Ramón Anaya
Pasión, sin muerte, del teatro lírico español
(Diálogo por correspondencia con un músico joven)
Nos escribe usted desde una provincia. Sus afirmaciones no sólo tienen valor por certeras sino porque en este caso reflejan inquietudes y adanes de esta nueva generación intelectual española que forcejea con la mordaza y que se nos aparece resuelta a vivir y a crear.
«La zarzuela muere –nos dice. Pero no muere de muerte natural sino asesinada por los que se titulan a sí mismos “cultivadores del género”. No se puede mantener un género en los mismos moldes de hace cien años: el tenos y la tiple que a través de un parlamento dicho con afectación van a parar al duo de amor; el coro que con incomprensible unanimidad afirma y subraya iguales vaciedades que los personajes centrales; asuntos en los que brillan por su ausencia los problemas actuales del pueblo; un género, en fin en el cual la juventud no encuentra alicientes».
Me estoy oyendo y estoy oyendo a los músicos, autores y periodistas jóvenes que antes de nuestra guerra reclamábamos a voces la renovación del teatro lírico español, indispensable desde que sobrepasado por la vida, se agotó lo que pudiéramos llamar cielo o modo de hacer de Apolo. Con afirmaciones semejantes a las que usted hace llenó el esto escribe columnas y más columnas de los periódicos madrileños entre 1929 y 1936. Y como nosotros teníamos razón entonces y usted y los que como usted piensan la tienen ahora, esto quiere decir que la decadencia y la decrepitud de la zarzuela y del teatro lírico en general no han hecho más que acentuarse en estos años como no podía ser por menos bajo un régimen de regresión que encarna cuanto de viejo y podrido hay en España.
Faltos de pan, millones de trabajadores, empleados inclusive –y la zarzuela fue siempre nuestro género teatral más popular– apenas pueden asomarse a los teatros. Empobrecidas, las clases medias han de espaciar también sus contactos con las taquillas. Tan dramática realidad agrava indudablemente la crisis del teatro lírico y del teatro sin adjetivos diferenciales del cine norteamericano también influye en ella. Pero no es sólo eso, no es sólo eso. En los años anteriores a la guerra el poder adquisitivo de cuantos viven de su trabajo era cuatro veces mayor que hoy y ya nos enfrentábamos a una amenazadora crisis del teatro lírico. ¿Cuáles eran, pues, las causas originarías de ese creciente desamor de los públicos a la zarzuela? ¿Dónde debemos encontrarlas hoy tras atribuir a la miseria del pueblo la parte tan importante que le corresponde en esta calamitosa postración de la zarzuela? Las hallaremos, no cabe duda, en ese estancamiento, en esa decrepitud del género de que en común hablábamos más arriba. Las hallaremos en su falta de auténtica savia popular y en la baja calidad artística de las obras, salvo excepciones que a lo largo de cinco lustros pueden contarse con los dedos de ambas manos y sobran dedos.
Pero esta afirmación general exige algunas puntualizaciones. Usted las hace. Yo también quiero hacerlas. Mejor dicho, abundar en las suyas, discurrir en torno a las suyas. Veamos.
Vejez del contenido y de la forma: los libretos
Circunscribámonos a esos veinticinco años últimos. Porque ellos son los que nos interesan para nuestro examen y con ellos nos basta y nos sobra para saber dónde estamos y cómo hemos llegado hasta aquí. Si fuéramos más atrás no tardaríamos en toparnos con el llamado género chico, no tan chico puesto que en su conjunto forma uno de los ciclos históricos del teatro español, pero no tan excelente como se nos quiere hacer creer y, desde luego, mucho menos auténticamente popular de lo que a simple vista parece. Si nos ha dejado –sobre todo en lo que a la música se refiere– pequeñas joyas de valor estimable, la mayoría de sus libretos estaban impregnados de la mentalidad reaccionaria de las clases dominantes y fueron concebidos para la mentalidad acomodaticia y tímida de las clases medias de la época, tal vez algún día tengamos ocasión de intentar un examen del género chico desde nuestro punto de vista materialista. Por hoy atengámonos a los cinco últimos lustros.
Repasando títulos se queda uno pasmado de la vaciedad, de la inanidad de los asuntos. Inútil buscar en esas obras uno solo de los problemas que angustian al pueblo, cierto. Es más, en la inmensa mayoría de ellas ni el menos exigente podrá encontrar un verdadero problema humano. Ni sentimientos populares ni costumbres populares actuales. Hace veinticinco años se hablaba ya de aldeanos de zarzuela, de soldados de zarzuela, de pescadores de zarzuela. Y se decía eso porque los campesinos, los soldados y los pescadores no eran, no son así, no tienen nada que ver con esos fantoches que aparecen en nuestras obras líricas.
El maestro Vives, acaso el espíritu más cultivado y fino de nuestro teatro lírico moderno, intentó salir de ese reino de la tontería y de la nada y como es sabido se hizo adaptar dos obras famosas de Lope que se transformaron en «Doña Francisquita » y «La Villana». «Doña Francisquita» –asunto y partitura muy accesibles– tuvo el éxito de todos conocido y sigue tan pimpante y qalana como el primer día. «La Villana» tuvo vida corta. El gusto del público se hace o se deshace. Cuestión de educación. Y quienes tenían en sus manos el teatro en el aspecto económico y quienes en el artístico seguían sus directrices –muy pronto se confundieron unos y otros con la aparición de los autores empresarios– habían estragado ya demasiado el gusto de los espectadores. En lo que se refiere a los asuntos, como a todo lo demás, la zarzuela va hoy de mal en peor.
Naturalmente, la forma corre parejas con el contenido. La primera es fruto del segundo. Del ropaje literario (es un decir) con que la mayor parte de esas obras se visten más vale no hablar.
Todos los días nace a la vida una canción hermosa y todos los días se escriben en el mundo centenares de canciones mediocres o francamente bobas. Hablo de las letras. Pues bien, puede: usted creerme si le digo que en ninguna parte del mundo he oído cantables tan idiotas como las que oímos con demasiada frecuencia en nuestras zarzuelas y revistas al uso. No son los más desgraciadamente –aunque los encontremos en esta y en aquella obra, desde luego–los escritos con decoro, buen gusto y gracia cuando la situación lo requiere. En muchos casos se rima amor con dolor, corazón con ilusión, y así hasta que termina el número. Estos titulados cantables son ristras de palabras que no dicen nada, son despropósitos cantinflescos, son monstruos, en el sentido que se da a esta palabra en la jerga del oficio.
En cuanto a la construcción de las obras… A través de distintas épocas, incluido el primer tercio de nuestro siglo, en pocos países habrán construido los autores sus comedias con tanta habilidad como en España. Y esto se extiende a la zarzuela. Pero a fuerza de habilidad y picardía se ha ido cayendo en la carpintería más lamentable. El efectismo a toda costa, ha desplazado a la substancia; el artificio al arte. Y eso paga. Así vemos que tantas obras «muy de público» atraen cada vez menos público. Porque son artilugios vacíos o amontados para propagar falsedades, para adormecer al pueblo y en más de una ocasión para injuriarle.
Necesitamos libretos de zarzuela que aborden temas vivos, humanos, que reflejen los sentimientos del pueblo, sus luchas, sus aspiraciones, sus costumbres actuales, y permitan al compositor traducir todo eso en música. Algo puede hacerse hoy, intentarse hoy, pese al régimen y pese a las manos en que está el teatro. Y ese algo aunque sea leve, que necesariamente en esta circunstancia ha de serio, siempre tendrá una virtud: la de significar una pauta, una piedra o una china que cae en la charca.
Necesitamos también libretos de zarzuela que lleven a nupcias con la música los dramas y las comedias más progresivos y bellos de nuestro teatro clásico, romántico y moderno, gestas, tradiciones y leyendas populares. Esa florida y ancha senda a la que se asomó Vives en su último período está aún sin explorar. Y por ella, también puede hacerse algo. «Boris Godunov» y «El príncipe Igor» fueron escritos bajo los zares.
Yo creo que así, renovando su contenido, es como podremos renovar, para decirlo con palabras de usted «el aparato escénico y literario de la zarzuela humanizándolo y actualizándolo».
Las partituras
Dice usted que la mayoría de los compositores españoles dedicados en la actualidad al teatro lírico no hablan al corazón de los hombres. Sus partituras a lo sumo –y eso cuando no nos fastidian desde los primeros compases– nos hacen cosquillas un instante en la epidermis. Yo creo que si pocas veces alcanzan resonancia profunda en el alma del pueblo y vida duradera ello se debe a dos razones principales. Primera: porque carecen de auténtica savia popular. Señalando la extraordinaria riqueza y calidad del folklore español en lo que a canciones y danzas se refiere (sí, seguramente con el de los pueblos soviéticos, el más variado del mundo) dice usted, justamente, que se ha explotado muy poco y que los compositores españoles –no sólo los de zarzuela, claro está– «tienen ahí una fuente de inspiración que no aprovechan, unos porque la desconocen totalmente, otros porque no les resulta agradable ceder el 50 por 100 de sus derechos de autor al Estado, pues existe una disposición oficial que a esto obliga a los que utilizan en sus composiciones canciones populares». Esa disposición es, desde, luego, un disparate. Pero hay indudablemente desconocimiento y desdén que nacen a mi juicio del ambiente enrarecido, cada día más rutinario, más artificial, más carpinteril, y usted me entiende ,en que se desenvuelve el teatro. ¡Ah, el día que en nuestro teatro lírico se aproveche a fondo y dignamente, claro está, el inmenso folklore español, no sólo el andaluz sino el de Castilla y León, con el salmantino, tan delicado, tan melódico y tan hondo, con el montañés inagotable! «Quien crea la música –afirmaba Glinka– es el pueblo, y nosotros, los artistas, no hacemos otra cosa que arreglarla». Entendido esto en su sentido más vasto es verdad. A su manera, con su genio y con su música, nos lo han dicho también Falla, Albéniz, Granados y en la zarzuela Bárbieri, Chapín Chueca, Giménez, Vives, Bretón algunas veces. Serrano cuando se olvidaba del amaneramiento y el efectismo.
Segunda razón de la baja calidad de la mayoría de las partituras dadas a luz en los mencionados cinco lustros. En general no es música sincera. En ella se busca sobre todo el efectismo, la teatralidad, que se pegue, que los números se repitan tres o cuatro veces y si es posible que el público salga del teatro silbándolos y no es retruécano. Por ese camino llegamos a Guerrero y Alonso. Y han hecho escuela. Porque esa escuela es fácil. Pero claro, para que una música sea buena y se quede en el alma no basta con que se pegue; es necesario que emocione, que diga algo, que evoque, que sugiera… Así, de tanto escribir para la taquilla, se ha acabado por alejar al público de las taquillas. ¿Una variedad del formalismo? Pues sí y la más ramplona. Tanto que para no confundirnos yo la llamaría simplemente pedestrismo.
Los cantantes
Usted divide a los del día en dos grupos principales: las viejas glorias y los que pueden llegar a ser una gloria. Ley de vida, amigo. En todas partes, hasta en ese desván sin aire que es hoy nuestra bien amada zarzuela hay siempre algo que nace y algo que muere. Lo malo, dice usted, es que los primeros –a quienes todos respetamos por lo que han sido– continúan formando cabecera de cartel y temerosos de competencias, se rodean de elementos mediocres por aquello de que en tierra de ciegos… «Los cantantes del segundo grupo –añade– los que pueden dar esplendor al arte lírico no es fácil que lo consigan por no poder luchar contra los monopolios económicos (o de otra clase) que rodean a los del primero». ¡Primores del capitalismo en el teatro! En seguida hablaremos de ello y no sólo en relación con los cantantes. Para cerrar este capítulo sólo quisiera agregar que, a mi juicio, la renovación del teatro lírico español exigirá cierta renovación del estilo de cante al uso en la zarzuela. Formado en sus inicios no tanto en los modos populares como en el moldé italiano, aunque después se haya ido transformando y no siempre para ir a-mejor, hoy lo encontramos demasiado viciado y un poquillo «demodé». Yo creó que habrá que depurarlo de amaneramientos y trucos, del culto bobo al calderón y al agudo, hacerlo más natural, más sincero, más íntimo. También en ésto nos abrirán no pocos horizontes las maneras españolas populares de cantar. La cuestión, desde luego, está indisolublemente vinculada al carácter, al estilo de las partituras. Por eso esta renovación ha de ser principalmente obra de los músicos, consecuencia suya.
El por qué y el cómo
Hasta ahora casi no hemos hecho otra cosa que enumerar realidades sin entrar en el fondo de la cuestión. Y el fondo está aquí: ¿Por qué el teatro lírico español –como el resto de nuestro teatro, ni qué decir tiene– está cada día más alejado de los sentimientos y de los problemas del pueblo, por qué se cae a pedazos bajo el peso de la vejez y de la chabacanería?
Fundamentalmente por razones sociales y políticas. Fundamentalmente porque está en manos de las clases dominantes caducas, agotadas, interesadas en que el teatro no recoja ni un soló latido del pueblo, de cuanto hay de vivo en la sociedad española. Económicamente ellas tienen el teatro en sus manos. Por eso es imposible estrenar ninguna obra que sea trasunto fiel, franco, del alma del pueblo, de lo que el pueblo ama u odia, rechaza o anhela. Por eso los autores veteranos, aun los que podrían expresar alguna de esas palpitaciones del alma popular, han de escribir con falsilla, a gusto de esas clases y con el visto bueno del censor en última instancia. Por la misma razón, principalmente el acceso al teatro es tan difícil para los noveles.
Esas clases determinan por mil medios la orientación de las obras. A esas clases pertenecen o a ellas se deben los empresarios y no escaso número de los autores actuales. Otros autores –hablo de los que hoy tienen fácil acceso a los escenarios– si bien no han salido de las clases mencionadas están imbuidos de su ideología y de sus gustos. Otros más o menos radicalmente opuestos a la ideología oficial, escriben para poder estrenar obras «que no comprometan» y que por lo tanto al pueblo no le dicen nada. Debemos acercarnos más a estos últimos para hacerles comprender que ellos a su vez deben acercarse más al pueblo, que es quién les dará la libertad. Hay también, y cada día son más numerosos, los que no se acomodan, los que forcejean. Y no sólo jóvenes, como es bien sabido.
Ya en 1933, escribí yo en un periódico de Madrid que en España no habría verdadera renovación teatral sin una revolución profunda. Porque en aquellos años de conjunción republicano-socialista el teatro español seguía, en su conjunto, en manos de las clases reaccionarias.
Afortunadamente, y aunque parezca mentira, la zarzuela no ha muerto. ¡Asombrosa vitalidad la suya! Y es que está enraizada en la historia de nuestro teatro, es que está en la entraña del pueblo español. Y no creo que muera. Al contrario, estoy seguro de que renacerá renovada y pujante –como florecerán la ópera y la música sinfónica españolas de las cuales hablaremos otro día —cuando en España exista un régimen verdaderamente democrático, es decir un Estado democrático que conciba el teatro como una función social que impulse en él todo lo popular y auténticamente nacional, todo lo progresivo, y le ayude a desenterrar su viejo tesoro y a marchar hacia el porvenir, un Estado que libere al teatro del dominio de la dictadura, de las clases caducas, antipopulares; un Estado que, procurando no dañar los intereses legítimos de los empresarios– burguesía media en gran número –comprenda que el teatro es una cosa demasiado seria para dejarla exclusivamente en manos de aquellos.
Y ese renacimiento habrá de ser obra de los autores veteranos y jóvenes capaces de traducir en literatura y en música los sentimientos de nuestro pueblo, de continuar las mejores tradiciones de la zarzuela española y de hacerla avanzar creando obras líricas dignas de nuestra época. Ese renacimiento habrá de ser obra, también, de los intérpretes y de los críticos.