En toda carta que en estos días me ha llegado de Alemania estaba, sin comentarios, esta frase: «Ha muerto Max Scheler», que no tanto quería ser triste nueva, cuanto expresar la conciencia de una pérdida irreparable. Lo reciente e inesperado de la pérdida suele exagerar su significación; pero en este caso el tiempo no hará más que confirmar el doloroso hecho de que Alemania acaba de perder al que era el más fuerte y original de sus pensadores.
Max Scheler era un filósofo moderno, un filósofo para quien no cabía aquella cómoda división del «primum vivere deinde philosophari», un filósofo del tipo a que el imperecedero ejemplo de Nietzsche nos ha acostumbrado a considerar como él más noble. Fue precisamente la finalidad que ha perseguido a través de toda su obra la de hallar una filosofía que explicase y justificase, sin restricciones, la ciencia y la totalidad de la vida. Fue también un filósofo de la vida en el sentido de que, cual ninguno, supo percibir e interpretar las corrientes intelectuales de su época, y, por lo mismo, ha influido también más que nadie en el pensamiento contemporáneo; hasta recordar la parte que han tenido sus obras El formalismo en la Ética y De lo eterno en el hombre en la formación del movimiento neo–católico.
La evolución de las ideas filosóficas presenta una triple curva, es decir, que el eterno dualismo de nuestra filosofía occidental se manifiesta en su obra de forma que, tendiendo a un fin idéntico, toma por punto de partida ya «el más allá» absoluto, ya «el más acá» empírico. Comienza por criticar el formalismo transcendental a la vez que los métodos meramente psicológicos, para ofrecer en su Fenomenología de los sentimientos de simpatía de 1913, una obra ya plenamente afirmativa. El mismo ha hecho notar la coincidencia de aquellas sus primeras ideas con la última fase de este pensamiento, y, en 1923, ha vuelto a publicar aquel primitivo ensayo, notablemente ampliado, con el título de Esencia y formas de la simpatía.
Empleando el método fenomenológico iniciado por Husserl, que para Scheler, en el fondo, no era precisamente más que eso, un método, y no una filosofía, trata de dar a un sector de nuestros sentimientos su extensión total y de enlazar a su raigambre humana y vital aquellas manifestaciones consideradas como puramente espirituales. Fue un trabajo de síntesis, como debían serlo todos los suyos, o, ya que él habría rechazado este término, el estudio de una «unidad de vivencia». Durante la guerra optó, como Tomás Mann, por la posición más difícil. Frente a la mayoría de los intelectuales alemanes, que no lograron ver en la conflagración más que el resultado funesto, pero sin trascendencia, de una política inepta o malintencionada, no desdijo de su categoría de filósofo, considerándola como un fenómeno complejo, a la vez que material intelectual.
El genio de la guerra y la guerra alemana (1915) y los demás escritos de esta época, deben tenerse por el comienzo de una evolución «reaccionaria» suya, no precisamente en el sentido político, sino en cuanto a la dirección anterior de supensamiento. Como queda dicho, el fin perseguido en último término y el método aplicado, permanecen fundamentalmente iguales; lo que cambia y se desplaza por entero es el punto de partida. Llega Scheler de esta manera a descubrir los valores de la filosofía agustiniana, que no sólo resisten a la investigación moderna, sino antes aparecen continuados y realzarlos por ella. Si la crítica kantiana había reconocido como única norma moral la buena intención individual, El formalismo en la ética y la ética material de los valores (1916), dirigiéndose a los objetos, establece de nuevo una sólida jerarquía de los valores morales.
Parece natural que esta experiencia haya llevado al autor a identificar su pensamiento con la doctrina católica, de cuya conversión, da fe el grueso volumen De lo eterno en el hombre (1921). Mas volvió a solicitarle el «espíritu de la tierra», que dijo Schiller, y, una vez en el terreno de la sociología, no pudieron menos de revelársele como creador por y para ciertos grupos sociales muchos conceptos tenidos por absolutos, que las cosas no sólo son del color del cristal con que se miran, sino, ante todo, según el punto de vista desde el cual se consideren.
Este ya amplísimo estudio sobre Las formas del saber y la sociedad, publicado en 1926, debía completar y coronarlo con una Antropología, que Scheler venía preparando y ha dejado sin terminar. Se resiste uno a creer, sin embargo, que tal obra, por perfecta e insuperable que hubiera sido, habría revelado la fase definitiva de su ingenio, que si sus mismos amigos tratan de disculpar aquellos sus cambios de orientación o de declarar, según sus propias opiniones, por «buenas» o «verdaderas» las obras de determinada época, precisamente en esta su constante y fecundísima renovación, estriba, a nuestro ver, su grandeza, ya que, en realidad, por ninguna de sus obran quedan derrocadas las anteriores. En la primavera de este año, Scheler había sido llamado a la Universidad de Frankfurt am Main, a la que tengo el honor de pertenecer, y, ahí, poco antes de salir para España, tuve todavía la satisfacción de verle, fue, naturalmente, uno de mis mayores anhelos el de escuchar a mi vuelta de sus propios labios aquellas sus preciosas enseñanzas, lo que ya no podrá ser. Conservaré sólo el recuerdo de su aspecto físico, de su rostro redondo, pálido, de luchador, de su cara, que en sociedad adquiría a veces un aire cínico, que podía ser la de un hombre malo o de un hombre bueno, pero que en todo caso era la de un hombre superior.
H. Petriconi
Catedrático de la Universidad Central