante posibilidad se desenvuelve y se traduce en desarrollo de la conciencia. ¿En qué consiste? La conciencia es la característica humana de asimilar las cosas por la comprensión; la cual nos capacita para ser creadores de nuestro propio ideal representado en esa misma comprensión.

Ni el pasado ni la historia que lo narra, pueden dar la regla y prescribir el itinerario de una vida. Semejante principio vale tanto para los individuos como para los pueblos; es una regla política, en el sentido más hondo de la palabra; a saber, en cuanto se refiere a la condición solidaria de la vida humana. Esto significa que no se puede soñar con fórmulas definitivas de esas que dispensan del trabajo permanente de crear cada vez, las soluciones adecuadas al tiempo, a las circunstancias y a los hombres cuyas vidas trata de canalizar.

* * *

De un pasado que fácilmente se da como unidad, después de haber pasado por el tamiz de los conceptos históricos abstractos, se llega insensiblemente a la unidad espiritual y cultural de Europa e Hispanoamérica. Es el caso [73] que esta última, tomada en bloque, tiene sus valoraciones, sus preferencias y sus situaciones distintas. Se diferencian de las de Europa como las ramas de un mismo árbol o como dos hermanas de una misma familia Las valoraciones, preferencias y situaciones son verdaderas categorías de la existencia humana. Son distintas kat'enérgueia –que diría Aristóteles– aunque puedan ser iguales kat'ousian. «C'est le ton qui fait la chanson».

Las categorías de la vida histórica o temporal del hombre, las que hemos anotado, responden a una distinta etapa de la conciencia en su desarrollo. Cada etapa es una medida, condición y resultado de un tiempo distinto. El tiempo distinto no es solamente una diversidad cronológica o meramente, cuantitativa sino una diferencia cualitativa. Un mes consta de treinta días; todo mes puede constar de treinta días. Pero no es lo mismo un mes de cautiverio, que un mes de libertad. Las etapas de la conciencia son tiempos cualitativos y no meras distancias cuantitativas.

Los tiempos hispanoamericanos son indiscutiblemente diferentes de los europeos. La comprobación de tales diferencias tiene aquí el valor de una simple compulsa de hechos sin carácter de estimación alguna.

Diferencias de itinerario

Hispanoamericanos y europeos sabemos muy poco, los unos de los otros. A los europeos les interesa menos Hispanoamérica que Europa; y es razonable que así sea. Con los hispanoamericanos sucede algo semejante aunque no en igual medida y no en todos los casos. Pero caracteriza a los hispanoamericanos el hecho de que conocen, además, muy poco acerca de sí mismos y de Hispanoamérica. Mientras no se sobrepase esta barrera de mutua ignorancia o desconocimiento –que reconoce como una de sus raíces a la indiferencia– [74] ¿cómo se puede hablar de unidad, concordancia o disonancia; cómo se puede pretender una cooperación o temer una lucha contra ambos mundos y entre lo que ambos mundos representan?

¿Tiene, acaso, sentido hablar de destinos comunes o diversos; de empresas iguales, semejantes u opuestas?

No es menester ejemplificar; pero no estarán de más algunos puntos que hagan ver el objeto a que se dirigen estas reflexiones.

Los hombres de Europa demasiado tienen de qué ocuparse para distraer su tiempo en averiguar las categorías sobre que se asienta la vida hispanoamericana. Tal es la confesión paladina de no pocos de ellos. Actitud, por otra parte, perfectamente comprensible. La curiosidad de los hispanoamericanos por Europa no siempre encuentra un cauce posible para discurrir por él.

El tiempo tiene sentido distinto para unos y otros. Para los europeos pesa como una herencia que se posee y de la que se está legítimamente orgulloso; para los hispanoamericanos el tiempo es más una puerta hacia el futuro que hacia el pasado; de todos modos es siempre una línea que gira alrededor de nosotros pero no dibuja un círculo que se cierra sino una espiral abierta hacia adelante.

Unos y otros tenemos comprensión –etapa de conciencia y de desarrollo– diversa de lo que importan v. gr. la libertad y las formas políticas mayoritarias o populares, denominadas democracias.

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Tales juicios no establecen ninguna pretensión de superioridad de unos sobre otros; aun cuando es imposible negar que la inmensa mayoría de los europeos y una parte de los hispanoamericanos, lo creen así a favor de Europa mientras el resto lo piensa, en sentido contrario.

Aquí resulta absurda pretensión establecer semejante jerarquía porque desde el supuesto del desconocimiento no se puede inferir ninguna conclusión. Mientras no sepamos [75] qué y cómo somos, no encontraremos el término indispensable en función del cual establecer la comparación. por otra parte, parece completamente ociosa semejante cuestión.

Por fortuna la especie de los que se atrincheran en la actitud de querer dirimir acerca de esta prelación, parece tener una clara tendencia a extinguirse. El correcto criterio tiende a aceptar la diferencia de donde puede venir una complementación, con preferencia a establecer una prelación que corre el riesgo de encender una ruinosa emulación, más negativa que creadora.

* * *

No puede negarse que un pleito entre Hispanoamérica y Europa se insinúa; cuando menos por el hecho de que la creciente preponderancia de la América sajona trae aparejada, de alguna manera que no es del caso tratar aquí, la inclusión de Hispanoamérica. La solución del pleito no puede prescindir de la comprensión. Comprensión que ha de incidir en los estados y estadios de conciencia de ambas partes.

Una tarea de esta especie apunta, a la vida de la Universidad. Si hay alguna institución a quien pueda competir semejante misión no puede ser otra que la Universidad. La Universidad a que me refiero no es la institución en cuanto tal; institución excesivamente gravitada por los intereses estrictamente estatales que la impiden desenvolver su acción comprensiva detergente, en el campo de las relaciones entre los núcleos humanos. La Universidad es el grupo de hombres de la Universidad; de los que han sido formados por ella, estén o no, en sus aulas o en los cuadros de su cuerpo profesoral. A estos hombres les toca la tarea de abrir el surco ajeno en donde se puede sembrar la semilla propia. Antaño las Universidades fueron madres y mentoras de pueblos; hogaño son apenas, en una parte demasiado grande para no preocupar la atención de los reflexivos, un apéndice administrativo, del Ejecutivo de los Estados. [76]

* * *

No faltan quienes se niegan a aceptar semejante planteo porque no creen que nuestros dos mundos sean diferentes, tengan un itinerario propio, y estén enfrentados como partes de un todo que busca su equilibrio y su unidad en la diversidad.

Sin embargo es una regla normal de juego el que se pongan tan claras las disidencias como las consonancias; puesto que de otro modo resulta impracticable toda recíproca comprensión.

Algunos aspectos, sin embargo, ponen fuera de duda la existencia de tales matices diferentes. Los matices, no por serlo, dejan de desempeñar un papel tan preponderante como los colores mismos, de los cuales son matices.

El peso de la tradición y del asentamiento de los por así llamarlos, valores, tiene en Europa una influencia que se desconoce en Hispanoamérica. Creo ver en ello simplemente un hecho innegable.

Semejante diferencia de densidad en la realización de los valores, lleva no pocas veces a la conclusión –a nuestro juicio precipitada– de que nuestra realidad hispano-americana es una forma que debe aspirar a ser abandonada para dirigirse, decididamente, a una manera que reitere –en su posible proporción– el módulo europeo.

Los hispanoamericanos, por ejemplo, se encuentran en un proceso que lleva a una manera de ver y tratar la vida, el mundo, el tiempo, la riqueza, el poder, &c., menos maniquea de la que nos tocó en suerte al comenzar nuestro itinerario histórico.

Esta diferencia hace que se nos juzgue, a veces y a voces, como poco austeros o recios en la contextura de nuestro espíritu y de nuestra conducta.

Desde este punto de partida se mira la condición hispanoamericana o bien como una evasión que se busca para eludir el esfuerzo, de tender a lo más digno; o bien como una forma o módulo provisorio que hay que abandonar por [77] ser de no aceptable jerarquía en la construcción del noble edificio de la cultura universal.

Para los hispanoamericanos, en cambio, su módulo viene avalado por la reflexión y por la experiencia. La reflexión, hace comprender que la medida del hombre no la da sólo la razón lógica sino la totalidad de la estructura humana; y la experiencia, nos ha adoctrinado acerca de los estériles sufrimientos que provienen de una maniquea concepción de las cosas. Así, por ejemplo, el poder y la riqueza, que tanta bienandanza pueden traer y traen al hombre, o se toman con un cierto amor reverencial; y entonces son instrumentos de servicio y elevación; o se toman simplemente con amor concupiscente o de deseos; y entonces, a pesar del desprecio conceptual y teórico que de ellos se tenga, se convierten en instrumentos de servidumbre y corrupción de lo más alto como de lo más bajo.

Los hispanoamericanos hemos tenido experiencia de lo que significa enseñar a despreciar teóricamente el dinero y el poder, como cosas deleznables; y el haber soportado las consecuencias del amor al dinero, así tratado y del poder así concebido. Lo uno ha dado la esclavización del hombre por el hombre; y el otro, la corrupción de las jerarquías políticas y religiosas.

Por otra parte, el espectáculo no es sólo de Hispanoamérica sino también, y quizá en mayor medida, de Europa entera. Los tiempos también enseñan a los hispanoamericanos. El reproche de materialistas o faltos de austeridad debiera, quizá, convertirse en el elogio de una mayor pureza y sinceridad.

La valoración del hombre no es una pura utopía; es el único soporte que significa una cultura. Para llegar a establecer una tabla de excelencias que el tiempo de nuestra bisoñez no nos permite, tal vez sea necesaria esa manera de dar de mano a formas y fórmulas que no conservan nada auténtico; a no ser el nombre que les viene de una tradición cuya esencia se ha evaporado, como el perfume de un frasco que permanece abierto largo tiempo. [78] Las formas constituyen otro capítulo de reproches. Hispanoamérica se salta «a la torera» muchos formulismos que serían venerables si en sus pliegues estuviera la Honestas que hace valiosa la conducta de los hombres.

Tal vez Europa tiene más abierto que Hispanoamérica el acceso a las fuentes de lo fundamental; porque el tesoro de los siglos le pertenece de una manera y a un título distinto del de Hispanoamérica. La preterición de los venerables formulismos por parte de los hispanoamericanos se debe a un estadio de conciencia otro que el de los europeos. Estos, tienen lo fundamental al alcance de la mano; aquéllos que han de recuperarlo con el esfuerzo de una comprensión que tiene que abrirse camino. En esta coyuntura, en que no se puede tenerlo todo, hay que optar por lo fundamental con involuntaria preterición de las formas y formulismos.

* * *

Las fuerzas que representan estas diversas categorías –configuradoras de diferentes estadios de conciencia o etapas de su itinerario– son las energías que separan o tienden a separar a Hispanoamérica de Europa, pues tienden a crear dos modos diversos de vida espiritual y cultural.

El rumbo de ambos itinerarios se separa sin que ello signifique un deseo de retrogradar en la tabla de las excelencias universales ni entregarse a una autarquía negativa y absurda.

No han faltado ni faltan, por desgracia, quienes así lo han intentado. La mayor o menor difusión de semejante tendencia ha podido surgir como el movimiento opuesto de un péndulo que había sido violentamente llevado al extremo contrario.

El título que Hispanoamérica tiene a poseer la iniciativa de un módulo acorde con su comprensión y su estado, de desarrollo de conciencia, nace del hecho de ser hombres sus hijos, igual que los demás. El haber nacido y nacido en nuestro tiempo nos da derecho a tener el destino de nuestro [79] tiempo y poder dar el testimonio que cuadra a nuestro deber en este tiempo.

No concebimos el tiempo como una estructura rígida en la que cabe una fracción unívoca de ideal, como si se tratara de magnitudes unívocas sólo diferenciadas por la cantidad; algo así como si el ideal fuera un kilómetro, y cada época sólo una vara que habría de reiterarse para alcanzar identidad de longitud con él.

Cada tiempo, cualitativamente, considerado, tiene su propia medida y no es una rígida mensura que se llena con un indeterminado contenido abstracto y eternamente igual para todos y para siempre.

Dos tiempos cualitativamente diferentes pueden ser cronológicamente simultáneos.

Conjunción o colisión de Hispanoamérica y Europa

Una conjunción o colisión de Hispanoamérica y Europa sólo es comprensible en función de las categorías antedichas. Ellas pueden actuar como fuerzas de separación o de complementación. De allí ha de nacer la perspectiva de una síntesis de la historia que acopla tiempos diversos en la simultaneidad de un mismo transcurso.

Dichas fuerzas o valores son de doble condición: espirituales y materiales.

Se desenfoca completamente el problema sobre el que queremos reflexionar, si los valores se cosifican. La reducción de ellos a una res que se coloca ante el hombre como materia de una experiencia espontánea, es lo que hace imposible acertar con una conducta en lo tocante a las relaciones de los itinerarios de Europa e Hispanoamérica.

Valor es la medida en que un objeto –objeto que por serlo, ha de reflejarse en la conciencia– interesa o afecta a un sujeto. El sujeto es una conciencia. A los valores [80] espirituales pertenecen, entre otros, la religión, la filosofía, la literatura, el arte, el lenguaje, etcétera.

A los materiales pertenecen, la tierra, el trabajo como esfuerzo físico, la riqueza, el nivel de vida, etcétera.

De nada vale encarar la discusión teórica o abstracta de esas jerarquías o excelencias. Esa ocupación académica tiene su humano valor constructivo condicionado a la estimación pragmática en el terreno de la realización y uso; es decir, en tanto esas excelencias son susceptibles –kat'enégueia– de ser encarnadas en lo humano a través de la actitud de conciencia y de la conducta moral.

Esto se comprende, v. gr., de la religión con bastante claridad; si la religión se encarna en las conciencias no como su energía transformante sino para enervar las conciencias, en lugar de un valor, su acción se torna antivalor.

Se puede coincidir totalmente en la apreciación conceptual abstracta de las excelencias que repercuten en la existencia humana. Pero es menester convergencia en la estimación energética o pragmática para que resulte una consonancia histórica de dos formas de vida. La regla puede ser la misma; pero no habrá conjunción si los estilos son opuestos además de diversos.

Lo problemático en el itinerario de los pueblos es su fidelidad esencial en este mundo y en el tiempo que le toca a cada uno de ellos. La eternidad no es problema; es misterio.

* * *

La base de toda conjunción o colisión es la conciencia. Todo valor –sea cual fuere, su nivel abstracto– cuenta como fuerza creadora auténtica en la vocación de los pueblos, en la medida en que pasa a la conciencia y actúa a través de la conciencia.

Por ende, la libertad es el carácter esencial que reviste la encarnación de cualquier valor. Porque la [81] conciencia humana tiene, junto con la inmanencia, la libertad, como señal.

Todo lo que carece de esta doble categoría –conciencia y libertad– puede ser orden; pero no puede ser humano. Por tanto no es del resorte de la vocación humana. La regla vale tanto para el individuo como para los pueblos.

Tanto como la anterior vale esta otra norma: lo fundamental no puede ser sacrificado a lo accidental y derivado; ni el contenido a la forma. Una cultura no tiene forzosamente que ser idéntica en sus formas aunque deba serlo en la dignidad de una misma excelencia, considerada en su concepto abstracto. Por último, toda valoración de lo fundamental se hace teniendo en cuenta las condiciones temporales: la época y las circunstancias del hombre (país, tiempo, momento histórico, situación real de desarrollo, &c.). El valor de una excelencia o jerarquía depende del momento por el que pasa; esto es, por su mayor o menor grado de incorporación a la conciencia. Un valor que no tenga vigencia, a pesar de su nivel más alto, cuenta menos en el orden de la existencia; pues su teórica superioridad no existe más que en el orden de los conceptos.

Las distintas formas de una misma «idea» no significan bajo ningún concepto la eliminación del esfuerzo de cooperación; pero tampoco exige que una de ellas sea violentamente impuesta a las demás.

Realizar una convivencia no significa alcanzar una unificación por identidad. La convivencia humana es tal que en ella podemos vivir y obrar juntos sin ser idénticos ni pensar de la misma manera.

Si se reprocha a Hispanoamérica ser hija de su tiempo, no se adquiere por eso derecho a desecharla. Si no se es hijo de su tiempo no se es nada.

El pensamiento y la conducta del hombre son la expresión verídica de un alma atenta; al menos pueden y deben serlo. Si el pensamiento y la vida son el eco de las necesidades [82] humanas de un tiempo, de sus incertidumbres y certidumbres; de sus problemas y posibilidades, se convierten en la legítima solución que esa época puede dar a la forma de vida humana. Por solo ese hecho, tiene acreditada su validez en la historia y el respeto a su vigencia.

Hispanoamérica y España

Si pasamos al campo de las relaciones entre Hispanoamérica y España, nuestra reflexión se puede concretar a líneas muy precisas.

Tropezamos primeramente con el vocablo Hispanidad. Las congruencias indican que el sentido de esta palabra es el siguiente: la Hispanidad es América. Esta delimitación no excluye la presencia de España. América es la Hispanidad en cuanto es la obra de España en estas tierras. España crea la Hispanidad; es su obra. Pero se trata de una obra viva y no de una obra muerta o rígida. La vida que le ha sido conferida a la Hispanidad, sigue el ritmo de su propio desenvolvimiento.

En España no faltan quienes piensen que esta obra de España fue, si no un yerro, sí un esfuerzo que agotó a España de tal manera que su situación actual no es otra cosa que el resultado de aquel agotamiento. La empresa americana era demasiado para un solo país. Por eso no pudo llevarse a su madurez. De semejante planteo es comprensible que surja esta conclusión: los españoles no pueden ocuparse de América o de la Hispanidad. Sobrada tarea tienen con resolver sus propios problemas como para pretender echarse encima también los de aquellas tierras.

De esta actitud nace la despreocupación o el alejarse del conocimiento de las cosas de Hispanoamérica.

Contrariamente a esta actitud y concepto del problema de las relaciones entre Hispanoamérica y España, está el opuesto que cree en la absoluta identidad de ambas cosas. La verdad es que Hispanoamérica cambia porque los tiempos cambian. [83] Esta relativización no es agnóstica. Un campo a cuya vera pasa una carretera principal o un ferrocarril aumenta su valor con relación al tiempo en que ninguna de ambas cosas sucedían. El cambio de los tiempos significa que se modifican las circunstancias del hombre; por consiguiente, también las condiciones en que su actitud espiritual y su itinerario han de tomar forma.

Las formas de los valores y el tono de los mismos –que llamamos estilo de vida o formas de ser– no son cosas transplantables. Por ahí empieza la ruptura de la unicidad. El plano de la conciencia y de la acción, al modificarse los tiempos, modifica sus contornos y sus resultados. Cada una de las formas empieza a vivir su vida propia.

Los que creen que toda convergencia es imposible como los que creen que toda identidad es real entre ambos mundos, cometen el mismo, error: desconocerse.

Si este problema de las relaciones entre Hispanoamérica y España ha de tener una solución debe comenzar por el estudio monográfico recíproco de la vida de ambos mundos. Estudio que de ser realizado por los estudiosos de ambas partes con el mismo profundo interés que despiertan las cosas fundamentales que nos afectan de cerca.

No se puede basar una relación eficaz sobre esquemas que no responden a la realidad situacional de ambos mundos. La Hispanidad vive de realidades y no de abstracciones.

Las formas de vida son el resultado de la conciencia libre. La conciencia opera el sentido; la libertad realiza la energía que late en el hombre para ser el artífice de su propio destino.

La comprensión de las formas de vida atañe tanto al terreno religioso cuanto al campo del pensamiento filosófico, científico, de la actividad económica. Las energías representadas por esos pensamientos son las fuerzas capaces de unirnos y separarnos.

El tiempo de resolver esta cuestión siempre es propicio. Nunca es tarde cuando el hombre dispone de su conciencia [84] y de su libertad. Pero también es verdad que cada vez queda menos coyuntura propicia para una tarea de la que es menester saber si es una utopía, una ucronía o una posibilidad abierta en el horizonte de Hispanoamérica y de España.

Nuestra hora nos dice que el itinerario de Hispanoamérica se orienta continentalmente. Se pueden presentar estas tres situaciones: el prescindir nuestros mundos, el uno del otro, la ausencia inesperada, del uno en el otro; la posición contrapuesta del uno contra el otro.

Para cada una de estas posiciones se puede tener una actitud agresiva, de preocupación o de indiferencia. Para que se establezca diálogo fecundo es menester que se anude una amistad ciudadana. El carcelero que habla con su prisionero, no dialoga.

Se trata de abrir nuestro espíritu a toda comprensión sin renunciar a nuestra propia vocación. Hispanoamérica no puede vivir de «slogans», esquemas o del simple pasado.

Que España sea punta de Europa para Hispanoamérica, exige que una recíproca y espontánea comprensión de sus mejores hombres –por encima de las reticencias estatales– empiece por abrir de nuevo las rutas del nuevo mundo hasta encontrarse con el punto en que el itinerario de Hispanoamérica se cruza con el de Europa.

 


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Juan Ramón Sepich Lange
Punta Europa
1950-1959
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