[Emilio Huguet del Villar]
Traducciones baratas
La industria del libro
Mientras los literatos españoles filosofan amargamente sobre la crisis del libro, varias empresas editoriales de Madrid y provincias, sobre todo de las ricas provincias del Este, han encontrado una verdadera mina en las traducciones. Como para la mayor parte de las obras extranjeras que eligen, no tienen que abonar derechos al autor, pueden inundar las librerías de volúmenes a peseta y a dos reales, que, ya vendidas en el país, ya exportadas a América, dan un excelente resultado mercantil.
Esta difusión de la producción literaria extranjera sería, indiscutiblemente y por completo un bien para nuestra cultura, con una sola condición, la de que las traducciones estuvieran bien hechas. Pero ésta es, precisamente, la condición que suele faltar.
Una de las mejores traducciones, o por lo menos de las menos censurables, que me han caído en las manos de algún tiempo a esta parte, es la de El amo del mar, novela del vizconde de Vogüe, que ha puesto en castellano D. José Plá y editado la casa Maucci de Barcelona.
Muy de intento elijo para botón de muestra una de las mejores, porque así podrá colegir el lector cómo serán la mayor parte.
En primer lugar, para traducir un libro hay que tener cultura suficiente para estar al tanto de lo que en él se trate. El Sr. Plá al citar (página 143) la jornada de Fornoue, parece ignorar que el lugar así traducido por los franceses y célebre por el desastre que en él padecieron las tropas de Carlos VIII, es conocido en la lengua respectiva y en la nuestra por Fornovo, sin que haya razón alguna para que lo designemos en francés. Al hablarnos (página 228) de la Escuela de Chartes, da lugar a que sospechemos que, en sentir del traductor, Chartes es una ciudad donde tal escuela se halla, cuando l'Ecole de Chartes, que no resulta sino a medio traducir, es una escuela de diplomática, es decir, que tiene por objeto el estudio de documentos históricos. Tampoco estoy conforme con esa Gran Grecia, traducción literal de Grande Gréce, que en español decimos Magna Grecia, y que designa el Sur de Italia que los griegos colonizaron; ni mucho menos con las Actas de los Apóstoles, que no son tales actas, sino actos o acciones, dos cosas que sólo se pueden confundir cuando no se tiene más base de conocimiento que una palabra francesa, actes, ambigua de género para el que ignora su significado.
Si el traductor hubiera estado familiarizado con la geografía del Mediterráneo y con la manera de designar islas en castellano, en modo alguno hubiera puesto (página 235) islas Lipari, sino islas de Lípari, con de y con acento.
Pero, aparte de los gazapos de este género, abro el libro por la página 223 y leo: «al día siguiente subió a Riom, en el tren de París», en lugar de «tomó en Riom el tren de París», y esto me demuestra que el traductor no ha dominado bastante en esta ocasión la lengua francesa; retrocedo a la página anterior y miro escrito: «en cuyas frases ...habían repentinas huidas», y como haber, usado impersonalmente, no tiene plural, claro me aparece que en este otro lugar le ha faltado dominio del castellano. Y, por si acaso dudo que tal cosa le pueda volver a ocurrir al traductor, hallo respuesta para uno y otro caso en la página 22, donde me salta a los ojos un porqué sin cabida posible en nuestra lengua, en la cual tenemos solamente porque (sin acento), conjunción causal, y por qué (separado), preposición y relativo neutro; y no muy lejos, un «pródigo con la pena», donde se da al francés peine una traducción puramente fonética y no la ideológica que es trabajo.
Si este análisis se siguiera haciendo, no sólo en la obra citada, sino en todas las traducciones baratas que diariamente inundan las librerías, más difícil sería encontrar un capítulo exento de pecado mortal, que les fue al cura y al barbero dar con un libro bueno en casa de Don Quijote.
Y nótese que hasta ahora no he hablado sino de lo elemental. Respecto a estilo y lenguaje, que es precisamente lo más esencial en literatura, hay que abstenerse de pedir gollerías por una peseta. Y en esto no se respeta ni a Rey ni a Roque. La idea que del delicado arte de D'Annunzio podemos tener merced a las traducciones que de sus obras se han hecho, es la que nos formaríamos de la belleza de una Clara Ward después que su rostro hubiera servido de campo de batalla a gastos enloquecidos.
Originariamente la producción intelectual fue la razón de ser de la industria tipográfica. Hoy el progreso ha invertido los términos. La calidad del contenido de un libro importa poco al editor, rara vez perito en el asunto. Su preocupación está en la cantidad de papel impreso que pueda vender.
Al original no se le concede en sí valor alguno. Hay editores que pagan veinticinco o treinta duros por traducción de una novela de trescientas cincuenta páginas; y de estos se dice que son gente de conciencia; pues otros fijan su tarifa en diez.
Mas, en mi concepto, esto no disculpa a los traductores. Los que sepan traducir y no quieran hacerlo por amor al arte, tienen el recurso de exigir condiciones mejores, y los que no sepan, el de dedicarse a otra cosa, con lo cual obligarían a los editores a dirigirse a los primeros.
Hasta hoy la crítica ha desdeñado el tomar en cuenta esta clase de libros. Yo creo, por el contrario, que pues son los que más circulan, debe dedicárseles preferente atención, y así prometo hacerlo por mi parte, siempre que tenga lugar para ello.
Y porque no se crea que estas líneas van enristradas contra una sola obra (que por otra parte he declarado ser de lo mejorcito de la clase), vaya para postres un recuerdo a la pequeña Biblioteca de Sociología que edita la casa Sopena, también de Barcelona, a cincuenta céntimos tomo. Abro el tercero, Por la paz perpetua, de Kant, y leo al principiar el artículo 2º Un estado no es ...un bien, voz que ha perdido ya en singular el sentido de propiedad. Y se me quitan las ganas de seguir leyendo, porque en obras filosóficas, se puede ser indulgente respecto del estilo, pero la exactitud del concepto debe ser rigurosa. Donde hoy se presenta a Kant como anarquista, nada me extrañaría que el día de mañana se atribuyera a Bakunin frases de adhesión a la iglesia romana.
Y a propósito de este último, yo rogaría al director de la citada biblioteca, que lo escribiera, sin o ni e. Los franceses lo hacen así porque la u tiene para ellos diferente sonido, y porque in a fin de palabra suena en, nasal, y así necesitan alterar en su ortografía loa apellidos rusos en in escribiendo Bakounine y Souvarine. Pero en castellano, ni sombra de necesidad tenemos de tales artificios, y para que la pronunciación resulte lo mismo que en ruso, debemos poner Bakunin y Suvarin.
Mucho más habría que decir de la ortografía, no sólo de los nombres rusos, sino de la mayor parte de los extranjeros, que siempre llegan a nosotros afrancesados, demostrando que las traducciones, llamadas del inglés, del alemán, del ruso, del noruego, por nuestros editores, no suelen serlo sino del francés casi exclusivamente.
Pero, como hay más días que longanizas, basta, por hoy, de traducciones.
Emilio H. DEL VILLAR