Filosofía en español 
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Lope Mateo

Vasconcelos y la Hispanidad

El mundo hispánico acaba de perder a uno de sus más recios puntales: José Vasconcelos, el insigne mejicano, filósofo, sociólogo y político, nacido en 1882 en Oaxaca. Hace unos cinco años tuve ocasión de conocerle en Madrid. Físicamente me pareció ya cansado, pero con energías todavía en el espíritu. Todo revelaba en él al gran señor del pensamiento, al escritor fundamental, al maestro sencillamente. Vasconcelos por su figura y por su obra era una de estas personas a las que cuadra el nombre de maestro, por las múltiples enseñanzas de su palabra. Era, me dijo, la sexta vez que visitaba a España. Había de ser la última.

Este admirable pensador de América gustaba de recorrer el solar hispánico para nutrir su espíritu con las recias vitaminas de una cultura intercontinental, que había salido de España. Vasconcelos había llegado a consolidar una síntesis definitiva del continente americano, destinado a regir el mundo, siempre que, en posesión de los últimos secretos de la técnica, no olvide el fermento religioso y moral. Ahí está uno de sus más originales libros, «La raza cósmica», para corroborarlo con apasionado amor. De ahí su vehemente sentimiento español, que en realidad era delirio de su naturaleza mejicana, con una demostración indeleble en su «Breve historia de México», que tiene a veces la grandeza y altura de un canto épico a la Hispanidad. Breve, digámoslo de paso, sólo en la concepción del autor, a través de la narración crítica de cuatro siglos. Porque por lo demás es un grueso volumen de apretada lección, donde se abarca desde el Descubrimiento hasta la caída de Plutarco Elías Calles, «jefe máximo de opereta», en calificación del autor.

No es Vasconcelos, a Dios gracias, un historiador de cuño eruditesco de los que se despepitan por la minucia cronológica de una fecha y se quedan tan a gusto con el dato y en el dato. El filósofo, el ensayista, el político, el escritor de raza afloran en esas páginas admirables, animadas por un espíritu profundo y lúcido, que confiere a su prosa la calidad de una obra de arte.

De Méjico nos interesa todo, dada su primogenitura en la gran herencia de la Hispanidad. En la órbita histórica de la Nueva España, hay, cómo no, puntos neurálgicos, como la conquista, desde el ángulo indigenista, y la emancipación, desde el ángulo metropolitano: dos piedras de toque del verdadero historiador, puesto en vilo ante dos conceptos de la cultura, ante dos actitudes del corazón. Aquí del sencillo y bravo Bernal Díaz del Castillo, con su castellanía de Medina del Campo: «La verdad –escribe en su historia– es cosa bendita y sagrada, y todo lo que contra ella dijeren va maldito.»

Pues bien, ante esas encrucijadas históricas, ¡qué alteza de miras la del egregio pensador! ¡Cómo se rinde también ante la verdad y la belleza! Poseído de un acerado estilo cristiano (¿no se ha tomado él mismo imaginativamente por descendiente de un soldado de Cortés?), vémosle derribar los mitos aztequistas y seudoindigenistas a ultranza. Oigámosle: «El indianismo, que pretende retrotraer el pasado, devolvernos a lo indio, es una traición a la patria, que ya desde la colonia dejó de ser india. Por eso siempre hemos hablado de «incorporar el indio a la civilización, es decir, al cristianismo y a la Hispanidad». ¡Y al fin de que todos nuestros hijos unidos disfruten de un México totalmente regenerado de su aztequismo, incluso, se entiende, los indios y los hijos de los indios!»

Nobilísimas, autorizadas palabras en el más autorizado cerebro mejicano. Y con idéntica limpidez mental y cordial estudia el caso de la independencia, poniendo de manifiesto los secretos manejos ingleses, yanquis y masónicos que la alentaron y apoyaron. A partir de aquí, la pluma de Vasconcelos se moja en melancolía, en acuciante amargura ante la convulsa historia de los últimos cien años de Méjico. Llora sobre su patria, como Jesús lloró ante Jerusalén. Se maravilla de su enorme grandeza vital y de los escasos, acedos frutos de esa grandeza, obstruida por pretorianismos sucesivos y estériles revoluciones. Le duele Méjico, como a nuestro Miguel de Unamuno le dolía España.

Si José Vasconcelos con su privilegiada pluma nos revive todo el pasado de su gran país, con su presencia –cuando yo tuve la grata ocasión de departir con él en el otoño de 1954– parecía venir su alma, el alma de esa Nueva España, tan semejante a la vieja por sus enormes virtudes y defectos. Parecía como si la distancia del Anáhuac se nos acortara con la venida de este paladín de la Hispanidad. Recuerdo que el entonces embajador de Cuba, don Antonio Iraizoz, en una salutación al grupo de periodistas cubanos y mejicanos que con Vasconcelos venía, se refirió a la fraterna reunión mensual que celebran todos los jefes de misión hispanoamericanos acreditados en Madrid. Sólo falta a la mesa el representante de Méjico. ¿No es esto un poco la parábola del hijo pródigo?

El profesor Vasconcelos callaba y escuchaba con melancólica sonrisa. También con algo de esperanza. Parecía como si le rondara aleteando la sombra blanca de Quetzalcoatl, el dios del Aire, el dios bueno y desterrado, el mítico Salvador precristiano de las tierras de Moctezuma, el vencido por el feroz Huichilobos, caníbal comedor de humanos corazones crudos... «La lucha Quetzalcoatl-Huichilobos, en frase definitiva del maestro, se convierte de esta suerte en resumen y símbolo de la historia de México.»

Melancolías, sí. Pero también esperanza. Esperanza de ese «Méjico lindo», que un día volverá. Porque si «en Méjico se piensa mucho en ti»... en España, cuate, nos sucede a la recíproca. Y entonces –escuchemos la profecía de Vasconcelos, que él ya verá desde su paz–, entonces «será un delirio de reconciliación».

Lope Mateo