[ Edwin Elmore ]
Revista de Revistas
Ideas y Figuras, Madrid, Setiembre, 1918. Dirigida por el argentino Alberto Ghiraldo, espíritu libérrimo y sólido carácter, aunque tal vez tocado un tanto de jacobinismo, esta publicación es una de las que propagan doctrinas e ideas con mayor vivacidad en la Península; acaso sólo pueda comparársela, en este sentido con España, semanario, éste, de mayor vigor y riqueza intelectual, del que algún día hemos de ocuparnos.
Reproducimos hoy el siguiente artículo de José Ortega y Gasset, ya tan vivo en el pensamiento de nuestro público intelectual su nombre, que no precisa añadirle los calificativos que por estricta justicia le dieran realce.
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Épica
«Lo que el lector de la pasada centuria buscaba tras el título «novela» no tiene nada que ver con lo que la edad antigua buscaba en la épica. Hacer de ésta derivarse aquélla, es cerrarnos el camino para comprender las vicisitudes del género novelesco, dado que por tal entendamos principalmente la evolución literaria que vino a madurar en la novela del siglo XIX.
Novela y épica son justamente lo contrario. El tema de la épica es el pasado como tal pasado: háblasenos en ella de un mundo que fue y concluyó, de una edad mítica cuya antigüedad no es del mismo modo un pretérito que lo es cualquier tiempo histórico remoto. Cierto que la piedad local fue tendiendo unos hilos tenues entre los hombres y dioses homéricos y los ciudadanos del presente; pero esta red de tradiciones genealógicas no logra hacer viable la distancia absoluta que existe entre el ayer mítico y el hoy real. Por muchos ayer reales que interpolemos, el orbe habitado por los Aquiles y los Agamenón no tiene comunicación con nuestra existencia y no podemos llegar a ellos paso a paso, desandando el camino hacia atrás que el tiempo abrió hacia adelante. El pasado épico no es nuestro pasado. Nuestro pasado no repugna [74] que lo consideremos como habiendo sido presente alguna vez. Mas el pasado épico huye de todo presente, y cuando queremos con la reminiscencia llegarnos hasta él, se aleja de nosotros galopando como loe caballos de Diómedes, y mantiene una eterna, idéntica distancia. No es, no, el pasado del recuerdo, sino un pasado ideal.
Si el poeta pide a la Mneme, a la Memoria, que le haga saber los dolores aqueos, no acude a su memoria subjetiva sino a una fuerza cósmica de recordar, que supone latiendo en el universo. La Mneme no es la reminiscencia del individuo sino un poder elemental.
Esta esencial lejanía de lo legendario, libra a los objetos épicos de la corrupción. La misma causa que nos impide acercarlos demasiado a nosotros y proporcionarles una excesiva juventud –la de lo presente–, conserva sus cuerpos inmunes a la obra de la vejez. Y el eterno frescor y la sobria fragancia perenne de los cantos homéricos, más bien que una tenaz juventud, significan la incapacidad de envejecer. Porque la vejez no lo sería si se detuviera. Las cosas se hacen viejas porque cada hora, al transcurrir, las aleja más de nosotros, y esto indefinidamente. Lo viejo es cada vez más viejo. Aquiles, empero, está a igual distancia de nosotros que de Platón.»
Esta última frase: «Aquiles, empero, está a igual distancia de nosotros que de Platón», resume el pensamiento íntimo de Ortega en la redacción de la viva y fluyente nota que hemos transcrito. La eternidad de lo clásico, de lo ideal, es una de las preocupaciones constantes del perspicacísimo pero desigual –acaso sea esto una cualidad, un signo de vitalidad y de riqueza interior– autor de «Meditaciones del Quijote». Hemos notado como característica en Ortega la tendencia a huir de lo común, de lo manido, no por prurito de elegancia o exquisitez, sino por espíritu de investigación positiva, por el deseo de estilizar lo más posible en el campo de las ideas, extrayendo éstas de la realidad viva y palpitante del momento, dándoles al mismo tiempo un sello definitivo. Tal es el secreto, a nuestro juicio de la originalidad de su literatura.